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Hibakusha

Tokio - Japon.

  Dentro del hogar para ancianos se encontraba Ayumi limpiando. Pasaba la toalla húmeda sobre un poco de té derramado en una de las mesas del jardín. Ayumi tenía 25 años y ejercía como enfermera en el ancianato. Para ella era un trabajo tranquilo y bien remunerado, además, el lugar descansaba sobre una de las colinas más hermosas al norte de Japón, sencillamente el ambiente que rodeaba el lugar la llenaba de una sensación mágica.

  Y claro, sumando la compañía que no estaba mal, la mayoría de los ancianos eran tranquilos y amigables, querían pasar en paz sus últimos momentos de vida, y Ayumi siempre lograba caer bien a todos. Ella había perdido a sus abuelos a muy temprana edad, tanto que no lograba recordarlos, debió crecer sin ese tipo de amor que solo experimenta un nieto. Ahora disfrutaba el poder contar con docenas de nuevos abuelos que le sonreían, charlaban con ella y la llenaban de halagos sinceros. Hasta el anciano más amargado de aquel recinto, era dócil ante el cuidado que Ayumi ofrecía a todos ellos.

  Esa tarde, una de las señoras más afectadas por Parkinson, derramó más de media taza de té en la mesilla de descanso.

  —Lo siento mi niña —dijo la anciana al ver el líquido, tanto en el piso como en la mesa. Pero Ayumi solo le sonrió, tomó su taza y la llevó a los labios de la mujer para darle de beber lo que quedaba de té. Luego, la sujetó para ayudarla a levantarse, y aun con su sonrisa en el rostro, se dispuso a limpiarlo todo.

  Fue entonces que notó que en lo más alejado del jardín se encontraba el señor Tsutomu, dándole la espalda a todo el centro médico y mirando el lejano valle sobre las colinas que se extendían por el horizonte.

  Ayumi sacó un envase de gel antibacterial de su bolsillo, lo untó en sus manos y se secó con la pequeña toalla que siempre llevaba en el hombro. Se alejó de aquellas mesas con paso suave y se dirigió hasta donde se encontraba el anciano.

  —¿Qué hace aquí tan solo? —preguntó ella con dulzura, —va a hacer frío y usted no está muy bien abrigado, además, ya va a comenzar una película en la sala y se va a perder el inicio.

  El señor Tsutomu se giró y le regaló una sonrisa, estaba llorando en silencio, y sus ojos tristes hicieron que Ayumi se sintiera extrañada.

  —¿Qué le ocurre, señor Tsutomu? —preguntó la joven enfermera.
—No, no, tranquila —respondió el anciano con un movimiento de mano —no es nada, no se preocupe, solo me gustaría quedarme un poco más viendo el atardecer. —Ayumi observó el cielo y quedó maravillada con el hermoso naranja que se dibujaba a lo lejos, y aún más allá también podía verse un increíble azul oscuro que anunciaba que estaba a pocos minutos de caer la noche sobre ellos.

  —¿Puedo acompañarlo? Preguntó ella tocando con ligereza el hombro de él.
  —Sí, claro, cómo no —respondió asintiendo varias veces para luego apartarse un poco y darle espacio en el banco. Ayumi se sentó y quedó fascinada con el lindo paisaje que tenía ante sus ojos.

  —Es en verdad hermoso —dijo ella.
—Sí, verdad que sí lo es.

  El señor Tsutomu giró su cabeza hacia Ayumi, ella igualmente al sentirlo se giró y por un momento ambos se miraron a los ojos. Ella vio su piel arrugada, las líneas que se dibujaban en todas sus expresiones, el cabello casi inexistente y las manchas oscuras que salían sin orden alguno por sus mejillas. Todo acompañado por aquellos ojos gastados que nuevamente se llenaban de lágrimas.

  —Quiero que quede grabado en mi mente el atardecer —dijo el señor Tsutomu con la voz algo cortada, —ya no me queda mucho tiempo de vida, y solo quería disfrutarlo.

  —Por favor, no diga eso —respondió Ayumi, todavía le quedan bastantes atardeceres por disfrutar. —Ayumi decía aquello con total sinceridad, el señor Tsutomu ya pasaba los 80 años, pero era un señor muy sano y activo físicamente, sabía que con sus cuidados y con una buena dieta podría lograr que pasara los 90 años.

  —No, lamentablemente lo que le digo no son palabras melancólicas de un viejo, es la verdad.
Probablemente no llegue al último de este mes.

  Ayumi lo escuchaba hablar mientras lo tomaba de su mano. Sintió la piel suave, fría y arrugada, donde se levantaban en relieve las sobresalientes venas.
El señor Tsutomu giró nuevamente su cabeza y volvió a fijar la mirada en el cielo. También sujetó la mano de Ayumi y sutilmente acarició su piel con la punta de su dedo meñique.

  —El doctor me dio la noticia esta semana —continuo diciendo el anciano, —mi corazón está comenzado a fallar y es solo cuestión de días para que dé un momento a otro decida dejar de latir y parta de este mundo debido a un infarto.

  —Oh, no puede ser —respondió Ayumi angustiada.
  —Tranquila, no ocurre nada —dijo él— siento que he vivido demasiado, y ya sé que es mi hora de partir.
  —Pero debe haber algo que se pueda hacer, deberíamos hablar con el doctor.
  —El doctor está respetando mi decisión de irme con tranquilidad, Ayumi —respondió el anciano, —podrían intervenirme, probablemente necesite un donante de corazón. Pero le pedí que por favor no se tomara ninguna molestia. Quiero pasar mis últimos momentos descansando y no en la cama de un hospital inconsciente y entubado.

  Ayumi no encontró palabras para responder a aquello, solo siguió sujetando su mano y no pudo evitar sentirse triste.

  —Hay algo que sí me gustaría confesar antes de irme —dijo el señor Tsutomu girando nuevamente la cabeza para verla de frente. —Algo que no le he dicho a nadie nunca jamás, que he guardado dentro de mi ser y que no deja de estar presente, ahora más que nunca, que ya casi no me queda tiempo.
  —Claro que sí, señor Tsutomu —respondió Ayumi asintiendo. —Lo que necesite contarme, lo escucho.

  Aquello era una situación que ya Ayumi había experimentado antes. Al igual que el señor Tsutomu, a ella le había tocado compartir y cuidar docenas de ancianos en los últimos momentos antes de su muerte. La mayoría siempre tenía algo que contar, algo que llevaban a cuesta y querían soltar ese peso antes que sus ojos se cerraran para siempre.

  La mayoría de las confesiones siempre tenían que ver con algo que se arrepentían de no haber realizado en el pasado.
Un amor que jamás confesaron, un familiar que no perdonaron, un hijo con el que les hubiera gustado pasar más tiempo... Las historias solo variaban en algunos detalles, pero por lo general casi siempre eran iguales.

  —¿Sabes que soy un Hibakusha? ¿Cierto?

  Ayumi negó con la cabeza, obviamente conocía el concepto. Un Hibakusha era el nombre dado a quienes sobrevivieron a alguna de las bombas nucleares caídas sobre Japón en la segunda guerra mundial. Lo que no se imaginaba era que el señor Tsutomu fuera uno de ellos. Jamás nadie se lo había comentado.

  —Yo tenía 10 años. —Comenzó a narrar el señor Tsutomu. —Vivía junto a mis padres y mi hermanita de 3 meses. Era una casa pequeña, vivíamos en los límites de lo que fue el rango de explosión. Cuando la bomba cayó, yo estaba en la escuela junto a todos mis compañeros, la mayoría también perdió a sus padres ese día.

  Ayumi asumió que aquello sería la historia de cómo el señor Tsutomu había perdido a su familia. Era lógico que pensara en ellos en los últimos días de su vida, más un hombre que había vivido tanto en comparación con sus padres y hermana. Ella estaba lista para escucharlo y acompañarlo en su dolor.

  —Cuando la bomba cayó en Hiroshima —continúo diciendo el anciano, —todos en el salón nos lanzamos al suelo, estabamos asustados ante tan monstruoso ruido.
Jamás en mi vida había escuchado algo tan horrible. Sentíamos que el techo se derrumbaría sobre nosotros en cualquier momento. El temblor de aquel impacto fue tan fuerte que los cuadros en la pared se agitaron y del techo cayó una capa de polvo que ensució nuestra ropa.

  Nos quedamos en el piso por minutos, cubriendo nuestras cabezas con nuestras manos. Recuerdo que comencé a llorar. Debimos estar allí como 10 minutos, lo que para un niño pequeño como yo parecieron horas. Solo nos movimos cuando la profesora por fin tuvo el valor de levantarse.

   Nos pidió que siguiéramos en el suelo mientras ella caminaba hasta la ventana. Lo que vio hizo que exclamara un NO PUEDE SER, llena de pánico. La profesora nos ordenó que nos levantáramos lo más rápido posible y que nos pusiéramos en fila. Tomados cada unos de los hombros del otro, fuimos saliendo rápido y ordenadamente del salón.

  Todos llorábamos, sentía que de un momento a otro la escuela se derrumbaría matándonos. Antes de abandonar el aula, miré hacia la ventana, la misma ventana que mi profesora había visto un minuto atrás. Y vi horrorizado el hongo de cenizas que se levantaba cercano a nosotros.

  La calle era un completo caos, todos corrían alejándose de lo que había sido el centro de la explosión. Vi como más niños de las otras aulas también salían de la escuela. Escuchaba sirenas, gente gritando y maldiciendo. Yo solo quería que nos fuéramos de allí. Temí que en cualquier momento lanzarían sobre nosotros una segunda bomba.

  —¡SEÑOR! —grito mi maestra, —señor, por favor, necesito que me ayude con ellos— El hombre a quien ella llamaba corría en dirección a la explosión, llevaba pantalones de bomberos y mientras corría trataba de ponerse la chaqueta del uniforme. Imagino que estaba en su día libre y la explosión lo había sacado de su descanso.

  El hombre al detenerse nos miró a todos nosotros, como si estuviera tratando de contarnos. Más y más niños se iban sumando a medida que abandonaban la escuela.

  —Llévelos fuera de la ciudad —dijo el bombero, —debe sacarlos y esperar allí.
—¿Esperar qué? —respondió mi maestra confundida.
—Esperar que no nos sigan atacando. Vamos, vallanse rápido.

  Mi profesora pidió que nos tomáramos de las manos y que no nos soltáramos. Estaba tratando de decirnos algo, lo más seguro, las indicaciones de cómo íbamos a salir.
Pero yo no podía entender nada con todos los gritos de las personas a mi alrededor. Fue entonces que me pregunté ¿dónde estaría mi mamá? ¿dónde estaría toda mi familia? Los vi en mi mente, ella amamantando a mi hermanita mientras mi papá se escapaba una hora del trabajo para acompañarla en su almuerzo... Sentí un gran dolor al imaginarlos ser sepultados por aquella horrible explosión.

  Ya habíamos comenzado a movernos. Éramos ahora varios grupos de alumnos serpenteando por aquellas calles, tomados de las manos, asustados mientras nos guiaban en la punta la profesora de cada sección. Éramos cadenas de huérfanos que corrimos con la suerte de haber elegido una escuela lo suficientemente lejos del centro de la ciudad. No quería estar allí, quería ver a mi mamá y a mi papá. Así que, en un rápido arrebato de valentía, solté a mi compañera frente a mí, de igual manera, separé mi mano de un tirón de mi compañero que iba a mis espaldas y corrí, corrí lejos en dirección de donde se levantaba aquella nube enorme desde el suelo hacia el cielo.

  Estoy seguro de que mi maestra me llamó, aunque no se atrevió a perseguirme. Apuesto que gritó con todas sus fuerzas, pero su voz logró distinguirse con la cantidad de ruido que inundaba nuestro alrededor.

  Me era difícil moverme entre la procesión de personas que huían despavoridas hacia las afueras de la ciudad. El miedo de recibir un segundo impacto era lo que los motivaba a todos a abandonar sus casas sin siquiera molestarse en cerrar puertas y ventanas.
Cuando al fin la multitud empezó a ser menos fluida, fue que pude correr con más comodidad por las aceras.
  Muchos ahora traían personas heridas, la mayoría con cortadas botando sangre por el cuerpo... Yo seguía rodeándolos a todos. Temiendo que alguien voltearía a verme, me preguntaría a donde me dirigía y me agarrara por la cintura, llevándome contra mi voluntad fuera de aquel caos. Nadie se molestó siquiera en mirarme. Cada una de aquellas personas estaba concentrada en el propio infierno que atravesaban en ese momento.

  Cuando ya las calles quedaron vacías, comencé a caminar a través de un paisaje aterrador de casas derrumbadas, ventanas rotas y calles agrietadas. Estaba en los límites donde había golpeado la onda de choque. A medida que me adentraba más y más, la destrucción iba creciendo. Ya no eran simples ventanas rotas o techos caídos. Ahora eran edificios completos, hechos añicos, casas que no pasaban de ser más que un montón de escombros y ladrillos amontonados.

  La cantidad de personas que encontraba ahora era mucho menor. Se veían más desconcertados, más perdidos. Algunos estaban llenos de tierra y cenizas, dándoles un tétrico color gris a toda su piel. Todo el ambiente había cambiado, ahora mi alrededor estaba sumido en una nube de polvo y humo.

  Solo veía montones y montones de escombros en todas direcciones. Los pocos que los atravesaban venían a paso lento, cargando en sus hombros o espalda algún familiar herido. Ya no eran simples, cortadas como la de las primeras personas que vi. Estos hombres y mujeres estaban en su mayoría mutilados, quemados a tal punto que podías ver el vapor aún saliendo de su carne enrojecida.

  Entre todo aquel caos se podía escuchar el múltiple llanto de dolor de aquellos que por poco habían sobrevivido a la bomba.

  Me detuve frente a una casa en ruinas. Un árbol había sido levantado por los aires y cayó justo a un costado de ella, destruyéndola casi toda. Sabía que no podía esquivar más los escombros, tendría que pasar por encima de estos si quería llegar hasta mi hogar.

  ¿Mi hogar?... Hasta entonces no me había preguntado qué esperaba conseguir, solo había visto caos y destrucción. Solo ahí caí en cuenta de que lo más seguro, lo que yo llamaba hogar, no fuera más que un montón de paredes destrozadas con mi familia debajo de ellas.

  Decidí no darle muchas vueltas en mi cabeza, para no acobardarme, y comencé a escalar entre las ruinas. Pisaba con cuidado. Había pedazos de vidrios rotos y puntas de vigas asomándose en todo momento. Temía resbalarme y terminar empalado con alguna de aquellas puntas de metal.

  Sabes Ayumi, a veces pienso que lo que ocurrió después fue producto de mi imaginación. Que es imposible que yo con apenas 10 años lograra llegar hasta mi antigua casa.

Me adentré en un ambiente más espantoso. Digno de cualquier obra infernal. Ahora todo ardía, todo se estaba quemando y yo sentía el calor azotándome a mi alrededor, mientras el suelo calentaba mis pies. Reflexiono mucho si el humo fue el culpable y me hizo alucinar, pero estoy seguro de que, de ser así, el mismo humo me habría matado.

  En medio de aquel incendio, vi frente a mí lo que en el pasado fue la entrada a mi casa. Todo estaba derrumbado, el edificio había caído hacia un lado, lo cual me permitía ver la sala desde afuera. Me detuve, mi miedo de ver qué me esperaba adentro era mayor al miedo de quemarme en los incendios.

  Teníamos una puerta en la cocina que llevaba a un pequeño sótano. Tanto la puerta como el marco habían desaparecido, pero el orificio del suelo y la escalera de piedra seguían allí, conduciendo hacia la oscuridad.

   Moviéndome casi en automático, comencé a bajar las escaleras, sintiendo un pavor espantoso, acompañado de un olor que me dio náuseas apenas lo noté... Era el olor de carne quemada.

  —¿Mamá? ¿Papá? —pregunté llorando. Sabía que debía ser imposible que estuvieran allí, pero aun así percibía que no estaba solo.

  Había algo moviéndose, lo escuchaba arrastrándose por el suelo. Pero en la oscuridad no podía ver qué era. Sigo diciéndome que todo aquello debió ser un sueño.

  Por el orificio por donde entre, comenzó a llegar la luz de afuera, de un sol que se suponía imposible que nos iluminara debido a la nube de la bomba, pero por un minuto el haz de luz alumbro una parte del sótano y me permitió ver con horror lo que había ocurrido con mis padres.

  Tirados en el suelo se encontraban dos cuerpos, ya no tenían pies ni manos, solo muñones cortados a la altura de las muñecas y las rodillas. Toda la piel que los cubría solo era una costra negra que se había fusionado con la ropa que habían usado. Y todo venía acompañado de aquel olor a carne quemada que llenaba la habitación.

Comenzaron a agitarse y a contorsionarse torpemente. No tenían ojos, solo cuencas vacías y negras... Aun así, sentí que me miraban. Supe que la que estaba más a la derecha de mí era mi madre, su cuerpo era el más pequeño, y cuando de una sacudida logró girarse, vi un bulto pequeño pegado a lo que en otro momento había sido su pecho. Un bulto de carne quemada que había presionado con tanta fuerza que la piel de ambas se fundió con el fuego, fusionándose en un solo ser. Pegada a mi madre se encontraba el cuerpo sin vida de mi hermana pequeña.

  Seguían moviéndose una y otra vez mientras yo solo los observaba paralizado. No sabía cómo notaban mi presencia, tanto orejas como nariz habían desaparecido, dejando solamente orificios quemados, y aun así yo sabía que podían sentirme allí junto a ellos.

  De sus bocas sin dientes solo salían gemidos, espantosos y sin sentido, supe que en esa condición en la que se encontraban solo había una sensación que podían percibir... Dolor, un incesante y agonizante dolor.

  El señor Tsutomu comenzó a llorar, soltó la mano de Ayumi y cubrió su rostro con ambas manos. Ella estaba congelada, observándolo sin saber qué responder, estaba horrorizada con aquella historia, pues había imaginado claramente cada detalle que él le había dicho.

  Ella posó su mano sobre su hombro y lo apretó suavemente, quería decirle algo, quería tratar de consolarlo con alguna palabra. Pero más que todo quería dejar de oír aquella historia y huir de allí, lejos de él y su horrenda confesión.

  —Lo peor de todo —continuó contando el señor Tsutomu sin dejar de llorar.
—Lo peor de todo es que no hice nada más que quedarme ahí mirándolos sufrir. Una nube volvió a tapar el sol y nuevamente me quedé a oscuras en aquel sótano. Eso me horrorizó, no quería quedarme solo con mis padres retorciéndose en el suelo. Me di la vuelta llorando y sin mirar atrás, subí por las escaleras, abandonándolos en su agonía.

  Corrí y corrí, huyendo de aquella casa que antes había sido mi hogar, corrí a través del humo, esquivando los escombros y los incendios, corrí sintiendo los horribles gemidos de dolor de mis padres, corrí llorando asustado, sin poder borrar de mi mente la imagen de cómo se movían en el piso... Corrí hasta que caí desmayado del cansancio en medio de todo ese infierno.

  Una brigada de rescate llegó a las zonas afectadas luego de confirmar que no caerían más bombas, me encontraron. Al verme sucio, asumieron que era un sobreviviente de la bomba y me llevaron con los demás sobrevivientes.

  Yo estuve en un estado catatónico por varios días, podía estar despierto, pero no decía palabra alguna. Me despertaba llorando y gritando por las pesadillas. Cuando trataban de preguntarme qué había pasado, solo me mantenía en silencio o comenzaba a llorar. Me procesaron al igual que los demás sobrevivientes y en mi planilla pusieron el título: Hibakusha, yo jamás los desmentí.

  El señor Tsutomu se había calmado un poco, hablaba con mayor fluidez sin ahogar sus palabras con su propio llanto. Aun así, las lágrimas no dejaban de salir de sus ojos y, para sorpresa de Ayumi, también salían lágrimas de los de ella.

  —Me sigo diciendo a mí mismo que aquello no pudo ser verdad —dijo el señor Tsutomu mirando a Ayumi— que antes de poder continuar avanzando, seguro caí desmayado por tanto humo y eso me hizo alucinar. Pero, por más que trato de creerlo, por más que trato de convencerme. Sé que lo que viví fue real, totalmente inexplicable, pero estoy seguro de que sí lo viví.

  Durante mucho tiempo, al dormir los escuchaba moverse, arrastrándose por el suelo. Los veía siempre en mis pesadillas con sus quejidos, reclamándome por no haber muerto con ellos, reclamándome por haberme salvado del dolor mientras ellos se quemaban vivos en su propio sótano... He vivido una vida larga, querida Ayumi, pero ahora en mis últimos momentos, no dejo de sentirme culpable por haberlos abandonado allí, y temo que cuando mi muerte llegue, ellos estarán conmigo para llevarme con ellos.

  Tal como el señor Tsutomu predijo, murió mientras dormía a la semana próxima de confesarle aquella historia a Ayumi. Ella, por su parte, guardó aquella confesión solo para ella, no se atrevió a contarle a nadie.

  Y cuando el anciano abandonó este mundo, fue ella la que tuvo aquella pesadilla donde vio a la pareja arrastrándose con su piel calcinada mientras gemían atrozmente por el dolor.

  El sueño fue tan real que incluso pudo sentir el olor de la carne quemada. Se despertó sudando y atemorizada esa noche, aun con aquel aroma persiguiéndola fuera de sus pesadillas. Durante mucho tiempo no pudo olvidar aquella historia que siempre la acosaba en sus pensamientos, especialmente cuando se encontraba en soledad.

  Pasaron los años luego de aquel encuentro, ya las pesadillas de Ayumi no eran más que vagos recuerdos que llegaban a su cabeza de vez en cuando.

  Ayumi se encontraba en el piso 25 de un edificio en Tokio. Hacía años que había dejado su trabajo en el ancianato y ahora era la enfermera privada de una acomodada familia en la ciudad. Se dedicaba a los cuidados de una mujer de 80 años, la cual había perdido la mayoría de las facultades y se encontraba azotada por la senilidad.

  Vio en televisión la alerta nacional que anunciaba la caída inminente de las bombas sobre la ciudad. El presidente de Japón pedía a la ciudadanía que buscara refugio o, en el mejor de los casos, tratara de abandonar las ciudades.

  Ayumi esperaba al lado del teléfono, por si la familia de la anciana llamaba a la casa, anunciándole que irían en búsqueda de la mujer. Pero al ver que el teléfono no sonaba, ni que nadie aparecía por la puerta del apartamento, entendió que habían abandonado a la anciana para que muriera en aquel apartamento.

  Ella con total tranquilidad atendió a la señora mientras afuera podía escucharse el caos de la multitud. La bañó, cepilló su cabello y luego la llevó a la cama, donde le dio su dosis para dormir, 3 veces más fuerte de lo normal.

  Estuvo tranquila, sentada en la esquina de la cama, mientras veía cómo el pecho de la mujer dejaba de moverse, y al igual que el señor Tsutomu, la anciana murió mientras dormía.

  Ayumi caminó hasta el gran ventanal del cuarto, en ese momento, la historia del señor Tsutomu estuvo más presente que nunca. Quitó el seguro y movió a un lado el vidrio corredizo, mientras sentía una fuerte ráfaga de viento que la azotó al entrar en la habitación, moviendo todos los objetos. Abajo, la multitud de personas corría, muchos caían y eran aplastados por la gente que, en completo pánico, trataba de encontrar algún refugio.

  Primero Ayumi escuchó el resonar del misil en el cielo. Luego, pudo ver a lo lejos un punto de luz que se acercaba a toda velocidad y que iba tomando forma poco a poco. Solo era cuestión de segundos para que detonara a corta distancia del edificio donde se encontraba.

  Recordó a los padres del señor Tsutomu, recordó la piel llena de costras tal como él los describió y, por un momento, volvió a sentir aquel olor a carne quemada.

  Miró sus manos, sintiendo un miedo de llegar a experimentar aquel terrible dolor, y tomando una bocanada de aire, cerró sus ojos y saltó al vacío, dejándose caer de aquel edificio.

  Ayumi murió al instante y sin sentir ningún dolor. Nadie a su alrededor se molestó en siquiera girar a ver qué había ocurrido, todos huían despavoridos y sin dirección alguna.

  Entonces, una fuerte luz llenó todo el lugar y, tras la explosión de la bomba, el fuego devoró toda la ciudad en solo un instante.

Si alguien hubiera detenido el tiempo mientras Ayumi caía y hubiera visto su rostro, seguro se habría percatado de que en ella no había pánico ni tristeza... hubiera encontrado en su rostro una expresión de verdadero alivio.

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