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3


Para cuando despertó, Liam se dio cuenta que además de estar completamente entumecido, Abby no estaba a su lado. El resplandor del sol se colaba por las ventanas con las cortinas a un lado, por lo que imaginó era temprano en la mañana. Se frotó los ojos mientras se sentaba en el sillón, para vestirse con su ropa tirada encima de la alfombra, en el preciso momento en que Abby bajaba las escaleras, vestida con su uniforme celeste de ejecutiva bancaria y el maletín de documentos en una mano. Al verlo despierto, se acercó a él, sonriendo.

—Buenos días, dormilón —le saludó. Liam se puso de pie, mientras se ponía el short. La rodeó por la cintura y le dio un corto beso en los labios, respirando con fuerza el olor de su perfume.

—Creí que me despertarías, ¿qué hora es?

—Te vi durmiendo tan tranquilo que me dio pena hacerlo, son las seis y media, ya me voy a la oficina. Tomaré la camioneta, ¿de acuerdo?

—Adelante ­—Liam caminó hacia el portallaves colgado de la pared cercana a la puerta de entrada, tomó las llaves de la camioneta y se las extendió—. ¿Te espero para almorzar?

—No lo sé, por las dudas no pierdas de vista el teléfono, te avisaré cerca del mediodía, en cualquier caso —antes de cruzar la puerta de entrada, le dio un nuevo beso a su esposo—. Que tengas buena mañana, querido.

—Igual tú.

En el mismo momento en que Abby iba a dar un paso hacia afuera, se interrumpió sorpresivamente, casi dando un salto hacia atrás.

—¡Oh por Dios! —exclamó.

Ambos miraron hacia abajo. Encima del tapete de bienvenida frente a la puerta, se hallaba el cadáver de un pájaro negro, de pico grande, sin alas. Aparentemente se las habían arrancado de alguna forma. Abby miraba la escena con asco, Liam, por su parte, con asombro.

—¿Qué demonios? —comentó él.

—¿Qué es? ¿Por qué está aquí?

—Parece ser un cuervo —respondió Liam, acuclillándose para verlo mejor—. No hay cuervos por esta zona, o al menos, no debería. Que extraño.

—¿Cómo llegó aquí? ¿Crees que se haya estrellado contra la casa por la noche?

—No lo creo. Si hubiera sido así habría alguna mancha de sangre en algún lado, y evidentemente no estaría sin las alas. Es posible que quizá un gato lo haya medio comido y abandonado aquí, quien sabe —Liam se dio media vuelta, caminó hacia la cocina, y volvió al instante con tres servilletas grandes de papel de cocina. Bajo la mirada de Abby, tomó al pájaro en el papel, lo envolvió rápidamente, y lo arrojó al cubo de basura ubicado en la acera—. Ya está, no hay de que alarmarse.

Se acercó a ella para darle un nuevo beso, pero Abby se retiró un paso hacia atrás, levantando las manos en señal de rechazo.

—Ni siquiera se te ocurra tocarme con esas manos —dijo. Liam puso los ojos en blanco, se colocó las manos a la espalda como si las tuviera atadas por detrás, y acercó el rostro hacia ella.

—De acuerdo, que tengas buena jornada, cariño.

Estiró los labios para que ella le diera un corto beso, se giró mientras caminaba hacia la camioneta, la vio subir y encender el motor, mientras levantó una mano en silencioso saludo. La Subaru arrancó dócilmente, y una vez que Abby ya estaba fuera del barrio privado, Liam se giró para volver a la casa.

Se lavó las manos en el fregadero de la cocina, y luego de encender la cafetera, se dedicó a la tarea de acomodar las pocas cajas de vajilla y minucias que habían quedado en el living, luego de la mudanza, ya que todos los muebles grandes habían sido colocados en su sitio por los empleados de la compañía. Una vez que hubo terminado, se sirvió una taza de café humeante y delicioso, y se sentó en la mesa del living, frente a la computadora portátil, para revisar sus correos y su página de trabajo. Desde la última crisis que había asolado la pareja, cuando Abby fue diagnosticada con el síndrome de Otelo, Liam se las había tenido que ingeniar para continuar recibiendo ingresos económicos sin moverse de su domicilio. Para ello, encontró una página estable y segura de trabajo desde casa, con la cual pudo firmar un contrato y ser aceptado de buena manera. Desde aquel entonces, había destacado en la industria de las finanzas en bolsa.

Comenzó a revisar sus correos y páginas web comerciales tranquilamente, luego de poner música suave en el equipo de sonido del living. Adoraba aquella rutina por las mañanas, su café, los hits del momento y scrollear de aquí para allá en sus páginas de comercio buscando las mejores ofertas con las cuales conseguir nuevas acciones. Al principio, toda aquella cuestión le había parecido más que monótona, pero luego de un tiempo no solo pudo acostumbrarse a ella, sino que además le había cogido cierto gusto. No tenía que salir corriendo para llegar en hora al trabajo, soportar el pesado tráfico, y cumplir con sus rutinas de entrenamiento. Era su propio jefe, Abby no se ponía celosa, y al mismo tiempo, ella lo compensaba con picantes sorpresas. Sonrió al recordar la cantidad de veces que le sorprendía entrando al living desnuda, o en bata de seda transparente, los manoseos mientras él bebía su café y respondía correos electrónicos, al mismo tiempo que intentaba mantener la compostura. Eran sencillos, el dinero no les alcanzaba para grandes lujos, pero eran felices.

Respondió unos convenios comerciales a dos empresas de marketing que le habían escrito la noche anterior, y de repente su sonrisa se esfumó. Liam no se había dado cuenta hasta ese momento, pero de repente se sintió muy incómodo. Miró con el rabillo del ojo por encima de su hombro, hacia la pared que estaba a sus espaldas, pintada de un blanco inmaculado. No sabía por qué, no podía definirlo con exactitud, pero se sentía observado. Sin embargo, nunca había sido un tipo supersticioso ni mucho menos. De los dos, la más esotérica era Abby, que creía en cuestiones energéticas y demás tonterías. Por ende, decidió no darle más importancia de la que merecía, y volviendo la vista a su computadora, continuó tecleando el correo que estaba redactando.

Intentó concentrarse, pero no había forma. Mientras más minutos pasaba sin darle importancia, aquella sensación de ser observado se hacía cada vez más notoria. Era incomodo, se revolvía en la silla, bebía su café de a sorbitos, hasta que repentinamente, escucho un ruido. Parecía una especie de golpe, como si hubieran llamado a la puerta, pero de una forma demasiado extraña. Además, él estaba sentado a la mesa del living. Nadie había tocado la puerta de entrada, el ruido no había sonado de allí. Podría jurar incluso que el sonido provenía de la puerta que comunicaba al patio trasero, la que estaba al final del pasillo.

Tomó el control remoto del equipo de música, y pausó la lista de reproducción que estaba escuchando, para agudizar el oído. Quizás solamente había sido una ilusión, aquel golpe había sonado en la canción que escuchaba, y nada más. Pero no fue así, porque se volvió a repetir. Dos suaves llamados a la puerta. Luego un golpe más, solitario. Unos segundos, y de nuevo. Dos golpes, y uno más, espaciado.

Decidido, se puso de pie y rodeando la mesa, caminó hasta el pasillo a paso rápido, rumbo a la puerta. Sin embargo, todo el ímpetu de valentía que le había obligado a levantarse de la silla, desaparecía gradualmente en cada paso que daba, en cada golpe que escuchaba mientras se acercaba a la puerta más y más. Una parte de sí mismo se dijo que tal vez sería prudente ir a buscar el rifle de cacería antes de abrir. Un viejo, pero bien conservado Magnum calibre 22 con culata de madera lustrosa, y palanca armadora. Apenas lo había usado un par de veces, hasta descubrir que la caza no era lo suyo, pero tal vez en aquella ocasión sería buena idea empuñarlo. Estaban en una casa que no conocían, en un barrio completamente nuevo, no le vendría mal un poco de ayuda en caso de ser necesario.

Sin embargo, continúo caminando como si fuera un robot, como si no tuviera la suficiente autonomía para saber detenerse a tiempo. Se detuvo frente a la puerta, en cuanto llegó a ella, y miró el picaporte redondo como si quemara. Lo sostuvo en su mano derecha, sintiendo el frio del bronce en los dedos, y girando con rapidez, abrió de golpe. Pero al contrario de lo que suponía, allí no había nadie. A sus pies se extendía el porche del patio trasero, de madera tratada, y el jardín boscoso del enorme patio. Si alguien había tocado a su puerta y se hubiera ido corriendo, un niño, supongamos, era imposible que no lo hubiera pillado a mitad de la corrida. El patio era grande, y había una buena distancia hasta la alambrada que separaba los límites del patio con el resto del bosquecillo de pinos. Pero la verdad era que allí no había nadie, y estaba seguro que había escuchado los golpes en la puerta.

Sus ojos recorrieron toda la extensión de campo por detrás de la casa. Entre los árboles, podía ver los patios traseros de las otras residencias, y no sabía bien porqué, pero estaba convencido que algo (o alguien) le estaba observando. Silencioso en la vegetación, quizá protegido por las propias malezas o dentro de la comodidad de su hogar, pero lo sabía, podía sentirlo en los vellos erizados de sus brazos y en medio del pecho. Allí había algo que lo estaba mirando, deleitándose con su confusión. Hasta que Liam se giró sobre sus talones, entró de nuevo a la casa, y cerró la puerta tras de sí.

Con una amarga sensación difícil de describir —no sabía si era miedo, incertidumbre o desamparo—, Liam pensó nuevamente en recoger del cobertizo su rifle de cacería, por si acaso algún intruso quisiera pasarse de listo y estuviera acechándolos para robarles. Pero al fin, descartó esa idea rápidamente. No sabía que podrían pensar los vecinos si alguno lo veía, a través de las ventanas que daban hacia la calle, deambulando en el living de su casa con un rifle en las manos. No quería dar una mala impresión, allí tenían el comienzo de una nueva vida, una maravillosa oportunidad, y no iba a arruinarla. En silencio, volvió de nuevo a la mesa del living y se sentó frente a su computadora portátil, apoyó las yemas de los dedos en el teclado, pero muy a su pesar, no pudo volver a concentrarse en su trabajo por todo el resto del día. 

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