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Capítulo II


 Ciudad de Botrun

       Antes de que su madre fuera trasladada al sanatorio de Tiang, Amaru prometió no volver a fisgonear en el Instituto ni en ningún otro edificio de la ciudad sin Atuq, pero si había una razón por la que Sayoli regañaba a su hija hasta quedarse sin voz era porque a la muchacha le costaba mucho cumplir sus promesas.

       Después de mostrarle al guardia de armadura plateada la credencial en la que aparecía el retrato de su hermano, Amaru quien en ese momento llevaba un traje monocromático, holgado y desteñido, se inmiscuyo en el edificio, y el primer saludo se lo otorgó ese aroma almendrado de los libros que en fila cuales soldados se hallaban ordenados a los costados del pasillo que conducía hasta el mesón del bibliotecario.

       El evento del que había sido testigo la noche anterior revivió su curiosidad por la "demencia Amalt", condición mal denominada enfermedad, pues la muchacha que había sucumbido frente a ella en la cueva era la tercera que demostró tener habilidades sobrenaturales, desafortunadamente para los "defensores de los Amalt", ninguno de aquellos dotados logró sobrevivir, despertando aún más dudas en los miembros de la organización.

       Que una ráfaga de viento brotara en tres oportunidades de quienes padecían aquella enfermedad no era una casualidad, o eso era lo que pensaba Amaru .«¿Seré capaz de hacerlo y sobrevivir?», era la interrogante que intrusaba su mente, y la que trataba de ignorar realizando las tareas más extenuantes de la granja. Sin embargo, esa pregunta siempre era la protagonista de sus noches de desvelo, y la causante de sus ojeras.

       —¿Atuq...? — Una voz femenina sobresaltó a Amaru —¿Qué te trae por aquí?

       La joven que fingía ser su hermano se giró y se topó con el rostro delicado de Yaria

       —Tengo que terminar un ensayo. —dijo la muchacha de cabellera azabache que en ese momento llevaba recogida en la coleta baja. Su voz era más grave que la de cualquier muchachita de su edad, por ende, el esfuerzo que hacía para hablar acorde al papel que desempeñaba era el mínimo.

       Yaria arqueó una ceja para después propinarle a la infiltrada una mirada inquisitiva. Los ojos dorados de Yaria hicieron estremecer a Amaru, la que presa de los nervios, bajó la mirada. Sabía que su amiga la había descubierto.

        Yaria soltó una risita y luego se formó a las espaldas de su supuesto compañero.

        —¿De qué será tu ensayo, Atuq? ¿Literatura? ¿Política? — inquirió la muchacha de rizos castaños.

      —Demencia Amalt... — masculló Amaru observando con atención cada movimiento que ejecutaba el bibliotecario.

       —Sabía que te gustaban las ciencias, pero nunca pensé que simpatizabas con la asignatura al punto de terminar tu formación académica realizando un ensayo de esa índole. —Yaria se adelantó para quedar a un costado de la joven percatándose así de la mueca de aflicción que decoraba su semblante.

      —Cuando se margina a ciertas personas por padecer una enfermedad, la discusión deja de ser simplemente médica y se transforma en un problema político... y social. — argumentó Amaru.

       Yaria apartó la mirada del rostro casi férreo de Amaru, estaba al tanto del diagnóstico por el cual la muchacha se había transformado en una ciudadana de segunda, una supuesta carga para sus padres, y para sus hermanos.

       —¿Qué tomos llevará, joven? —El bibliotecario habló desde el otro extremo del mesón.

       Al oír la voz del encargado, Amaru avanzó sin bajar los brazos del mostrador hasta el sitio en el que él se encontraba, dejando a Yaria al otro extremo sola con sus cavilaciones y los otros lectores que esperaban su turno.

       —Manual de diagnóstico y tratamiento para Demencia Amalt, el diario de campo del doctor Cheng y... — La muchacha miró los apuntes que se hallaban sobre la palma de su mano, y tras analizar los símbolos que estaban al borde de la desaparición por el sudor que ella había derramado, mencionó: — Relatos de Lumis Guang Amalt ...

       El bibliotecario estalló en carcajadas al oír la petición del estudiante.

       —Muchacho, esto es una biblioteca, no un templo. Si quieres leer relatos religiosos ve al templo de wangkiu... —habló el hombre de incipiente calvicie una vez que pudo recuperar el aliento.

       —Ya no hay copias de libros en los templos. Solo ruinas. —espetó Amaru con los músculos de su mandíbula tensos 一. Pensé que tendrían algunas copias aquí...

       —¡Por favor! ¡Son solo basura! ¿No pensabas en incluir citas de esos relatos de fantasía en un informe académico? ¿O sí?

       Amaru bajo la cabeza. Pensó que las autoridades habían guardado alguna copia de los textos que alguna vez fueron sagrados por su valor cultural, sin embargo estaba equivocada.

       —Tengo un tratado de climatología que escribió un excelente egresado de esta Academia de Tiang, rebate todo lo que los casi extintos fieles de los Amalt plantean... Lo puedo incluir en tu solicitud... — dijo el encargado.

       La muchacha asintió y el bibliotecario no tardó en dejar los tres volúmenes sobre el mostrador para después extenderle a Amaru una hoja que ella tuvo que rellenar con los mismos antecedentes que se encontraban en la credencial que portaba.

       Tras despedirse de Yaria con un adiós ahogado, la infiltrada se abrió paso entre los pasillos conformados por libreros. Se retiró de la biblioteca con el ceño fruncido al mismo tiempo que guardaba los tomos en el bolso que portaba.

       El sonido de las carretas, los murmullos de los transeúntes, gritos y los silbidos que ejecutaban los guardias de plata para pedir apoyo, causaron que Amaru quisiera volver al interior de la biblioteca. Odiaba ingresar a la ciudad, sitio al que la muchacha no podía evitar comparar con un hormiguero.

       Cuando Amaru ya no divisó peligro en los extremos de la estrecha calle, cruzó a toda prisa hacia el otro sector, en donde iniciaba el mercado. Esquivando a los transeúntes y las carretas que a duras penas podían avanzar, la joven llegó hasta la escalera que la conduciría hasta la salida sur.

       Antes de que la luz del exterior bañara su rostro, la sombra de la enorme estatua que los artesanos tallaban a punta de cincel cegó a Amaru por unos instantes. En medio de la enorme avenida y sobre un arco alzado en granito destellaba aquella figura dorada de aquel hombre barbudo cuyos fieles llamaban Lum. Para la muchacha el otorgarle a una deidad características humanas era una burla, ¿acaso ella tenía el poder de mover las aguas, controlar los vientos o hacer crecer las montañas? No, no podía y esa la razón por la que el ver en lo alto la escultura a medio terminar de ese varón hizo hervir su sangre. Era irrisorio que muchos de los botruninos hubieran sido capaces de reemplazar a los Amalts por un hombre que lucía como cualquier ciudadano ¡Nada de místico había en esa imagen!

       El aroma a muzg chocó con su nariz cuando llegó al pasadizo que conducía al bosque y que se hallaba resguardada por doce varones de indumentaria grisácea. La luz del exterior le produjo cierta incomodidad, pero rápidamente sus ojos se adaptaron al brillo de la esfera; había dejado atrás la ruidosa urbe y sus monumentos.

       Le lanzó una mirada a la montaña que se alzaba a sus espaldas, en cuyo interior se hallaba la ciudad. Alzó la vista para divisar la niebla y sentir la humedad del ambiente, arriba, inmiscuyéndose entre la cortina lúgubre que se extendía sobre el paisaje, divisó las puntas filosas de las piedras que envolvían todo su "hogar". Adoraba como la niebla ocultaba los límites superiores de Subumbra, otorgándole un aspecto místico a esas tierras subterráneas.

       Tras lanzar un suspiro Amaru se internó en el único sendero que conducía hasta la aldea. El camino era custodiado por cientos de integrantes de la milicia que se formaban a los extremos junto a los faroles, compañeros de los árboles cuyas copas se perdían entre la niebla.

Aldea sureña de Botrun

       Cuando transitaba por el centro de la aldea, Amaru divisó a lo lejos una carreta plateada, cuyo toldo humedecido llevaba estampado en cada costado una estrella de siete puntas con un ojo que destacaba en su centro. Era el transporte que llevaba a los pacientes del sanatorio.

       La muchacha corrió hasta su hogar, con una sonrisa nerviosa en su semblante, creyendo que su madre había sido dada de alta. Entró por la puerta trasera, aquella que daba a la granja, la que era custodiada por las gallinas que cacarearon tras su paso. Al entrar se topó de bruces con Atuq, el que con una ceja levantada la analizó con la mirada.

       —Si Lientur te ve así te meterás en grandes problemas, hermanita...—murmuró el muchacho.

       Amaru asintió, y tras ello de inmediato se quitó la credencial y desabrochó los botones dorados de la chaqueta, para luego extendérsela a su mellizo el que llevaba puesto el mismo uniforme y documento alrededor de su cuello.

       —¿Conseguiste algo en la Facultad? —preguntó Amaru quien mantenía su mirada fija en el bolso que había dejado colgado en el pomo de la puerta.

       Atuq soltó un suspiro, y en el momento exacto en el que iba a responder los llamados prepotentes de su padre lo interrumpieron.

       Aunque fuese un cumplido lo que saliera de su boca, la voz de Lientur siempre sonaba molesta y erizaba los cabellos de sus hijos, él no hablaba, gruñía. Los jóvenes respondieron al llamado cuales perros adiestrados, y apenas cruzaron el umbral se encontraron con la mirada feroz de su progenitor.

        —Buenas tardes, padre. —saludaron los mellizos a coro.

        Amaru, quien desvió la mirada hacia la carreta en búsqueda de su madre ignoró por completo la mirada inquisitiva que el capitán depositó en ella, por lo que, dio un respingo cuando escuchó a su padre preguntar:

        —¿Por qué estás en paños menores, Amaru?

        La muchacha miró su torso cubierto solo por una camiseta blanca y holgada.

        —Ensucié mi chaleco —mintió, y luego al notar que de la carreta solo se había bajado un hombre de indumentaria blanca, preguntó: —¿Dónde está mamá?

        —Muerta.

        El rostro de la joven palideció. Atónita miró de arriba abajo a su padre, ¿acaso se trataba de una broma de mal gusto?, no, no en lo absoluto, el capitán Lientur no era un hombre al que le gustara hacerse el gracioso.

        —¿Cómo dices...? —dudó Atuq, y tras ello sus ojos se llenaron de lágrimas.

        —¡No me avergüences, Atuq! —exclamó Lientur para después apretar sus puños.

        —Yo me encargaré de decirle a Sulay, ¿cuándo entregarán el cuerpo? —intervino Amaru, imitando la actitud férrea de su padre.

        —Mañana. Tendrán que viajar a Tiang esta tarde. —respondió el capitán, mientras recibía los documentos que el administrativo del sanatorio le había extendido luego de aparecerse de súbito al costado derecho del militar.

        —Mi más sentido pésame, muchachos... —dijo el varón de barba cana, en un hilo de voz, ganándose de paso una mirada de reproche de parte del capitán.

        —Tengo una reunión con el capitán de la guardia de plata de Tiang. Vayan a retirar el cuerpo de su madre sin mí, ¡Y nada de lloriqueos, Atuq! — Les ordenó Lientur a sus hijos, y acto seguido le entregó a su primogénita los formularios —. Nos veremos mañana, si los Amalts así lo permiten.

        Y como si acabara de dar un recado cualquiera, el capitán les dio la espalda a sus hijos ante la mirada atónita del funcionario, y luego se dirigió sin mirarlos hacia las escaleras de granito que conducían colina abajo.

        Aturdida y con la vista fija en el sitio en donde había estado su padre, Amaru permaneció ensimismada. Estaba triste, pero su rostro solo demostraba un breve decaimiento. Constantemente le decían que era idéntica a su padre, y en ese instante, ella por fin lo pudo corroborar; ni una sola lágrima escapó de sus ojos.

        —No se le puede llamar hombre... —murmuró por lo bajo el varón de abrigo blanco —. Si quieren los podemos esperar y escoltarlos hasta el puerto... —Les dijo a los hermanos mientras los miraba con condescendencia.

        Atuq intentó responder, pero el nudo que mantuvo retenido en su garganta mientras estaba frente a su padre se volvió insoportable y a pesar de que estaba delante de un desconocido, comenzó a sollozar.

       El funcionario conmovido por la actitud del joven tocó su cabeza, mientras murmuraba palabras de aliento a las que Amaru fue incapaz de prestarle atención debido al barullo de sus pensamientos.

        —Iremos por nuestra cuenta, muchas gracias por su amabilidad... —Amaru rechazó la propuesta una vez que su voz interna se atenuó.

        —Considéralo, mi niña. Hace frío. Estaré en el sanatorio de Botrun hasta el anochecer... —dicho aquello, el funcionario camino hasta la carreta que se puso en marcha tras su ingreso.

        Cuando Amaru cerró la puerta, Atuq se sentó sobre el piso y con ambas manos cubrió su rostro inundado de lágrimas. Amaru lo miró de soslayo y solo atinó a posar su mano sobre su espalda; estaba demasiado aturdida como para consolarlo.

        El deceso repentino de Sayoli no tenía sentido para Amaru. La mujer gozaba de buena salud, y solo había sido internada nuevamente en el Sanatorio debido a una discusión que tuvo con un guardia que la sorprendió en el mercado sin su tutor. El recordar ese suceso, la hizo estremecer, y el aturdimiento se transformó en temor. Allí fue consciente de que su vida dependía de aquel hombre que no fue capaz de mover ni un solo dedo para evitar el encierro y muerte de su esposa.

¡Muchas gracias por todo el apoyo que me han dado!

Espero que este capítulo haya sido de su agrado.

Espero con ansias que puedan dejar sus votos y comentarios, de verdad me anima demasiado leer sus opiniones, las que cabe destacar, me ayudan a progresar.

Sin más que decir, solo agradecerles de todo corazón el haber llegado hasta aquí. Me despido

¡Cariños para todas y todos los lectores!


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