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11

Cuando llegaron a la capilla, Mike estacionó descuidadamente la camioneta familiar cerca de la puerta. Sin embargo, ninguno de los dos se dio cuenta que a poco más de cincuenta metros, dentro de uno de los coches abandonados, dos hombres los observaban. Uno de ellos, el más veterano, hizo un sonido chasqueante con la lengua y expresó una torcida mueca de sonrisa.

—Mira nada más, te dije que este hijo de puta debía andar cerca.

—Era obvio que no debía andar muy lejos de aquí, cuando los encontramos se dirigían hacia acá —comentó Rob.

—¿Me tomas del pelo, chico? ¿Creés que soy un tonto? —pregunto Eddie, tomándolo con una mano de la chaqueta de cuero.

—No, solo decía.

—Mira la cantidad de comida que traen —dijo el veterano, mientras agudizaba la visión entrecerrando los ojos, como si quisiera ver qué clase de cosas estaban descendiendo del vehículo. Al ver que algunas personas más habían salido de la capilla para ayudarles, hizo un bufido—. Hay más personas con ellos. Significa que deben tener aún más cosas dentro, como medicamentos o quizá hasta armas, y además es un buen lugar para refugiarse de estas criaturas nocturnas. Los tomaremos por sorpresa.

Rob lo miró de reojo, con aquel gesto de playboy que le caracterizaba desde siempre, y negó lentamente con la cabeza.

—No lo sé, Eddie. Todos estamos sobreviviendo en estos días, podemos buscar otro sitio más grande, y evitar una confrontación. Ese tipo está demente, has visto el arma que tiene, no podemos hacer nada con nuestras armas al lado de su fusil de asalto.

—¿Tienes miedo de que se te arruine tu hermoso peinado? ¿Eh? Puto niño metrosexual de mierda —lo insultó—. Has visto que mató a Luke y por poco nos asesina a nosotros. ¿Acaso no quieres vengar la muerte de nuestro amigo? Ahora cada uno de nosotros es valioso, nuestro grupo ha disminuido mientras que el suyo aumenta. No lo veo justo, hay que equilibrar la balanza.

—De acuerdo, será hoy. ¿Cuál es el plan?

—Ya veremos... —dijo Eddie, acomodándose en la cabeza el gorro azul.



*****



Mike se tomó un minuto para recostarse en uno de los bancos de madera, en cuanto terminaron de descargar el vehículo. A su lado, sobre el asiento, estaban acomodadas una encima de otra las cajas de municiones tanto para el M4 como para la Glock 9MM. Tenía la camiseta empapada de sudor en el pecho, los ojos enrojecidos por la fiebre y la frente perlada. No quería decirle nada al padre Lewis, pero el hecho de conducir hasta allí, más toda la carga emocional de haber cubierto el cuerpo de Betty en el solitario camino rumbo a la capilla, le habían puesto peor de lo que ya se sentía. Mover el brazo le provocaba una centella de dolor, y suponía que debía haberse cambiado el vendaje como mínimo unas dos horas atrás. Con su brazo sano, sacó el paquete de cigarrillos del bolsillo de su chaqueta y encendió uno, soltando el humo por la nariz. Al pasar cerca suyo, el padre Lewis se detuvo un instante para examinarle con atención.

—Mike, ¿te encuentras bien?

—Sí, solo fueron muchas emociones en un día —masculló, mientras soltaba humo en cada palabra.

—Déjame que te examine —le respondió el joven cura. Se acuclilló a su lado para observarle la herida del brazo. La venda estaba nuevamente sucia de sangre, y estirando una mano le tocó la frente —. Estás hirviendo, debo sacarte la bala ahora mismo.

—De acuerdo, vamos allá.

Mike se dejó guiar sujetado por su brazo sano hasta la habitación junto al presbiterio, donde la noche anterior habían bebido juntos aquel vino. El padre Lewis lo sentó frente a la mesa, le ayudó a quitarse la chaqueta y luego se dedicó en buscar varios utensilios que usaría en la extracción del proyectil: un plato donde poder colocar los instrumentos quirúrgicos, la mayor cantidad de toallas que pudo encontrar, alcohol clínico para desinfectar, la jeringa y la anestesia animal.

Cuando le retiró la venda, Mike no pudo evitar dar un quejido. La zona del agujero en su brazo estaba hinchada y de un color mortalmente violeta. El padre Lewis mojó una pequeña toalla de mano en alcohol para limpiar la herida, mientras Mike dio un quejido de dolor, insultándolo. Cuando ya hubo limpiado lo mejor posible la zona, preparó la jeringa con la anestesia.

—Espero que esa mierda no me mate —dijo Mike, al ver el amarillento color del líquido con el que se llenaba el tubo de plástico.

—Yo espero lo mismo, mi amigo —convino el cura, respirando nerviosamente.

Inoculó a Mike en una de las venas visibles al final del antebrazo, cerca del doblez interno del codo, y esperó un tiempo breve a que la anestesia surtiera efecto, mientras no le quitaba los ojos de encima ni por un segundo. Vio que comenzaba a parpadear más deprisa, como si tuviera dificultad para enfocar el ángulo de visión, y aún más nervioso de lo que ya se sentía, supo que era el momento de actuar.

—Bueno, ¿estás listo? ¿Sientes algo? —le preguntó, palpándole la herida.

—Me siento un poco mareado, y sí, siento algo. No me duele como los mil demonios, pero siento que me tocas.

—De acuerdo, necesitaré abrirte un poco más la herida, para poder ver donde está exactamente la bala. Avísame si quieres que me detenga.

Mike asintió con la cabeza, y con una fría película de sudor cubriéndole el rostro, el padre Lewis tomó el escalpelo y comenzó a cortar una incisión de al menos tres centímetros hacia abajo, partiendo del agujero de bala en la cara externa del brazo de Mike. Este dio un quejido, apretando los dientes, pero aguantó lo mejor que pudo. Su brazo comenzó a sangrar copiosamente, obligando al padre Lewis a poner una toalla bajo el codo de Mike.

—Bien, bien... —masculló. —Ahora viene lo difícil, revisar donde está la bala, ¿de acuerdo? ¿Estás listo?

—Adelante.

Respirando hondo, el cura tomó las pinzas quirúrgicas de punta fina y separando el corte, comenzó a introducir poco a poco el instrumento, viendo el músculo palpitar. Mike dio un grito en cuanto la pinza comenzó a tocar la carne y el músculo.

—¡Por un carajo! —gritó. Se le caían las lágrimas y con su mano libre se aferró al asiento de la silla para reprimir el impulso casi instintivo de darle un puñetazo al padre Lewis.

—¡Lo siento, lo siento! —balbuceó, pero antes de que retirara la pinza del lugar, Mike lo interrumpió mientras gritaba.

—¡No te detengas, saca de una vez la jodida bala de mierda! ¡No importa lo que te diga, solo hazlo ya!

Ante los gritos, una chica del grupo de refugiados entró a la pequeña habitación, asustada. Al ver tanta sangre, la expresión de sufrimiento de Mike y al inexperto padre Lewis haciendo la suerte de cirujano, se puso pálida en un santiamén.

—Oh Dios mío...

—¡Sal de aquí, Helen! ¡Déjanos trabajar! —exclamó el cura, levantando la vista solo un segundo para mirarla. La joven se dio media vuelta rápida como el rayo y cerró la puerta tras de sí. Instantes después, ambos hombres escucharon a través de la puerta el sonido clásico del vómito.

A medida que los minutos pasaban, Mike perdía cada vez más sangre del brazo, luchaba por no retorcerse en la silla, y el padre Lewis se ponía cada vez más nervioso. Entre gritos, Mike tomó una manga de su chaqueta colgada en el respaldo de la silla, y se la metió en la boca para morderla. Luego de unos momentos, la escupió.

—¡Por el amor de Dios! ¿Te diviertes con mi brazo? ¡Saca la puta bala, maldito infeliz! —le gritó.

—¡No la encuentro Mike, no la encuentro! —hizo una pausa para apartarse una gota de sudor encima de su parpado, y luego sonrió. —¡Aquí está, la veo, la veo!

Tomó el ennegrecido proyectil con la pinza, y sujetándola firme, comenzó a tirar muy despacio hacia arriba, hasta que finalmente la pudo sacar. Mike estaba cada vez más pálido, y ya sentía que le ardía la garganta de tanto gritar. El padre Lewis dejó la pinza y la bala encima de la mesa, descuidadamente, y tomó una toalla limpia, para cambiar la que estaba usando Mike para apoyarse en la mesa. Tenía las manos llenas de sangre, y se las limpió un poco para tomar la aguja y el hilo de suturar.

—Mike, escúchame, lo peor ya ha pasado, ¿de acuerdo? Ahora voy a coserte —le dijo—. ¿Cómo te sientes?

—Tu anestesia es una puta mierda, no sirve para nada —respondió—. Solo me ha atontado.

—Quizá no la inyecté bien, lo siento mi amigo. Ahora necesito que te quedes muy quieto, haré lo mejor posible.

—Espero que sea mejor que la escarbada que me acabas de meter —sonrió, mientras jadeaba extenuado.

El cura enhebró la aguja curva y muy despacio, comenzó a coser cada lado del tajo sangrante en el brazo de Mike, el cual sonrió aliviado. Si bien era doloroso, no se asemejaba ni por asomo a la barbarie que había sido sometido minutos atrás, haciéndolo mucho más soportable en comparación. Luego de cuarenta largos minutos, el padre Lewis habló.

—Ah, cielo santo...

—¿Qué pasa? —preguntó Mike.

—No he traído una tijera para cortar el hilo, espera un momento —se levantó de su lugar y revolviendo los cajones del escritorio, lo primero que encontró fue el cuchillo abrecartas que utilizaba para los sobres de las facturas mensuales. Volvió a su silla y de un rápido tajo, cortó el sobrante del hilo—. Bueno, creo que ya estás listo.

Mike se miró el brazo, pensando que sin duda le quedaría una cicatriz muy fea. El padre Lewis había hecho lo mejor que había podido, sin duda, en eso no le había mentido. Pero los hilos negros de su costura parecían las líneas mal hechas de un matambre putrefacto. Sin embargo, no le molestó, ahora sin duda bajaría la fiebre, luego de que se tomara un par de analgésicos. Tenía la garganta seca de tanto gritar, todo el brazo izquierdo sucio de sangre, y le dolía la cabeza. Observó cómo lo volvía a vendar con varias vueltas de gasa limpia, alrededor del brazo, y luego sujetó bien las puntas hacia el hombro con cinta clínica.

—Gracias, hombre —le dijo, apoyándole su mano sana en el hombro—. Siento mucho haberte insultado.

—Olvídalo —se encogió de hombros, mientras se quitaba las gafas para cubrirse los ojos con el antebrazo—. Supongo que ya estoy empezando a acostumbrarme. ¿Cómo te sientes?

—Estoy agotado... ­—murmuró Mike. Se levantó torpemente de su asiento, caminó hasta el dispensador de agua mineral, y tomando un vaso descartable se sirvió, bebiéndoselo entero de tres largos buches. Luego se sirvió uno más, para arrojárselo a la cara. —Quiero dormir, si no te molesta.

­—Al contrario, necesitas descansar. Y yo también —asintió el padre Lewis. Lo ayudó a recostarse en uno de los sillones de la pequeña habitación, y luego tomó las toallas sucias de sangre para sacarlas de allí.

—Eres un buen tipo... —murmuró Mike, y mucho antes de lo que creía, cayó profundamente dormido, gracias a los vestigios de anestesia canina que corrían por su torrente sanguíneo y el extremo esfuerzo físico que había soportado.

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