Capítulo I
Sanatorio de Tiang
¿Oír una canción puede transformarse en una tortura?
Para Sayoli la respuesta a esa interrogante era afirmativa, pues, desde que tenía uso de razón oía un canto espectral, sonido que captaba de improviso y que le había costado su libertad. Con ambas manos se sujetó la cabeza, pensando que así se liberaría de aquel eco melodioso, sin embargo, tal como le sucedía al oír el llanto de sus hijos, no fue capaz de ignorar el sonido ilusorio.
Desde su llegada al sanatorio, sitio en el que sobrevivía encerrada en un pequeño cuarto de piedra, a base de arroz, coles y agua, las voces eufónicas comenzaron a manifestarse con más frecuencia, impidiéndole realizar sus actividades diarias con normalidad. Cuando los médicos ingresaban a su celda, intentaba mantener la compostura, pero, tras caer la noche y con la oscuridad como único testigo daba rienda suelta a sus arrebatos, liberando toda la tensión acumulada y causada por el infausto don que poseía.
Antes de que cumpliera los cinco años, percibir aquellos sonidos no era sinónimo de infortunio. Pocos poseían la habilidad de Sayoli, por lo cual, eran catalogados como mensajeros de los dioses, pero, con la asunción de Escaurus al poder, todo cambió. Aquellos que tenían la habilidad de oír y ver cosas que rozaban lo fantástico, fueron tachados de enfermos.
Sus dientes se clavaron en la desgastada tela que conformaba la almohada, cerró sus ojos con fuerza e intentó reprimir sus sollozos, pero no pudo hacer lo mismo con las lágrimas, las que recorrieron sus mejillas como raudales. Mientras mayor era el esfuerzo que realizaba para ignorar el canto, este se intensificaba. Sayoli tuvo la sensación de que si eso continuaba sus oídos explotarían.
Estaba tan concentrada en reprimir sus gritos que no escuchó la pesada puerta de metal abrirse, y paso por alto la presencia de aquel hombre de armadura plateada que desde el umbral observaba su llanto.
Aldea sureña de Botrun
Mientras la esfera derramaba sus primeros rayos sobre las colinas de la aldea del sur de Botrun, Amaru desvío su mirada de las gallinas que alimentaba para posarla en las escaleras construidas al borde de la montaña. Con ímpetu, los soldados escalaban los peldaños de granito y no tardaron en llegar a la cima, en donde las cabañas de piedra se alzaban.
Los jóvenes cuyas hombreras cobrizas reflejaron la luz matutina, caminaban en una hilera perfecta hacia el final de la aldea. Hicieron crujir con cada paso las piedras que hacían transitable el sendero principal del pequeño poblado.
Al ver que el pelotón estaba a punto de cruzar por las puertas de su hogar, Amaru corrió hacia el antejardín aún con la fuente repleta de grano en sus manos. Con su mandíbula tensa observó el pseudo desfile, visualizándose a sí misma vistiendo uno de esos uniformes verdes con hombreras y pecheras de bronce.
La guerra con Agnou había terminado hace cinco años, sin embargo, los soldados jamás descansaban. La fauna que habitaba en todas las islas que conformaban la república era una amenaza constante para aquellos que se negaban a vivir al interior de las urbes.
El velo de la ensoñación abandonó a Amaru cuando las figuras de los soldados se perdieron entre la niebla. Angustiada observó el lodo que manchaba su vestido y dando un fuerte resoplido, camino hacia el patio trasero, para terminar sus labores matutinas. Refunfuñando y maldiciéndose a sí misma por la deplorable vida a la que había sido condenada vertió el resto de semillas sobre el suelo fangoso. Se dirigió, sin quitar su mirada de las hambrientas aves, hacia la cabaña de piedra que destacaba en medio del terreno y cuya silueta la niebla no fue capaz de menguar, era su hogar.
El aroma a humo impregnó la nariz de la muchacha cuando ingresó a la estructura, estornudo, y mientras se rascaba el rostro, cerró la puerta de la estufa de hierro que parecía asfixiada entre tanto mueble que le rodeaba. Después y no sin darse un buen golpe en la frente por su descuido, corrió hacia los dormitorios, para despertar a sus hermanos. Sin embargo, antes de que abriera la puerta del cuarto que compartía con su hermana menor, la canción que le había arrebatado todas las posibilidades de ser alguien útil resonó en sus oídos.
Amaru sabía que cubrirse las orejas era inútil, pues aquel canto tan hermoso como fantasmagórico, retumbaba en su mente, como si en lugar de provenir del exterior emergiera desde sus entrañas. Pero, a pesar de que conocía la naturaleza de dicho sonido sobrenatural, lo hizo, posicionó ambas manos a los costados de su cabeza y para su sorpresa esa vez el ruido disminuyó su intensidad.
Unas risitas hicieron eco por todo el pasillo, marcando el cese de la tonada que, poco y nada de origen sobrenatural tuvo. Con el ceño fruncido Amaru volteó su cabeza hacia el otro extremo del corredor y oculta detrás del pasamanos vio a su hermana menor.
—Le voy a decir al capitán que te retire de las clases de canto, Sulay... — dijo Amaru.
—¡¿En serio caíste?! ¡¿Tengo voz de Amalt?! — exclamó la niña, quien aún llevaba su camisón puesto y su cabello atado en una trenza despeinada.
Amaru chasqueó la lengua.
—Vístete, llegarás tarde a la escuela... — le ordenó la muchacha, la que tras oír el crujido del piso del nivel superior alzó la mirada. Estaba segura de que despertar a su hermano no sería necesario.
[...]
Los perros que Amaru sostenía de sus collares estaban a punto de arrastrarla hasta el final de la cueva. La oscuridad no le aterraba, sin embargo, el oler de cerca el aroma de la sangre de los autores de aquellos gritos que resonaban por toda la cavidad, despertaría en ella un sentimiento de culpa tal que sería incapaz de disimular.
La luz de las antorchas que el capitán Lientur cargaba parecían potenciar el escarlata de la sangre que brotaba de las heridas del niño que otro de los presentes había realizado, sus largos y ondulados mechones antes rubios se tornaron de bermellón, y por ello Amaru supo que el infante pronto dejaría de respirar.
—¡Darkgars, darkgars!
La dueña de los feroces animales cuyos ladridos la obligaban a entrecerrar los ojos, posó su atención en la muchacha reducida por dos varones de traje color grafito. Amaru no conocía el significado de la palabra que la joven había proferido, sin embargo, estaba segura de que se trataba de un insulto.
—El niño esta tem... temblando... —balbuceó un joven dueño de unos mechones azabaches que ocultaban parte de su rostro empapado de un tono amarillento, consecuencia del miedo.
Amaru miró al muchacho de soslayo. Los rostros de ambos eran casi idénticos, sin embargo, mientras que el de él parecía suplicar piedad por quien estaba a punto de perecer, el semblante de ella mantenía su bronceado característico y un gesto marcial lo decoraba. Los dos habían sido testigos de escenas similares, no obstante, solo Amaru había logrado endurecer su corazón, o eso es lo que ella quería que su padre creyera.
La segunda víctima nuevamente vociferó aquellos supuestos insultos, y tras ello el niño dejó de temblar; al notar que el cuerpo ensangrentado estaba inerte sobre las piedras, Amaru soltó a los perros y estos se abalanzaron sobre el cadáver, desprendiendo de inmediato la carne que cubría los muñones de sus extremidades amputadas.
La muchacha de rizos dorados soltó un grito agónico al ver como los canes terminaban de destruir el cuerpo de su pequeño hermano.
Atuq tomó el brazo de Amaru, pero ella al percibir la mirada cuestionadora de su padre se alejó de las manos escuálidas de su hermano. Sabía que, si sucumbía ante la debilidad de su mellizo, Lientur sería capaz de ordenarle a los perros que la devoraran, después de todo, su padre siempre le daba a entender que ella tenía tan solo un poco más de valor que la muchacha que estaba a punto de quedarse sin voz por los gritos que emitía.
La cautiva pausó sus chillidos para toser. Amaru pensó que no volvería a producir otro sonido, sin embargo, la joven alzó su mirada hacia las piedras cuyo fulgor celeste se asemejaba al de sus iris, y acto seguido, en un hilo de voz cantó esa canción que desde hace años atormentaba a la hija del capitán:
«Audi aquos tem aestum
Ventus balnditias deseum
Igni eldurs luci proverius
Et kaynis tenebit urserios»
Amaru se paralizó al oír aquel himno ser entonado en tales circunstancias, pero la explosión que surgió cuando la joven reducida finalizó la canción, la obligó a salir de su turbación. Con el corazón en vilo, tomó el brazo de Atuq y lo arrastró detrás de una de las rocas se alzaban al interior de la cueva.
El capitán y aquellos hombres que vestían túnicas esmeraldas también se apartaron del lugar, encontrando refugio en las piedras que se erguían junto a las que Amaru había usado como escudo.
Los cuerpos de los hombres que se hallaban cerca de la joven salieron proyectados y se estrellaron contra las paredes de la cueva, por el impacto la sangre brotó de sus narices, bocas y ojos a borbotones.
Los perros que devoraban con ansias la carne fresca del niño también fueron víctimas de aquella ventisca que, desde la perspectiva de Amaru, había brotado del cuerpo de la joven cautiva.
Cuando el aire se disipó, los hijos del capitán salieron de su escondite; ambos dieron un respingo al divisar el charco de sangre que rodeaba el cuerpo de la adolescente de rizos dorados que yacía sobre las piedras.
—Trae a los otros perros, Amaru... —La voz marcial de Lientur hizo eco por la cueva. El capitán camino con una mueca de disgusto hacia el sector en el que descansaban los hombres de indumentaria negra que habían participado de la cruel tortura, de sus ojos, bocas y narices estaban cubiertos de sangre —. Les diré a sus familiares que murieron en una excursión..., si es que tienen...
Amaru asintió y tras ello se abrió paso entre la penumbra para salir de la cueva, pero, antes de que cumpliera la orden de su padre, la voz rasposa de Rajims la obligó a permanecer oculta entre las sombras que habían invadido el pasillo que daba al exterior.
—Pasará mucho tiempo hasta que logremos encontrar otro feirdferino con esas características. Deberíamos someter a tu hija a la misma prueba...
— Papá... — murmuró Atuq.
Lientur resopló y a pesar de que Amaru se mantenía quieta entre el pasillo y las escaleras, él pudo distinguir la silueta de su primogénita.
—Papá, no puedes hacerle eso a Amaru...
La hija mayor del capitán sabía que, si el chasquido de una bofetada no había resonado después de los murmullos de Atuq, fue gracias a la presencia del ministro de Botrun y su primogénito.
—Creo que la avanzada edad está limitando su capacidad de raciocinio, querido padre. Si sigue proponiendo estas ideas tendré que reemplazarlo antes de las próximas elecciones. —opinó Jimseng para después soltar un par de risillas que hicieron estremecer a Amaru, la que permanecía aún inmóvil bajo la protección de la oscuridad —. Estimo a Amaru más de lo que supones, Lientur. Soy capaz de pagar la cifra que tu estimes conveniente para pedir su mano y evitar que la mates. —El hijo del gobernador miró de soslayo a Lientur, cuyo ceño fruncido le dio a entender al primero que no le agradaba la idea.
Tras oír la propuesta de Jimseng, Amaru subió a la superficie a toda prisa.
—Puedo ser una bestia —masculló Lientur cuando la silueta de su hija desapareció de las escaleras —, pero no un demonio...
Sudando frío Amaru llamó a los perros que su padre había entrenado para deshacerse de los cadáveres de los "sujetos de prueba" que compraba en el mercado, o que a veces secuestraba, cuando los amos de aquellos desdichados se rehusaban a venderlos.
Era difícil encontrar esclavos que padecieran la popularmente llamada "demencia Amalt" con los que experimentar, por lo que Amaru y Atuq eran obligados a ser testigos de aquellos actos como máximo dos veces al año.
Al escuchar la voz de la muchacha, los animales corrieron hacia ella moviendo el rabo, pero a pesar de su comportamiento juguetón, Amaru sabía que no tenía que confiarse de aquellas bestias que perfectamente podían camuflarse entre la densa maleza que cubría las granjas de la aldea.
Cuando la joven se giró para regresar, se topó de bruces con el rostro de su hermano, el que con un gesto que irradiaba más cólera que el de su padre, le dijo:
—Parece que ya no tendrás que vivir conmigo cuando nuestros padres mueran. Jimseng te quiere para él.
La expresión de su hermano descolocó a la muchacha, sin embargo, no tardó en comprender que él hecho de que Lientur accediera a entregarla a un hombre casi veinte años mayor que ella era más que suficiente para desatar la furia del joven más dulce que ella había conocido.
—Mira el lado positivo, Atuq. Los vecinos no van a hablar pestes de ti — comentó Amaru, para luego acariciar la mejilla de su hermano.
Atuq bajo la mirada; los latidos de su corazón hacían eco en su garganta. La idea de que su melliza se casará con un hombre que le triplicaba la edad le resultaba repugnante.
—¿De verdad aceptarás a ese degene...? — Atuq calló, la palabra que iba a pronunciar era un insulto fuerte, y pensó que sería irónico que saliera de sus labios dadas las fantasías con las que soñaba durante las noches.
—Supongo. Es el primer hombre que se atrevió a defenderme y que parece tener cierto ¿Aprecio? —contestó Amaru.
—Yo también te quiero, te he defendido..., bueno, lo intento. — espetó Atuq y acto seguido tomó las manos de su hermana. Estaban cubiertas de sudor frío.
—Eres mi hermano, estamos obligados a querernos.
—No, yo no quiero al capitán, ¿no me digas que tu si lo quieres?
Amaru meneó la cabeza con violencia.
—Mereces algo mejor...
La voz del capitán interrumpió las palabras de Atuq. Lientur necesitaba terminar con el desastre que "los defensores de los Amalt" habían causado antes de que los Guardias de Plata acudieran a investigar.
Hola a todos, espero que les haya gustado este primer capítulo.
Si fue de su agrado, los invito a votar y comentar. De verdad no tienen idea de lo feliz que me siento al leer los comentarios y las retroalimentaciones.
Aún no tengo terminada esta nueva versión, sin embargo quise compartirla para que que me dejen sus opiniones.
Desde ya infinitas gracias por leer y comentar
¡No leemos en el siguiente capítulo!
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