
El inmortal.
Lima, Peru.
"Ese es el último", pensó Franco mientras arrojaba el cadáver a la fosa. Fueron 30 cuerpos en total; pudieron haber sido más, pero Wilfredito estaba agotado y Franco creía que por ese día estaba bien relajarse un poco.
Cuando las bombas arrasaron con el mundo, hubo países donde no llegó a caer ningún misil nuclear. Perú era uno de ellos. Para Franco aquello había sido una bendición (aunque no creía en Dios); sí agradecía el milagro de que su nación saliera ilesa... El agradecimiento se acabó cuando la radiación comenzó a hacer su trabajo.
Al inicio, pensó que lo que ocurría era resultado de una corta y brutal guerra nuclear entre potencias. Franco sabía que Estados Unidos, China y Rusia habían sido destruidos por las bombas; hubo ciudades donde cayeron hasta cuatro ojivas seguidas, empeñadas en solo dejar las poblaciones hechas cenizas. Y a la vez, hubo otros países donde solo una bomba llegó a caer en sus capitales. Estos eran en su mayoría países pequeños de Europa. En Suramérica solo llegaron a recibir ataques Brasil y Argentina. Franco creía que aquellas explosiones debieron haber sido un error; quizás fueron misiles desviados, siendo esas bombas el daño colateral.
Pero cuando la contaminación nuclear comenzó a asesinar a la población en masa, fue que Franco comprendió que quien organizó aquel exterminio había realizado un cálculo perfecto. No necesitaban bombardear Latinoamérica para destruirla. La radiación se encargaría de acabar con los sobrevivientes del primer ataque.
El Gobierno de Perú colapsó en los primeros meses. Establecer el orden fue imposible. Perú se convirtió en tierra de nadie. Bandas delictivas luchaban entre ellas por el control de los barrios. Un último mensaje del gobierno informó que todo Perú estaba bañado en radioactividad y promovía que todo ciudadano que tuviera los recursos abandonara el país. La pregunta era: "¿Para ir a dónde?"
Los primeros en salir fueron los miles de venezolanos que habían llegado en años anteriores huyendo de la dictadura de Maduro. Muchas familias peruanas se fueron con ellos; corrió el rumor de que Venezuela estaba libre de radiación. Franco jamás creyó que eso fuera verdad.
Para el momento de la caída, ya estaba solo en el mundo; sus padres fallecieron por covid en el 2020, y sin ningún otro familiar cercano, le tocó ser testigo del apocalipsis en soledad.
Antes de las bombas, Franco trabajaba como recolector de basura en Petramas. Y cuando el gobierno intentó establecer el orden en los primeros días, Franco se ofreció en el cuerpo de limpieza gubernamental... solo que ya no recogería basura, ahora serían cadáveres.
Con el toque de queda establecido, las personas tenían que llamar a las cuadrillas de limpieza para que retiraran los cuerpos de las casas. Estos eran sacados y llevados a crematorios comunales donde se apilaban desnudos, unos sobre otros, para luego arder hasta convertirse en montones de ceniza.
Cuando los integrantes de los cuerpos de limpieza comenzaron a faltar, las personas optaron por dejar los cadáveres pudriéndose en las entradas de las casas. La situación llegó a un punto en que solo quedó un equipo con menos de 10 personas que trataba de encargarse de los cientos de muertos que se amontonaban en las calles.
Un día Franco fue el único en presentarse a la base del equipo de limpieza; imaginó que ya todos habían muerto o se encontraban en cama, enfermos por radiación.
A pesar de quedar solo, Franco continuó trabajando. Pensaba seguir con su labor hasta que la radiación lo matara a él también... pero los días pasaban y continuaba sintiéndose sano.
Pasaron meses para cuando al fin pudo recoger todos los cadáveres en las calles, tanto de humanos como de animales. Pero el hedor de los cuerpos en descomposición aún se sentía en la ciudad, por lo que se vio en la obligación de entrar a las casas y edificios. En cada lugar seguía encontrando cuerpos esperando para ser sacados de allí. También se encargaba de recolectar todos los recursos que podía; mientras no enfermara, necesitaba comer. A veces pensaba si lo mejor era salir de la ciudad y buscar otros sobrevivientes. Pero creía que igual tarde o temprano todos morirían por la radiación. Así que prefería pasar sus últimos días en la ciudad que conocía.
Pero siguió pasando el tiempo y Franco continuaba con vida.
El último apoyo por parte del Gobierno, antes de desaparecer, fue la creación y distribución de las pastillas del último paso. Un fuerte analgésico que dormía al enfermo en cuestión de minutos; luego, el corazón paraba su latido y la persona moría tranquila y en paz, logrando escapar del sufrimiento y dolor intenso, resultado de morir por radiación. Muchos lugares en donde Franco entraba tenían cajas de pastillas junto a los cuerpos. Familias enteras habían elegido aquel camino. Se convirtió en una rutina encontrar a los padres abrazados junto a sus niños en una misma cama. Habían preferido aquel final antes que tener que soportar el martirio de las quemaduras en la piel, los sangrados, la debilidad y la pérdida de dientes. Todo hasta que los órganos internos fallaban y ya sin fuerzas solo sentían un fuerte dolor; la mayoría se iba de este mundo evacuando las tripas por el recto.
Franco sentía que el cremar tantos cuerpos a diario era un trabajo extremadamente agotador, más para una sola persona. Así que planeó la mejor manera de encargarse de los cadáveres y decidió tomar una excavadora y comenzar a cavar fosos a las afueras de la ciudad.
Le tomó tiempo aprender a operar la máquina, pero una vez que supo usarla, logró adelantar bastante trabajo. Dejaba los cuerpos sobre la pala principal y, cuando esta se había llenado, arrojaba los muertos sobre la fosa. Para él, no eran más que carcasas vacías, restos podridos de personas que jamás volverían.
Fue en un día que se encontraba manejando la excavadora cuando Willfredito lo encontró. La máquina hacía demasiado ruido, y con la ciudad en completo silencio, cada vez que la usaba sentía que en toda Lima se escuchaba su andar.
Franco manejaba por la carretera con el primer lote de cadáveres del día. Cuando escuchó como alguien lo llamaba a lo lejos, por un momento creyó que estaba alucinando, que se había vuelto loco; temía que la soledad lo llevara a ese punto.
Se giró al volver a oír que lo llamaban, ahora con mayor fuerza, y casi salió disparado de la excavadora por frenar de golpe, sorprendido. Un niño de 10 años de edad corría desesperado tras él, tratando de alcanzarlo, mientras le gritaba pidiéndole que se detuviera. Era Wilfredito.
Franco nunca fue una persona amena al contacto físico; siempre había sido solitario e introvertido. No le resultó difícil adaptarse a la soledad luego de la caída de las bombas. Pero ese día, luego de tanto tiempo sin encontrar otro ser vivo, se emocionó de tal manera que salió corriendo y levantó al niño por el aire mientras reía feliz. Wilfredito lloraba y lo abrazaba igual con fuerza, como si fuera un familiar cercano al que hubiera encontrado y no un completo desconocido.
El niño apenas si contaba con algo de peso; llevaba demasiado tiempo alimentándose mal y solo lograba tomar agua suficiente para no deshidratarse. Franco lo llevó a su hogar y se dedicó una semana entera solo a su cuidado.
Una vez recuperado, Wilfredo le contó que era venezolano; junto con sus padres llegó a Perú cuando tenía apenas 4 años. Habían huido del régimen de Maduro. A pesar de que había pasado la mayor parte de su vida en Perú, y no le gustaba la idea de volver a emigrar, tuvo que obedecer a sus padres cuando lo hicieron irse con ellos en las caravanas que huían a Venezuela. Su madre fue la primera en caer. No habían siquiera abandonado Perú cuando tuvieron que detenerse debido a su pie diabético. Ella enfermó demasiado rápido. Acamparon junto a la carretera viendo cientos y cientos de personas pasar cada día. Así se mantuvo durante días hasta que el número fue disminuyendo progresivamente y ya solo pasaban grupos pequeños cada ciertas horas.
Para cuando su madre murió, su papá ya se encontraba enfermo por la radiación. Wilfredo se mantuvo a su lado hasta que pereció tras días de agonía; el dolor fue tal que decidió usar la pastilla del último paso. Wilfredo no tuvo las fuerzas para enterrarlo. Así que cuando se vio solo en la carretera, tuvo que decidir si seguir huyendo tras un país que no recordaba o volver a Lima, la ciudad donde había sido feliz... Comprendía que la radiación lo mataría, que, igual que sus padres, llegaría un momento que caería enfermo y no se volvería a levantar. Guardaba un par de pastillas del último paso para cuando el dolor se hiciera insoportable, así que pensó que daba igual y decidió dar vuelta atrás y regresar por donde había venido.
Cada cierto tiempo encontraba campamentos con personas enfermas; reconocía los síntomas. Piel ronchosa, cuerpos delgados y sin dientes, sangrado por nariz, boca y ojos. Y el olor a orina y excremento debido a no lograr controlar los esfínteres.
Y luego de un tiempo caminando ya no encontraba ni siquiera enfermos, solo cadáveres pudriéndose a lo largo de la carretera. Los esquivaba, pero podía sentir el olor a la distancia. Algunos murieron dentro de sus vehículos, otros en carpas y algunos a la intemperie. Como si su última voluntad hubiera sido morir viendo el exterior. Y así se mantuvo durante semanas, alimentándose de lo poco que conseguía en equipajes abandonados, ahorrando el agua y caminando día tras día sin encontrarse con nadie. Cuando llegó a la ciudad, estaba tan débil que creía que dentro de poco él también enfermaría por la radiación. Estaba seguro de que toda Lima se encontraba muerta, hasta que pudo escuchar como a lo lejos el sonido de un vehículo en movimiento. Juntó las fuerzas que le quedaban para dirigirse al origen de aquel ruido y quedó sin aliento cuando vio como a dos calles de donde se encontraba pasaba una máquina excavadora, siendo manejada por otra persona, alguien vivo. Horas antes sentía que ya no le quedaban fuerzas para caminar y aún así sacó energías para correr y gritar todo lo que sus pulmones le permitieron. Cuando estaba seguro de que aquella máquina lo dejaría atrás, vio cómo esta se detuvo y de ella bajaba Franco, usando su uniforme del cuerpo de limpieza.
Lo abrazó como hubiera deseado abrazar a sus padres antes de tener que dejarlos. Lloró todas las lágrimas que había contenido noche tras noche cuando se decía a sí mismo que debía mantenerse fuerte. Y por un instante fue tan feliz que temió que su vida se apagaría en ese mismo momento por un chiste cruel del destino.
Las siguientes semanas pudieron conocer la historia de cada uno, cómo habían visto tantos muertos que ya encontrar un cadáver les parecía normal y cómo cada uno había llegado a la conclusión de que de alguna manera eran inmunes a la radiación.
—¿Por qué continúas recogiendo los cadáveres? —le preguntó Wilfredo cuando Franco le comentó que al día siguiente debía volver a trabajar.
—Me ayuda a mantenerme ocupado —respondió Franco sin pensar; era una respuesta sincera, ni él mismo se había cuestionado el porqué de que siguiera con aquella tarea. Wilfredito no quería quedarse solo de nuevo, así que al día siguiente lo acompañó, y se unió en aquella labor de darle sepultura a todos los cadáveres que llenaban la ciudad.
Ahora en el presente, ya habían pasado meses desde aquel encuentro. Willfredo consideraba a Franco como un hermano mayor y Franco a su vez lo quería tal como un padre quiere a un hijo. Se habían vuelto muy unidos y día a día se encargaban de los cadáveres. Usaban máscaras antigás para evitar respirar la podredumbre. Franco pensó que la máscara de Willfredito debía tener alguna fuga, por lo que aquel olor lo había mareado y por eso se sentía débil. Así que decidió que esa tarde lo mejor era que pasaran a ver a Pacha.
Pacha fue la tercera y última persona viva que se habían encontrado. A los dos meses de la llegada de Willfredo decidieron limpiar una zona de la ciudad donde antes Franco ni siquiera se había molestado en pasar. Fue el muchacho quien vio humo saliendo de una de las casas y ambos se llevaron una sorpresa cuando al llegar dieron con una anciana de 70 años preparando lomo saltado con carne enlatada.
—Al fin, Dios ha enviado a la muerte a buscarme —dijo la mujer al verlos entrar—. Aunque juro que te imaginé distinto y jamás pensé que tendrías un niño como ayudante. —Habló a Franco, mirándolo con calma. Este junto con Will le explicaron que no eran emisarios de la muerte y que, al igual que ella, eran inmunes a la radiación. Luego de una hora, la mujer cayó en cuenta de que era verdad y que, por fin, después de tanto tiempo, había sido encontrada por otro ser vivo.
Pacha había sido una curandera de plantas naturales que había sobrevivido a la muerte de todos a su alrededor. Cuidó de tantos enfermos como pudo y acompañó a la mayoría en sus últimos momentos antes de perecer. Cuando comprendió que todos a quienes conocía habían muerto, y que todos sus vecinos murieron por la radiación, se levantaba cada mañana esperando que llegara su turno. Vivía el día a día, alimentándose de la comida que recolectaba de las casas ajenas; los siguientes meses no se había alejado más que unas cuadras de su hogar. Por eso nunca había escuchado la excavadora de Franco. Solo limpiaba, cocinaba, leía y cosía todos los días, esperando que la muerte tocara su puerta... pero quienes tocaron fueron Franco y Willfredito.
Luego de explicarle que eran supervivientes como ella, fue que la anciana se atrevió a acercarse para tocarles el rostro. Pensaba que se había vuelto loca, pero al confirmar por mano propia que eran reales, los abrazó con fuerza y lloró agradecida de poder ver a alguien más con vida. Ellos se presentaron y ella les comentó que todo el mundo le decía Pacha por Pachamama, todo debido a una foto de ella de años atrás visitando Machu Picchu, usando ropa colonial y que estaba colgada en la entrada de la casa. Apodo que le quedaba perfecto debido a que desde joven se dedicaba a cuidar y curar enfermos usando medicina tradicional. Ellos intentaron llevársela, trataron de convencerla para que fuera con ellos a la casa donde vivían; allí estaría más cómoda y podrían conseguirle todo lo que necesitara. Pero Pacha no cedió. Les dijo que no pensaba moverse de su hogar. Los muchachos prácticamente le rogaron, pero al final se fueron resignados y le prometieron que irían todas las tardes a verla. Y así hicieron, llevándole siempre comida, agua potable y medicinas, además de cualquier cosa que ella les pidiera.
Entonces la soledad de Franco se vio interrumpida por la llegada de Pacha y Willfredito. Tampoco la extrañaba; adoraba su nueva rutina: trabajaban enterrando los cadáveres, moviendo autos para dejar las calles libres y buscando suministros. Y cada tarde terminaban donde Pacha; ésta los esperaba con comida e historias del pasado. Era experta en darles brebajes que les ayudaran a superar algún dolor o molestia.
Willfredito la adoraba y ella lo quiso tal como si fuera su nieto. Hubo incluso noches donde se quedaron a hacerle compañía y los tres juntos desde el jardín veían el cielo estrellado, que ahora era un mosaico de luces desde que la energía eléctrica dejó de funcionar.
Entre toda la muerte y soledad habían encontrado la felicidad, y por un momento dejaron de preguntarse cuándo sería el día en que la radiación vendría por ellos. Volvieron a experimentar aquello que habían perdido con la caída... Esperanza.
Franco le dio a Willfredito un Gatorade antes de ir donde Pacha.
Esperaba que la bebida le diera energía y a ella le preguntaría qué podría darle para el malestar.
Dejaron el vehículo estacionado y Franco notó que el muchacho se quejó del dolor cuando se bajó. Así que caminó lento a su lado. "Seguro le duelen las rodillas de tanto levantar cuerpos", pensó mientras avanzaban. La anciana ya los esperaba; estaba sentada en el sofá del recibidor afuera de la casa. Estaba dormida y se despertó al escucharlos llegar.
—Mi muchacho —dijo mientras abrazaba a Willfredito; este le devolvió el saludo igualmente con cariño.
—No tan fuerte, mi niño, me duele un poco el cuerpo.
Franco le dio un beso a la mejilla de la anciana y sintió el aroma a jabón de avena que le había traído hace tiempo. Luego se sentó a su lado y posó su mano sobre la rodilla delgada de la mujer.
—Willfredito, ¿podrías ir a la cocina y hacer un poco de café para los tres, por favor? —dijo Pacha.
El muchacho asintió y entró en la casa; esta vez su cojera era más notable. Él se giró a verla, sintiéndose observado por ella, le lanzó un beso y le dio las gracias.
—El mío, sin azúcar —gritó Franco mientras se quitaba las botas.
—Te hieden las patas —dijo Pacha, tapándose la nariz y haciendo una mueca exagerada de asco.
—Las tuyas huelen peor —respondió riendo y alejando el par de botas con una patada.
—Franco, necesito que prestes atención. —El tono de la mujer cambió y Franco sintió que algo malo pasaba.
—Llevo todo el día aquí sentada, me preparé un té para el dolor, pues se ha vuelto insoportable en las articulaciones. Llevo días teniendo malestar, pero hoy me tumbó por completo.
—Eso es porque haces demasiado oficio para tu edad —dijo Franco—. Aquí trajinas demasiado; ya tienes que venir con nosotros. En la casa estarás más cómoda.
—No es solo eso —volvió a hablar la anciana—; también está el dolor de cabeza que no se va nunca, y esta mañana, cuando traté de lavarme los dientes, uno de ellos cayó sobre el lavamanos. Estuve toda la mañana escupiendo sangre, y tuve que ponerme un tapón de chimo en el hueco de la encía para poder detener el sangrado.
—Eso no significa nada —respondió Franco levantando la voz—; a todos se nos caen los dientes cuando somos viejos y, obviamente, tienes malestar porque te empeñas en seguir masticando chimo. Sólo no te gusta aceptar que ya eres vieja, mujer.
—No me faltes el respeto de esa manera, pendejo, yo sé lo que son achaques de vejez y que no... no insultes mi inteligencia.
Al terminar de decir aquello, la anciana comenzó a toser con fuerza, como si tuviera mucha flema en el pecho, pero no pudiera expulsarla.
A Franco no le gustó como sonó aquello.
Willfredo llegó con el café y ella se sirvió un pequeño trago con el que ahogó la tos. Franco no entendía cómo podía beberlo de aquella forma sin quemarse los labios. No hablaron del tema con la llegada del adolescente. Franco se levantó para darle el puesto y ambos se sentaron a conversar mientras él observaba a Pacha detenidamente; sólo allí era que notaba sus ojeras oscuras, su cara delgada y sus ojos cansados. Era como si acabara de darse cuenta de que Pacha en verdad se veía algo enferma.
Ya de noche los tres cenaron mortadela enlatada, ya que la mujer estaba muy cansada para cocinar; ella apenas probó bocado de su lata. Willfredo sí logró comerse casi la mitad, pero lo dejó afirmando que sentía llenura. Franco le dijo de nuevo a Pacha que fuera con ellos, pero ella, como siempre, se negó a salir de su casa. Incluso se ofreció a que se quedaran esa noche con ella, pero Pacha les dijo que lo mejor era que se fueran. Franco accedió, pero le dijo que esta semana se iría con ellos. Se despidieron y Franco notó cómo abrazó a Willfredito con fuerza mientras lo bendecía.
La mujer dejó rodar un par de lágrimas por sus mejillas.
—Mijo, ¿podrías darnos un minuto? Franco y yo tenemos algo que conversar.
Willfredo solo asintió y le dio un beso en la mejilla a la anciana antes de irse al carro. No se giró para verla, y esta vez ya no hacía el esfuerzo por evitar cojear.
—Vamos, deja ya la tontería y vámonos. Te prepararemos un té curativo de esos que tú tomas y en un par de días, cuando te mejores, volverás acá, ¿te parece bien?
Pacha solo miraba fijo al joven caminando y no volteó a otro lado hasta que lo vio meterse en el carro.
—¿Cuándo fue la última vez que escuchaste el ladrido de un perro?
La mujer no lo miró, solo veía el cielo oscuro.
—Hace mucho... no lo recuerdo —respondió Franco confundido.
—Yo sí; fue meses antes de que ustedes me encontraran. Me encontraba a varias cuadras, buscando comida en una casa, cuando escuché a lo lejos un perro ladrando. Salí lo más rápido que pude y comencé a gritar y silbar en todas direcciones, esperando que el animal pudiera oírme. El perro al final logró dar conmigo y, a pesar de que estaba sucio y lleno de sarna, lo dejé lanzarse sobre mí y lo acaricié como nunca había acariciado un perro. Lo traje a casa, lo bañé, lo alimenté y lo dejé subirse a mi cama para que durmiera a mis pies. Solo un día duró el pobre animal antes de enfermarse. No era sarna lo que tenía; el pobre ya estaba lleno de ronchas por la radiación, estaba famélico y, cuando lo bañé, fue más el pelo que se cayó de lo que en verdad había logrado limpiar. El animal temblaba y chillaba del dolor; yo no quería dejarlo ir, no quería quedarme sola de nuevo. Así que busqué medicina para él, le daba agua y comida con una jeringa, lo acariciaba, le cantaba y le hablaba llorando, pidiéndole que no me dejara. Pero el pobre solo lloraba, solo sufría, solo experimentaba dolor. Entonces, al verlo de esa manera, fue que entendí que estaba siendo egoísta, estaba siendo cruel al no querer dejarlo ir. Así que busqué las pastillas y las mezclé con agua, usé la jeringa para darle agua al hocico; ya era incapaz de tragar por sí mismo. Y mientras sentía cómo se calmaba y su respiración se volvía más lenta, puse su hocico sobre mis piernas y le canté mientras el pobre animal por fin descansaba... quién sabe cuánto había recorrido para cuando me encontró.
Franco estaba mudo, no sabía qué responder. Vio lágrimas en los ojos de la anciana; tenía ganas de abrazarla, consolarla y limpiarle sus lágrimas con la mano. Pero se resistía a aceptar sus palabras, se negaba a despedirse y se negaba a encarar el verdadero mensaje que la anciana trataba de darle con aquella historia.
—No pienso morir con tal agonía —continuó hablando Pacha—. Tengo una caja de pastillas en mi bolsillo y me tomaré unas dos apenas sienta los retorcijones en mis tripas. No solo fue ese perro. Cuidé a tantos enfermos por radiación, vi el sufrimiento en su rostro al soportar tal dolor. Quiero irme en calma.
—Ya, basta, cállate —dijo Franco algo enojado—. No tienes nada más que una indigestión por tanto beber guarapos de monte. Buscaré tus cosas; te vienes con nosotros, quieras o no.
Franco se acercó a ella con la idea de levantarla y llevarla cargada al carro; entonces ella lo miró fijo a los ojos y le habló.
—No dejes que Willfredito muera sufriendo así.
Franco se detuvo en el acto, aun viéndola a los ojos que ya tenían un tono amarillo y mostraban varios vasos sanguíneos rotos.
—Cállate —dijo Franco— no sabes lo que dices.
Entonces se enderezó, le dio la espalda y se alejó hasta el auto para irse con Willfredo. Sabía que no estaba bien dejarla así, pero sentía rabia porque ella siquiera insinuara que Willfredito estaba enfermo.
El niño no le dijo nada; Franco notó que estaba llorando y no sabía si era por Pacha o por dolor.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Franco.
—Bien, solo me duelen un poco las piernas.
—Tranquilo, mañana nos tomaremos el día libre para descansar; yo también tengo dolor en las piernas por tanto trabajo... es normal.
Franco conducía en silencio, iluminando las vacías calles con los faros del auto.
—No te preocupes por Pacha —dijo Franco—; mañana ya se sentirá mejor, es una vieja muy dura. Mañana estará bien y la traeremos a la casa; lo más seguro es que tendremos que amarrala, pero de que la traemos, la traemos.
Willfredito no contestó, solo observaba al frente en silencio. Franco prefirió también quedarse callado. No paraba de pensar en Pacha y en todo lo que le había dicho. Tenía deseos de dar la vuelta y volver con ella. Pero al final desistió y llegaron hasta la casa.
Franco y Willfredito se habían establecido en una de las casas más grandes de Lima. Había pertenecido a alguien con mucho dinero; era el típico hogar donde viviría un artista famoso o un político importante.
Al bajar del carro, Franco ayudó a Willfredo a caminar, dejando que se apoyara en él. Lo llevó hasta su habitación y le dijo que tomara un analgésico con un poco de agua antes de dormir. Se despidió y se fue a su cuarto, repitiéndose a sí mismo que Pacha estaba equivocada.
No pudo dejar de pensar en ella durante horas. En su habitación reinaba tal silencio, no había sonido más que el viento, no había grillos cantando, ni ranas croando, nada. Todo se lo había llevado la radiación. Pasaron horas para que al fin pudiera conciliar el sueño.
Franco despertó cuando sintió el calor del sol sobre su rostro. Por instantes no recordaba nada sobre el día anterior; fue cuando se lavaba los dientes en su baño que pensó en Pacha y en Willfredo.
Salió del baño y fue a la habitación de este, tocó la puerta, pero nadie respondió. Nervioso giró la manilla y, aliviado por descubrir que no tenía seguro, entró... El cuarto estaba vacío.
—¡Willfreditooo! —gritó al aire, esperando que el muchacho respondiera, pero no escuchó nada. Revisó rápidamente la habitación y solo notó que la cama estaba destendida.
—¡Willfredooo! ¿Dónde estás? —gritó saliendo al pasillo. De nuevo no hubo ninguna respuesta, pero escuchó un ruido, como si algo se hubiera caído en el cuarto de lavado, y fue corriendo hasta él.
Al llegar, encontró al muchacho en el suelo. Se había caído al tratar de llenar la lavadora con un envase de agua. Ya que no había agua por la tubería, tenían que usar la tina como tanque recolector. El muchacho perdió las fuerzas intentando llenarla y el envase se había caído al suelo.
—Willfredo, ¿qué te pasó? —dijo asustado mientras se agachaba para tratar de ayudarlo.
—Nooo, déjame —contestó el niño, rechazándolo con un empujón.
—¿Pero qué pasa, Willfredo?
—Nada, ¡vete! ¡Déjame quieto!
Entonces, Franco vio la sábana aún sobre la lavadora y, al observar los muslos del muchacho, entendió que este se había orinado la cama...
—Tranquilo, Willfredo, está bien, no tengas vergüenza, es normal mojar la cama.
—¡Nooo! ¡No es normal! —gritó el muchacho enojado—. No soy un niño pequeño, hace mucho que dejé de orinarme la cama; no puedo controlarlo, Franco, me estoy meando sin poder hacer nada.
Franco quería que se calmara; nunca lo había visto así. Willfredo siempre había sido un niño quieto y tranquilo.
—Me duelen mucho las piernas —continuó diciendo el joven— tanto que no puedo mantenerme en pie, también me duele la cabeza... y además... mira.
Willfredo abrió la boca y con la punta de sus dedos comenzó a mover de un lado a otro uno de sus dientes superiores. Franco deseaba gritarle que no hiciera aquello, que dejara de mover su diente así, pero se quedó inmóvil viendo el diente bailar, hasta que con gran facilidad salió de la encía mientras un hilo de sangre y baba se extendía hasta la mano del muchacho.
—Todos están así —dijo Willfredo con la boca babeando de sangre—; todos están flojos, se me caerán en cualquier momento... y ¿sabes lo que significa, verdad?
—Nada... no significa nada —dijo Franco, sosteniéndole con fuerza la muñeca.
—¡No mientas! ¡Tengo miedo, Franco! ¡Tengo mucho miedo! —dijo Willfredo para luego empezar a llorar.
El muchacho le había demostrado a Franco que tenía una madurez increíble para enfrentar los problemas, pero en ese momento, al verlo llorar así, Willfredo volvía a ser un niño pequeño y lleno de temor.
Franco lo cargó y sintió la humedad de la orina sobre la ropa. Lo llevo hasta el sofá y lo dejo caer con suavidad. Allí arrodillado para estar a su altura, Franco también derramó lágrimas al ver que el muchacho no paraba de llorar; ambos se abrazaron con fuerza. Willfredo hipeaba mientras presionaba su rostro sobre el hombro de Franco.
—No te muevas —dijo Franco, exaltado al levantarse—. Voy a buscar a Pacha, ella sabrá qué hacer.
Y acto seguido, dejó al muchacho en el sofá mientras salía corriendo de la casa hasta llegar a su auto. Una vez dentro, aceleró de golpe y corrió todo lo que podía por la ciudad, asustado, nervioso y pensando que era lo que debía hacer.
Solo cuando ya había avanzado bastante por la carretera fue que pudo aclarar las ideas. Recordó que Pacha estaba mal el día anterior. Sabía que debía frenarse, que tenía que dar vuelta, pero aun así continuó y no se detuvo hasta estacionarse frente a la casa de ella.
Bajó del carro con lentitud, asustado y tratando de posponer el encontrar a Pacha. Estaba seguro de que la hallaría muerta en el sofá de la entrada. Se sintió mal, deseó haberse comportado de otra manera y no irse así la noche anterior. Pero al acercarse a la casa vio que la entrada estaba vacía.
Entró; la puerta estaba abierta, ya no había ninguna razón para tener que ponerle seguro.
La casa se encontraba silenciosa y completamente oscura; aquello le preocupó. Caminó, alejando el silencio con sus pisadas y escuchando el vaivén de su propia respiración.
—¡Pacha! —llamó, y para su alivio escuchó como desde el baño trasero de la casa le respondían.
—¡Aquí Franco! —La voz de la mujer ahora era ronca, como si el levantar la voz fuera difícil para ella. La escuchaba toser, pero más que toser era como si se ahogara, como si algo se desgarrara en su garganta cada vez que tosía. Al llegar al baño, la encontró arrodillada en el suelo abrazando la poceta; había estado en realidad vomitando.
—Déjame ayudarte —dijo él sujetándola. Su idea era que ella se apoyara en su hombro para levantarse, pero al ver que su cuerpo cedía suavemente hacia atrás, entendió que no tenía fuerzas para pararse por sí sola. Entonces la cargó acostada, tal como si fueran una pareja de recién casados, y la levantó con tal facilidad que se sorprendió. La anciana no pesaba nada; sentía que había perdido masa muscular en cuestión de horas. Ella recostó su cabeza sobre su pecho y trató de ahogar un nuevo ataque de tos.
Lo peor de todo para Franco fue ver el contenido dentro del inodoro. Este estaba lleno de sangre; era tanta que parecía que hubieran matado algo dentro de él. Un tazón de cerámica blanca, lleno de vómitos carmesíes, tanto que por poco logro causarle también náuseas a él.
La sentó en el sofá de la sala, y fue rápido a la cocina, buscó un envase con agua y abrió la botella. Él mismo guió el pico hasta la boca de ella; temía que no pudiera ni siquiera sostener el agua por sí sola. Bebió un trago largo hasta que el agua se derramó por los bordes de su boca; entonces ahí quitó el envase.
—Gracias —dijo la anciana, aun con la voz carrasposa, mientras se limpiaba el agua de la barbilla con una mano que no paraba de temblar.
—Discúlpame por lo de ayer, no debí... no tenía que dejarte sola.
—Tranquilo... ya estás aquí; por poco ya no me encuentras, muchacho.
La mujer recostó su cabeza contra el espaldar del sofá y, con la mirada en dirección al techo, cerró los ojos como si fuera a dormirse.
—Wilfredo está enfermo, no logra mantenerse en pie —dijo Franco sereno, pero con notable angustia en sus palabras. Ella abrió los ojos y volteó a mirarlo. —Will no puede estar de pie sin ayuda... no sé qué hacer.
—No hay nada que quisiera más que irme contigo y ayudarte con el niño, pero temo que ya mi tiempo llegó a su fin. Debí morir anoche, tenía las pastillas en mi mano y estaba lista para hacerlo. Moriría viendo las estrellas... pero, al último momento me acobardé, quería ver un último amanecer, y lo hice. Me quedé afuera hasta que vi salir el sol. Incluso sentí un poco de alivio en el cuerpo. Así que me levanté a prepararme un té y calentar algo que comer. El simple olor me hizo venirme en vómito y tuve que correr al baño. Sentí como los dientes se me salían con cada arcada y como algo dentro de mí se rasgaba, como si lanzara mis tripas a la poceta... Me encontraste maldiciéndome a mí misma por no haberme suicidado anoche.
Franco sollozaba, quería ser fuerte, pero su labio temblaba mientras intentaba no llorar. Pacha dejó de hablar y lo miró a los ojos; no expresaba dolor ni miedo. En su mirada sólo había confusión, como si no entendiera por qué Franco fuera a llorar.
—No, no seas así —dijo Pacha—. No quiero morir viéndote llorar; estoy lista, pero verte así solo lo hace más difícil.
Franco no aguantó más y, cerrando los ojos, empezó a llorar mientras apoyaba su rostro sobre el hombro de ella.
—No quiero... No puedo... no quiero quedarme solo —dijo moqueando entre lágrimas. Pacha puso su mano sobre su rostro, así Franco sintió su piel tibia y delgada.
—Franco, hace mucho que debimos haber muerto; la radiación se llevó a todos y cada día que seguíamos respirando era inexplicable. Recuerdo muy bien lo que dijiste una noche; pensé en su momento que solo decías bobadas, pero ahora lo creo, esa teoría tuya, esa de que debía haber en el mundo algún inmortal.
Franco lo recordaba, fue en una noche que se quedaron a dormir en casa de Pacha; ella había preparado chicha morada con maíz enlatado, y aunque el sabor era extraño, se lo bebieron todo. El maíz se había fermentado y el trago lo animó un poco a hablar sin parar. Allí contó cómo había leído en internet que matemáticamente es posible encontrarse en algún momento con una persona inmortal. Claro, él sabía que el artículo científico era más complejo y se basaba en leyes matemáticas de probabilidad; la teoría afirmaba que en algún punto de la historia nacería un humano que jamás moriría. Y el creador del artículo motivaba a que algún científico encontrara algún día la solución a la ecuación matemática que demostraba un posible ser inmortal.
Aquella noche Pacha se burló de él, incluso Willfredito no pudo contener las risas. Así que sintiéndose tonto dejó de hablar del tema; se sorprendió que en sus últimos minutos Pacha recordara aquella conversación.
—Creo que le atinaste, muchacho —dijo Pacha—; ese inmortal terminaste siendo tú. Tu misión al final es sobrevivirnos a todos nosotros.
Franco volvió a chillar mientras negaba con la cabeza.
—No... no... no, no. Es mentira, eso que dije solo eran tonterías que leí en Internet, era un problema matemático que algún científico retó a resolver. Nadie es inmortal, no puedo, no quiero vivir sin ustedes...
Pacha mantenía la mano pegada a la barbilla de Franco; con su pulgar dibujaba un círculo sobre la piel.
—Wilfredo —dijo la anciana de repente, sin quitar aquella mirada quieta sobre él—, ve con él, no debe estar solo.
Franco tomó la mano de Pacha y comenzó a besarla tal como un devoto besa la imagen de un santo.
—Me lo llevaré —dijo Franco—. Llenaré un auto con provisiones; será un camión grande, puede que un jeep, algo que me permita manejar por tierra sin asfaltar. Iremos lejos; estoy seguro de que Will enfermó debido a un aumento en los niveles de radiación. Pero a medida que nos alejemos, será más seguro para él; podrá mejorar, podrá recuperarse y...
—Sabes que no funciona así, Franco. —Dijo Pacha, interrumpiéndolo. Franco enmudeció al acto. —Una vez que el veneno está en nuestra sangre, ya no hay vuelta atrás. No lo dejes, no permitas que sufra; ese niño no merece pasar este dolor, no lo dejes experimentar esta agonía.
Franco seguía negando con la cabeza; los ojos comenzaban a hinchársele y ponerse rojos por las lágrimas. Pacha ahora acariciaba su cabello mientras continuaba hablando.
—Ese niño ya ha sufrido mucho, alejado de su tierra por culpa de la mierda del chavismo. Tuvo que ser testigo de cómo su mundo moría, y luego ver cómo lo hacían sus padres. Padeció hambre y frío. Pero nada es comparable con el dolor de morir por radiación. He curado enfermos que en sus últimos días rogaban para que los mataran. No seas egoísta, deja que muera con tranquilidad.
Franco paró de llorar; aquello le había dolido. Pero entendía, sabía que cada día, a partir de ese momento, solo aumentaría el pico de dolor para el niño.
Pacha quitó la mano; ya no podía mantenerla elevada. Bajó la vista al suelo antes de comenzar a hablar.
—Mucho antes de la caída de las bombas, en los primeros años de la inmigración de venezolanos. Fui de las mayores detractoras. Para mí, todos eran ladrones y putas que preferían huir de su nación antes de atreverse a sacar a Maduro. No les guardaba ningún aprecio y me molestaba solo con encontrarme alguno en la calle. Una pareja se mudó a unas cuadras de aquí; apenas eran niños, bueno, niños comparados conmigo. El muchacho tendría a lo sumo 25 y estaba seguro de que la mujer no pasaba de 20. Nunca hicieron nada malo; siempre que yo pasaba con mi bolsa de comida, me lo encontraba reparando algún carro en la calle. El muchacho me saludaba dándome los buenos días, tardes o noches. Jamás le respondí, y cuando lo llegué a hacer era con un tono para que entendiera que no me agradaba. Aun así, el muchacho siempre me saludaba con una sonrisa.
Una noche tocaron mi puerta; era tarde. Me asomé por la ventana y los vi afuera, sudados y nerviosos. La mujer estaba por dar a luz y necesitaban de mi ayuda. Yo les dije que no.
Ella me aseguró que tenía todos los controles, que su bebé nacería por parto natural. Pero que se había adelantado por 1 semana. El centro social donde debía parir estaba demasiado lejos y el muchacho no conseguía un vehículo para llevarla a esa hora. Alguien le había contado que yo había sido partera, lo cual era verdad. Si no existía ninguna complicación, yo podía perfectamente ayudarles. Pero aun así les dije firmemente que no. Mentí diciéndoles que sufría de artritis, que no era capaz de atender ya ningún parto. La muchacha me rogaba llorando y yo temí que terminara pariendo en el porche. Así que cerré la ventana y les dije que tenían que ir a un hospital. A los días supe que lograron conseguir un taxi, pero la muchacha no pudo resistir más y terminó dando a luz en el asiento trasero. El bebé murió ahorcado con su propio cordón umbilical.
Ellos se fueron después de eso, nunca supe a dónde, pero estoy segura de que si no hubiera sido por mi xenofobia, ese niño hubiera nacido sano. Me pesó por un tiempo; al final lo olvidé y continué con mi vida. Cuando comenzó la caída, había en la TV imágenes de las ciudades siendo arrasadas por las bombas. No dejaba de pensar que habíamos llegado por fin al apocalipsis. Temí que el cielo se abriría y todos seríamos juzgados, y yo sería condenada por ese niño que murió por mi culpa.
La mujer se había mantenido hablando serena, pero también arrancó a llorar y ahora era Franco quien presionaba su mano buscando consolarla. Quería decirle que no había sido su culpa, que nadie la iba a juzgar. Pero Pacha continuó hablando.
—Imagina mi cara cuando Will dice que es venezolano. Sentía que estaba en deuda con él, y he dedicado estos últimos meses a darle a ese niño todo el amor que necesitaba. Me duele imaginar que sufra tal tortura. No lo dejes, no pospongas lo inevitable, deja que ese niño se marche sin dolor, no está bien, no se lo merece.
Franco llevó una mano a sus ojos y los presionó fuerte mientras volvía a llorar. Asentía con tristeza, pues comprendía lo que Pacha le estaba pidiendo. Afirmaba para que Pacha se fuera tranquila, pero sabía que en verdad no sería capaz de hacerlo.
—Ahora dame agua para tomarme la pastilla y déjame morir.
Franco tomó el envase de agua; ahora era a él a quien le temblaba la mano.
—Sé que no crees en Dios ni en el cielo —dijo Pacha—, pero ten la seguridad de que esperaré a Will para recorrer juntos el siguiente camino; no lo pienso dejar solo.
Franco no discutió con ella por sus creencias, ya no; incluso envidió por un momento el poder tener aquella fe ciega que le daba fuerzas en su último momento. Pacha se metió la pastilla a la boca y Franco le dio de tomar agua. Era su último trago.
Ella cerró los ojos y recostó su cabeza sobre el espaldar.
—Te amo, Pacha —dijo Franco, besando su frente.
—Yo también te amo, mi muchacho —respondió ella con la voz débil y adormecida.
Franco se levantó y caminó hasta la puerta, aun con los ojos rojos. Ya no lloraba, incluso sentía paz por ella. Antes de salir se giró para verla por última vez; estaba allí sentada, dormida e inmóvil. Murió en su hogar, tal como había dicho tantas veces que haría.
Franco le dio las gracias por todo y salió de la casa cerrando la puerta.
Durante el camino de regreso volvió a pensar en la tonta teoría que había visto en internet, sobre que matemáticamente era posible y demostrable que algún día aparecería un humano incapaz de morir... Desechó al instante el pensamiento y lo tachó de ridículo. Pero también tenía cierta sensación de temor. Luego solo pensó en Willfredito y en si tendría fuerzas para poder dejarlo ir.
Al regresar a casa, experimentó la misma sensación que cuando llegó donde Pacha. La sensación de que había llegado tarde. Un temor impulsado por encontrar todo en completa oscuridad.
—¡WILL! —gritó al entrar.
—¡Aquí! —respondió el muchacho y Franco suspiró aliviado.
Al llegar al sofá, lo encontró acostado leyendo el último libro de la saga de Harry Potter.
—¿Creía que apenas ibas por el tercero? —preguntó Franco.
—No aguanté más y quise leerme el final —respondió Willfredo con calma—.Además, ya vimos las películas, así que no estoy leyendo nada que no supiera antes.
—Claro —dijo Franco, un poco confundido. Aquel niño aterrado que había visto en la mañana ya se había esfumado.
—Voy a encender la planta eléctrica; termina tu libro y espérame aquí.
—No me moveré —dijo el muchacho y quitó la mirada para continuar leyendo su libro. Franco sintió algo de sarcasmo en su respuesta, pero solo se dio la vuelta y salió a encender el generador.
Cuando la planta comenzó a mandar corriente a la casa, esta instantáneamente se iluminó y el silencio quedó reemplazado por el sonido del motor de la máquina. Ahí Franco se percató que Willfredo no le había preguntado por la anciana, no era normal, el adoraba a Pacha, era imposible que pasará aquel detalle por alto . Ademas, Franco aun tenia los ojos hinchados, dando muestra de que había llorado bastante.
Sabia que Wilfredito era inteligente, sabia que la mujer no estaba bien. Pensó que lo mejor era no sacar el tema a menos que Will lo hiciera primero.
Cuando volvió a la habitación vio que lanzó el libro lejos de el.
—¿Tomaste algo para el dolor? —Pregunto.
—Si, si claro, ya me siento mejor.
—Claro... lástima, con el cuerpo así no seria justo darte una paliza en Mortal Kombat.
—Por favor, puedo barrer el piso contigo aun con las manos atadas.
Franco encendió la TV y preparó el equipo de videojuego.
Pasaron rato divirtiéndose, intercambiando burlas uno al otro mientras sus personajes se masacraban dentro de la pantalla, una y otra vez. El Rayden de Franco estaba recibiendo un Fatality de parte del Subzero de Willfredo. Entonces recordó que este no había comido nada.
Dejó que Will se vanagloriará por ser quien llevaba mas peleas ganadas y lo dejo jugando en modo solitario mientras buscaba algo para comer. No quiso perder tiempo cocinando, preparo palomitas de maiz instantáneas en el micro, mientras sacaba del almacén bolsas de Cheetos rufles y doritos... ese día estaba bien comer chatarra, ademas puso unas latas de Pepsi a enfriar en el congelador.
Decidieron cambiar el juego a Need for Speed y ahora ambos conducían autos de lujo a toda velocidad en las oscuras calles de Las Vegas. Se divertían como nunca, tanto que no se dieron cuenta de lo rápido que caía la noche.
—¿Me gustaría ver las estrellas? —dijo Willfredito, lanzando el control a un costado mientras se limpiaba la cara llena de Cheetos con el brazo. Franco solo asintió.
Se preguntó ¿por qué? ¿Qué de especial tendría ver las estrellas como tantas veces? Pero se guardó las dudas para sí mismo. Sacó un par de sillas de playa y las puso en el césped del jardín. Luego regresó por Willfredo y este le lanzó los brazos encima, dándole a entender que necesitaba que lo cargara.
Al igual que en horas pasadas había hecho con Pacha, Franco llevó al muchacho y lo acomodó sobre la silla donde tendría una vista de todo el cielo estrellado.
—Voy a preparar chocolate —dijo Franco mientras lo arropaba con un cobertor. El niño solo asintió mientras veía el universo encima de él con tal fascinación, como si fuera la primera vez que viera todos aquellos puntos de luz sobre él.
—Franco preparó chocolate y buscó en el almacén un par de raciones de ponqué Rifel. No entendía cómo aquellas tortas podían durar tanto tiempo sin dañarse. Todos los productos de harina ya habían desarrollado hongos; para Franco eso sí era un verdadero milagro.
Al salir, vio cómo el niño limpiaba un par de lágrimas que rodaban en su rostro y le entregó la taza de chocolate aún humeando con la ración de torta sobre ella. No dijo nada, solo se sentó en la silla a su lado y juntos contemplaron la bóveda celeste que aquella noche les regalaba una visión extraordinaria de aquellos cuerpos celestiales.
Franco quería decir algo oportuno, alguna frase digna del momento, alguna oración poética o significativa. Pero nada llegaba a su mente, y temía el terminar diciendo una tontería que arruinara el momento.
—Es como año nuevo, pero sin fuegos artificiales —Dijo Willfredito de repente, sin quitar la vista en el cielo. Franco sonrió y asintió, entonces se levanto al recordar algo.
—Espera aquí, te tengo una sorpresa.
Franco corrió hasta el garaje emocionado, levantó la lona y encontró lo que había guardado hace tiempo, se agradeció a si mismo por haberlo traído a casa. Salio cargando aquella caja apenas mas grande que un cajón de cervezas, encontró a Willfredo terminando de devorarse el ponqué y pasando los dedos en el borde de la taza vaciá de chocolate. Paso junto al muchacho y llego hasta el borde de la casa donde dejo la caja en el suelo. Por un momento temió que estuvieran muy cerca de la casa, y pudiera ocurrir algún accidente. Pero ya no podía dar vuelta atrás, sacó el encendedor del bolsillo y prendió la mecha, cuando la chispa comenzó a moverse se alejo corriendo para sentarse junto a Will. Ambos taparon sus oídos para protegerse del sonido de la explosión y vieron fascinados como se iluminaba la caja, y bañada en doradas chispas de fuego comenzó a lanzar los cohetes de luz hacia el cielo.
El misil de pólvora se elevaba en la oscuridad con un silbido agudo, dejando una estela de luces mientras se abría camino en la noche, hasta que alcanzo su máxima altura y se abrió en una explosión, formando por unos segundos un hermosa flor hecha de cientos de puntos en llamas y colores. Franco llegó a pensar en el pasado que aquellas cosas eran banales e innecesarias y solo lo veía como una excusa ridícula para gastar dinero en las celebraciones. Había traído la caja pensando que le seria útil si en algún momento necesitará hacer una señal que se viera a kilómetros, tal vez por si algún avión sobrevolara la ciudad.
Ahora que observaba los fuegos artificiales junto a Wilfredito entendía la magia de poder admirar lo bello de algo tan sencillo y a la vez tan fugaz... como la vida misma.
Se acostumbraron rápido al sonido, así que se quitaron las manos de los oídos. Franco con lágrimas observó al muchacho y noto que este también lloraba mientras veía las luces, eran lagrimas combinadas con una sonrisa. Era feliz, los dos eran felices en ese momento. Y lo imaginó como un niño pequeño, de 4 a 5 años que miraba el año nuevo junto a su padre.
Una ultima explosión púrpura ilumino la noche y todo quedo nuevamente silencio.
—Qué estafa —dijo Franco—. Supuestamente eran 100 luces, no creo que llegaran a explorar siquiera la mitad.
Wilfredo pestañeo, como si hubiera despertado de algún trance.
—Franco... ¿quedó? ¿Quedó más chocolate caliente?
Franco tuvo una sensación extraña, como si aquello no fuera en realidad lo que el muchacho hubiera querido decirle. Solo asintió y respondió que sí, y lo dejó sentado mientras corría a la cocina.
Franco entendía lo que estaba sucediendo; Wilfredo se había dado por vencido, seguro quería grabar momentos añorables y trataba de pasar con calma sus últimas semanas, tal como un enfermo terminal que pide ver por última vez el océano... Tal como Pacha.
Pero no, no lo permitiría, no lo dejaría; mientras Franco llenaba la taza de chocolate, maquinaba en su mente el plan a seguir a partir del próximo día. Tomaría un vehículo grande y lo llenaría de provisiones e insumos para un largo viaje. Lo acomodaría de manera que Wilfredo viajara acostado, llevaría medicamentos suficientes para cualquier percance que surgiera y llevaría al muchacho lejos de la ciudad. Estaba seguro de que lo que le estaba afectando era una elevación en los niveles de radiación, que seguro era traída por corrientes de aire de otros países. Pensaba que si se alejaba, Wilfredo mejoraría, ya que era inmune a la radiación igual que él.
Viajarían a Venezuela; decían que estaba libre de radioactividad, solo era un rumor, pero era mejor que nada.
Además, existía la posibilidad de poder encontrar algún refugio que pudiera recibirlos; seguro en algún lugar debía existir un búnker bajo tierra, donde los sobrevivientes debían estar refugiándose. Investigando cómo curar el envenenamiento por radiación, y podrían ayudar al muchacho.
Claro que los admitirían, ellos eran verdaderamente inmunes; en su sangre podrían encontrar la cura... Serían unos salvadores para la humanidad.
Despertó de su imaginación al oír un cohete silbar y explotar en el cielo; se habían reanudado los fuegos artificiales por sí solos.
Salió de la casa aferrado a su nueva esperanza de recorrer el mundo a lo Mad Max con un camión modificado. Dando su vida para que Wilfredito se recuperara y juntos encontraran aquel refugio que seguro estaba esperándolos en algún lugar.
Llegó a la silla y, sonriendo, le ofreció la taza con chocolate al muchacho. Este la tomó con ambas manos y comenzó a beber sin parar el dulce líquido mientras las gotas se derramaban por sus mejillas. No se detuvo hasta que sonó el sorbo final dentro de la taza. Franco cambió rápido su sonrisa y confundido vio como en el suelo una caja vacía de la pastilla del último paso.
Todos sus planes se esfumaron de inmediato; aquel era el último trago del niño. Había decidido morir viendo los fuegos artificiales.
Franco se sentó a su lado y rodeó el hombro del muchacho con su brazo. Wilfredo recostó la cabeza y cerró los ojos, comenzando a sentir pesadez y sueño. Todo mientras frente a ellos continuaban las explosiones de la pirotecnia.
—Gracias, Franco —dijo el niño casi con un susurro.
Franco besó su cabello y, entre lágrimas, le dijo que lo amaba.
Lo presionó firme contra su cuerpo mientras sentía cómo el muchacho comenzaba a perder fuerzas. Sintió cómo su respiración se volvía cada vez más leve. Hasta que con un suspiro su pecho se detuvo y el niño exhaló su último aliento.
Franco no pudo resistir y, aun con las últimas explosiones en el cielo, comenzó a llorar sin controlarse, mientras levantaba el cuerpo aún caliente del niño y lo agitaba tratando de despertarlo.
Cuando el último cohete explotó, Franco había llorado tanto que el cabello de Wilfredito estaba húmedo por tantas lágrimas. El aire quedó con un olor a pólvora quemada y de nuevo la ciudad volvió a quedarse en completo silencio; solo podía oírse a kilómetros el llanto de Franco, quien chillaba sin control mientras las estrellas eran las únicas testigos de su dolor.
Cuando logró parar de llorar, acomodó el cuerpo del muchacho de forma que parecía que solo dormía. Entró a la casa y buscó sus herramientas; tenía trabajo que hacer.
Uso la sábana de Batman para cubrirlo; era la favorita de Will. Lo arropó con ella y lo acostó en el suelo con suma delicadeza, mientras besaba su frente y le repetía que lo amaba.
Levanto el pico y lo dejo caer con fuerza en el suelo, logrando hundirlo en la tierra y levantando un pedazo de la alfombra del césped. Lo enterraría ahí mismo donde había sido su hogar. Podía usar la máquina excavadora, pero deseaba hacer aquella tumba con sus propias manos. Lo necesitaba.
Enterró repetidas veces el pico y, cuando hubo aflojado suficiente tierra, comenzó a sacarla con la pala. Cavaría un foso lo suficientemente hondo para que el cuerpo entrara cómodo.
Pasó más de una hora cuando al fin había hecho una tumba que le llegaba hasta la cintura. Tenía las manos rotas, llenas de vejigas abiertas y rojas de sangre. No le importaba el dolor; cavó y cavó sin parar.
Salió del hoyo y levantó el cuerpo del niño; ya estaba rígido. Entró con delicadeza a la tumba y con suavidad lo acostó dentro de ella.
Por un momento tuvo el deseo de enterrarse ahí mismo con él.
Dio un último beso al muchacho y le agradeció por haberlo salvado de la soledad. Salió y comenzó a arrojar las paladas de tierra, una tras otra, hasta que vio la sabana perderse entre la negra tierra. Volvió a llorar mientras seguía llenando la tumba, y cuando al fin pudo terminar de echar toda, se lanzó sobre el bulto sobresaliente y comenzó a abrazarlo, sintiendo la arenosa tierra en su rostro. Las lágrimas crearon una capa de lodo en sus mejillas, y en posición fetal logró caer dormido a pesar del frío nocturno que arreciaba contra él.
Fue el sonido de sus pisadas sobre la arena lo que le despertó. Caminaba por el desierto interminable mientras el sol bañaba sin piedad su cuerpo. ¿Cuánto tiempo llevaba caminando? ¿Desde cuándo estaba inconsciente? Estaba confundido y no entendía nada. Franco levantó sus palmas y lo que vio fueron unas manos tan envejecidas y secas como las momias que encontraban congeladas por miles de años.
No tenia un espejo pero estaba seguro que su rostro era el de un anciano decrepito, un cadaver andante que avanzaba sin sentido por un mundo desolado y consumido por la radiactividad.
Tenia que ser un sueño, aquello no podía ser verdad, estaba en una pesadilla donde caminaba sin descanso en un mundo muerto, un planeta donde todo había perecido excepto el.
¿Y si todo aquello era verdad? Tal como le había dicho Pacha... Y Franco resulto ser un ser inmortal, había vivido tanto que su mente se deterioró y se apagaba cada cierto tiempo, allí el se movía automático, mientras estaba en un coma cerebral, dentro de un ciclo donde despertaba cada cierto tiempo solo para darse cuenta del infierno que vivía. Y luego de enloquecer debido a no soportar su realidad, su mente volvía a la inconsciencia.
Se preguntó cuantas veces habría recorrido el mundo buscando otro ser con vida, todo para terminar dándose cuenta que ni las cucarachas habían podido sobrevivir al Apocalipsis nuclear. Solo quedaba él, el último inmortal.
Seguía sin poder creerlo, tenía que ser un sueño. Hace mucho que debió haber intentado lanzarse desde un risco alto, quemarse con fuego hasta quedar hecho cenizas, o dejar de comer para caer por inanición... aunque nada le aseguraba que no hubiera intentado todo eso antes y siguiera aun aquí, errante y andando por un planeta seco y vacío.
Recordó a Pacha, a su vida antes de la caída y obviamente recordó a Wilfredito. Recordó su final antes de enterrarlo.
No lloro, ya no podía, no tenia suficiente humedad en su cuerpo para poder producir lagrimas. Pudo dejar de caminar solo para caer arrodillado en aquella tierra seca. Miró hacia el cielo y traro se gritar pero los sonidos que salían de su garganta apenas eran lamentos ininteligibles. Aun así rogo una y otra vez pidiendo que su martirio acabara, pidiendo que le quitaran aquella inmortalidad.
—¿Deseas morir? —dijo una voz grave desde el cielo. Franco sabía aquélla voz que pertenecía a un Dios al cual había negado toda su vida.
—Eres inmortal porque guardas la última semilla de vida, cuando la radiación se agote y el aire contaminado se limpie. La tierra podrá volver a iniciar su ciclo, y tu cuerpo servirá como abono para que se desarrollen las primeras células que darán origen nuevamente a la vida en el planeta... Podrán pasar millones de años, Franco, y tú seguirás caminando por la tierra. Descansarás solamente cuando tengas mi permiso para morir.
Franco cerró sus puños y pidió que por favor le quitara aquella inmortalidad, aquel infierno que era injusto.
—Déjame morir para verlos otra vez, te lo ruego. —Sus palabras eran apenas balbuceos de Franco, aunque sabía que Dios podía entenderle claramente.
Hubo un silencio; el sol se volvía más brillante, tanto que la luz lograba que a Franco le ardieran sus ojos.
—Fuiste bueno con el niño, aun cuando aquello no era tu obligación —dijo la voz— y cuidaste de la anciana, aun sabiendo lo delicada que era por su edad...
De nuevo silencio; el mundo callaba cuando aquella voz hablaba. Era una voz que podía escucharse en todos los rincones del planeta.
—Podrás por fin descansar, Franco; he decidido quitar esa carga de tus hombros.
Y entonces una enorme nube de tierra se levantó y Franco quedó atrapado por ella.
Cuando despertó ya era de día, los primeros rayos del sol comenzaban a bañar con su luz a toda Lima.
Franco seguía sobre la tumba de Wilfredito. Supo que todo había sido un sueño. Cayó en cuenta que volvía a quedarse solo y tuvo de nuevo ganas de llorar.
Entonces una extraña tos nació en su pecho y lo hizo quedarse en el suelo mientras tosía y tosía sin parar.
Gotas de sangre cayeron sobre la tumba, hasta que por fin pudo calmarse. Sintió tal dolor que pensaba que sus pulmones debían estar rasgándose. Sintió el agrio sabor de la sangre que bajaba por sus labios. Llevó sus dedos a su rostro y descubrió que era su nariz la que había comenzado a sangrar. No podía creerlo, así que sacudió su mano y la metió dentro de su boca. Sujetó con los dedos uno de sus dientes; la encía le dolía, sintió una punzada molesta cuando comenzó a mover su diente de un lado a otro, notando cómo este se abría espacio entre la carne blanda y sangrante. Hasta que dio un pequeño tirón y pudo sacar su diente aun con un pequeño pedazo de carne en la raíz. Había salido con bastante facilidad.
Franco comenzó a reír, pero era una risa débil, cortada por lágrimas que volvían a aparecer en aquéllos ojos rojos, con los vasos sanguíneos rompiéndose en ellos. La risa comenzó a volverse incontrolable, tanto que le dolía el pecho por reír. A pesar del dolor, no paraba de carcajearse.
Había perdido al fin la cordura, estaba enloquecido de felicidad. Al descubrir que no era inmortal
Envuelto en aquella locura se permitió creer que si habría un mas allá donde se reuniría con Pacha y Wilfredito.
Y con su alocada sonrisa agradeció el poder recibir el dulce y cálido regalo del final de su sufrimiento, el beso que solo podía darle la hermosa muerte.
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