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Y una a la izquierda

Y una a la izquierda

por Hugo Ramos Gambier

Aquí estoy, aguardando que la calesita me devuelva a mi nieto.

Me siento en uno de los bancos a esperarlo, y me viene un vago recuerdo de aquella primera vez que saqué la sortija. Fue en esta misma plaza, en la vieja calesita, que ocupaba el mismo espacio que ahora ocupa esta otra: moderna y reluciente.

Una semana antes, pasé toda una tarde estudiando los movimientos de don Felipe, el calesitero. Descubrí que hacía un rápido juego de muñeca: dos vueltas  para la derecha y una a la izquierda.

Con el abuelo practicamos desde el domingo hasta el sábado siguiente. Practicamos y practicamos cómo engañar a don Felipe y sacarle la sortija.

Y, finalmente, llegó el gran día.

El abuelo durmió la sagrada siesta dominguera, se levantó y fue a aferitarse. Me gustaba verlo mojar la brocha en agua tibia, pasarla por el jabón y pintarse la cara con la espuma blanca. Y lo que más me gustaba era cuando giraba una rosquita y la máquina se abría como una flor, y él colocaba la Gillette. La de paquete azul, siempre. Luego se afeitaba silbando algún tango.

Esa tarde, se puso el traje blanco a rayas y el sombrero Panamá. ¡Que facha tenía el abuelo!

Me tomó de la mano y rumbeamos para la plaza. Cada vez que caminábamos por las calles del barrio, me contaba alguna historia de campo.

El abuelo hablaba. Y yo, ese día, no podía prestarle atención: iba concentrado en la sortija.

Llegamos.

No quedaba ni un caballito libre, ni un autito, ni un bote, nada. Hasta los caños estaban ocupados. ¡Todos ocupados! Había hasta dos o tres pibes agarrados a un solo caño.

Y don Felipe hacía de las suyas con la sortija.

El abuelo me guiñó un ojo y sonrió.

—¡Pibe! —me dijo con una palmadita en la espalda—. La tarde es tuya.

Y compró un solo boleto.

—Las demás vueltas te las das gratis —me dijo.

Y no erró. Me subí a la calesita, y dejé pasar un par de vueltas antes de poner en marcha mi plan.

Don Felipe hacia sus amagues, yo los míos mientras esperaba el momento propicio. Era un juego de estrategia y engaño, era un mano a mano entre el viejo y yo.

Miré al abuelo y lo vi que me hacía una seña.

¡Había llegado el momento!

Me aferré a uno de los caños, incliné mi cuerpo hacia fuera y, cuando estuvimos cara a cara, lo vi a don Felipe haciendo su famoso jueguito de muñeca.

Dos vueltas hacia la derecha, conté. Y le hice un amague y dejé la mano quietita. Cuando giró para la izquierda, él solito solito me puso la sortija en la mano.

Juro que nunca, jamás de los jamases, voy a olvidar esa cara de don Felipe, su cara de esa momento.

El abuelo saltó del banco como un resorte, y arrojó el sombrero Panamá por el aire.

Yo, con los brazos extendidos hacia arriba y la sortija en la mano, me sentí girando en cámara lenta.

Feliz, como si hubiese hecho un gol de media cancha, ese domingo me cansé de andar gratis en la calesita.

Y me acuerdo que al domingo siguiente, camino a la plaza, el abuelo y yo nos encontramos con el Nene Carrizo. O el narigón Carrizo, como le decían en la escuela.

—¿A dónde van? —nos gritó desde la vereda de enfrente.

—A la calesita. ¿Venis?

—No —dijo bajito, como con vergüenza—. Mejor me voy para casa.

—Venite, dale —insistí—. Venite que vamos a dar unas vueltas gratis.

—¿Qué? —Largó una sonrisa de oreja a oreja—. ¡Gratis!

—Venga, m’hijo —dijo el abuelo—. Venga que le vamos a enseñar cómo agarrar la sortija.

Y ahí le contamos el secreto.

Con el tiempo la calesita desapareció, y con ella toda la magia y el encanto que deslumbró a grandes y chicos de épocas no tan lejanas. También se fueron las voces y las historias que quedaron grabadas en el espacio-tiempo. Ese que viene a mí y se reproduce en mi cabeza cada vez que recorro los rincones de esta plaza.

Hoy, después de tantos años, con la flamante calesita, la plaza vuelve a cobrar vida. El olor a pochoclo recién tostado, a manzanita caliente cubierta de caramelo, me devuelven los recuerdos.

Volvieron los payasos a la plaza, los globos. Hay ahí un par de barriletes, que miran majestuosos desde el cielo con sus largas colas de trapo, con una gran panza de hilo chanchero, por donde viaja escrito algún secreto en una hoja de papel arrugado.

Aquí sigo, sentado en el banco, aguardando que la calesita me devuelva a mi nieto.

Llegamos a eso de las cinco de la tarde, a la misma hora que solíamos venir con el abuelo.

Tiziano subió a uno de los caballitos —siempre fueron mis preferidos, y también ahora lo son de él—. Y yo me senté en uno de los bancos, con la cámara de fotos preparada.

Sorpresa la mía al ver que, en la primera vuelta nomás, el nene sacó la sortija.

Suerte que justo estaba probando cómo se veía por la lente de la cámara y pude fotografiar el momento.

Cuando dio la vuelta, me preparé para otra foto. Pero el caballito volvió solo.

Salí corriendo al otro lado de la calesita pensando que se había caído, y no lo vi por ningún lado.

Recorrí la calesita, gritando “Tiziano, Tiziano”. Y le pregunté a la gente, que miraba como si nada. Entonces, corrí hasta la boletería, y le dije al muchacho, que mi nieto sacó la sortija y desapareció al dar la primera vuelta.

El joven, compenetrado consu teléfono celular, levantó la vista y me miró de mala gana.

—¿Usted también? —se quejó—. ¡Por favor! Ya les dije a las otras personas que no tengo calesitero. No hay nadie con la bendita sortija.

Me puse a discutir con el muchacho que no paraba de darle al "me gusta" al facebook.

—¿Cómo que no tiene calesitero? Yo le tomé una foto y todo.

Saqué la máquina y la busqué.

Y, ahí…

…ahí no estaba Tiziano. ¡El de la foto era…! Era… ¿yo?

Sí, en la foto estaba yo —el yo de unos seis añitos, el día que saqué la sortija— y don Felipe igualito al de mis recuerdos.

Mareado, pegué la vuelta. Volví a rodear la calesita como buscando algo. Y ahí me acordé de mi nieto.

—Tiziano —grité bajito—. ¡Tiziano!

Un señor sentado en uno de los bancos me hizo señas con la mano, me acerqué.

—Es inútil —dijo—. Él no lo ve, solo algunos podemos verlo.

—¿¡Cómo!?

—El boletero  no sabe nada —siguió el tipo—. Dejalo. Él vive en un mundo virtual que solo abarca una pantallita de cuatro pulgadas. Estos pibes de ahora, pierden ese aparato infernal y se quedan huérfanos.

Yo no podía apartar la mirada de la calesita, del caballito vacío.

—Tiziano —volví a llamar.

—Tranquilo, amigo —dijo el tipo.

—Es que mi nieto…

—¿Desapareció? ¿Tu nieto desapareció? ¿Sacó la sortija y desapareció?

—¿Y usted cómo sabe?

—Es que solo algunos podemos verlo.

Giré, miré al tipo a la cara.

—Así es —repitió—. Solo algunos, como vos y yo, que vivimos aquella época podemos verlo.

—¿A quién?

—¡A don Felipe! ¿A quién, si no?

Y ahí, detrás de aquellos lentes marrones, reconocí la famosa nariz del Nene Carrizo.

—¿Sos vos, Nene? ¿No viste a un chiquito de camperita azul?

Él me sonrió con esa sonrisa de costado que le hacía un hoyuelo, como cuando éramos pibes.

—¿Con esta nariz? —me contestó—. ¿Quién otro voy a ser? —Y nos dimos un fuerte abrazo—. Todavía me acuerdo de aquel día, cuando me enseñaste a sacarle la sortija al viejo.

—Se me perdió mi nieto, Nene. ¿No lo viste?

—Quedate tranquilo —me dijo—. Vení, sentate.

Tomé asiento. Me recosté contra el respaldo del banco y encendí un cigarrillo.

Y ahora aguardo que la calesita me devuelva a mi nieto, miro y veo la difusa figura de una mano… Una mano en el aire que sostiene el balero de la sortija. Hace un juego de muñeca: dos vueltas para la derecha y una hacia la izquierda. Varias manitos asoman borrosas desde la calesita.

El sol castiga fuerte a la plaza.

El Nene Carrizo, a mi lado, me dice algo:

—¿Me escuchaste? —eso dice—. Mi nieto también sacó la sortija y desapareció. Pero no te preocupes, ya nos pasó antes: cuando terminen de dar la vuelta gratis, aparecen de nuevo.

Me quedo tranquilo, y me acomodo el sombrero Panamá que me dejó el abuelo.

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