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13

No sabía cuánto tiempo había pasado, minutos u horas, le daba igual. Sentía el rostro y las manos pegoteadas por la sangre reseca, pero tampoco le importaba. Al fin había acabado con los malditos hijos de puta que habían asesinado a Betty a sangre fría, había cumplido su propósito, guiado por el impulso irracional de venganza y el instinto brutal que lo había gobernado durante toda su vida en la cárcel y después de ella. Fumaba un cigarrillo tras otro, mirando a un punto fijo en el suelo alfombrado, mientras el cuerpo le dolía como los mil demonios debido a la pelea. Su mente recordaba cuando los habían interceptado en el camino, recordaba cada movimiento y cada palabra como si fuera una grabación de video en su cabeza. Los había apuntado con el fusil, había tenido tiempo de abatirlos, pero no lo había hecho. No quería que Betty lo viera como un monstruo después, por eso algo dentro de sí mismo había cedido a la encrucijada de no dispararles a quemarropa. Sin embargo, comprendía que no era más que un tonto, un imbécil que no hizo lo que debía hacerse. Podía haber salvado la vida de Betty, podían haber llegado juntos a la capilla si tan solo hubiera apretado el gatillo a fondo.

La verdad era que daría lo que fuese necesario por haber tenido una vida distinta, por no ser el jodido ex convicto, por haber formado una familia sana y feliz con Clarisse, con dos o quizá hasta tres hijos, y un empleo mucho mejor que la fábrica de mierda donde trabajaba antes de todo este desastre. ¿Cómo sería envejecer junto a ella? Se preguntaba. Verla ducharse, esperarla con la comida hecha y tomar el coche para salir a pasear a cualquier lugar los fines de semana. Sin duda una utopía hermosa de la cual jamás formaría parte, al menos no en esta vida. Se sintió como el hombre más desdichado del mundo, al mismo tiempo que la siempre típica furia en él se preguntaba ¿Por qué la vida eligió esto para mí? ¿Qué hice mal para que me odiase tanto?

En algún lugar lejano de su cerebro escuchaba golpes sordos, como el ruido a las maquinarias que funcionaban en la fábrica donde antes trabajaba. También podía escuchar gritos, que le hicieron recordar a la policía entrando en la joyería aquella tarde horrible. Al final, todo formaba parte siempre de los mismos sentimientos y recuerdos que lo asolaban día y noche, como si fuera una torturante repetición de todo lo que a Mike le hacía daño.

Un golpe más. Los mismos gritos. Y de pronto, la puerta frente a él abriéndose de par en par.

—¡Mike, tenemos un problema! —exclamó el padre Lewis. Sin embargo, él no lo oyó. Continuaba mirando al suelo, con la mirada perdida en la lejanía de sus pensamientos —¡Mike, reacciona por favor!

Exasperado, el padre Lewis lo sujetó de los hombros y lo sacudió levemente, hasta que pareció arrancarlo de su distracción. Mike lo miró y parpadeó un par de veces.

—¿Qué pasa? —preguntó. Entonces lo escuchó con claridad, había golpes en lo que parecía ser la puerta principal, junto con los gritos de las mujeres.

—¡Van a entrar, Mike! ¡Van a entrar!

Se levantó rápidamente del sillón y salió de la habitación, mirando todo a su alrededor. Los cadáveres ya no estaban allí, pero por el rastro de sangre en el suelo que se dirigía hacia las puertas de entrada, podía darse cuenta que los habían arrastrado hasta afuera. Y al seguir el rastrojo de sangre, vio con horror a lo que el pastor Lewis se refería con "Van a entrar".

Las puertas de madera de la capilla se sacudían con una violencia brutal. A duras penas consideraba que los cerrojos podrían aguantar mucho más, parecía como si del otro lado estuviesen azotando las puertas con un ariete de asedio. Entonces miró hacia las ventanas vitraux que decoraban ambas paredes laterales de la capilla, ya había anochecido. Aquello que golpeaba las puertas intentando entrar a toda costa, no eran más que los espantosos demonios que aparecían por las noches.

—¿Cómo es posible? ¡No pueden entrar aquí! —exclamó, confundido.

—¡No lo entiendes! —respondió el padre Lewis— ¡No podían hacerlo, pero ahora sí que pueden! ¡Se ha derramado sangre dentro de la casa de Dios, has matado a dos personas aquí, y ya no es un lugar santo!

De pronto, uno de los cerrojos comenzó a ceder, torciéndose. Por el espacio entreabierto entre las dos puertas, asomaron al menos media docena de largos brazos rojizos acabados en negruzcas y largas garras amorfas. Las mujeres intensificaron sus gritos y corrieron alejándose de la puerta que intentaban sujetar momentos atrás.

Mike miró la escena consternado, y entonces supo que debía hacer algo al respecto. Tal vez todo lo que había sucedido, antes y después, había sido designado por algo más. Quizá todo había pasado por algo, su propósito de vida no era asesinar gente, sino salvarla, y teniendo en cuenta que su impulso desquiciado de venganza era lo que había causado tal desastre, debía repararlo. Era necesario que al menos por una vez en la vida, hiciera algo digno y honorable para alguien más que no fuera el mismo. Y lo supo, tan claro como el agua.

—¿Puedes sacar a toda esta gente de aquí? —le preguntó, caminando rápidamente hacia las armas. Tomó el fusil M4 y le llenó el cargador. También recargó la Glock, y le quitó el seguro.

—Sí, hay una puerta tras el altar. Funciona como la salida de emergencia en caso de incendios.

—Bien —Mike le cedió la pistola y empuñó el fusil—, quiero que salgan todos por atrás, les intentaré ganar todo el tiempo que sea posible. ¡No quiero que me esperen, solo corran!

—¡Pero Mike...! — El padre Lewis iba a comenzar a responderle, exclamando por sobre el sonido a los gritos de la gente, pero de repente, el estruendo a cristales rotos lo interrumpió. Ambos se giraron a mirar y la escena fue horrible. Una de aquellas criaturas demoníacas había literalmente saltado hacia adentro, rompiendo un vitraux. Aterrizó con las patas abiertas en el suelo, resbalando, y luego se abalanzó hacia una de las mujeres del grupo. Todos huyeron despavoridos, mientras el demonio la despedazaba con sus potentes fauces como si fuera un animal salvaje hambriento y rabioso.

—¡Vamos, vamos, hazlo! —gritó Mike. —¡No pierdas el tiempo!

—¡Todos conmigo, por aquí! ¡A la puerta de atrás! —gritó el padre Lewis, empuñando la pistola con una mano y agitando la otra. Se giró un momento hacia Mike, y lo miró con pena. Al final, no era más que un pobre hombre a quien la vida no lo había tratado muy bien, y aun así le caía mucho mejor que unos cuantos. —Gracias... —murmuró, comprendiendo que difícilmente podría volver a verlo al salir de aquella capilla.

—¡Lárgate hombre, sal de aquí! —le dijo, asintiendo con la cabeza, en cuanto vio que un segundo demonio saltaba a través de la ventana rota.

Comenzó a disparar como bien sabía, a las patas de aquellas criaturas. Los disparos dentro de la capilla resonaron como estampidas de pequeñas bombas, mientras que la gente gritaba y corría hacia donde el padre Lewis les indicaba. Por dos ventanas más, comenzaron a colarse más criaturas, a las cuales Mike las inmovilizó con su fusil de combate. Sonreía mientras disparaba, satisfecho por estar haciendo una obra de bien. Miró un solo segundo hacia atrás, para comprobar que ya todos se habían ido. El padre Lewis guiaba a la última mujer tras el altar del presbiterio y se detuvo un instante para observar a Mike, como si estuviera esperando algo. Quizás tenía tiempo de girarse y correr hacia la puerta, pensó, pero aquello no estaba en los planes de Mike. Lo miró, y asintió con la cabeza, mientras le gritaba ¡Lárgate de aquí! Una vez más.

Los cerrojos de la portería de madera estaban cada vez más torcidos y doblados sobre sí mismos, a punto de ceder en cualquier instante, gracias a la enorme horda demoníaca que empujaba desde el exterior. Había disparado al menos una ráfaga de veinte balas, quizá más, por lo que suponía que debía quedarle aún más de medio cargador para poder resistir. Las criaturas continuaban ingresando por las ventanas al interior de la capilla, pero en cuanto tocaban el suelo y se ponían de pie, Mike apuntaba y disparaba sin dudar, inmovilizándolas al menos unos momentos, haciendo que se retorcieran y chillaran.

Sin embargo, lo inevitable sucedió. Las puertas de entrada cedieron, abriéndose de par en par. Al menos unas cuarenta entidades demoníacas entraron en manada, Mike disparó ya sin controlar el gatillo, repeliéndolas todo lo más que pudo, hasta que el fusil solo comenzó a hacer un clic sordo. Sintió que lo atropellaban derrumbándolo al suelo, y al instante comenzaron a sacudirlo violentamente en todas direcciones. Centellas de dolor invadieron su cerebro en cuanto comenzaron a desgarrarle las extremidades, el vientre y el pecho con sus garras y colmillos, sintió como sus ropas y todo su cuerpo se empapaban en la tibia sangre que manaba por sus entrañas, y gritó, agonizando.

Entonces, algo hermoso ocurrió, una visión dulce y cálida. En medio de aquel pandemónium de dolor, sangre y órganos que eran devorados de su cuerpo, pudo ver un resplandor casi tan blanco y puro como la nieve que recordaba cuando era un niño, y en medio de aquella luminosidad que cubría todo su campo de visión, el rostro de Clarisse. Sonreía, estaba hermosísima, tal y como siempre la había recordado en sus mejores años. Su cabello rubio caía a un lado de sus mejillas, y de pronto, le extendió la mano. Mike sonrió al mismo tiempo que moría, y haciendo un último esfuerzo sobrehumano, levantó el muñón que aún quedaba de su brazo cercenado por aquellos demonios, y podría jurar que sentía el tibio tacto de la piel de su esposa, aunque realmente no tenía ni siquiera fuerzas para moverse. Solo cuando pudo sentir que le sujetaba de la mano, exhaló su último estertor, muriendo con los ojos abiertos, fijos en el techo de la capilla.

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