Capítulo IV
Muelle sur de Botrun
Los dientes de Amaru castañearon. Estaba acostumbrada al aire húmedo de su isla natal, sin embargo, en ese momento fue el miedo lo que limitó el control que poseía sobre su cuerpo. Por más que trató de controlar su respiración y sus extremidades agitadas, le fue imposible y tuvo que verse obligada a bajar de la barcaza tiritando.
Tras el arribo las lágrimas de Sulay parecían haberse acabado. El viaje fue para ella el momento oportuno para llorar. Lientur no estaba, y tanto Amaru como Atuq serían incapaces de obligarla a reprimir su dolor.
—Lintur nos va a matar... —balbuceo Atuq después de alzar la mirada hacia la cima de la montaña en donde la existencia de la aldea era resguardada por la niebla.
—Te- tenemos que – que huir. —propuso Sulay, para luego realizar un intento fallido por halar a Atuq, quien la llevaba sujeta de la mano.
—¿A dónde...? —habló Amaru con la voz entrecortada —. Di- diré que fue mi – mi culpa...
—¡No Amaru! —exclamaron Sulay y Atuq al unísono.
—Fue mi culpa... — Dicho aquello Atuq bajo la mirada, creyendo que sus hermanas no se percatarían de sus lágrimas.
—¡Fue mi culpa! —vociferó Sulay entre lágrimas.
Amaru meneó la cabeza, las reacciones de sus hermanos la enternecieron y por un instante olvidó el aprieto en el que los tres se habían metido, sin embargo, casi tan pronto como se vio invadida por la ternura, un pensamiento intrusivo cruzó por su mente, generando un barullo tal que fue incapaz de reprimir.
—Mamá tuvo la culpa... —dijo finalmente Amaru, dejando perplejos a sus hermanos.
Aldea sureña de Botrun
Lientur no poseía más animales que sus perros y un par de gallinas, sin embargo, amaba llevar junto a la vaina de su espada un látigo de cuerpo corto, confeccionado con piel del animal más temible que rondaba por Botrun: el thanrong.
Amaru pensó que al llegar a su casa tendría un par de horas antes de encontrarse con su padre, sin embargo, esa noche Lientur había decidido esperar a sus hijos en la aldea.
Cuando los muchachos cruzaron el umbral el aire frío que circulaba por la cabaña los obligó a mantenerse reunidos cuales polluelos. La mirada recriminadora de su padre y el resplandor del látigo que cargaba los hizo estremecer. Allí entre la penumbra Lientur lucía como la encarnación de la muerte.
—¿Dónde está la urna? —preguntó Lientur incorporándose de la mecedora en la que momentos antes se encontraba recostado.
Los tres muchachos se miraron, pero ninguno fue capaz de soltar ni un solo sonido.
—La urna... ¿Dónde está la maldita urna? —Lientur sacó el látigo de su cinturón y se acercó a sus hijos meciendo la punta del arma.
—Esto... padre... Amaru pateó a un ladrón en la cabeza y... —La mirada despectiva de su padre hizo callar a Atuq.
—La urna está en... en Tiang... se quedó en el crematorio... —El chasquido del látigo de Lientur interrumpió los balbuceos de Sulay.
—¡Fue mi culpa! ¡Yo golpeé a ese ladrón y la urna se rompió por mi culpa! —exclamó Amaru con los ojos casi al borde de salir de sus cuencas por el susto que la acción agresiva de Lientur le había causado.
Lientur miró a Amaru de soslayo, y como si la muchacha hubiera cometido un crimen atroz, la azotó. La joven tenso todos sus músculos al sentir el primer golpe sobre su espalda; y así como su cuerpo se paralizó, su mente entró en estado de trance que le permitió reprimir sus lágrimas.
Atuq sabía que detener a Lientur era para él imposible. Su padre era como un roble y él como un delicado árbol de magnolia; un solo golpe de Lientur podía noquearlo. Angustiado y frustrado por su propia debilidad, se mantuvo al margen, y le permitió a Sulay aferrarse a él a pesar de que sabía que sería incapaz de defenderla.
Cuando los lunares carmesíes comenzaron a aparecer en la camisa blanca que Amaru llevaba puesta, Lientur resopló. Sulay y Atuq pensaron que se había cansado, sin embargo, la mirada feroz que el capitán posó sobre ellos los hizo comprender que no se librarían.
Nadie detuvo a Lientur cuando el rebenque aterrizó sobre la mejilla de Atuq, ni cuando las piernas morenas de Sulay quedaron rasguñadas por la cuerina del látigo. Y por más que ambos gritaron y suplicaron, ningún vecino acudió a la solicitud de auxilio.
—¡Menudo trío de idiotas que parió Sayoli! ¡¿Cómo pudieron perder la maldita urna?! ¡Acaso creen que el dinero crece en los árboles! —gruñó Lientur una vez que se hartó de golpear a sus hijos —. Que desdicha la de Sayoli, sus hijos no fueron capaces ni de cuidar sus cenizas... —murmuró, para después dejarse caer sobre la mecedora.
El silencio que reinó luego de la golpiza y el oír el nombre de su madre hicieron que Amaru saliera de su trance. Pensó que aquel castigo era mínimo; imaginó los restos de su madre mezclados con el polvo y la suciedad de Tiang, y supuso que Sayoli no descansaría jamás. La culpa, la pena e ira se apoderaron de su mente, su corazón latió con tanta fuerza que pensó que escaparía por su boca en cualquier instante, en un intento desesperado por mantenerse firme, bajo sus manos hasta el borde de su capa en búsqueda del broche, del único recuerdo que le quedaba de ella, sin embargo, un par de lágrimas brotaron de sus ojos cuando se percató de que la joya ya no estaba.
¡Muchas gracias por llegar hasta aquí!
Espero que este capitulo haya sido de su agrado.
Espero que puedan dejar sus votos y comentarios ¡Se los agradecería muchísimo!
¡Cariños para tod@s!
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