XIX | Las cerámicas de Cindy
Si alguien le preguntara alguna vez a Cindy cuál es su pasatiempo favorito, ella respondería aún con treinta y cuatro años de edad que es mirar las cerámicas de las casas.
A Cindy le encanta observar los suelos de su madre y el evento que ocurrió con ella es lo que nos trae aquí reunidos. Ella vivía al norte de un pequeño pueblo de New Hampshire, ella y su madre siempre iban a las casas de sus vecinos, los Clint, para que su madre empezara a cotillear con la señora Clint.
El suelo de los Clint era marrón y eso significaba que ellos eran malas personas, harpías, que le harían daño a su madre solo por el simple hecho de no ayudarla en un favor. Pues bien, Cindy no se equivocaba y de un momento a otro los Clint dejaron de hablarle a los Howard.
La madre de Cindy era una mujer a la que no le gustaba el encierro (a pesar de que no era claustrofóbica) y quería conocer gente nueva. Por eso ahora iban a la iglesia todos los domingos para escuchar el sermón. En realidad, la madre de Cindy quería tener un romance con varios hombres del pueblo (y estuvo con tres, los tres peores momentos de la vida de Cindy), hombres casados y devotos a Dios.
Ella se quedaba con su abuela, la señora Howard, que tenía el suelo de cerámica de color amarillo; eso significaba bondad y cariño, y eso era lo que era su abuela, hasta que la señora Howard se enteró de que su hija andaba con tres hombres al mismo tiempo.
—¿Acaso ese es el ejemplo que quieres darle a la pequeña Cindy? —preguntó su abuela al borde de la histeria—. ¡Son hombres casados!
Su madre estaba preparando el almuerzo, y las paredes y suelos allí eran de una cerámica de color rojo y el color rojo no significaba nada, al menos para Cindy.
Su madre se volvió hacia su abuela y dijo:
—Eso no te incumbe, vieja metiche —su voz era fría, era la voz que usaba cuando el papá de Cindy bebía—. A la mocosa no la metas en esto.
Cindy estaba en el medio de ellas; su abuela estaba a la izquierda de la nevera de color blanca. Cindy sintió como la palabra «mocosa» salía con cierto desdén de la boca de su madre.
—Ella ve todo lo que haces, solo me preocupo por usted. Además, tú antes no eras así —hubo un breve silencio y luego continuó— ¿Sabes? Creo que es porque los Clint te dejaron de hablar, cambiaste desde que…
—¡Silencio! —gritó la madre de Cindy, y su cara estaba roja de furia—. Eres una maldita bruja.
Cindy dio dos pasos atrás, se tocó su colmillo izquierdo con la lengua en señal de protesta. Jamás había visto a su madre de esa forma y su abuela estaba al borde de un paro cardíaco seguro. Pero Cindy se equivocaba está vez.
Buscó con la vista la parte de la sala con la cerámica color amarillo, necesitaba la bondad y la alegría de su abuela, pero no la encontró. Estaba muy lejos de la puerta que daba directo a la sala. Su abuela dio un paso hacia ella y rio.
—Ah… Así que es cierto…
—Cállate.
La abuela dio otro paso. Los ojos negros se encontraron con los ojos negros de su hija, los labios de la anciana formaron una sonrisa fría llena de victoria.
—La señora Clint había salido esa noche ¿no? —la mamá de Cindy agitó la cabeza en señal de negación. Cindy se tocaba el colmillo izquierdo con la lengua y su corazón iba a mil por hora pero ¿por qué?
—Tienes que parar… —empezó a decir la madre de Cindy, su voz se rompía—. ¡Basta, basta!
—Tenía una cita de los productos de cremas rejuvenecedoras, pero cuando volvió porque había olvidado una caja de esas cremas… claro, lo que no contaba es que tú —señaló con el dedo lleno de artritis—, Maldita ramera, estabas con su marido, moviendo las caderas como la puta que eres.
—¡Basta!
Lo primero que sucedió fue una sorpresa para Cindy: entendió qué significaba el color rojo de la cerámica de la cocina de su abuela, color rojo de peligro, color de muerte y asesinato. Sangre…
Su madre agarró un cuchillo y se lo clavó en el pecho a la abuela, la anciana soltó un grito que retumbó en la mente de Cindy y, al día de hoy, acecha en sus sueños más profundos.
La sangre salió a chorros, bañó la cara de su madre y llenó el vestido de Cindy (un vestido blanco de flores), la mamá de Cindy sacó el cuchillo, su abuela dio dos pasos hacia atrás y chocó de espaldas a la nevera, que se manchó de sangre y la madre de Cindy se abalanzó contra la anciana.
—¡Cállate! —clavó el cuchillo en la garganta— ¡Cállate! Tú no sabes nada —lo clavó otra vez. Luego se alejó y soltó un grito histérico.
La puerta de la cocina se abrió de golpe y Cindy estaba paralizada, llena de sangre. El vecino de la abuela había entrado, era un hombre moreno, alto y con un cabello rizado. Agarró por el brazo a Cindy y la llevó afuera.
Pasaron por la sala y las zapatillas de Cindy marcaron el suelo amarillo de rojo sangre. Cuando salieron al jardín, ella vomitó y casi todo el vecindario había salido.
—Helena mató a su madre, Dios… Le clavó el cuchillo varias veces… —gritó el hombre, se escuchó un grito ahogado de la multitud y luego se escucharon sirenas.
Pero Cindy no recuerda más. Ahora que pasaron veinte años de lo sucedido, solo sabe que la cerámica roja en una casa significa peligro y en su casa solo tiene cerámicas blancas, amarillas, grises y verdes. Nunca rojas.
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