La fábrica
Como casi siempre, el tano Enrique le pegó a la pelota fuerte y de puntín. Como casi siempre, la envío adentro de la fábrica de azufre abandonada.
―¡Andá a buscarla! ―me dijo el muy turro.
―¡Andá vos, tano! ―le grité enojado―. Sos el dueño de la pelota, así que andá a buscarla vos.
Con los pibes nos sentamos en el pasto de la canchita. El tano encaró para el alambrado y se detuvo frente a la imponente fachada en ruinas. Volteó para vernos a nosotros que ni le prestábamos atención, nos hacíamos los desentendidos.
El tano cerraba y abría los puños, miraba la fabrica y luego a nosotros, volteaba una y otra vez, como esperando una señal de aliento para darse coraje. Siempre fue cagón para estas cosas.
Nosotros también teníamos miedo: en el barrio se contaban tantas historias… Historias fantásticas, hechos extraños de adentro de la fábrica, cosas de fantasmas, de brujería y otras cuantas estupideces que a nosotros nos venían bárbaro a la hora de jugar a las escondidas. Todo eso nos daba una atmósfera especial. Además, el azufre todavía se podía respirar, y eso nos daba más miedo todavía. El miedo que el tano Enrique seguro sentía en ese preciso momento. El gordo Gerardo le gritó:
—¡Dale, tano! ¿Vas a entrar, o vas a esperar a que te invite un fantasma?
Nos descostillamos de la risa.
El tano pasó por debajo del alambrado, por un agujero que habíamos hecho un par de meses atrás, cuando nos atrevimos a hacer la primera excursión a lo desconocido.
La fábrica había dejado de funcionar en los ‘50, después del derrocamiento de Perón.
Después, los milicos se hicieron cargo. Pero no tuvieron en cuanta que en el exterior nadie compraría azufre a un gobierno golpista. Y la fábrica se fundió y quedó abandonada. Con el correr de los años, los linyeras y vagabundos saquearon las máquinas para quedarse con el cobre del cableado. También desapareció el stock de barritas de azufre —en el barrio no hubo más dolores de cuello y espaldas.
Los vecinos que viven en los alrededores nos asustaban con historias de antes, nos decían que las luces se prendían y apagaban solas, a pesar de que la fábrica ya no contaba con energía eléctrica. También hablaban de cosas más recientes: de ruidos de cadenas arrastrándose por el piso, y de gritos. Decían que por las noches se escuchaban gritos, alaridos. Eso fue a partir del 76, cuando otros milicos tomaron el país y la fábrica.
A pesar de todo, siempre se creyó que la fábrica volvería a funcionar. Después se dijo que la iban a remodelar para otros fines, o que la iban a demoler para construir una escuela. Nada de eso sucedió. El Ejército custodiaba la fábrica las veinticuatro horas.
Mil veces, con los chicos, escuchamos que desde el 76 en adelante se oían llantos por las noches. Llantos desconsolados de mujeres y también de hombres. Puertas de autos, que llegaban y enseguida se iban. El viejo don Saverio —que vivió enfrente de la fábrica—, pipa en mano, siempre la remataba con que no bien se iban los autos, al rato nomás, se oían los disparos. Con los pibes nos imaginábamos a los soldados disparándoles a los fantasmas.
Me acuerdo cuando, hace un par de meses volvió la democracia, mi viejo no paraba de decir que el 83 iba a quedar en la memoria de todo el pueblo argentino. Yo mucho no sabía qué era eso de la democracia, pero los grandes estaban recontentos, y con los chicos ya nos saludábamos el gestito de Alfonsín. Los soldados se fueron, y la fábrica quedó abandonada una vez más. Ahora era nuestra.
Cada tanto aparecía alguien, personas que nunca habíamos visto, tomaban fotos de la fábrica y se iban. El rumor de que algo muy malo había sucedido ahí adentro atravesó como un viento de mal agüero las calles del barrio.
Vi que el tano Enrique nos llamaba desde una de las ventanas sin vidrio ―los pocos que quedaban sanos los terminamos de romper nosotros―. Y ahora, el bruto le pegó tan fuerte a la pelota que la envío al sector de máquinas.
A la fábrica no le quedaba ni puerta ni ventana en pie. Además, la neblina aportaba lo suyo, invitaba a huir del lugar. Pero el tano Enrique nos hacía señas desde la ventana, así que hicimos tripa corazón y fuimos para allá. Cruzamos también el alambrado.
La última vez que habíamos entrado, fue jugando a las escondidas, en navidad, después de las doce. Cuando estábamos adentro, alguien ―nunca supimos quién―, arrojó una metralleta por una de las ventanas. Fue tal el julepe que nos pegamos, que corrimos como locos y nos llevamos puesto el alambrado que da a la canchita de fútbol.
Ya en la sala de máquinas, vi lo inmensa que era. Había unas máquinas de tremendas ruedas giratorias, alzándose como viejas estatuas oxidadas por el paso del tiempo y la lluvia, que cae por el agujereado techo de chapa. Deben de pesar toneladas, por eso no pudieron llevárselas. Los rayos de sol también se filtran como si el techo fuera un colador, y las partículas de luz iluminan por sectores.
―Che ―dijo el negro Claudio―, los tableros eléctricos están destrozados, no dejaron ni un cable.
Vi un enorme guinche colgando en el centro de la sala, ahí donde había un gran hueco.
―Es la olla de fundición ―dijo el falco Ulloa.
―¡Qué olor a mierda larga! ―dije y me tapé la nariz.
―Es el olor del azufre ―dijo el negro―. Mi viejo dice que es recontrapenetrante.
El tano Enrique se subió al guinche. De allá arriba pegó un grito que llamó la atención de todos, también nos dio un susto bárbaro:
―¡Ahí está! ―gritó señalando el fondo de la olla―. ¡Ahí está mi pelota!
Noa asomamos: era demasiado profundo, nunca podríamos recuperarla.
Pero encontramos una cuerda y la atamos al guinche. Hicimos un pasa pie en un extremo, y despacito lo fuimos bajando al tano Enrique.
Uno de los rayos de luz le daba a la pelota, que había quedado sostenida por algo. Desde arriba no podíamos distinguir bien.
Cuando el tano llegó al fondo y levantó la pelota, se mandó un grito de terror ―de esos de película―, que se escuchó como un estruendo y rebotó por toda la fábrica.
Nadie veía lo que había pasado.
Después lo supimos, cuando estuvimos afuera y más tranquilos: el tano se había encontrado frente a frente con una mano. Una forma de mano marmolada entre amarillo y verde. ¡Una mano de verdad, cubierta de toda esa bosta del fondo del pozo, una mezcla de azufre y cemento!
Dos horas más tarde, la canchita era un enjambre de curiosos, bomberos, patrulleros, móviles de los noticieros y hasta el fiscal de turno. No faltaba ninguno de los vecinos del barrio.
En un lento y minucioso trabajo de arqueología, se rescataron varios cadáveres del fondo de la olla.
―Los desaparecidos durante la última dictadura ―dijo mamá.
Días después, un par de topadoras y palas mecánicas redujeron la vieja fábrica de azufre a una montaña de escombros.
El domingo, último de las vacaciones de invierno, el tano Enrique y yo decidimos aprovechar el día entero jugando un mano a mano a los penales en la canchita.
Cuando llegué, lo via al tano sentado arriba de la montaña de escombros, con la pelota entre los pies.
Me acerque y me senté al lado. Nos quedamos un buen rato en silencio, mirando.
La neblina se fue dispersando, la helada todavía cubría el pasto de la canchita, parecía una pista de hielo.
La vista era magnífica desde allá arriba, como una postal de invierno.
Lo que jodía era el olor. Ese olor horrible y penetrante del azufre, que se nos metía en las fosas nasales y nos quemaba hasta cerebro para dejar bien marcado en la memoria, que aquella fábrica, alguna vez fue lo más parecido al infierno.
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