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Piel

Para Marcos eran lunares. Lunares gordos, óvalos de pelo chiquito y marrón que habían invadido su piel uno tras otro. Los médicos les decían angiomas, queratosis, nevus, mutación de la piel. Una colección de nombres para algo que no podían comprender.

Los lunares de Marcos surgían de la hipodermis, eso le había dicho el último médico. La sustancia que los generaba atravesaba sus poros, y era exudada por la piel hasta formar esas pequeñas manchas que crecían e iban cubriéndolo todo. Apenas se le veían las manos y los párpados del ojo derecho. El pelo había empezado a caérsele, invadido por esas ratas ovoides.

Por las noches, soñaba que terminaban de cubrirlo pegando sus párpados, su boca y sus oídos y que él, dentro de la masa de óvalos peludos, se perdía absorbido por una nueva criatura mezcla de oso y pulpo que tomaba el control.

Varios médicos habían intentado extirparle con cirugía las queratosis mutantes, pero sólo habían logrado retirarle unas pocas cuando empezaron las hemorragias. A Marcos ya no le quedaba esperanza. Acostumbrado a esa pequeña sacudida de pavor de la gente antes de ignorarlo, concurría cada vez menos al médico.

—No entiendo —le repetía el doctor, viendo la biopsia—. Si tu piel está debajo de eso, deberíamos poder sacarlos. —Nunca le creyó a Marcos cuando le dijo que los lunares estiraban sus raíces y se sujetaban a él—. No debería hacer esto, pero... Tomá, Marcos.

El médico le pasó un sobre con un extraño polvo verde:

—Me lo dio un monje tailandés que te vio en la sala de espera. —El joven asintió, recordando al hombre de túnica naranja—. Dice que tomes una cucharada disuelta en agua caliente por tres días, y que en el último te hagas un baño de inmersión con lo que quede. Probar no cuesta nada.

¿Me está cargando?, pensó Marcos. Se levantó, furioso y harto. En silencio caminó hacia la puerta. El médico quiso decirle algo, pero se quedó mirándolo con el ceño fruncido. El joven bufó y apuró su salida.

El primer día no pasó nada. El segundo, Marcos pisó algo cuando bajó de la cama. Los lunares reventados formaban manchas en el piso, de sólo verlos su corazón se aceleró. Marcos corrió por la casa, buscando otros lunares, mirándose feliz los huecos con piel rosa en su espalda. Encontró otros restos de lunares pisados en la cocina, y pensó que fueron los primeros que cayeron y que los había aplastado sin darse cuenta. No quiso decirle nada al médico. Cero noticias hasta asegurarme, se dijo.

Marcos se relajó en la bañadera llena de espuma verde. Se hundió en el agua. Una sonrisa nació en su cara cuando los lunares empezaron a despegarse, uno tras otro. Salió apurado con los últimos lunares deslizándose por su cuerpo. Se miró la cara en el espejo, luego el pecho, los brazos, las piernas, el cuerpo entero. Nada, ni un lunar. Ninguno de esos asquerosos óvalos peludos.

Giró hacia la bañadera, y los vio flotando en el líquido verdoso. ¡Qué alivio! Fue a cambiarse. Posó en el espejo, se peinó, besó sus manos y acarició su nueva, su verdadera piel, extasiado. Después llamó al dermatólogo.

—¡No pensé que iba a dar tan buenos resultados! —exclamó el médico entre incrédulo y maravillado.

—No sabe lo feliz que soy —gritaba Marcos—, ahora voy a tener una vida normal, voy a ser como cualquier persona. —De pronto, dejó de reír. Escuchó un pequeño chapoteo.

—¿Marcos? Marcos, ¿seguís ahí? —se escuchaba en el teléfono.

Marcos seguía ahí, pero no podía contestar. Temblaba, viendo a los lunares mojados reptar hacia él.

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