12
Cerró la puerta al salir, para que Mike pudiera descansar, mientras dio una rápida mirada hacia el presbiterio y las hileras de bancos de su capilla, donde las personas que allí se refugiaban hacían sus actividades diarias. Pensar en aquello lo obligó a sonreírse por la ironía de la situación. ¿Qué se podía hacer cuando el mundo se acababa de ir a la mierda? Pensó, mientras veía a Susan y Emma jugar al póker con un desgastado mazo de cartas, sentadas en uno de los bancos de la última fila a la derecha. Se miraban, sonreían e intercambiaban algún rápido beso de vez en cuando, mientras recordaba como las había condenado por su lesbianismo incluso hasta expulsándolas de su congregación, varios meses antes de que el arrebatamiento sucediera. Hoy en día, esas dos chicas fueron las primeras refugiadas que tuvo en su capilla, y las que le ayudaron a conseguir las colchonetas para que la gente durmiera cómodamente, ya que una de ellas era empleada de un gimnasio local y tenía acceso a las llaves del depósito.
Todos tenían una mala historia que contar, un pasado que les daba vergüenza o incluso remordimientos, pero el padre Lewis era el que peor se sentía de todos ellos, ya que a muchas de las personas con las que ahora estaba compartiendo un techo y un plato de comida, eran las que más de una vez había señalado con el dedo, como si él tuviera la verdad absoluta solo por ser sacerdote, como si nunca se hubiera acostado con una mujer casada. Y sin embargo, nadie lo había juzgado, sino que por el contrario, cada hombre y mujer que allí se encontraba se sentía como parte de una pequeña familia con la cual poder prosperar, o al menos, sobrevivir lo mejor posible a los tiempos venideros.
Se sentó en el borde del estrado de misa, y apoyando los codos en sus rodillas, se tomó el rostro con las manos aún manchadas de sangre en algunos sitios, dando un suspiro agotado. Jamás habría imaginado ni siquiera por un segundo de su vida, que presenciaría algo tan místico y milagroso como el llamado de Jesucristo a sus fieles, que se quedaría abajo, que vería demonios en carne propia durante las noches, y que extraería de forma casera una bala del brazo de un hombre desconocido.
—Buenas y santas para todos —escuchó que alguien saludaba, una voz de hombre que no conocía. El padre Lewis se quitó las manos de la cara y observó hacia adelante. Dos hombres entraron por la portería abierta de la capilla, uno de ellos rondaba los cincuenta años, con la nariz hinchada y ligeramente torcida a un lado. El otro, bastante más joven en comparación, vestía chaqueta de cuero, una camiseta de alguna banda de rock o similar y pantalones ceñidos. De su hombro colgaba un rifle de cacería con culata de madera lustrosa.
Se puso de pie y caminó hacia ellos tratando de poner la mejor sonrisa. Algunas de las personas que se encontraban allí —las chicas jugando al póker, algunos hombres que acomodaban las latas de comida en el rincón de las despensas, y dos mujeres que doblaban las mantas de lana— los miraron al pasar.
—Buenos días, bienvenidos —saludó, estirando su mano derecha—. ¿Están buscando refugio? ¿En qué podemos ayudarlos? Soy el padre Lewis.
—Bueno, la verdad es que sí, estamos buscando refugio —respondió el más veterano de ambos, con una ancha sonrisa—. Quizá puedan ayudarnos, yo soy Eddie, mi compañero es Rob.
—Entonces no hay problema, la capilla es grande y...
El padre Lewis no pudo terminar de hablar. El más veterano de los dos, Eddie, extrajo de su cintura un revolver, y apuntó directamente al rostro del cura, mientras lo tomaba por la solapa de su chaqueta. En un movimiento rápido, el joven que lo acompañaba empuñó el rifle y apuntó al grupo de personas dentro de la capilla, para que no intentaran ningún movimiento brusco. Asustados y sorprendidos, dieron una exclamación de temor, mientras se mantenían muy quietos en sus lugares.
—Sí, claro que la capilla es grande —consintió Eddie—. ¿Podemos entrar todos en ella y vivir pacíficamente? Por supuesto. Pero hay un problema, señor sacerdote. Lo hemos estado observando, y sé que usted le ha dado refugio a un tipo con el cual nosotros tuvimos un altercado hace muy poco. Hubo muertes en el medio, ¿sabe? Y no nos gustaría vivir junto a ese puto psicópata bajo el mismo techo. Así que le voy a pedir que, por favor, se mantenga en perfecto silencio mientras nosotros nos ocupamos de este problemita. ¿Le parece bien?
—Sí... está bien... —respondió, sin dejar de mirar la boquilla de metal del revolver, oscura y profunda, a menos de cinco centímetros de su entrecejo.
—Robbie, ¿ves a nuestro hombre por ahí? —le preguntó a su compañero, sin dejar de mirar al padre Lewis. La sonrisa no se le esfumaba del rostro, y su pulso no temblaba al sujetar el arma ni siquiera por un momento.
—No, no está.
—¿Acaso salió de compras, padre? ¿O está por aquí, escondido en algún lado? Hace una hora los vimos entrar, pero no los vimos salir. Así que debe estar aquí adentro.
—No tengo idea, sinceramente. Pudo haber salido por la puerta trasera, es un hombre muy errático —respondió el padre Lewis. Estaba asustado, sudaba, pero no le daría información acerca de Mike a aquellos tipos. No los conocía en lo absoluto, y sus intenciones aún no eran muy claras, pero sin duda representaban algo malo. Mike podía ser un ogro cuando quería, eso era cierto, pero al menos tenía pinta de ser mucho más honorable que estos fulanos, que entraron a su capilla solo para apuntarlo al rostro con una pistola en reclamo de venganza.
—¿Me toma por tonto?
—¿Qué? ¡No, de ninguna manera! Yo...
—Realmente espero que no me esté tomando por imbécil, padre, porque sería algo muy desleal viniendo de un hombre de fe —Eddie sonrió, y luego miró hacia la puerta cerrada, al lado del presbiterio—. ¿Qué hay tras esa puerta?
—Solo la administración de la capilla, nada más...
—¿En serio?
—¡Lo juro, de verdad! —exclamó el padre Lewis.
—Muy bien... podríamos echar un vistazo —dijo el veterano, y en aquel momento, pudo sentir como un súbito calor se apoderaba de sus mejillas, al mismo tiempo que el pánico le recorría la espina dorsal.
—Pero, no creo que...
Eddie lo interrumpió.
—¡Robbie, vamos a ver que hay tras la puerta, amigo! A no ser que este tipo sea Houdini, debe estar en algún lado de esta capilla, y en caso contrario, ejecutaremos a cada una de estas personas cada diez minutos hasta que aparezca. ¿Qué le parece la idea, padre?
—Dios mío... —murmuró, cerrando los ojos.
—No, creo que Dios se olvidó de todos nosotros, mi amigo —le apartó el arma del rostro y lo giró sobre sus talones, dándole un empujón hacia adelante—. ¡Andando, vamos!
Caminaron hasta la puerta cerrada en completo silencio. Cada paso le parecía un metro más cerca de la muerte a medida que se acercaban a ella, hasta que finalmente, aquel veterano vestido con jeans desgastados y camiseta blanca a tirantes, le hizo un gesto a su colega con el rifle, para que abriera la puerta. Este puso la mano libre en el picaporte y abrió.
—Vaya, vaya... tenemos premio ganador —dijo.
Mike se despertó, lentamente al principio, sobresaltándose después, enseguida que vio quien estaba de pie tras el umbral de la puerta.
—¿Pero qué demonios? —preguntó casi en una exclamación, mientras se levantaba lo más rápido que podía del sillón. El joven con el rifle lo apuntó mientras daba un paso hacia adelante.
—¡Eh, quieto ahí Clint Eastwood! ¡Vuelve a sentarte, ahora!
Mike hizo lo que le ordenó, sentándose de nuevo en el sillón muy lentamente, sin dejar de mirarlo de forma sombría. No había dormido más que unos minutos, y aún se hallaba atontado por el sueño y los remanentes de anestesia, pero sentía como minuto a minuto su cerebro se despabilaba tan rápido como si cayera por un tobogán, tal vez debido al golpe adrenalínico de tener frente a frente a los asesinos de Betty.
—Así que no estaba aquí, ¿eh? —sonrió el veterano. Sin embargo, el padre Lewis no dejaba de mirar a Mike, temiendo lo peor.
—Lo siento mucho... —dijo. Aquella disculpa no iba destinada a los intrusos, sino a Mike. Parecía querer decirle con la mirada "Hice todo lo que pude para no decirles, lo juro".
—Ya, ya. Al menos encontramos a nuestro objetivo, aunque odio que me mientan —respondió. Sorpresivamente, cerró el puño y le dio un contundente golpe con su mano libre, en todo el lado izquierdo del rostro. El padre Lewis dio un quejido de dolor y se desplomó sobre el púlpito de madera, cayendo despatarrado al suelo del presbiterio. Se tomó el rostro con ambas manos, adolorido, y cerrando los ojos.
—¡Malditos, déjenlo en paz! —gritó una chica al fondo de la capilla. Eddie la apuntó con la pistola en cuanto vio que comenzaba a caminar hacia ellos, y la joven se detuvo al instante, con las manos en alto.
—¡Muy bien, quiero que todos me escuchen atentamente! —exclamó. Su voz resonaba con eco en la capilla, y todos lo miraron, temerosos y atentos—. Vamos a pedirles que nos entreguen todos los alimentos que tengan y una vez que compruebe que no se llevan nada escondido entre las ropas, van a tener que largarse de aquí. A partir de ahora la capilla es nuestra, y en cuanto el último de ustedes se haya ido, dejaremos salir al sacerdote. Entonces cerraremos las puertas y ninguno volverá a pisar este lugar.
—¿Y qué pasa con Mike? —preguntó el padre Lewis, poniéndose de pie. Tenía una mejilla hinchada, y la boca le sangraba.
—Quien sabe —respondió el joven del rifle, girándose para mirarlo—. Tal vez no sepamos qué hacer con él, si ejecutarlo con un tiro en la nuca, o atarlo a un poste allá afuera, para que se lo coman los bichos nocturnos. ¿Tú qué opinas, cura?
En aquel momento, desde su lugar en el sillón, Mike observó encima de la mesa sucia de sangre. Allí todavía estaba el abrecartas con el que había cortado el hilo de sutura, si se movía rápido, podía tomarlo por sorpresa ahora que estaba de espaldas. También podía alertarlo, y causar una masacre. Pero de lo único que estaba seguro era que por el bien de los demás, no podía quedarse de brazos cruzados esperando lo peor.
Se levantó rápidamente, casi corriendo, y mientras que con la mano derecha tomó el abrecartas por el mango, con la izquierda le sujetó de la parte trasera del cuello de la chaqueta. Sorprendido, Rob intentó girarse, pero Mike fue más rápido y le clavó el abrecartas directamente en la yugular, cortando la garganta limpiamente hacia el costado. El chico soltó el rifle por inercia, y dio un grito ahogado, mezclado con un sonido glutinoso y gorgoteante. El padre Lewis se cubrió la boca con ambas manos, abriendo los ojos de par en par, mientras que la sangre del joven manaba por la herida abierta.
Sin soltarlo del cuello, y tomándolo por la espalda de la chaqueta, arremetió hacia adelante empujando el cuerpo como si fuera un escudo antidisturbios de carne y sangre. Eddie, sorprendido, comenzó a disparar mientras que las mujeres comenzaron a gritar enloquecidas del temor. Sin embargo, las balas impactaron en el cuerpo de Rob acelerando su muerte aún más, y cuando Mike estuvo suficientemente cerca, se lo arrojó encima, dejándolo caer. En el instante en que Eddie tuvo que hacerse a un lado para esquivar el cuerpo inerte de su compañero, Mike atacó lo más rápido que pudo, abalanzándose hacia él, quien exclamó un "¡Ooof!" de sorpresa en cuanto sintió que era sujetado por el pecho.
Ambos hombres rodaron por el suelo del altar y cayeron del presbiterio hacia la primera fila de bancos de madera. Eddie comenzó a sacudirse mientras que intentaba golpear, todo al mismo tiempo, para quitarse a Mike de encima. Asestó un puñetazo en las costillas y un segundo derechazo en la barbilla de Mike, haciéndolo rodar a un lado. Se arrastró por el suelo en busca del revolver que había resbalado de sus manos en la caída, pero Mike fue más rápido que él y en cuanto se puso de pie, le asestó una patada con la suela de su bota izquierda en la frente y parte de la nariz. Dio un grito de dolor en cuanto sintió el golpe en la reciente fractura de su tabique nasal, y observando hacia el banco opuesto donde reposaba el fusil M4 y la Glock de Mike, se puso de pie lo más rápido que pudo, para correr a alcanzarlas.
Al ver que se ponía de pie, Mike se apoyó de su brazo sano, mientras escupía un poco de sangre, y alcanzándolo en el momento justo, lo sujetó por los tirantes de la camiseta, atrayéndolo hacia sí. Comenzó a ahorcarlo haciéndole una llave con el brazo sano, mientras que Eddie le daba potentes codazos en el estómago. Ya iba tres golpes, y Mike no cedía.
—¡Suéltame, hijo de puta! —intentó gritar, mientras sangraba por la nariz y babeaba, pero lo único que salió de la garganta de Eddie fue un suave gimoteo. Al quinto golpe, Mike sintió que no podía resistir más, y tuvo que soltarlo para poder respirar.
Eddie dio un paso y estiró un brazo hacia las armas, pero de nuevo sintió que era sujetado por la espalda. Mike lo arrojó de bruces encima de uno de los bancos de madera, impactó con la cadera en el borde de uno de ellos y se desplomó en el suelo de mármol. Entonces, Mike se acuclilló encima de él, y tomándolo del cuello, comenzó a golpearlo a puñetazos una y otra y otra vez. Al principio, Eddie intentó defenderse, pero en cada golpe iba perdiendo más y más fuerza de combate, su cuerpo comenzó a hacerse cada vez más flácido, y su rostro se deformó hasta convertirse en una pulpa sangrante e hinchada.
El padre Lewis continuaba mirando la escena con las manos sobre la boca y los ojos abiertos de par en par, sin poder creer que había un muerto a su lado, desangrándose en las maderas que confeccionaban el suelo del presbiterio, y que posiblemente habría un segundo muerto si no intervenía a tiempo. Aunque ese maldito hubiera querido apropiarse de su capilla y echarlos a la calle, no dejaba de ser una persona. Aunque hubiera querido ejecutar a Mike, y aunque casi con toda seguridad —a juzgar por su reacción psicótica— habría sido el fulano que asesinó a su joven amiga, no dejaba de ser una persona. Saliendo de su eterno asombro, bajó casi corriendo del altar, rodeando el púlpito.
—¡Mike, detente! ¡Lo vas a matar! —exclamó.
Intentó sujetarle el brazo, viendo que, si aquel tipo no estaba muerto ya, al menos debía estar inconsciente, juzgando la inercia de los movimientos de su cabeza. Sin embargo, Mike lo miró un instante con expresión demente, le dio un codazo en el pecho, haciéndolo caer hacia atrás, y continuó golpeándolo una y otra vez. Adolorido y con impotencia, el padre Lewis no pudo hacer otra cosa más que mirar desde el suelo, asustado.
Cuando se cansó de darle puñetazos, le tomó la cabeza con la mano derecha y comenzó a golpeársela contra las baldosas de mármol del suelo, como si estuviera dando un coco contra una roca para abrirlo. En cada golpe daba un grito de impulso, y al cuarto impacto, escuchó un crujido, junto con la sangre cubriendo el suelo bajo el muerto. A su alrededor, había trozos de materia blanquecina que con toda seguridad serían los sesos. Un pedazo de masa cerebral del tamaño de un carozo de durazno se deslizó hacia debajo de uno de los bancos de madera. Y solo en aquel momento Mike se detuvo, jadeando, salpicado de sangre por todas partes, con las manos heridas en los nudillos de tanto golpear. Se apartó de encima del cadáver y recostó la espalda en uno de los bancos, llorando desconsoladamente. Todos lo miraban con una mezcla de mórbido terror e incredulidad absoluta. Una de las mujeres no soportó la escena, y vomitó el desayuno encima de una de las colchonetas.
—Él la mató —balbuceó, cubriéndose el rostro con las manos empapadas en sangre—. El bastardo mató a Betty, y yo lo maté a él.
—Mike... —murmuró el padre Lewis. Sin embargo, se interrumpió en cuanto vio que pasaba del llanto a la risa leve, carcajadas después.
—¡Genial, dos muertes más para el marcador de Mike el asesino! —rio, casi al borde de la locura. —¡No ha sido suficiente con mi esposa, no ha sido suficiente con mi hijo, ni con Betty! ¡Claro que no! ¡Porque es mi puto destino!
Se puso de pie, y caminando rápidamente, volvió de nuevo a la sala de administración. Sus pasos dejaban huellas rojas al haber pisado la sangre del cadáver a su lado, y una vez dentro de la habitación, cerró la puerta dando un violento portazo.
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