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Gnalaum y los gigantes

Érase una vez, cuando los feroces elementos cruzaban la tierra, que un grupo de colosos marcados por la corrupción, deambulando por el mundo, cruzaron los límites de la tragedia. Toda la tierra se cubría en esos años por una densa obscuridad, y los relámpagos rasgaban los cielos con furia, ocultando para siempre los ojos de los creadores.


Fue en esos años que, Gnalaum y todos sus hijos, por fin rompieron el sello que los aprisionaba y emergiendo a la superficie del abismo, sus voraces pies tocaron tierra firme. Así fue como encontraron a los primeros hombres: criaturas insignificantes, tan pequeñas que apenas si las notaban cuando las pisaban, al igual que sus refugios y aldeas.


Los días pasaron fugazmente convirtiéndose en años, y en aquella tierra alejada de la calamidad, Gnalaum estableció su reino, siendo sus hijos sus súbditos. Entonces Gnalaum rasgó la tierra sin importarle sus habitantes y formó un muro de rocas colosal, para que de esa forma, sus hijos jamás volvieran a sentir miedo al mirar a oriente; pues a pesar de que las tormentas cubrían la tierra, todos temían a aquel que moraba en lo alto.


Así pasaron los años, y la tierra se secaba allí donde Gnalaum moraba, pues no podía el agua convivir con su agobiante presencia y sus hijos se dedicaban a moldear la tierra a sus anchas. En eso estaba el colosal titán cuando, cierto día, llegó a su morada un insignificante humano para negociar con él.


―Tú y los tuyos no pueden más que destruir todo lo que tocan, acaban con la vida allí donde quiera que van. Les ruego que dejen estas tierras y escapen mientras puedan ―dijo el hombre, con una firmeza que impresionó a Gnalaum.


―¿Quién eres tú para amenazarme? ¿No ves acaso mi poder, que con solo mover mi brazo partiría en dos todo tu mundo y con soplar, quemaría todos los bosques que aún te quedan? ―rugió el gigante, haciendo temblar la tierra.


―Siete días te daré. Si no dejas nuestras tierras, haré que el ave de fuego descienda sobre ti y los tuyos, destruyéndoles para siempre.


Así fue el enfrentamiento de Keter'nen contra Gnalaum, y aunque el titán no lo destruyo de inmediato, no considero las palabras del hombre. Sin embargo, cada noche subía Keter'nen a la montaña y escarbaba en la tierra grandes pedazos de oro, los cuales astutamente esparció donde dormía Gnalaum, pues el gigante había crecido tanto, que la marca de la corrupción le causaba un dolor tremendo cada vez que intentaba moverse, por esa misma razón pasaba los últimos años tendido al lado del muro que hubo levantado.


Pasaron así los días según el tiempo de los gigantes, y de cuando en cuando aparecía el hombre en la cima del monte para recordar su amenaza a Gnalaum, pero este no hacía más que mofarse, hasta que cierto día, Keter'nen le dio su ultimátum.


―Siete días te di, incluso unos más para que te fueras, pero como no cesan tus hijos de hacer daño, he vuelto aquí para cumplir mi promesa.


Entonces, siendo muy de mañana, Keter'nen alzó su arco al cielo y disparo una flecha que rasgo las nubes, fue entonces que sobre la montaña, el gran ave de fuego apareció coronando el cielo. Gnalaum lleno de miedo, intentó cubrirse con el brazo y al hacerlo, un millar de pepitas de oro irradiaron la fuerza del creador, encendiendo su cuerpo en llamas. Gnalaum al verse rodeado por el cielo y la tierra del poder del creador, huyó de miedo para preservar su vida, puesto que la marca de la corrupción comenzaba a crecer en sobremanera. Así fue como en su huida, sus hijos escaparon con él y Keter'nen hizo huir a los gigantes a los confines del mundo.


Sin embargo, hubo muchos que no pudieron escapar de los pilares de luz, y a pesar de que sus cuerpos fueron destruidos, sus espíritus inmortales no dejaron este mundo, pues acabaron atrapados y sellados en las formas de vidas que antes menospreciaban y destruían.


Se cuenta incluso hasta hoy, que el gran bosque de secuoyas al norte de Fohilmir, es en verdad la última prisión de los hijos de Gnalaum, al igual que en esas inconmensurables montañas, son en verdad el escondite final del gigante que no vio otra forma de escapar, que confinarse a sí mismo en lo más profundo de la tierra. Incluso hoy, hay quienes se embarcan a través de los fiordos buscando los tesoros que los gigantes dejaron tras su huida, pues fue el agua la única que pudo cubrir aquellas marcas.


Cuentan los ancianos, que cada vez que la tierra se mueve, es la furiosa lucha de Huapen Mehn contra Gnalaum, quien nuevamente intenta en su ira, cobrar venganza contra el hombre que le engañó.


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