Calaveras
En una ciudad sombra, que antaño fue de cristal, los restos de las construcciones fluctuaban, porque todavía eran materiales, aunque fuera un poco. Allí, los esqueletos envueltos en pieles y carnes transparentes, con líquidos y órganos oscuros en su interior, miraban una esfera de cristal rota, fantasmal, que escupía niebla. Y en el centro de ese sol de humo blanco estaba Lucio, durmiendo en su cama.
Desplegando sus alas transparentes, llegarán desde la urbe de eterna noche, colándose entre los espacios que dejaron las sombras que nos visitan. Sentirás sus manos frías en el pecho, los brazos y las piernas, despertarás con una inspiración filosa que se clavará en tu corazón ya desbocado, y querrás gritar, lleno de pavor, ante los rostros cadavéricos que succionarán tu vida.
Lucio temblaba desnudo en el calabozo helado. Su piel estaba perdiendo el color, y ya veía su interior teñirse de negro. En la espalda sentía un frío ácido, como dos granos a punto de estallar. No le habían dado opción. Lucio lloraba, pensando en los que iba a dejar, en cómo unos seres le habían despojado su vida en una noche cualquiera, como esas de su infancia en las que se había convencido de que los fantasmas no existían. Ahora sabía que este mundo espeluznante era real, y lo maldijo. Pronto sería uno de esos monstruos, por dentro y por fuera. Ya tenía otros pensamientos y sentimientos que se enroscaban e integraban a su ser, torciendo todo lo que había sido. Los granos estallaron, el líquido que supuraron dio lugar a nervios, músculos y huesos. En poco tiempo ya podía extender sus alas.
Cuando sus nuevos hermanos vinieron a buscarlo, estaba preparado. Lo acompañaron hasta una azotea en ruinas, desde donde pudo ver las calles ajadas y los espectros que las transitaban. Los Calaveras extendieron sus alas, y volaron. Él los siguió, zambulléndose en un cielo con estrellas y planetas desconocidos.
Publicado originalmente en Avatares, apuntes literarios VIII (2011)
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