El hechicero se encontraba y aterrado en la esquina. Temblando se abrazaba a sí mismo, mientras respiraba pesadamente. Su cabeza le pesaba, tenía que utilizar sus manos para sostenerla sobre su cuello. Ante él los mil libros del conocimiento infinito, abiertos y básicos. Vertidos en la mente del hechicero.

         De pronto todo era claro para él, el comienzo de la historia, los límites del universo. Su mente se expandió por el universo, de repente podía verlo todo al mismo tiempo. Cada hombre, cada mujer, cada niño. El florecer de las rosas en primavera, las violentas cazas de los leones. El sufrir de un pequeño niño, que lloraba solo en la lluvia después de que su madre fue asesinada por los ladrones. Esa escena la veía una y otra vez, constantemente estaba en su mente, el olor de la sangre y la tierra mojada. Los meteoritos impactando la tierra por la voluntad de los primigenios y la caída de la segunda luna que trajo la muerte de la selenita, su reina guardiana. Fue testigo de la brutal violencia ante la cual este mundo se creó.

          Fueron horas, días, semanas, no; el hechicero estaba viviendo una eternidad en tormento, tratando de conocer todo pero no podía parar, se había dado cuenta que acababa de vaciar el océano en un vaso demasiado pequeño. En lágrimas de arrepentimiento se golpeaba la cabeza contra la pared, una y otra vez para olvidar pero no lograba detener el infinito, así que el hechicero decidió arrancarse sus ojos con sus propias manos.

         Con sus manos sangrantes decidió arrojar sus ojos a lugares distintos: El primero, lo arrojo al horizonte, el lugar donde ningún mortal podría llegar. El segundo, fue arrojado principio del tiempo, un lugar a donde ya no podremos ir. Y su tercer ojo, el más valioso de todos lo oculto en el umbral, un lugar donde solo los que están entre la vida y la muerte pueden visitar.

         El hechicero se desterró a la cueva más oscura, donde día a día y noche a noche intenta olvidar la luz, intenta cada sonido e intenta olvidar que esta con vida.