10
Despertó gracias a las pequeñas sacudidas que el padre Lewis le daba en su hombro sano. Abrió los ojos pesadamente y miró a su alrededor con el cuerpo entumecido por haber dormido en la misma posición toda la noche. Bajo el brazo derecho resguardaba la botella vacía de vino.
—¿Qué hora es? —preguntó, de mala gana. Sentía que la cabeza le zumbaba un poco, y tenía un regusto ácido en la boca que no le agradaba en absoluto.
—Poco más de las diez. Veo que has dormido bastante bien —comentó el cura, guiñándole un ojo.
—Es imposible dormir mal con un buen vino —Mike se incorporó, dejando la botella a un lado—. ¿Vas a ir por los suministros para mi brazo?
—Sí, esa es la idea. Aunque tendremos que usar alguno de los vehículos de la calle. Yo nunca tuve coche, no los necesitábamos en una villa tan pequeña.
—Vamos, pues.
Mike se levantó del banco de madera, tomó el fusil y palpó el bolsillo de su chaqueta para cerciorarse de que la Glock aún continuaba allí. En el momento en que avanzaba hacia la puerta de entrada, el padre Lewis habló.
—¿No quieres desayunar algo, antes de ir?
—Ya tendré tiempo para eso, vamos.
Mike apartó el banco de madera que cubría la entrada, mientras el padre Lewis abría las puertas. Afuera el clima era agradable. La mañana era un poco más fría de lo normal, señal que el invierno comenzaba a encrudecer. El cielo se hallaba despejado, y de nuevo, al igual que los días anteriores, ni rastro de aquellos demonios. Se detuvo al bajar las escalinatas de la portería, y observó cada coche abandonado en los alrededores, hasta que al fin señaló una camioneta Citroën familiar.
—Iremos en esa, hay bastante espacio para cargarla de cosas.
—De acuerdo —respondió el padre Lewis, viéndolo caminar hacia el vehículo y siguiéndolo detrás.
Al llegar a ella, Mike comprobó que no tenía llaves en el tablero. Jaló la palanca de la puerta, pero estaba trancada. Quizás el maldito infeliz que la había dejado allí tirada se había marchado con las llaves en su bolsillo, o se lo habían devorado aquellos bichos, daba igual. Tanto si había ido al cielo o al infierno, la cuestión era que tendría que hacerlo a la manera antigua, pensó. Sujetó el fusil con ambas manos, y le dio un potente culatazo al cristal del conductor. El vidrio estalló hacia adentro, haciendo que el padre Lewis se sobresaltara, pero Mike no lo miró. Solamente dio pequeños golpecitos con el arma en los cristales que aún quedaron aferrados de la puerta, quitó el seguro y abrió, sentándose encima de los cristales en el asiento del conductor. Tiró la M4 a los asientos traseros de la camioneta, y usando ambas manos, arrancó unos plásticos bajo el volante. Sacó una maraña de cables de todos colores y eligió dos. Los peló con los dientes, hizo un torniquete con los filamentos de cobre, y luego comenzó a tocarlos uno con otro mientras pisaba el embrague y el acelerador. Luego de cuatro intentos, el motor encendió. Mike entonces se irguió para mirar el tablero lumínico junto al velocímetro.
—Tenemos medio tanque, ¿creés que sea suficiente para un viaje de ida y vuelta?
—Sí, claro que sí. El pueblo de Winsport no está muy lejos de aquí, como a veinte minutos por la carretera ciento diez —respondió el padre Lewis.
—Andando.
Mientras Mike cerraba la puerta del conductor, el cura rodeó el coche por detrás en un ligero trote, abrió la puerta del acompañante y cerró tras de sí. Mike entonces dio un giro en U y enfiló el camino que salía del pueblo, aquel mismo camino que había hecho en loca carrera huyendo de aquellas entidades.
No tardó mucho más que unos pocos minutos en pasar por el mismo sitio donde Betty había muerto. Mike se orilló para esquivar el cuerpo, y luchó consigo mismo para no mirar, pero sus ojos tenían voluntad propia. Rodaron en sus cuencas hasta ver la escena, allí estaba, de color violáceo pálido, hinchada por el sol y los gases propios de la descomposición, aún encerrados dentro de su joven cuerpecito. La sangre seca era negra, sus brazos tenían signos de depredación, quizá algunos cuervos o animales del propio bosquecillo que había a los lados del camino. Dio un suspiro y siguió de largo, obligándose a apartar la mirada y observar hacia adelante, mientras una lágrima se escurría por su mejilla izquierda. Y se dijo que necesitaba con urgencia un cigarrillo.
El padre Lewis lo miró, de reojo, y aunque quiso, no dijo nada en absoluto. Entendía que un momento como aquel era algo muy íntimo para Mike, y aunque sintiera empatía, la verdad era que no tenía la más pálida idea de cómo debía estar sufriendo por dentro un hombre como él, con toda la pinta a rudo que intentaba mostrar como una coraza de titanio, ahora quebrantado por completo hasta las lágrimas por una chica a quien había querido por poco tiempo, pero tan intensamente como si fuera una hija propia.
El viaje continuó en completo silencio durante unos cuantos minutos más, hasta que ingresaron al pueblo de Winsport, típico lugar a las afueras de toda gran metrópoli, con los comercios y viviendas suficientes como para subsistir de forma autónoma. Era lindo, pensó Mike. Otra cosa más que le hubiera gustado a la pobre Betty. Sin embargo, decidió que había cosas que era mejor dejar de pensar. Se sentía agotado en exceso, como si el ajetreo de todos aquellos días le hubiera dejado sin fuerzas. Sudaba, y se sentía febril. Tal vez había sido una mala idea beber aquel vino caliente la noche anterior, pensó, mientras estacionaba con descuido frente a un mercadillo, sin apagar el motor.
—Bueno, iré a comprar cigarrillos —bromeó—. Y también algo para el dolor de cabeza.
—¿Te sientes mal?
—Un poco, supongo que será algo de resaca.
El padre Lewis estiró un brazo y con el dorso de la mano le palpó la frente. Mike estaba caliente, no había duda. Él, por su parte, lo miró como preguntándole en silencio porque mierda lo tocaba como si fuera su madre.
—Tienes fiebre —comentó—, y además estas sudando. Creo que es por tu brazo.
—Es posible —asintió Mike. La verdad era que la herida de bala le dolía como los mil demonios, solo que no había dicho nada desde que había despertado. Bajo el sopor del vino en la madrugada, ni siquiera lo había sentido. Pero ahora le resultaba un tremendo esfuerzo moverlo sin sentir un latigazo fulminante de dolor.
Ambos bajaron de la camioneta, Mike se detuvo un segundo para sacar de los asientos traseros el fusil de asalto, y colgándoselo del hombro sano, avanzó hasta el mercado con los ventanales rotos y las puertas abiertas. Mientras tanto, el padre Lewis, comenzó a andar por la acera mientras miraba todo a su alrededor, buscando una farmacia. Todo estaba desolado, roto, y saqueado, como se imaginó estarían todas las ciudades y pueblos del mundo. Era increíble el poder de adaptación que tenía el ser humano en situaciones críticas, pensaba, mientras se aferraba con una mano a la cruz que bailoteaba en su pecho, bajo su camisa negra.
Mike entró al mercado mientras los cristales crujían bajo sus botas. Observó todo a su alrededor, y se dirigió directamente al mostrador de atención. Buscó arriba, en las góndolas que había detrás, tomó la caja de medicamentos sueltos que todos los pequeños comercios de barrio siempre tenían, y rebuscó en ella hasta encontrar un blíster de aspirinas. Sacó cuatro pastillas y se las metió en la boca, masticándolas y haciendo una mueca al tragar, debido al amargo sabor. Luego miró al mostrador de la caja registradora, hasta que encontró bajo el mueble una paquete sin abrir de diez cajetillas de Pall Mall. Rompió la cinta del abre fácil, sacó cuatro paquetes de cigarrillos y abriendo uno de ellos, encendió un cigarrillo con rapidez, aspirando una gran pitada mientras cerraba los ojos, satisfecho. Soltando el humo por la nariz, se colocó el cigarrillo en la comisura de los labios y continuó recorriendo el mercado, tomando una canastilla de plástico azul. Otra canastilla de plástico igual que la que llevaba Betty al morir, pensó con desagrado, y aquello le resultaba odioso para sí mismo. Era menos doloroso meterse el cigarrillo encendido en la herida de bala que recordar a su amiga muerta, se dijo mentalmente.
Caminó por entre los pasillos recogiendo la comida que podía, ya que el lugar se encontraba bastante desolado, sin duda alguien más lo había saqueado antes que ellos, como era lógico de esperar, de modo que tuvo que conformarse con las sobras que no se habían llevado: algunas latas de guisantes, pepinillos en vinagre, unos paquetes de arroz, algo de mayonesa y paquetes congelados de hamburguesas para freír. Cuando hubo casi llenado la canasta de plástico, salió de nuevo a la acera, y al echar otra vez una rápida mirada a su alrededor, vio que al lado del mercado había una tienda de telas.
Permaneció allí de pie unos instantes, meditando. Murmuró un "Sí, es lo que corresponde" al aire, y dejando la canasta de alimentos en los asientos traseros de la camioneta, caminó hacia uno de los ventanales de la tienda y lo rompió con la culata del arma. El cristal roto hizo un estruendo en cuanto cayó al piso, rompiéndose en cientos de fragmentos, pero a Mike no le importó, el pueblo parecía estar vacío y no le preocupaba que el ruido alertara a otros saqueadores. Entró al local con cuidado y observó todo a su alrededor. Había montones de estanterías con madejas de hilo para tejer, fieltros, paños de distintas texturas, bobinas enorme de telas dispuestas en exhibidores, sábanas, colchas y toallas de diferentes tamaños. Caminó hasta la sección de mantas y eligió la más bonita, de una plaza, con un diseño floreado de suaves colores salmón y rosa. Con ella bajo el brazo, volvió a la camioneta, y en cuanto terminó de guardarla, cerró la puerta trasera del coche, mientras el padre Lewis se acercaba. En las manos tenía una bolsa de plástico con algunos insumos médicos, escalpelo, jeringa, una pinza quirúrgica y algunas ampolletas con liquido amarillo dentro.
—Bueno, encontré lo más que pude —dijo.
—¿Qué es?
—Materiales con los que espero extraerte la bala del brazo. Lo único malo es que no pude encontrar anestesia adecuada. Solo varios tubos de Petidina.
—¿Y eso que tiene de malo?
—Es anestesia veterinaria —comentó el padre Lewis.
—Por un carajo... —murmuró Mike, desconforme. Sin embargo, había de aceptarlo. Sin duda era mejor eso a que no extrajera la bala de su brazo, que, por cierto, cada vez le dolía más y hacía que se sintiera peor. Su frente estaba empapada en sudor y tenía los ojos enrojecidos por la fiebre.
—Debemos hacerlo, tienes un aspecto fatal.
—¿Y no se te ocurrió buscar insumos en una farmacia? No creo que no haya al menos una farmacia aquí.
—Lo hice, pero estaban mucho más vacías en comparación que la veterinaria que encontré.
—Descuida. ¿De casualidad no has visto alguna armería? Necesito balas.
—Hay una tienda de cacería a unas pocas calles de aquí, supongo que estará muy saqueada, pero puedes ver que encuentras.
—Vamos.
Ambos subieron a la camioneta rápidamente. Mike puso primera en cuanto el padre Lewis cerró la puerta del acompañante, y continuó recto por la calle principal hasta que en un cruce tuvo que girar a la derecha, según las indicaciones de su compañero. Al final del callejón vio el anuncio del club de cacería, adornado con las astas de un alce encima de su cartel. Se detuvo frente a la tienda y sin apagar el motor, abrió la puerta.
—Vuelvo enseguida —dijo.
Tomó en su mano el picaporte de la puerta y empujó hacia adentro. Las campanillas que colgaban de ella tintinearon, en un sonido que le pareció familiar y horriblemente melancólico, ya que le hicieron recordar a las campanillas de aquel bar donde se había detenido a tomar una cerveza, el mismo día en el que todo comenzó. En las estanterías de armas ya no quedaban ni escopetas, ni rifles, mucho menos armas cortas. Apenas quedaban un par de cuchillos con borde dentado para trocear huesos, y no mucho más. Sin embargo, temiendo que no pudiera encontrar balas, casi corrió hacia la sección indicada con el cartel de munición y accesorios. Para su suerte, no estaba tan saqueado como el resto del local. Metió en sus bolsillos un par de cajas de nueve milímetros y algunos paquetes de calibre 5.56 para la M4, alrededor de unas cincuenta balas en total aproximadamente. La chaqueta y los bolsillos del pantalón le pesaban con todo aquello, pero no le importó en lo más mínimo, salió a la calle rápidamente y subió a la camioneta, bajo la atenta mirada del padre Lewis.
—¿Pudiste encontrar lo que buscabas? —le preguntó.
—Casi dos cargadores para el fusil, tres para la pistola. No está mal —respondió, mientras giraba en U. Una vez en línea recta con el camino, Mike apartó las manos del volante para encender un cigarrillo—. ¿Cómo se dieron cuenta que estos bichos no pueden entrar en tu capilla? —preguntó, de repente.
—Bueno, siguiendo el razonamiento básico como creyente, diría que era obvio. La capilla es la casa de Dios, suelo santo. Es normal que estas entidades no puedan entrar a ella. Pero la verdad es que nos dimos cuenta por accidente.
—¿Cómo así?
—El primer día del arrebatamiento, algunas personas de la villa Winston se acercaron buscando respuestas de mi parte, incluso hasta consuelo, así que durante la noche decidí mantener las puertas abiertas, para acoger a todo aquel que quisiera acercarse buscando refugio en la palabra de Dios. Pero a la segunda noche aparecieron esas criaturas mientras cenábamos —explicó, encogiéndose de hombros—. Al principio entramos en pánico, pero cuando vimos que no podían entrar, supimos que la capilla era mucho más que un refugio contra aquellos seres.
—Recuerdo cuando le dije a Betty que podríamos buscar ayuda en una iglesia. Peleamos muy fuerte ese día, ella se había reído de mi por hablar de Dios siendo un ex convicto, y yo me enfurecí con ella. Las cosas se salieron de control, nos dijimos muchas mierdas.
El padre Lewis lo miró de reojo, asintiendo con la cabeza. Mike era mucho más temperamental de lo que podía suponer, y ahora sentía remordimiento por haber peleado con su joven amiga, pocas horas antes de morir.
—¿Creés que desperdiciaste tiempo con ella, por haber peleado?
—Supongo que sí. Pero puedes ahorrarte el discurso motivacional, padre Lewis. Las cosas pasan como tienen que pasar, y lo acepto como tal.
Mike no apartaba los ojos del camino mientras decía aquello, como si el hecho de hacer contacto visual con el cura sería suficiente para despedazarse por mil partes, más aún de lo que ya se sentía consigo mismo y con todo lo malo que había hecho en su vida. El padre Lewis, sin embargo, comprendió el mensaje escondido tras el silencio que continuó aquella última frase, y no dijo nada más. Veinticinco minutos después, ambos ya se encontraban en el camino que dirigía hacia la capilla, y a medida que el coche se acercaba a la zona donde Mike recordaba estaría el cuerpo de Betty, comenzó a aminorar la velocidad poco a poco, hasta divisarla en el camino. En cuanto la vio, se detuvo a su lado.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó el padre Lewis.
—Algo importante.
Mike descendió del lado del conductor, abrió la puerta trasera de la camioneta y extrajo la manta que había conseguido en la tienda. Entonces, con paso lento, se acercó al cadáver. Algunas cuantas moscas le zumbaban encima, su color era pútrido y ya comenzaba a despedir olor, no quedaba casi nada de aquella bella chica que lo había acompañado durante los últimos días. En silencio, desplegó la manta estirándola a todo lo largo encima del cuerpo de Betty, cubriéndola. Se apartó del camino buscando entre los árboles cuatro piedras medianas, para colocarle una en cada extremo de la manta, y luego volvió a la camioneta. Su aspecto era sombrío, con el rostro sudado por la fiebre y el cúmulo de emociones que lo dominaba. Subió al lado del conductor y emprendió la marcha nuevamente, mientras miraba por el espejo retrovisor el cuerpo tendido en el camino, que cada vez se hacía más y más pequeño en la distancia.
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