La condena de Hgerto
Érase una vez, hace muchos, muchos años, que los habitantes de las tierras perladas llegaron a las costas del mundo escapando de su funesto destino. Y vieron ellos a todas las criaturas del bosque, observado que los ciervos eran sobre todos, los más hermosos. Tomaron ellos entonces su forma, y con disfraces intentaron ocultar la luz sobrenatural que de ellos emanaba, tal como si de una maldición de las tierras perladas se tratase.
Y los ciervos no notaron a sus visitantes.
Los años pasaron y los retoños se convirtieron en gigantescos árboles. Ríos crecieron y se secaron, hasta que llego el día en que un monstruo quiso ocultarse en medio de los ciervos. Su disfraz era mediocre, pero a pesar de ello, los ciervos lo acogieron como uno de los suyos. Y por un tiempo, aquel monstruo revestido como un ciervo fue feliz.
De todos los ciervos, fue Hgerto la única que lo vio reír, y disipados sus temores, fue quien más se acercó a él. Sin embargo, el miedo a lo desconocido y a aquello que nos es diferente, tiene el poder de encender un gran fuego. Así fue como los pequeños atisbos de obscuridad que se veían bajo el manto del monstruo, puso en alerta a los reyes del bosque.
Y los reyes del bosque, siendo uno el ciervo de cornamentas más grande de todos, de pelaje dorado y llameante; y el otro, de pelaje plateado y brillante; quienes encontraron al ciervo monstruoso y quitaron su disfraz de una vez por todas.
Gran agitación se produjo en el bosque ese día, porque algunos creían y amaban a Hgerto, mientras que otros temían en sobremanera e incitaban a los reyes a expulsar aquel monstruoso ser que contaminaba su tierra. Y tan grande fue el clamor en los salones verdes, que como el viento huracanado, los reyes iniciaron la batalla.
Y el monstruo fue derrotado, pero solo después de un largo periodo de lucha, donde los reyes ciervos se dedicaron a destrozar sus ropajes para exponer a la criatura ante todos ellos.
Los cielos se encendieron de fuego, y las aguas torrenciales desde las nubes del firmamento bombardearon la tierra con fuerza; y al final de esa contienda, el monstruo de tierras lejanas finalmente fue expulsado de sus tierras.
Hgerto y los suyos también debieron escapar, porque no hubo cabida en esa tierra para ellos después de la contienda. Y ella observó como el lastimero canto de aquella criatura envenenaba la tierra dondequiera que fuera. Y fueron expulsados al páramo, donde los vientos rugían y esculpían la piedra sin tregua. Allí fueron a morar, desterrados y sin sus pieles de ciervos a la vista. Allí fueron a morar, solo por ser diferentes.
Y Hgerto, poseyendo el corazón más bondadoso de todos, fue a curar las heridas del monstruo, pues ella veía en su interior y percibía el enorme sufrimiento de la bestia. Ella fue la única que pudo ver en su interior la desolación del inicio de los tiempos, aquella época antes que se computara el tiempo, donde las familias nacían bajo la atenta mirada del creador, y la traición primigenia se construyó.
Nueve lunas paso Hgerto curando las heridas de la bestia, pero cada luna que pasaba, ella perdía la poca luz que le quedaba, pues la criatura, no podía evitar alimentarse de toda la divinidad que tocaba, pero el corazón de Hgerto era más fuerte que su apego a la vida y se quedó con él, sanando de alguna manera su dolor.
Sin embargo, al caer la onceava luna, luego de haber Hgerto desprendido todas las capas de podredumbre que cubrían a la bestia, por fin sus ojos percibieron la divinidad robada. Allí en sus brazos murió Nawari, ultimo descendiente de las tierras perladas, y a su lado, sepultada por una montaña de inmundicia, yacía Hgerto, la del corazón envenenado.
Incluso en nuestros días, solo unas pocas personas se atreven a subir la montaña de inmundicia que dejo la bestia, y mucho menos tocar las aguas envenenadas que fluyen desde el interior de la tierra. Dicen los nómades de la llanura de los vientos, que el corazón de Hgerto aun late en las profundidades de las montañas y los mgiss todavía son capaces de escuchar su cantar cuando invocan a los ánimiris de la tierra. Pero aquel no es un canto hermoso, sino una canción de venganza y odio contra los reyes ciervos, quienes no fueron capaces de ver la luz que residía en todas las formas de vida y decidieron abandonarlos a su suerte en el páramo.
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