Clase turista
Clase turista
Hugo A Ramos Gambier
Siempre tomo el último subterráneo del día, en la línea B. Subo en Carlos Pellegrini y bajo en Dorrego.
A veces me quedo dormido y sigo de largo.
La otra noche me dormí. Y cuando desperté estaba en la estación Laurentina.
¿Laurentina?
En el cartel del andén leí: Línea B, Roma, Italia.
Me restregué los ojos y volví a leer.
Sí, estaba en Italia. ¡En Italia! ¡Increíble!
No sé por qué, pero lo tomé con tranquilidad.
Después de todo, ¿que podía hacer? Además, siempre había querido conocer Italia.
Pasé la noche en la boca del túnel del subterráneo.
Cuando desperté, vi. que al lado mío había muchas monedas. Las conté: ¡más de cincuenta euros! ¡La pinta que tendría para que me dejaran limosna!
Tomé el subterráneo. Me bajé en pleno centro romano. Qué bueno ser descendiente de inmigrantes: de tanto escuchar al nono y la nona, se me habían pegado un montón de palabras.
Caminé por la Vía Veneto, un paseo maravilloso. Entré en uno de los cafés de la Piazza Barberini. Me ubiqué en una meza frente a la ventana, miré la carta. Tomaría un verdadero y auténtico capuchino italiano. 25 euros costaba.
Conté las monedas. Había euros de sobra: invitación de la casa, me dije.
La Piazza Barberini, bella. Tan bella como la camarera que se acercó a tomarme el pedido. Rossana se llamaba. Bela ragaza italiana: ojos pardos, sus cabellos rubios reposaban majestuosos sobre sus generosos pechos romanos. La fina cintura, las caderas y las largas piernas, parecían una obra de Miguel Ángel. Y el uniforme del local le hacía honor a su naturaleza.
Lo noté enseguida, había algo en el aire que nos atraía mutuamente. Debía ser eso que llaman cuestión de piel.
Ella me preguntó de donde era.
—Argentino —le dije—, turista.
Qué le iba a decir… ¿que anoche tomé el subterráneo en el obelisco de Buenos Aires y a los 15 minutos en vez de bajar en Villa Crespo me bajé en Roma?
Me dijo que al mediodía terminaba su turno en el café, y se ofreció para guiarme en un mini tour privado por la ciudad.
¡Qué me iba a negar!
Recorrimos el centro, las plazas, las fontanas, las vidrieras de las afamadas marcas. Y tomamos el mejor helado que probé en mi vida, sentados en la Fontana di Trevi.
Antes de irnos, tiré una de las monedas. Dicen que así uno se asegura de volver a Roma.
Pasamos toda la tarde juntos.
A la noche, en uno de los restaurantes más famosos del Campo dei Fiori —un lugar con vida nocturna propia, lleno de turistas por sus precios bajos y buena comida— probé los mejores raviolis de mi vida.
Llegó el final del día, y nos despedimos en la boca del túnel del subterráneo.
Tuve que mentirle a Rossana, decirle que mi hotel quedaba del otro lado de la ciudad y que mañana sin falta pasaría por el café a desayunar con ella.
Nos besamos, y sentí una electricidad en todo el cuerpo. Algo que jamás me había sucedido.
Bajé las escaleras. Tomé el tren de regreso a mi primer parada en Roma.
Me quedé dormido y soñé con Rossana.
Cuando desperté, leí “Estación Dorrego”.
¡De vuelta en Buenos Aires!
Confundido, triste y con bronca de que Rossana y Roma hubiesen sido un sueño, caminé por la avenida Corrientes hacia casa.
Pero… ¡lo sentí tan real!
La noche estaba fresca, metí las manos en la campera.
En uno de los bolsillos, algo. Lo saqué y no lo podía creer: el ticket del restorán italiano.
Corrí como loco hasta mi departamento. No pude esperar el ascensor, subí por las escaleras hasta el tercer piso. Entré a casa y encendí rápidamente la computadora. Tenía que averiguar, quería saber si había sido un sueño o realmente me había transportado de alguna manera a Roma.
Busqué en Internet. Ahí estaba: restaurante Campo dei Fiore.
Pero algo no coincidía. La dirección, claro: Julián Álvarez 299, Villa Crespo.
¿A un par de calles de mi casa?
Cada vez entendía menos.
Busqué a Rossana en facebook, y la encontré. Ciudad de origen, Roma; ciudad actual, Roma.
Era ella, la foto no mentía. Le envíe una solicitud de amistad, y me fui a la cama con muchas dudas y varias preguntas. No pegué un ojo en toda la noche.
A la mañana siguiente fui a ver ese Campo dei Fiore de mi barrio. Era parecido al de Roma. Parecido pero distinto. La sorpresa fue la camarera, en el uniforme decía: Roxana. Roxana, con x. La de Roma era con doble s. Además, la romana era la camarera del café no del restaurante.
Eso sí, ambas rubias y muy bonitas por cierto. Pero no era mi Rossana.
Desilusionado, volví al departamento.
Encendí la computadora:
¡Un mensaje! ¡Un mensaje de Rossana!
Estaba en italiano, claro, pero fácil de entender. Decía algo así como "no acepto solicitudes de desconocidos".
Apagué todo, cerré la puerta y me fui al trabajo.
Pasé el resto del día en silencio, mi cabeza se llenaba de imágenes: de Roma, de Villa Crespo; Rossana, Roxana, el café y los dos restaurantes, la Vía Veneto y la avenida Corrientes. Una ensalada bárbara.
Al final de la jornada tomé el último subterráneo, como siempre.
Y como siempre me quedé dormido.
Desperté y bajé.
En el estación de Northwood.
Dónde estaba. Se me ocurrió preguntar al vendedor de golosinas.
— ¿Dónde estoy?
—What?
Con mi precario inglés, logré hacerme entender. Y el tipo dijo:
—London.
Y bueno. ¿Qué más puedo decir? Siempre quise conocer Londres.
Me voy a dormir a la boca del túnel. Buenas noches.
¡Ah! Perdón: ¡Good Night!
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