
La Bóveda
Bóveda de Svalbard — Polo Norte.
Sadday soñaba...
Era el mismo sueño de cada noche; otra vez veía a ese niño que le sonreía. Él la miraba con aquellos ojos llenos de amor y le pedía llorando que no se marchara. A veces, el niño era un bebé de pecho; otras, tenía un año y gateaba por el suelo, pero ella sabía que era el mismo niño, y cuando estaba a punto de cargarlo, siempre despertaba.
Al abrir los ojos, Sadday se hizo las mismas preguntas de cada mañana: ¿quién era aquel niño? ¿Por qué quería que lo cargara? ¿Y por qué sonaba tanto con él? Tantas preguntas hacían que le doliera la cabeza. Pero no se preocupaba, el dolor se pasaría apenas tomara su pastilla.
Sadday se sentó sobre su cama y, con los ojos cerrados, agradeció a su padre Jehová por regalarle un nuevo día. La habitación donde se encontraba era pequeña; solo tenía una cama individual, un baño, una lámpara en la pared y un mueble con algunas mudas de ropa. No era una forma cómoda de vivir, pero al menos estaba viva.
Salió al pasillo y se encontró con varias compañeras haciendo la fila para moverse al comedor. Saludó a algunas y se incorporó mientras avanzaban lentamente por aquel pasillo gris. Al llegar, encontraron las mesas con las bandejas vacías sobre ellas y en estas, un vaso de agua con la respectiva pastilla de cada una. Algunas ni siquiera esperaron a sentarse para llevarse la pastilla a la boca. Sadday se tomó la suya con medio vaso de agua y cuando la última de ellas tomó su pastilla, ya todas se encontraban sentadas.
En ese momento había 54 mujeres en el comedor; sumando las 12 que se levantaron temprano a atender y preparar la comida, hacían un total de 66 mujeres dentro del refugio... y todas ellas eran lideradas por el círculo de ancianos.
Aunque les llamaban el círculo de ancianos, el mayor de ellos, que era el Señor Antonio, no pasaba los 50 años. El menor era Augusto con apenas 28 años; incluso era menor que muchas de las mujeres dentro del refugio, pero en aquella religión siempre se les llamó como ancianos, y así se mantuvo luego de la caída.
Antes de comenzar a comer debían dar las gracias diarias. Fue Enmanuel quien se encargó de liderar la oración; se suponía que los diez ancianos poseían el mismo nivel de poder en el refugio, pero ante los ojos de todas, Enmanuel era quien en verdad dirigía. Agradeció por un nuevo día de vida, agradeció a Jehová por permitirle formar parte de su plan para el nuevo mundo y agradeció por ser los primeros en ser testigos de la segunda venida de nuestro Señor Jesucristo. Esto último lo dijo mirando a Natasha, quien estaba sentada a dos mesas de Sadday; esta se sonrió mientras acariciaba su hinchado vientre de 7 meses. Enmanuel finalizó su oración dando gracias por los alimentos y pidió que por favor comenzaran a comer. —Amén—. Todas respondieron coordinadas con otro —AMEN.
Pasaron entonces a desayunar; la comida eran huevos revueltos con pan de trigo y puré de papas. Ya se había aliviado la jaqueca de Sadday; incluso ya no recordaba que había soñado con el niño. Se sentía un poco adormecida, pero era normal; la pastilla siempre la ponía así.
Luego de comer, Sadday bajo hasta el nivel de agricultura, había sido reubicada hace unos meses y estaba encantada con su nuevo trabajo. El nivel de agricultura era el último bajo tierra, por ende era el más caliente, además también de ser el nivel más amplio de todos, y lo mejor, ahí podía trabajar con tierra real. En el nivel de agricultura se encargaban de sembrar y cultivar yuca cebolla, pimentón, ajo, calabaza, trigo, maíz, tomates, café, apio, pepinos, berenjenas y coliflor. En el nivel de almacenaje se guardaban las semillas deshidratadas de más plantas vegetales, frutales y con propiedades curativas. En principio, el guardar aquellas semillas había sido el motivo por el que se creó aquel almacén. Luego se fueron ampliando más niveles bajo tierra hasta terminar construyendo aquel mega búnker nuclear.
Sadday se encontraba lavando las verduras cosechadas de los huertos cuando Antonio, su líder de nivel, le dijo que necesitaba que subiera al nivel de crianza. Ella no replicó, ni preguntó para qué; sencillamente asintió y dejó su trabajo mientras seguía sintiéndose adormecida.
Se quitó el uniforme y se sacudió la tierra de las manos; solo al quitarse aquella ropa fue que se dio cuenta de que se la había puesto al revés. "No pasa nada, las pastillas me atontan un poco", pensó antes de tomar el ascensor.
En la bóveda existían 5 niveles bajo tierra, siendo el nivel de cultivo y el de crianza los últimos. El primer nivel, el más cercano a la superficie, era el nivel de máquinas y desde ahí los lideres controlaban el búnker. El segundo nivel era de almacenaje; allí guardaban semillas, medicinas, alimentos, ropa y demás utensilios. Y el tercer nivel era donde se encontraban todas las habitaciones, comedor, enfermería y cuartos de área común. Dentro de unos meses tendrían que abrir el cuarto de maternidad. Todas las mujeres estaban emocionadas por eso.
Al abrirse las puertas del ascensor, Sadday sintió el olor de todos los animales resguardados allí. No era la primera vez que subía a este piso. En varias oportunidades tuvo que ir en búsqueda del abono animal que se recogía para los huertos. El piso era tan largo como un campo de fútbol, pero ya se encontraba al límite del espacio. Al entrar, tuvo que rodear dos paredes llenas de jaulas con conejos. Eran la principal fuente de carne. Al principio también tenían capibaras, pero estas murieron por una enfermedad transmitida de los pollos. Justo al lado de las jaulas estaba el cuarto de gallinas. Estaban desbordados, por eso en cada comida jamás faltaban los huevos. También tenían jaulas con pavos, patos, faisanes y codornices. Pero estos se guardaban para momentos especiales. Incluso en una esquina tenían unas cuantas cabras. Eran pocas, pero eran la principal fuente de leche y mantequilla. La otra mitad del nivel eran los estanques. Allí pudieron criar atunes, sardinas, salmones, camarones, langostas y cangrejos.
Sadday se acercó a la jaula de uno de los conejos e introdujo sus dedos entre las rendijas de la rejas, y quedo extasiada al sentir el suave pelaje del animal al rosar con su piel.
—¿Creo que te gustaría que tu próximo nivel sea este? —le dijo Emmanuel, haciendo que ella se volteara y se quedara fija viendo su rostro. No quería; le gustaba trabajar en el nivel de cultivo, pero aun así sólo asintió mientras observaba los ojos verdes de Emmanuel, sintiéndose todavía adormecida por la pastilla.
—¿Podrías acompañarme unos minutos, querida Sadday? —dijo él sonriéndole. Ella le devolvió la sonrisa y sin responder ninguna palabra lo siguió hasta el ascensor.
Una vez dentro del elevador, Emmanuel presionó el botón para subir hasta el nivel de control. Estarían cerca de la superficie, solo con el nivel de máquinas entre ella y la salida. Sintiendo el movimiento de ellos ascendiendo fue que Sadday cayó en cuenta de que algo pasaba. No era normal que la llevaran tan arriba; las mujeres tenían prohibido subir a los pisos superiores; solo los líderes podían estar en el nivel de control y de máquinas.
—¿Estoy en algún problema? —preguntó ella.
—Oh, no, claro que no... No te preocupes, no hiciste nada malo, solo que ha sucedido algo y necesitamos de tu ayuda.
Sadday no hizo más preguntas; solo pensaba de qué manera podría serles útil.
Entonces recordó que así fue el día en que Natasha se enteró de que sería la elegida como nueva madre de Dios. La alejaron del grupo y la llevaron arriba para darle la noticia. Natasha se había mantenido incorrupta, al igual que María, y había quedado en cinta por obra y gracia del Padre Jehová. Todas en el búnker celebraron, oraron y agradecieron a Dios.
Habían malinterpretado las Escrituras y entendieron que Cristo vendría nuevamente a través de un nuevo parto. Nacido en medio de la limpieza con fuego de todo el mal acumulado en la tierra. Aunque Sadday pensaba que era muy extraño que a los meses Ana Sofía, otra compañera, también resultara en cinta de manera incorrupta, y justo un mes después se anunció que Fabiola también sería portadora de un hijo de Jehová. La explicación que dieron los ancianos era de que Cristo vendría acompañado al mundo de ángeles hechos carne, para acompañarlo en su segundo adviento. Y seguramente nuevos nacimientos vendrían apareciendo con el tiempo. Todas lo creyeron ¿Por qué dudarían de la palabra de los pastores? Además, las pastillas las ayudaban a entender con más facilidad los mensajes de Jehová a través de sus líderes.
Al llegar al nivel, Sadday sintió que ya había estado ahí antes; por algún extraño motivo se sentía familiarizada con el lugar. La cabeza comenzaba a dolerle un poco, estaba pasándose la dosis de la pastilla. La llevaron hasta una habitación con una mesa y la sentaron en una silla plástica. Emmanuel le trajo un poco de agua, aunque sin ninguna pastilla. Sadday ya estaba comenzando a esperarla.
—Sadday —dijo él —¿Recuerdas algo de tu vida anterior a la gran limpieza?
—No —respondió ella, negando con la cabeza.
—Bien, dime, ¿sabes qué fue la gran limpieza?
—Fue la purga de todo mal en la tierra por parte de nuestro padre Jehová, llevándose así a todos los creyentes a su reino y quemando con fuego a quienes no formaron parte de su iglesia.
—Bien, ¿y sabes cuál es nuestra misión aquí en el refugio?
—Somos los elegidos, los supervivientes de Jehová para reconstruir el mundo y disfrutar del paraíso prometido.
Emmanuel asintió orgulloso y terminó aquella frase con un amén. Luego miró hacia un costado y Sadday, al seguirlo con la mirada, notó que en la pared había un espejo. No se había dado cuenta de que estaba allí, pero era normal; a veces las pastillas la hacían ser un poco descuidada. Por la forma en la que Emmanuel observaba su reflejo, Sadday pensó que quizás detrás de aquel espejo había personas observándolos.
—Bien, hija mía, ya es hora que sepas el motivo por el cual estas aquí. — Dijo Emmanuel volviendo a verla a los ojos.
—No puede ser, ¿estoy embarazada verdad? —respondió Sadday rápidamente.
—¿Qué?
—El Espíritu Santo se posó también sobre mí? Y ahora de mi vientre nacerá un nuevo apóstol.
—No, no, no, no —respondió Emmanuel agitando las manos—. Lamento desilusionarte, pero no, no has sido todavía tocada por el espíritu santo.
Sadday suspiró aliviada; sintió un poco de vergüenza cuando vio que Emmanuel entendía que aquella noticia le agradaba; se preguntó si era pecado el estar feliz por no quedar embarazada, y más si fuera por el espíritu santo. Estaba segura que Emmanuel la reprendería por aquello, pero lo que le dijo fue totalmente distinto.
—Sadday —dijo él—. Es importante para nosotros que recuerdes un código.
Aquello fue para Sadday tan extraño, como si le hubieran pedido que volara por los aires. —¿Un código?—dijo ella extrañada.
—¿Qué recuerdas de tu vida anterior?
Sadday observó el suelo, buscando cualquier recuerdo, algún momento de su pasado, pero por más que intentaba no encontraba nada en su mente más que vagos pensamientos sin sentido; reconocía el miedo, la confusión y mucho sufrimiento, pero por más que buscaba recordar solo terminaba aumentando el dolor de cabeza... Entonces por un destello pensó en el niño de sus sueños.
—¿Sadday? Por tu cara siento que lograste recordar algo.
—No... Lo siento —dijo ella, negando con la cabeza—, no recuerdo nada de antes de la limpieza.
Era la primera vez que ocultaba algo a Emmanuel o a cualquiera de los otros líderes. Pero muy dentro de ella sabía que no podía confesar sus sueños. Era algo solo de ella y nadie podía enterarse. Por un momento pensó que Emmanuel se daría cuenta. Se veía a sí misma con aquella mirada temerosa que indicaba que ocultaba algo, y cuando ya estaba a punto de confesar por la presión causada por los ojos de Emmanuel, este comenzó a hablar sacándola de aquel apuro.
—Está bien, pero necesito que pongas todo el esfuerzo y trates de recordar un importante código que solo tú conoces.
— ¿Yo? En verdad no entiendo nada.
—Escucha, no puedo darte mucho detalle, pero antes de la limpieza de Jehová, fuiste una operadora del sistema que dirige este refugio.
— ¿Qué? ¿Yo? — Si al principio Sadday nadaba en un río de confusión, ahora sentía como se ahogaba en un completo mar de ignorancia.
—Era tu vida antes de la limpieza, antes de ser salvada y convertirte en una hija de Jehová...
—¿Pero?... Yo siempre he sido hija de Jehová, por eso es que fui seleccionada para entrar en el refugio durante la caída; es por eso que sigo con vida, ¿no?
Ahora el dolor de cabeza se había transformado en una jaqueca espantosa; la comparaba con un fuerte dolor de muelas.
—Claro, claro, tienes razón —respondió Emmanuel, como si se hubiera olvidado de aquella verdad—, pero aun así, tú resguardas en tu mente un código muy importante del cual dependemos todos.
Emmanuel se levantó y sujetó a Sadday por los hombros. La miraba rogándole, pidiéndole con temor que recordara aquel código del que hablaba, pero ella solo estaba confundida, nada de lo que le decían tenía sentido; sentía que en cualquier momento su cabeza iba a explotar. La puerta se abrió y Juan Pablo, otro de los ancianos, se asomó por ella.
—Ya basta, Emmanuel, esto no está funcionando —dijo el recién llegado mirándolo a los ojos.
—No, ella debe darnos el código, si no todo estará perdido —respondió él con desespero.
Sadday presionó los dos lados de su cabeza. Quería mitigar el dolor, quería tomar una nueva pastilla y darles aquel código para que la dejaran en paz.
—Sadday —dijo Emmanuel, volviendo a dirigirse hacia ella. Atrayéndola mientras la sujetaba por los hombros. —Afuera del refugio hay una nube tóxica, resultado de gases y vapores de las bombas nucleares. Por algún motivo se ha condensado y se mantiene estacionado sobre todo el polo; quizás sea por nuestra posición en la tierra, o sea alguna reacción ante el frío polar... No lo sé. Pero dichos gases han forzado el purificador de aire, y este se apagó para evitar una sobrecarga. Pero ahora el sistema nos pide un código para poder funcionar nuevamente. Y es un código que no tenemos. Eres la única que lo sabe y necesita que lo recuerdes.
—No, no, no, eso no es posible. —Sadday ahora lloraba; no lograba procesar todo aquello en su pequeña cabeza.
—No hay manera, no sé ningún código... La cabeza me está matando.
—Está comenzando a experimentar los efectos de la abstinencia —dijo Juan Pablo desde la puerta de donde no se había movido.
—Escúchame, Sadday, en este momento estamos respirando todo el oxígeno acumulado en el refugio. Si el sistema de purificación no abre y limpia aire del exterior, nos moriremos como peces que salen del agua, ¿entiendes? Por amor a Jehová Sadday, ¿comprendes lo que te digo?
Sadday asentía mientras lloraba, tal como si fuera una niña pequeña.
—Está bien, está bien —decía mientras afirmaba con la cabeza —. Lo recordaré, lo haré, pero necesito que me dejes pensar; oraré a Jehová Padre hasta que me haga recordar... Pero, por favor, denme una pastilla; ya no puedo soportar más el dolor.
Emmanuel la soltó y tensó su rostro antes de hablar.
—El problema es que no puedo darte más pastillas...
Pasaron horas y Sadday no lograba recordar el código; el dolor de cabeza pasó a ser tan insoportable que las manos le temblaban y tenía un tic en la pierna derecha que no podía controlar. Enmanuel le explicó que a través del dolor y sufrimiento Jehová probaba su voluntad para así poder entregarle el código, que ella debía demostrar su fortaleza y humillarse ante Dios para que la liberara de aquella agonía. Sadday comenzó a hacerse preguntas que con el efecto de la pastilla no se hubiera hecho, como por ejemplo: ¿qué sentido tenía que Jehová la torturara de aquella forma? ¿Se les había impuesto que sobrevivieran para repoblar el mundo? ¿Por qué necesitaba que se humillaran para entregarles el código? ¿Por qué, aun luego de tanta muerte, debía haber más dolor y sufrimiento? No se atrevió a decirle al pastor sus dudas. Temía que el tener aquellos pensamientos fuera pecando y se alejara de la gloria de Jehová.
Enmanuel y ella oraron, rezaron y rogaron durante horas; Sadday estuvo arrodillada tanto tiempo que las piernas se le entumecieron y sobre las rodillas se le formaron moretones. Pero aun así le era imposible recordar; la ansiedad era devastadora, sentía que si tuviera un frasco de pastillas frente a ella, tomaría un puño completo y las tragaría de un solo tirón aunque terminara ahogándose con ellas.
Sadday le pidió a Enmanuel que la dejara sola, que quizás en privado ella encontraría el recuerdo por el que oraban. Este aceptó respondiendo que el descanso le caería bien, pero no le permitió volver a su habitación; prepararon un cuarto improvisado en aquel nivel y le dijo que cualquier cosa que necesitara, solo debía llamar tras la puerta.
Apenas salió, Sadday intentó girar el pomo de la puerta, descubriendo que la habían dejado encerrada. "Teme que me escape... Como si hubiera algún lado a donde pudiera ir", pensó. Volvió a la cama y se sentó; deseaba jalarse los cabellos hasta arrancárselos y ver si con aquello lograba detener su dolor de cabeza. Le había dejado comida, pero no sentía hambre, aunque si bebió de un solo trago el litro de agua que le dieron. Se acostó en la cama, pero no oró; ya estaba cansada de tanto rezar. Presionó su rostro contra la almohada para ahogar un grito de frustración, y aunque dudaba que pudiera en verdad descansar a los 5 minutos de acostarse, se quedó profundamente dormida.
Estaba soñando como siempre, estaba segura de ello. El niño iba guiándola por un pasillo, tomándola de la mano y tirándola con fuerza, tratando de que avanzara.
—Mamá ven... tienes que venir —decía el niño mientras seguía tirando su cuerpo hacia adelante.
—¿Mama? ¿Por qué me dice mamá? Yo no puedo ser madre, jamás he sido corrompida —decía Sadday mientras se dejaba guiar por el pequeño. Levantó la mirada y vio que el niño la llevaba hacia una puerta abierta de donde salía una luz fuerte que la cegaba. Sadday se adentró en esa luz y pudo sentir calor sobre su piel. Al pasar el marco de la puerta, se trasladó a una habitación llena de juguetes y colores. Había una ventana y ahora la luz cegadora entraba por ella. Caminó nerviosa y se dio cuenta de que el niño había desaparecido; ahora en frente había un hombre, no era ninguno de los pastores que conformaban el grupo de ancianos. Era un rostro nuevo, uno que no reconocía, pero aun así le parecía familiar. El hombre mecía un bulto envuelto en telas sobre sus brazos. Aquel desconocido solo miraba fijamente el bulto que cargaba y la ignoraba a ella por completo. Sadday caminó hasta quedar a escasos centímetros de él y pudo ver que lo que llevaba en sus brazos era un bebé. Sabía que era el niño de sus sueños, sólo que ahora tenía días de nacido. Escuchó su llanto y sintió un gran deseo de cargarlo y apretarlo contra su pecho.
—Se llama Horacio —dijo el hombre—; lo nombramos así por tu abuelo.
Y escuchando el llanto de su hijo, Sadday despertó.
Una vez que abrió los ojos, notó que todavía le dolía un poco la cabeza. Sí había logrado que se aliviara la jaqueca, pero aún quedaba un remanente del dolor. Se sentó en la cama y tomó la comida que había dejado antes de dormirse, sintió su estómago rugir del hambre y comenzó a comer sin medidas, desbordando todo a su paso. Apenas había comido la mitad de su bandeja cuando tuvo que correr al baño y vomitar todo lo que acababa de ingerir por el excusado. Se sintió enferma y pensó que se desmayaría. Sujetándose de la pared, recobró la compostura y se enderezó mientras se levantaba, hasta que pudo verse en el espejo. Vio su rostro y por un momento no se reconoció; estaba muy delgada y totalmente pálida por la falta de luz solar. Su cabello estaba todo enmarañado y sus cejas estaban pobladas de vellos que en otra época habría depilado. Abrió la llave para que el agua se llevara la porquería y, recogiendo agua con ambas manos, se lavó el rostro. Al abrir los ojos se asustó al ver la silueta del niño a sus espaldas, pero en un mismo segundo el infante desapareció. Supuso entonces que había sido una ilusión. Caminó hasta la puerta y tocó con fuerza mientras llamaba a quien fuera que estuviera en el pasillo. Al momento alguien contestó; ella no logró reconocer cuál de los líderes era.
—Necesito hablar con Enmanuel —dijo ella. No obtuvo respuesta, solo escuchó pasos alejarse.
Uno minutos después la puerta se abrió; había llegado Enmanuel y su rostro reflejaba preocupación y ansiedad.
—¿Has recordado? —preguntó, viéndola fijo.
—Sí —respondió ella asintiendo—, bueno, creo que sí. Necesito que me lleves.
—No, imposible —dijo el hombre tras de él; era quien había estado cuidando tras la puerta cuando ella llamó unos momentos atrás. Enmanuel solo hizo un movimiento rápido con la mano, pidiéndole a su compañero que dejara de hablar.
—¿Es necesario? —pregunto a Sadday.
—Sí —respondió ella con firmeza.
—Bien, vamos.
Al salir de la habitación Sadday noto un olor a sudor y oxido en el aire, con el efecto de la pastilla no lo sentía, Pero ahora que estaba mas consiente podía notarlo, el aire estaba consumiéndose mas rápido de lo que ellos creían, y al agotarse, con todos los olores de personas y animales dentro del refugio, el aire seria apenas un poco mas que gas asqueroso y maloliente que se verían obligados a respirar hasta agotarse. Ahora comprendía porque estaban desesperados. No subieron por el ascensor, usaron una escalera al final del pasillo y por ella llegaron al nivel de las maquinas, el primer piso donde estaba todo el corazón tecnológico que mantenía a flote el refugio.
Al subir sintió el sonido de un maquinaria activa y sin descanso, los generadores de electricidad, los purificadores de agua, los sistemas de enfriamiento, y sin saber como reconoció la maquina donde se conectaban todos los ductos de aire: el purificador de oxígeno. Era un tubo de dos metros de diámetro que salía hasta la superficie, internamente habían lineas de filtros puestos uno sobre otro hasta que llegaba al exterior, donde aspiraba el aire, por una tubería alterna expulsando el químico toxico y permitiendo solo la entrada de aire limpio que se distribuía a todo el complejo.
Sadday caminó; tenía recuerdos leves de aquel lugar. Su cuerpo se movía en automático mientras trataba de recordar el funcionamiento de todo. Encendió el módulo que apenas era una pantalla mínima con números. Muy parecido a una gran calculadora, era tan rudimentaria que tenía que presionar las teclas con fuerza. El sistema se mantenía en hibernación y necesitaba del código para poder reiniciar. Sus manos se movieron solas mientras ella escribía la palabra: HORACIO. La pantalla mostró un reloj que no paraba de girar mientras pedía que esperara. Sadday pensó que se había equivocado y que la pantalla diría: ERROR. Pero fue entonces que escucharon cómo la máquina volvía a encenderse. Los hombres tras ella dieron gracias a Jehová y danzaron de la emoción. Debajo del módulo había una palanca. Era para purgar las tuberías de escape; la movió dos veces. Así lograría que no volviera a sobrecalentarse el purificador. No sabía cómo conocía aquella información, solamente lo sabía. Los ductos comenzaron nuevamente a traer aire limpio y dentro de aquel nivel sintieron una brisa ligera en sus rostros.
—Esto ha sido un nuevo milagro de nuestro padre Jehová —dijo Enmanuel sosteniéndola por un hombro; Sadday solo sonrió.
—Hay algo que quieras, hermana Sadday, te mereces un premio especial —dijo él.
—Sólo quiero descansar —respondió Sadday.
—Bien, te lo mereces, pero es importante que esto no se sepa, no puedes hablarlo con ninguna de las mujeres nunca, ¿entiendes?
Sadday solo asintió.
—Bien, primero, agradece a Jehová y descansa; mandaré que lleven comida a tu habitación. Vamos, yo te acompañaré.
Sadday agradeció, los bendijo a ambos y caminó sintiendo la vibración en el suelo de toda la maquinaria funcionando. Había visto lo que le interesaba: unos metros más allá del sistema de filtrado de aire se encontraba la puerta de salida. Daba a una escalera pequeña y, al atravesarla, daría con la última puerta, la puerta principal, que se encontraba sellada y los protegía tanto de los gases venenosos como de la radiación. Para abrirla, tendría que ingresar un código; no lo recordaba, ni siquiera sabía si ella lo supiera, pero tenía fe en que pronto lo encontraría. Al alejarse, por unos segundos escuchó la sonrisa de un niño jugando; era Horacio, lo escuchó venir de la escalera de salida. Sabía que era imposible, que aquello era una jugada de su mente.
Bajaron hasta el nivel de las habitaciones sin decir palabra; Sadday andaba con la vista hacia el piso, evitando hacer contacto con Enmanuel. Solo cuando llegaron a la puerta de su cuarto fue que intercambiaron saludos y bendiciones, y cuando Sadday pensaba que lograría salir de aquella situación, él la sujetó por el brazo y la hizo mirarlo a los ojos.
—Sadday... ¿Hay algo más que hubieras recordado?
Ella lo miraba fijo; sabía que si giraba y desviaba la mirada, él la descubriría, así que lo observó firme, obligándose a no perder la calma.
—Recordé fuego, dolor y sufrimiento. Recuerdo llorar y orar a Jehová para que me salvara; más que eso, no logro recordar nada.
Ambos se miraron en silencio por unos segundos; Sadday luchaba por mostrarse segura.
—Jehová Padre te muestra la limpieza para que recuerdes siempre de lo que fuiste salvada. Ora, agradece y, si necesitas hablar, búscame.
Ella le agradeció, él la bendijo, y sólo allí la dejó sola para que cerrara la puerta. Dentro ya la esperaba un envase de agua y sobre una servilleta estaba esperándola su pastilla. Ella la tomó y sintió como todo su cuerpo le gritaba para que se la tragara; con ella se terminarían la jaqueca, la ansiedad, la debilidad y el dolor. La necesitaba, sentía que en cualquier momento moriría si no tomaba la píldora; solo deseaba usarla y no recordar más nunca aquel momento, regresar a la seguridad y tranquilidad que le daba la ignorancia. Pero Sadday la llevó hasta el baño y la arrojó por el excusado. Bebió toda el agua y luego se acostó sobre la cama. Debía ser fuerte, no podría permitirse el volver a tomar aquella pastilla; debía recordar su pasado y conocer todo lo que le habían arrebatado.
Lo primero que recordó al aislarse fue un nombre: Leonardo. Dio vueltas por la habitación tratando de recordar a quién pertenecía; cayó arrodillada en el suelo cuando se dio cuenta de que había sido su esposo, el padre de Horacio. Cuando llegó la comida, tuvo el impulso de pedir una pastilla; sentía tanto pesar dentro de ella, como si su alma se rasgara. Pero resistió; tenía que dar con la verdad.
Luego recordó quién era ella; era la encargada del sistema de ventilación del complejo. Tuvo flashes de momentos de ella revisando los ductos de aire, en búsqueda de roturas en las paredes de las tuberías y de hacer simulacros donde debía reiniciar el sistema de emergencia... Había puesto el nombre de su hijo como clave. ¿Pero si ya estaba aquí antes? ¿Cómo fue que ellos tomaron control del lugar? Cada recuerdo la llevaba a darse cuenta de todo lo mal que era aquéllo.
Esta vez pudo comer sin vomitar. El dolor de cabeza había vuelto y el pescado le dio mucha pesadez, así que se recostó en su cama y, tras unos minutos de cerrar los ojos, se durmió. Ahora soñaba que estaba de nuevo en la sala de máquinas; Horacio jugaba corriendo entre ellas, sonriendo y mirándola a cada momento con sus ojos color café que había heredado de su papá. Sadday se sentía vacía; era consciente de que estaba soñando y por ello sabía que su hijo estaba muerto, al igual que su esposo y todos sus seres conocidos. El ser consciente de que la muerte del mundo era algo que, al estar bajo el efecto de la pastilla, no le causaba ninguna sensación. Ellos no permitían que recordaran; las querían sedadas y obedientes. Pero ahora lo sabía todo, había descubierto la gran mentira y recuperaría los recuerdos que le habían robado.
En su sueño, vio todas las luces dentro de la bóveda volverse rojas; las alarmas sonaban tan fuerte que el ruido le lastimaba los oídos. No encontraba a su hijo, así que comenzó a llamarlo. Entonces las puertas se abrieron y se vio arrastrada a través de la multitud que la empujaba. Debían bajar, tenían que resguardarse ya que el refugio estaba a punto de cerrarse. De inmediato el sueño la trasladó al comedor; ahí estaban todos reunidos, incluso los ancianos. Había más hombres, muchos que no reconocía. Todos observaban la pantalla en la pared y veían horrorizados las bombas caer sobre el mundo. Cientos de ciudades estaban siendo destruidas por misiles nucleares; el fuego acababa con todo y, a la vez, las explosiones creaban inundaciones, terremotos, deslaves e incendios que se llevaban cualquier ser que pudiera sobrevivir. Entonces un hombre se levantó sobre su mesa pidiendo la atención de todos. Sadday lo reconoció: era Emmanuel. Este comenzó a decir que el fin del mundo había llegado y que todos debían estar atentos, pues Cristo aparecería en el cielo y solo aquellos que se arrepintieran de sus pecados podrían ser salvados de aquel fuego devastador.
Todos observaban a Emmanuel, que con cada palabra se expresaba más eufórico; quienes lo escuchaban lo miraban con miedo y recelo. Sadday sintió como tiraban de su mano y al mirar encontró de nuevo a Horacio.
—No permitas que te hagan olvidar de nuevo, mamá, tienes que venir, te estamos esperando.
Fue ahí que Sadday abrió los ojos... Un nuevo día había comenzado.
Al no estar bajo el efecto de la pastilla, Sadday veía todo tan distinto de como lo percibía antes. Al salir al pasillo, encontró la fila de mujeres que se preparaban para ir a comer; vio cómo todas se movían torpemente y con lentitud por el pasillo. La mayoría estaban desarregladas; algunas habían intentado sujetar su cabello con alguna coleta, pero fallaban en el intento. Todas estaban aletargadas, retrasadas mentalmente por culpa de aquel medicamento. Al llegar al comedor, buscó con la mirada la mesa de los hombres y se topó con Emmanuel mirándola fijo. Ella se volteó y entendió que estaba observando si ella tomaba su pastilla que ya la esperaba sobre la bandeja. La tomó con la mano y la paseaba entre sus dedos mientras pensaba qué hacer para que no la descubrieran. No se atrevía a voltear, pero sabía que Emmanuel la vigilaba, así que sin tener más opción metió la pastilla dentro de su boca.
Aquello fue una verdadera prueba de voluntad para ella; deseaba con todo su ser tragarse la pastilla y sentir nuevamente el alivio mental que esta le proporcionaba. Pero recordaba a su hijo, recordaba cómo le decía que la estaba esperando y que no debía olvidar. Horacio fue quien le dio fuerzas para mantener la pastilla al lado de su lengua y sin tragar.
Emmamuel, como cada día, comenzó la oración diaria donde habló sobre el sufrimiento. Afirmó que el sufrimiento era un saco que insistíamos tercamente en llevar sobre nuestros hombros, pero que Jehová nos llamaba a que entregáramos todo nuestro dolor y dudas a Él, y nos dejáramos salvar por su amor. Mientras hablaba, miraba a cada rato a Sadday. Cada palabra se hacía larga para ella, era extenuante continuar con aquella pastilla y sentía como ya comenzaba a deshacerse en su saliva. Cuando por fin Emmanuel finalizó y pidió que comieran, agarró rápido su taza de café y, fingiendo que tomaba un trago, esculpió la pastilla dentro del líquido negro. Luego tomó un sorbo, pero lo usó para enjuagarse la boca y de nuevo escupirlo en la taza sin que nadie se diera cuenta. Esperaba que con eso bastara para que la droga no ingresara en su sistema.
—Hermana Sadday, disculpa —dijo Susana, su compañera de mesa.
—Algunas estábamos preocupadas al ver que ayer no te presentaste. Nos dijeron que estabas enferma y temíamos que fuera algo grave.
Sadday la miraba y notaba cómo sus ojos se movían perdidos hacia los lados; era como si fuera una niña pequeña que hablaba lento y con dificultad.
—Estoy... estoy bien, solo tenía un poco de malestar —respondió Sadday.
—Me alegro. Oramos mucho a Jehová, incluso algunas esperábamos que hoy anunciaran que habías sido elegida por el espíritu santo. Eso hubiera llenado de gozo todo el refugio.
Aquéllas palabras fueron detonantes para que un nuevo recuerdo llegara a su mente. Recordaba su habitación dentro de la bóveda y cómo abría la puerta luego de oír que alguien tocaba tras ella. Era Antonio, el líder más anciano de los 10. Este le pedía que lo dejara pasar, ya que había llegado su turno para una oración guiada. Recordaba el haberle permitido entrar y cómo este le entregaba un vaso de agua, un vaso que le parecía extraño porque burbujeaba, pero que aun así lo tomó dócilmente.
Sadday detalló a las mujeres que desayunaban junto a ella y vio a Natasha; noto como comía con torpeza mientras trozos de comida caían manchando la tela sobre su abultado vientre. Miró a las otras compañeras que también estaban embarazadas y felices, pensando que habían sido bendecidas por el espíritu santo. Entonces recordó de nuevo su habitación, recordó que luego de tomar agua le dio tanto sueño que sus oraciones pasaron a ser balbuceos sin sentido, recordó cómo el hombre la levantó con facilidad y la guió para que se recostara en su cama. Estaba dopada, pero aun lo suficientemente consciente para tratar de seguir orando, y recordó cómo sintió el peso del hombre sobre ella mientras lamía su cuello y la sujetaba por el cabello.
Sadday dejó caer el cubierto, se quedó congelada en su mesa, viendo a la comida y entendiendo por fin lo que hacían con ellas. Trato de nuevo de tomar el tenedor, pero su mano temblaba, así que lo guardo en su bolsillo. Miraba a todos lados; todas ellas estaban embobadas e inconscientes de cómo las... de todo lo que les hacían.
De nuevo recordó a Antonio sobre ella, cerró sus ojos y en la oscuridad bajo sus párpados revivía aquel momento, su aliento asqueroso, su sudor fuerte de hombre mayor mientras él no paraba de lamerla y mojar su rostro con su babosa y ácida saliva.
Tapó con las manos sus oídos; el ruido a su alrededor era molesto y la aturdía: todas ellas comiendo, babeándose y sonrientes sin darse cuenta de que eran mero ganado sexual de un grupo de estafadores.
Volvió a recordar a Antonio sudado y jadeante sobre su cuerpo, profanándola una y otra vez mientras en su mente ella continuaba orando. Y sin poder soportarlo más, se levantó de la mesa y gritó horrorizada... deseando morirse en ese mismo instante.
Todos en el comedor quedaron en silencio; cada persona miraba a Sadday, que no paraba de gritar, se cacheteaba en el rostro y sacudía todo su cuerpo como si sobre ella caminaran cucarachas que nadie más podía ver. Los ancianos la miraban angustiados y sus compañeras solo la observaban embobadas, tratando de entender por qué gritaba de aquella manera. Al fin Sadday se calmó y se encontró con todos ellos observándola; sus ojos estaban hinchados por las lágrimas y su cabello alborotado cubría su rostro. Cuando descubrió que Emmanuel la veía seriamente, se retiró de su asiento y salió corriendo a su habitación.
Apenas llegó, cerró su puerta y fue hasta el excusado para vomitar. Se levantó y en el lavamanos comenzó a lavar su cara con abundante agua y jabón, fregó sus manos y brazos y se enjabonaba frenéticamente, tratando de arrancarse de ella la esencia de aquel hombre que la había abusado. De ser posible, se hubiera quitado la piel con tal de dejar de sentirse sucia. Entonces escuchó cómo tocaban la puerta... Habían llegado por ella.
—Sadday abre —Era Emmanuel.
—No puedo... estoy indispuesta.
—No me interesa. —Emmanuel se escuchaba serio, incluso enojado. —Abre ahora o yo mismo abriré la puerta; tengo la llave, no hay forma de que te quedes encerrada.
Sadday dudó unos minutos, pero sabía que era verdad; podrían entrar por ella si lo deseaban. Pensó que la única oportunidad de poder salir de aquello era colaborando. Volvió a escuchar cómo tocaban la puerta, esta vez con mayor fuerza, así que, sin más opciones, retiró el seguro y abrió. Emmanuel entró; ella vio que notó solo, no había nadie con él afuera. Apenas pasó, cerró la puerta él mismo y puso de nuevo el seguro.
—¿Qué tanto has recordado, Sadday? —preguntó firme, sin quitarle la mirada de encima. Ella retrocedió; mantenía una distancia fuera de su alcance. Sadday solo titubeó; quiso decir algo, pero no pudo responder. No había manera de que pudiera seguir engañándolo.
—Toma —dijo Emmamuel al entender que ella no le contestaría. —Trágatela. —Y extendiendo su brazo, le entregó a Sadday una nueva pastilla.
—No podemos tomarlas tan seguido —dijo ella, mirando la mano abierta que la apuntaba.
—Sé que no te has tomado la pastilla de hoy; en tu café aún no se había disuelto, y apuesto que no te has tomado tampoco las anteriores, así que no protestes y tómatela.
—¿Y qué pasará si no quiero?
—Entonces usaré mi radio, llamaré a los demás y entre todos haremos que te la tragues; incluso si continúas escupiéndola, tenemos una solución líquida que podemos inyectar directamente en tu cuello. Pero no quiero llegar a eso; aunque no lo creas, estoy en verdad agradecido contigo por reactivar el sistema de aire. Así que no lo hagas más difícil y tómate la pastilla.
Sadday se sentía desesperada, quería llorar, pero no deseaba darle el gusto de verla derrotada. Lo que más le dolía era su hijo; perdería el poder recordar a Horacio. Al fin comprendió que se hallaba perdida, así que sacó el valor para confrontarlo.
—¿Cómo hicieron para adueñarse del lugar? —cambió su tono de voz; ahora ella hablaba firme y lo miraba con rabia.
—Tómate la pastilla y prometo que te contaré todo.
Ella no confiaba en que cumpliera su palabra; aun así, dejó de posponer lo inevitable y le arrancó la pastilla de la mano para luego meterla en su boca.
—No intentes retenerla, trágala.
Sadday tragó y abrió la boca para que él pudiera confirmar que no trataba de engañarlo.
—Ahora cuéntame, dentro de unos minutos volveré a ser una bruta lobotomizada, así que quiero saber, ¿cómo tomaron control del refugio?
Emmanuel se acercó dos pasos a ella, relajó un poco los hombros y suspiró antes de hablar.
—No sé si recuerdas, pero luego de la Guerra fria se construyo este lugar con el objetivo de que fuera una bóveda que almacerana todas las semillas de las plantas conocidas en la tierra. Por si un día algo amenazara con extinguir la vida en el planeta, pudiéramos más adelante volver a forestar y traer comida y medicina a los sobrevivientes del fin del mundo. Pero con el tiempo los países dejaron de invertir en el proyecto, así que se vieron obligados a buscar financiamiento con otras instituciones, así fue que dieron con nosotros. Los testigos de Jehová no solo comenzamos a dar dinero para el mantenimiento de la bóveda;gracias a nosotros se pudieron crear los siguientes niveles y convertir este lugar en un verdadero refugio auto sustentable. Pero claro, a cambio debían permitir que cada año 10 de nosotros estuviéramos dentro para poder supervisar y ser los ojos de la iglesia. Invertimos mucho en el proyecto; era nuestro derecho saber cómo gastaban nuestro dinero.
Sadday comenzó a sentirse mareada; no sabía si era por la pastilla o por la conmoción de lo que ocurría. No podía permitir que la mente se le fuera de nuevo.
—¿Fueron? ¿Fueron ustedes? Las bombas, ¿ustedes acabaron con el mundo?
—¡Oh por Jehová Sadday! ¿Por quién nos tomas? ¡Somos una iglesia, no un grupo terrorista! En nuestra religión vivimos día a día en espera del juicio final; sabíamos que la humanidad moriría pronto. Aunque esto nos cayó de sorpresa tanto como a ustedes, el plan original era transportar la mayor cantidad de seguidores que pudiéramos al refugio; la bóveda debía de estar llena de un gran número de testigos. Pero, cuando las bombas cayeron y asesinaron a todos por igual, entendimos que nosotros seríamos los únicos, los últimos líderes de la iglesia. Nuestro trabajo ahora sería el de formar un nuevo culto con quienes se quedaron bajo tierra.
—¿Cómo hicieron? ¿Qué pasó con los demás hombres? —preguntó Sadday.
—Sabíamos que solo podríamos dominar a las mujeres, así que entendimos que los demás operadores debían morir. Un grupo grande decidió salir cuando comprendieron que ninguna bomba caería en el polo. Iban hasta el puerto del refugio a ver si los barcos de transporte no habían abandonado su posición. Nosotros aceptamos rápido la realidad; la mayoría de ustedes no. Estaban empeñados en hacer contacto con el exterior, no comprendían que el resto del mundo ya estaba muerto. Mientras la expedición salía, nosotros nos hicimos cargo de las actividades de mantenimiento y limpieza, especialmente de la cocina. La cena de esa noche fue la primera vez que todas probaron las pastillas, una para las mujeres, para calmarlas y hacer que olvidaran tanto dolor. Y dos en la comida para los hombres, para que se durmieran y jamás volvieran a despertar... Los enviamos con Jehová. El grupo que salió de expedición volvió a los días siguientes.
Tal como predecíamos, el barco había huido. Llamaron a la puerta, pero no obtuvieron respuesta. Ya nosotros habíamos tomado el control de la bóveda. Oramos mucho para que no sufrieran cuando murieron congelados en las afueras del refugio.
Sadday no pudo seguir mirando, sintió una rabia enorme que la obligó a girar la cabeza y cerrar los ojos, no queria llorar pero aun asi las lagrimas se abrieron camino y rodaron por sus mejillas.
—¿Es lo que harán conmigo? ¿Me van a matar? —preguntó ella, volviendo a verlo. Esta vez sus ojos estaban rojos, inyectados de sangre y furia.
—No, claro que no, como te dije... estoy muy agradecido contigo. Además... eres la favorita de Antonio.
Aquello último la hizo reaccionar; volvio a recordar el cuerpo de aquel hombre, desnudo sudado y baboso encima de ella. Metió su mano en el bolsillo y encontró el tenedor que habia guardado, Emmanuel bajo la guardia, pensando que la droga ya la tendría dominada, nunca se espero aquél ataque hasta que sintió el cubierto enterrado en su cuello. Sadday se movió veloz, motivada por la rabia y se lanzo contra el tan rápido que no le dio tiempo de reaccionar, habia apuntado a la yugular, pero terminó enterrando el cubierto un poco mas abajo de la oreja. Emmanuel gritó, chillo del dolor y llevo su mano hasta la herida, sintiendo el dolor punzante mientras la sangre brotaba sin parar. Cayo de rodillas en el piso pero ella sabia que aquello no seria suficiente, Emmanuel trataba de arrancarse el tenedor enterrado en la carne pero al solo tocarlo el dolor lo hacia gritar. Ella busco y encontró su biblia esperándola sobre la cama. Era grande, un libro pesado y grueso, lo tomo y con todas sus fuertas golpeo la nuca de Emmanuel con el lomo del libro.
Por fin él dejó de chillar, cayó a su costado y quedó inconsciente. Sadday dejó caer el libro en el suelo y se quedó inmóvil viendo el cuerpo inerte bajo ella que seguía derramando sangre.
—¡Mamá ven! —le gritaron desde afuera de su habitación; era Horacio, su hijo, que había venido por ella.
Sadday se sintió mareada; no sabía si era por la tensión de la escena o porque la pastilla comenzaba a reclamarla para llevarla de nuevo al letargo. Camino al baño y tomo el cepillo de dientes. Sabía que era lo que tenía que hacer. Sin pensarlo, metió el cepillo hasta el final de su boca, llevandolo a la garganta y precionando la ovula colgante. Viniéndose en vomito sobre el lavamanos. La baba en la ceramica mostraba el color de la pastilla que ya estaba desaciendose en su estómago. No creía que hubiera logrado deshacerse de todo, pero al menos si de la mayor parte, lo suficiente para mantenerse alerta.
—¡Mama ven! —Volvió a escuchar a su hijo llámandola desde afuera.
—¡Voy mi amor! —Respondio ella, y saltando sobre el cuerpo de Emmanuel salió de la habitación.
Apenas llegó al pasillo, su primera intención fue la de dirigirse al ascensor, pero de nuevo escuchó como su hijo la llamaba desde la escalera, así que se dio la vuelta y comenzó a subir por ellas. Fue directamente hasta el nivel de las máquinas, siempre motivada por la voz de Horacio que le daba fuerzas para continuar subiendo. Abrió la puerta del último nivel y se detuvo asustada al ver que en el piso había un hombre monitoreando las máquinas; este se giró y pudo ver su rostro. Era Antonio.
La primera impresión del hombre al ver entrar a Sadday fue que aun necesitaban su ayuda con el purificador de aire. Ella buscó en su alrededor y encontró el extintor de fuego pegado a la pared.
—¡Atrapen a Sadday! ¡Repito! ¡Atrapen a Sadday! ¡Es muy peligrosa! —Era Emmanuel, había recobrado el sentido.
—¡Está aquí! ¡En el cuarto de máquinas! —respondió Antonio por su comunicador; entonces cayó de espaldas cuando sintió como Sadday le rompía la nariz con la base del extintor. La sangre se presentó de inmediato, oscureciendo su camisa. Se tocó la nariz con ambas manos, haciendo presión y sintiendo el dolor del tabique roto. Ahí recibió un nuevo golpe, esta vez en la frente.
—¿Cuál es la clave? —preguntó ella con enojo y amenazando con golpearlo nuevamente.
—¿Cuág... clavge? —respondió con dificultad; la sangre en la nariz le hacía difícil expresarse, incluso el intentar hablar le causaba un intenso dolor.
—¡No te hagas el imbécil conmigo, maldito violador! ¿CUÁL ES LA CLAVE?
Antonio cubrió su rostro, seguro de que ella lo golpearía.
—¡No se la digas! —gritó Emmamuel desde el comunicador.
—¡Dime la maldita clave o te hundiré los ojos a golpes! —dijo ella levantando el extintor en el aire.
—Jeovag Padgre —respondió Antonio.
—¡No me mientas!
—Log jurog... lo jurog —respondió el hombre a punto de llanto. Tocó la nariz hinchada y una nueva puntada de dolor lo hizo quejarse mientras gotas de sangre espesa caían en su ropa.
—Me gompiste la nariz, Magdita Ramega.
Aquello último volvió a sacar a flote la ira de Sadday. Antonio gritó con fuerza y fue silenciado cuando ella volvió a impactarle el extintor sobre la cara. El primer golpe lo noqueó; los demás les desfiguraron el cráneo. Sadday no se contuvo, continuó atestándole con el extintor una y otra vez, sintiendo los chispeos de sangre en sus manos y viendo pedazos de carne que se despegaban y caían en todas direcciones. Escuchaba el crujir de los dientes romperse mientras descargaba su rabia una y otra vez. Hasta que la cabeza de Antonio quedó reducida a una masa sangrante y sin forma. Por algún motivo verlo de aquella manera le causó gracia, y aun jadeante del agotamiento, comenzó a reír como niña pequeña.
—¡Mamá, apúrate! —le gritó Horacio. Ella volteó, pero no lo veía.
Escucho el sonido del anscensor que se abriría, así que dejo caer el extintor y corrió.
Abrió la primera puerta y ya solo quedaban unos cuantos escalones para encontrar a su niño.
—¡Mami, aqui! ¡Rápido! —escuchaba que le gritaban por el vacío de la escalera.
—¡Voy, mi amor! ¡Ya voy! —gritaba Sadday emocionada, subiendo escalon por escalón. Llego hasta la imponente y pesada puerta de hierro que mantenía seguro el refugio. Busco el teclado, era tan antiguo como el del sistema de aire y puso el código: JEHOVA PADRE.
Dudó por un momento, pensó que Antonio le había mentido en un último acto de resistencia, pero la pantalla se puso verde y supo que habia desbloqueado la puerta. Quitó los pesados pasadores y puso la mano sobre la manilla; solo debía girarla y estaría nuevamente reunida con su niño.
—¡SADDAY NOOO! —gritó Emmanuel, que había llegado a la escalera. —¡POR FAVOR DETENTE!
Ella se quedó inmóvil, mirando su mano posada en la manilla; se giró lentamente y vio a aquel hombre que desde la parte baja de la escalera le imploraba que no abriera la puerta. Había logrado arrancar el tenedor y tenía una toalla enrollada en su cuello, presionando para detener la hemorragia; en otro momento había sido blanca, pero ahora estaba rosa por toda la sangre absorbida.
—Sadday, si abres esa puerta, no solo morirás tú, moriremos todos dentro del refugio, tus compañeras, las plantas, los animales... todo. Por favor, te lo ruego, aléjate de la puerta y ven conmigo.
Emmnuel la miraba y veía una sonrisa infantil en su rostro lleno de puntos de sangre; sus dedos estaban rojos y todo su pelo estaba alborotado. Aquella mujer había enloquecido.
—Entiendo que no quieras creerme —continuó diciendo Emmanuel—, pero es verdad, las corrientes de aire han traído nubes tóxicas al polo; fueron nubes resultantes de los hongos radiactivos y, debido al frío, se han conservado en toda la región. Han envenenado el aire y, de entrar al búnker, matarían todo en el acto. Por favor, Sadday te lo imploro, deja esa puerta y baja.
Sadday solo negaba con la cabeza con movimientos rápidos; sus manos le temblaban mientras escuchaba a su hijo, a su niño llamándola detrás de aquella puerta. Había llegado muy lejos, se lo habían arrebatado, pero él vino a buscarla; tenía que abrirle, debía tener mucho frío y ella no quería que se enfermara. Su niño se ponía de mal humor cuando se enfermaba.
—Sadday, por favor —continuó diciendo Emmanuel. —Es probable que haya cosas que no entiendas, quizás tu mente no está bien en este momento, pero es normal, es un síntoma por la dependencia a la pastilla; puede crearte malestar, paranoia e incluso alucinaciones. Pero podemos arreglarlo, podemos lograr que te sientas mejor. Por tus compañeras, por favor, ven hacia mí y te prometo que podremos arreglar todo.
Sadday volvió a escuchar a su niño; la apuraba, tocaba la puerta desde afuera, pero solo ella podía notarlo.
—Pastor —dijo Sadday, por fin respondiendo a Emmanuel—, ¿aún podremos entrar al paraíso que Jehová ha creado para nosotros?
—Claro... claro que sí. No temas, Sadday, te aseguro que tu alma estará salva y formarás parte del banquete que Jehová tiene preparado para nosotros.
—¿Y mi hijo? ¿Y mi esposo? ¿Ellos estarán allí conmigo?
—Claro que sí, Sadday, ellos están felices, esperándote, y te aseguro que te reunirás con ellos en el reino de los cielos.
—¿Y en ese reino, ya no habrá dolor? ¿Ni dolores de cabeza? ¿Ni bombas? ¿Ni fuego? ¿Ni pastillas?
—Nada de eso, Sadday, te prometo que todo el sufrimiento se quedará aquí en la tierra y en el reino de Jehová solo conocerás la felicidad eterna, junto a tu esposo y tu hijo.
Emmanuel se había acercado lentamente unos escalones; mientras hablaba. Sadday no dejaba de mirar la puerta, dándole la espalda. Solo cuando ya él estaba cerca, ella volteó y le sonrió, mostrándole todos sus dientes, con su mirada demente y sus ojos llorosos.
—¡Genial! ¡Entonces vámonos todos de una buena vez!
Y aun con su sonrisa abrió la puerta y una poderosa brisa fría entró y llenó el lugar.
La fuerza del aire arrojó a Emanuel hacia atrás; escuchó la nevada que chocaba contra las paredes de la bóveda, el aire frío le quemaba la piel. Trató de contener la respiración, pero el aire entró forzado por su nariz y boca, quemando a su paso todo órgano que tocaba. El dolor era tal que, por isntinto, comenzó a rasgarse la garganta con las uñas, tratando de sacar el veneno con sus propias manos. Abrió los ojos y de estos salieron lágrimas de sangre, y antes de caer al piso para morir lentamente sacudiéndose por el dolor, pudo ver cómo Sadday se arrodillaba para abrazar el aire.
La muerte entró en el refugio y con su frío aire llenó hasta el último rincón, y mientras todo ser vivo en la bóveda perecía, Sadday abandonaba este mundo con una sonrisa en sus labios, soñando que cargaba a su pequeño y caminaba feliz de la mano de su esposo por la blanca y hermosa nieve.
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