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Capítulo IX: Vendrá un soldado.

Caminaba angustiada por los pasillos de mi reino, sintiendo el peso del mundo sobre mis hombros. Las paredes de mármol, que alguna vez me habían brindado seguridad, ahora parecían cerrarse a mi alrededor. Justo en la esquina, encontré a Amber cruzando palabras con el rey Arturo, su rostro reflejando una mezcla de preocupación y determinación. Desmond se hallaba en un rincón, apenas moviendo la copa de vino que sostenía en su mano, con la mirada perdida en algún rincón oscuro de su mente.

—Buenos días —anunció Dereck, el mensajero real, haciendo su aparición de repente, como un rayo en un cielo nublado—. He recibido información importante.

—Oh, Dereck... —Amber bajó por las pequeñas y cortas escaleras desde donde estaba parada, su voz un hilo de ansiedad—. ¿Qué información nos has traído de Eldoria y Zimodorok?

—Mi lady —comenzó Dereck, su tono grave presagiando malas noticias—, noticias buenas no son las que traigo. Lo que tengo es algo que los dejará completamente sorprendidos.

Amber hizo un pequeño gesto con la mano, indicándole que continuara, su interés y su inquietud se entrelazaban.

—Es bien sabido que Franciada está atacando a ambos reinos. Freezenburg, al estar más cerca de Zimodorok, ha estado proporcionando ayuda a los habitantes. La princesa Astrid, junto con su padre y su hermana, están ayudando a cruzar la cordillera para evitar más muertes inocentes. Por nuestra parte... —hizo una pausa, el silencio se hizo pesado—, me tomé el atrevimiento de decirle a los Eldorianos que en Encanto los ayudará.

—¡Desmond! —Amber miró al joven que se encontraba al fondo, su voz resonando con autoridad—. Busca a Cedric y monta carpas por las orillas del río. También, busca médicos. ¡Rápido!

—Como ordene, mi reina —Desmond respondió con una reverencia y se retiró con paso firme, aunque su rostro mostraba un rastro de temor.

Yo, sin embargo, no podía apartar la mirada de Dereck. La ansiedad me invadía.

—¿Y Hugo? —interrumpí, mi voz temblando con angustia. La mención de su nombre me llenó de inquietud.

—A eso voy —contestó Dereck, el suspenso dibujándose en su rostro—. El rey Felipe falleció anoche. El cuerpo de la reina Aurora no sabemos dónde está. El rey Hugo envió a la señora Estela hacia acá con la bebé Lily.

—Un momento —Amber levantó la mano con gracia, haciendo callar al mensajero—. ¿Cómo que rey Hugo?

—Como escuchó. Eldoria tiene un nuevo rey.

—Pero sería un rey bastardo —Amber abrió los ojos como platos, su incredulidad era palpable.

—¿¡Y cómo está Hugo!? —alcé la voz, buscando atención, mi corazón palpitando con fuerza—. ¿Está bien o no?

—Está en perfectas condiciones —aseguró Dereck, aunque su tono no ocultaba la gravedad de la situación—. Por la rapidez de los acontecimientos... fue una coronación exprés. En Eldoria tienen la cultura de que el nuevo rey debe estar desposado para tomar la corona. Pero en estos momentos de guerra no hay tiempo para ceremonias.

Las palabras de Dereck se quedaron flotando en el aire, como un eco de desesperación. Miré a Amber; su mirada estaba fija en mí, reflejando una mezcla de preocupación.

—Iré a Eldoria —dije, apretando los puños—. No puedo quedarme acá sin hacer nada.

—¡Sofía, estás loca! —Amber me detuvo—. Encanto no puede involucrarse en esta guerra. Facilitaremos ayuda humanitaria, pero esto es cosa de ellos.

—Yo no voy por Encanto, yo voy por Hugo.

—¿Desde cuándo te importa tanto Hugo? —Amber me tomó del brazo con brusquedad—. No te lo digo como hermana, te lo digo como tu reina. ¡Te prohíbo poner un pie fuera de Encanto!

—Hace años me otorgaron un papel, protectora de las islas místicas. ¡Y desde que te volviste reina he abandonado todo! —me solté de su agarre—, perdóname, pero no pienso abandonar a Hugo y a su familia.

Salí de la sala, el peso de la conversación aún en mi mente. El rey Arturo me miraba, y esos ojos verdes suyos me daban escalofríos. Eran intensos, profundos, como si pudieran ver más allá de mi piel, hasta el fondo de mi alma.

—Princesa Sofía, antes de que te retires —su voz grave resonó en la sala, deteniéndome en seco—. Estás involucrando a tu reino al entrar a Eldoria. ¿Sabes la gravedad del asunto?

Me giré lentamente, buscando la firmeza en mi voz.

—Me va a disculpar, su majestad —dije, levantando la mirada con orgullo—. Su reino queda a kilómetros de aquí. ¿No cree que les hace falta?

Arturo asintió con la cabeza, pero no pudo ocultar la preocupación en su rostro. Levantó las manos, como si se rindiera ante mi desafío.

—Sofía, por favor —Amber siguió insistiendo—, Si te pasa algo, sería mi culpa. Te amo, y tanto James como nuestros padres igual. Estoy haciendo lo mejor que puedo.

—Somos adultos Amber, sé lo que estoy haciendo —respondí, un pequeño silencio se instaló entre nosotros, como si ambos midiésemos las palabras que nos separaban.

Con un movimiento decidido, giré sobre mis talones y me dirigí a mi habitación. Necesitaba cambiarme, pero, sobre todo, necesitaba procesar la conversación que acababa de tener con mi hermana. Habíamos hablado de cosas que normalmente evitábamos, y aunque en el fondo sabía que era necesario, la incomodidad aún me recorría como un escalofrío.

Al cerrar la puerta de mi habitación, me dejé caer sobre la cama, sintiendo el suave contacto de las sábanas. El aroma a lavanda y el ligero desorden de mi espacio me dieron una sensación de refugio. En un rincón, Clovers, mi conejo, dormía plácidamente, abrazando su zanahoria. No pude evitar sonreír.

—¿Ves, Clovers? A veces, las cosas se complican —susurré, acariciando su suave pelaje. Él movió las orejas ligeramente, pero continuó en su mundo de sueños.

Me levanté, sintiendo la necesidad de cambiarme de ropa. Abrí el armario buscando algo ligero, pero al ver mis prendas habituales, me sentí frustrada. ¿Qué podía ponerme que me hiciera sentir diferente? Al no conseguir nada que me convenciera, decidí que la mejor opción era ir a la habitación de James. Desde que se mudó con Vivian, su espacio había quedado un poco olvidado, y yo sabía que allí encontraría algo útil.

Con pasos silenciosos, me dirigí a su habitación. Al abrir la puerta, un aire de nostalgia me envolvió. Las paredes estaban adornadas con posters de sus equipos favoritos, y el desorden era un recordatorio de su personalidad despreocupada. Comencé a rebuscar entre sus cosas, moviendo un par de camisetas arrugadas y antiguos libros, hasta que encontré lo que buscaba: una camisa blanca de manga larga con cuello redondo y botones en la parte delantera.

—Esto me servirá —murmuré para mí misma, y la probé. A continuación, busqué unos pantalones de tiro alto con pinzas, hechos de tela a cuadros en tonos marrones, que encontré tirados sobre una silla. Para completar, tomé los tirantes beige con detalles en cuero marrón que colgaban de un gancho. Me miré en el espejo, satisfecha con el resultado.

—No está mal, ¿eh? —me dije con una sonrisa, mientras me ponía unas botas altas de cuero marrón con cordones.

Sin que nadie se diera cuenta, salí al jardín trasero, el favorito de mi madre. Era un lugar lleno de vida, con flores de colores vibrantes y un pequeño estanque que reflejaba el cielo. Allí, el aire estaba impregnado de la fragancia de las rosas.

Tomé mi amuleto encantado, un objeto que había estado sin usar durante años. Miré su superficie brillante, recordando las historias de mi niñez. Con un poco de temor, susurré para mí misma:

—Deseo ser un caballo alado.

El silencio del jardín se llenó de una energía palpable, y por un momento, me sentí más ligera. Me miré en el estanque y sí, como esperaba, era un bonito caballo alado de color rosa. Moví las alas un poco para calentar y alcé vuelo hacia el Eldoria.

Desde el cielo, observaba cómo Desmond y Cedric armaban las carpas, sus figuras pequeñas contra el vasto paisaje. El viento acariciaba mis plumas mientras mi corazón se llenaba de una mezcla de emoción y ansiedad. Cedric levantó la mirada y, con un movimiento de su mano, me deseó suerte. Su gesto me dio un poco de aliento, pero la incertidumbre que sentía era abrumadora.

Volé durante horas, el paisaje se extendía bajo mí como un tapiz de sombras y luces. Sin embargo, lo que buscaba, lo que necesitaba encontrar, no estaba a la vista. No había palacios erguidos ni señales de que una guerra había asolado la tierra. Todo parecía estar en calma, pero esa calma estaba impregnada de una inquietud que no podía ignorar. De repente, un estruendo rompió el silencio: un cañonazo resonó en el aire, haciéndome tambalear. Mi instinto de supervivencia me llevó a buscar un lugar seguro para aterrizar, pero en mi precipitada decisión, tropecé con una piedra traicionera que no logré ver.

Me levanté, aturdida, y al alzar la cabeza, me encontré con un grupo de hombres que me apuntaban con sus armas. Flechas y espadas brillaban peligrosamente al sol. El pánico se apoderó de mí, así que, en un acto de desesperación, le pedí al amuleto que me convirtiera de nuevo en humana. En un instante, la magia surcó mi ser, y los hombres, al ver mi nueva forma, bajaron sus armas. Uno de ellos se quitó el casco, revelando un rostro surcado por moretones y cubierto de sudor.

—Princesa Sofía —dijo, su voz temblorosa y llena de sorpresa—. ¿Qué hace aquí?

—Ando buscando a Hugo —respondí, intentando incorporarme, pero el dolor en mis piernas me lo impidió.

Un hombre de mirada severa me tomó de la mano y, sin decir una palabra, me hizo agacharme de nuevo. Colocándose un dedo en los labios, me indicó que guardara silencio. Con el corazón en un puño, me acerqué en cuclillas hasta un lugar que me dio vista al campo. La escena era lúgubre: casas incendiadas, polvo en el aire y cuerpos tirados en el suelo. Un nudo se formó en mi garganta y, por un momento, las náuseas me invadieron al contemplar aquella atrocidad.

A lo lejos, vi a un caballero montando un imponente caballo negro. Su armadura, completa y brillante, estaba decorada con detalles dorados y rojos. Un casco con una pluma roja en la parte superior le daba un aire majestuoso, casi aterrador. En su mano derecha sostenía una lanza, y una capa roja, adornada con motivos dorados y azules, ondeaba al viento detrás de él.

—¡IMBÉCIL DE VAUGHAN! ¡SAL, RATA RASTRERA! —gritó el caballero, su voz resonando como un trueno en el silencio sepulcral.

En ese instante, la reconocí. Era Hugo. El fuego de su ira era inconfundible, y el eco de su voz me atravesó como un rayo.

—Debemos llevarte al palacio —dijo un caballero, su mano firme en mi hombro, como si pudiera protegerme solo con su toque. La preocupación en su voz era palpable, y su mirada reflejaba un temor que no podía ignorar—. Este no es un lugar para ti. Además, no te recomiendo que veas a Hugo...

Mi corazón latía con fuerza, pero no podía apartar la vista del campo. El sonido de acero chocando me hizo girar de nuevo. Allí estaba Hugo, mi amigo de la infancia, mi novio. El caballo que montaba saltaba inquieto, como si sintiera la tensión en el aire. Mis piernas se movieron por instinto, acercándome a la escena, aunque sabía que era un riesgo.

—¡Hugo! —grité, sin poder contenerme.

Él no me escuchó. En cambio, sus ojos estaban fijos en un caballero que se encontraba a su frente, la espada surcando el aire antes de hundirse en el hombro de su oponente. El sonido del metal atravesando carne fue desgarrador, y el grito del hombre herido resonó en mis oídos como una campana de alarma. La sangre brotó, manchando la tierra que ya había sido testigo de demasiada violencia.

En ese instante, los hombres que se ocultaban detrás de los árboles se lanzaron al campo, como sombras que emergían de la penumbra. La batalla se desató a mi alrededor, y el caos llenó el aire con gritos y el sonido de espadas chocando.

—¡Sofía, retrocede! —me gritó uno de ellos, un guerrero con cicatrices en el rostro que no había visto antes. Su voz era un rugido entre el clamor de la pelea.

Pero yo no podía moverme. Estaba atrapada entre el terror y la fascinación. Hugo se movía con la gracia de un depredador, cada golpe de su espada preciso y mortal. No era el niño que había conocido, sino un guerrero, y la transformación me dejó sin aliento.

—¡No puedo! —respondí, mi voz temblorosa—. ¡Necesito asegurarme de que esté bien!

El caballero que me sostenía se volvió hacia mí, su expresión de desesperación se intensificó. —¡Es peligroso! ¡Tu vida está en juego! —dijo, pero yo solo podía pensar en Hugo.

En ese momento, vi cómo uno de los hombres que había atacado a Hugo se lanzó hacia él con un grito de rabia. Sin pensarlo, corrí hacia ellos, sintiendo que el mundo a mi alrededor se desvanecía.

—¡Hugo, cuidado! —grité, mientras me lanzaba entre ellos, dispuesta a hacer lo que fuera necesario para protegerlo, aunque eso significara arriesgar mi propia vida.

Me detuve frente a Hugo y sin darme cuenta, mi amuleto comenzó a brillar y produjo una sonda que hizo que los enemigos volaran. Los hombres cayeron sobre la tierra, el sonido del metal contra el suelo era ensordecedor.

Con el corazón latiendo desbocado, miré a Hugo, quien se había quedado sin casco. Su expresión era una mezcla de sorpresa y furia.

—¿Estás bien? —pregunté, acercándome a él mientras el polvo se asentaba a nuestro alrededor, formando una nube gris que parecía querer tragarnos.

Él se frotó la cabeza, aturdido, y me lanzó una mirada que ardía como el fuego.

—¡NO DEBERÍAS ESTAR AQUÍ! —gritó, su voz resonando con desesperación. En un movimiento rápido, sentí su mano fuerte y firme jalarme hacia atrás, apartándome de la línea de fuego.

Antes de que pudiera replicar, vi cómo alzaba su espada. Fue un gesto casi instintivo; su otra mano bloqueó con maestría el golpe de un enemigo que venía directo hacia mí.

Un estruendo sacudió Eldoria, como si el suelo se hubiese partido en dos. Fue entonces cuando escuchamos el grito de un caballero a lo lejos, su voz atravesando el caos: —¡Dragón! —en ese instante, el aire se volvió denso y electrificado.

El polvo se arremolinó, y entre las nubes grises emergió una silueta colosal. Un rugido profundo y gutural resonó por el campo de batalla, haciendo temblar la tierra bajo nuestros pies.

—¡Sofia, corre! —gritó Hugo, su voz apenas audible sobre el clamor del dragón y el estruendo de los truenos.

La criatura se alzó, sus escamas brillando bajo la luz tenue, como si cada una de ellas estuviera hecha de obsidiana pulida. Destellos de relámpagos surgían de su cuerpo y caían a su alrededor, iluminando sus alas membranosas que se desplegaban con majestuosidad.

—¡Maldita sea! ¡No te quedes ahí! —exclamó, su voz cargada de urgencia.

Pero mis pies parecían estar pegados al suelo, como si el terror me hubiera paralizado. Los caballeros que aún quedaban en pie comenzaron a retroceder.

Hugo golpeó al soldado que tenía al frente con su espada, con un golpe certero lo derribó al suelo, y sin perder un instante, se arrodillo y agarró una ballesta que yacía en el suelo, olvidado por otro guerrero que había sucumbido en la batalla. Disparó el arma hacia la bestia, quien expulsó un rayo en reacción, hacia una de las torres del palacio.

Caímos al suelo, y el sonido de la explosión reverberó. Vaughan apareció cuando el polvo finalmente comenzó a asentarse de nuevo.

—No le llegas a un rey, ni a los talones —dijo con sorna—, por los viejos tiempos te daré tregua.

Sin esperar respuesta, hizo un gesto, y el dragón, tras un último vistazo, se alzó en el aire y desapareció tras de él.

—No puede ser... —susurró Hugo, sus ojos fijos hacia la torre caída.

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