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Los sabuesos diabólicos

A pesar de todo el alboroto que estaba sucediendo en ese momento alrededor del castillo, el Rey Max continuaba en el comedor, con los ojos enrojecidos mirando a su esposa, la Reina Anastasia, que aún estaba al lado del rey de Florentina, esta vez tomados de la mano y sin pantalones todavía. El Rey Max no podía contener su asco, su ira, su tristeza, su decepción. Su reino, hasta hace poco triunfante, estaba siendo atacado por una horda de miles que definitivamente acabarían con la vida de todos y tomarían sus tierras; por otro lado había descubierto lo que más dolor le causó: su esposa estaba acostándose con el Rey de Florentina mientras él como imbécil peleaba por su patria, creyendo que la Reina valoraba sus acciones. Era toda una completa mentira.

El Rey Max no podía ni hablar, aquel duro golpe lo había lastimado más que cualquier herida en batalla.

—Ya es hora de que te rindas, Max —dijo el Rey de Florentina.

—Morir en el intento, pero rendirme jamás —dijo el Rey, con el frágil valor que le quedaba.

El Rey florentino se acercó y le soltó un puñetazo que derribó al Rey Max, pero este se puso en pie de nuevo para devolverle el golpe. El Rey florentino esquivó el puñetazo, defendiéndose con el antebrazo y le soltó un derechazo que hizo a Max dar dos pasos, pero sin hacer caso del dolorsazo regresó los pasos y como un marcapaso se incrustó en el brazo del falso Rey, que por el tortazo calló con su peso en el piso y puso una pose de epiléptico gritando todos los "azos" y "asos" por haber, (si no entienden, sigan leyendo):

—¡Azo...! ¡Azo...! ¡Azooten al Rey Max hasta que muera!

Este grito fue dirigido a sus soldados, que ya habían llegado hasta allí y que corrieron a apresar al Rey y volverlo prisionero. La Reina Anastasia observaba todo con un mar en su interior, que chocaba con las rocas de sus sentimientos y la atormentaban. Pero no desistió, prefirió el dinero y las victorias del Rey florentino, aunque sabía perfectamente que al irse con él, no sería más que una de las 50 esposas que ya tenía.

El Rey Max se dejó llevar por los soldados, a donde sea que lo llevaran, agotado y con el orgullo por el suelo. Creyó que su autoestima no podía bajar más, cuando empezaron a bajar las escaleras, hundiéndose en su miseria, arrastrado por aquellos soldados que pusieron esposas en sus muñecas. Lo irónico es que tenía esposas en sus muñecas y él había sido el muñeco de su verdadera esposa. Todo esto cavilaba el Rey, mientras alrededor los soldados (que ya habían matado a todos los monstruos prisioneros, incluso al hombre oso y a los dos aliens) saqueaban y violaban a sus criadas, prendían fuego a los aposentos, se robaban las joyas, destrozaban las mesas, mataban a los criados y a los soldados y tumbaban las paredes del castillo con explosivos mientras reían divertidos.

Diamantino se venía abajo, pero esta vez definitivamente. El imperio, el castillo, se desmoronaba.

Los soldados arrastraron al Rey Max, afligido, y su esposa y el Rey florentino (todavía en calzoncillos) venía detrás de la fila. Cruzaron el portón, con solemnidad, y una noche de estrellas relucientes, la misma noche que vio el triunfo efímero de Diamantino la vio caer pocas horas después, la misma noche que vio el singular hecho del portal de la niebla; que trajo a Megan y a Beatriz a aquella tierra lejana y extraña; la misma noche que vio a Guss declarársele a Rosemary; la misma noche en que yo escribí esta historia...

Con una orden de su mano, el Rey en calzoncillos, solicitó a sus soldados que salieran del castillo y que rápido, rápido, soltaran los cañones para acabar de una vez por todas con aquella caserona hermosa. Los soldados obedecieron y uno a uno se fueron llamando por sus nombres, reídos y satisfechos por el caos, y salieron de aquel lugar, y aglomerados en el camino que conducía al hábitat del Rey Max, vieron cómo los cañones rompían cada pilar, cornisa, azotea y fachada del castillo. Se vino abajo todo, como torres impactadas por aviones comerciales, y los cimientos se hicieron trizas. El castillo, como un monstruo encendido, sepultó bajo las explosiones el cuerpo de los criados, las damas, los caballeros, el mayordomo Raél y todos los que no pudieron escapar. Una humareda enorme como el brazo de un gigantesco cíclope se elevó en los aires con su color negro de mal agüero, y rellenó las nubes blancas, manchándolas de muerte y calamidad, ocasionando que la noche se cirniera en una bruma triste.

La ciudad antigua, al otro lado del río, contempló este espectáculo aterrador; los ciudadanos se agrupaban en la ribera, viendo como sus reyes eran derrotados de una forma tan cruel y despiadada.

El Rey florentino, sonriendo al lado de la Reina Anastasia, la tomó por el brazo y la besó como si quisiera succionarle los órganos, enfrente del Rey Max, que no tenía fuerzas para alzar la cabeza.

De un costado del camino, por el páramo, llegó otro grupo de soldados armados, que traían de rehenes a Megan, Beatriz, Gusstave y Rosemary, los cuatros jóvenes muchachos que pudieron escapar del castillo pero que tendrían un terrible fin.

—¡Creo que son sus hijas! —gritó el soldado que agarraba por los hombros a Meg y a Bea—, ¡casi se escapan pero los interceptamos por aquí cerca!

El Rey Max alzó la cabeza y vio a las niñas y a sus criados.

—No te gustaría que tus hijas sufrieran un daño, ¿o sí? —preguntó el Rey florentino, con malicia, al ver gesto de interés que había florecido en la cara de Max.

—No seas imbécil, yo no tengo hijos —contestó Max, insensible—, esa perra no me dio cachorritos.

La Reina Anastasia se ofendió muchísimo con ese comentario, pero no dijo.

—Vuélveme a decir imbécil —dijo el Rey florentino, aguantando la rabia —y te arrancaré los dientes.

—Lo siento, imbécil, pero tú y tu el término imbécil son uña y mugre, palabra y acepción...

El Rey florentino le propinó un puñetazo en la cara al Rey Max, que lo hizo tambalear al suelo y caer arrodillado.

—Discúlpate con tu nuevo Rey —exigió el florentino.

—No imbécil...

—¡Discúlpate! —y le propinó una patada en la cara.

El Rey Max cayó hacia atrás, sangrando por la nariz y la boca y exhalando cansado, pero volvió a su posición de arrodillado para decir:

—Rey imbécil, ponte pantalones al menos...

El Rey florentino se encolerizó aún más y se dirigió a donde estaba el soldado que agarraba a Megan. Apartó la mano del soldado y jaló a Megan violentamente, hasta ponerla frente al Rey Max apretándole el cuello. La niña miraba con ojos llorosos y trataba de respirar, pero la mano huesuda del florentino la estaba asfixiando.

—Discúlpate, o mataré a tu hija.

El Rey Max la miró por unos segundos y volvió a dejar caer su cabeza.

—Me da igual, mátala, ni la conozco —dijo.

Rosemary y Guss palidecieron boquiabiertos y Bea tembló, tembló mucho.

—De acuerdo —dijo el Rey florentino—, entonces así será.

Jaló a la niña y la aventó al suelo, luego pidió una escopeta a un soldado y apuntó a Megan, justo en la frente.

La iba a matar. Megan comenzó a llorar desconsolada, sin poder hablar, con los castañeteando y Beatriz la miraba aterrada. Algo estaba explotando en el interior de la chica muda, algo que le exigía no quedarse sin hacer nada.

El Rey ya tenía el dedo sobre el gatillo, apretó un poco y el gatillo se movió...

Beatriz no lo podía permitir. No.

Como un ataque de rabia repentino la niña zarandeó la mano del soldado que la retenía y se escapó de sus manos para correr hacia Megan.

—¡Nooo! —gritaba desgarrada—¡Déjela!

La niña sacó ese grito del alma y antes de que se diera cuenta, se abalanzó sobre Meg, para protegerla. Pero todo pasó muy rápido. En el preciso instante en que el Rey florentino apretaba el gatillo, un relámpago estruendoso y luminoso cayó cerca de ellos, haciéndolo errar el tiro y distrayéndolo por varios segundos. Todos se quedaron quietos mirando el sitio en donde había caído el rayo.

En el cielo sobre la multitud se propagó una espesa tiniebla negra, que no pertenecía a la humareda del castillo, pues parecía cobrar vida por su cuenta. Se movió por el páramo, alrededor de las cabezas, de los árboles quemados y las ruinas humeantes, y se tragó el lugar haciendo que la noche se volviera totalmente oscura. Los gritos de confusión no se hicieron esperar.

—¿Qué rayos está pasando?

Beatriz tomó de la mano a Megan y la levantó, yendo a tientas, apenas podía ver lo que había alrededor. Se chocó con varios soldados que se movían desconcertados, pero todos estaban confundidos como para prestarle atención. Cerca de donde estaba encontraron a Guss y a Rose, quienes se habían librado de los soldados que los apuntaban, y los tomaron de las manos también. Los cuatro, tomados de la mano, fueron apartándose de donde creyeron que estaba la multitud.

—¡Es el portal de la niebla! —susurró Beatriz.

—Bea, ¡estás hablando!

Guss dijo:

—No es la primera vez que veo al portal volver dos veces en un día, estamos de suerte. Pero no nos detengamos, no sabemos qué pueda salir de aquella neblina ahora.

Los cuatro se alejaron lo más que pudieron de la neblina, y de repente, detrás de sus espaldas empezaron a escuchar unos ladridos estridentes y Megan observó, con su mirada conmocionada, por la curiosidad llevada, y vio que varias antorchas habían aparecido y se movían con la rapidez de los veleros, de un lado a otro, perorando aquellos ladridos bestiales.

—¿Qué es eso? —cuestionó Rosemary, que también lo había visto.

—¡Son sabuesos diabólicos! —exclamó Megan—, ¡entonces se ha hecho realidad! Las bestias no existen sólo en libros de detectives clásicos.

—Si son sabuesos diabólicos mejor que salgamos de aquí cuanto antes —respondió Rosemary.

Efectivamente, del portal de la niebla surgieron aquellas criaturas, con forma de perros pero mucho más grandes que los caballos incluso, que rugían exhalando fuego por sus hocicos y por sus ojos llameantes. Los perros enormes corrieron de un lado a otro, mordiendo a los soldados que intentaban disparar a aquellas antorchas demoniacas, pero se movían con tanta rapidez que era imposible darles. Además, eran numerosos, ¡cientos y cientos de aquellos infernales aparecían de la bruma de la misma forma en que Megan y Beatriz aparecieron en aquel mundo extraño! El escenario era atroz, cargado de muerte, de gritos, de sufrimiento. El propio Rey florentino, fue aprisionado por las fauces de los rabiosos. Ni siquiera el Rey Max ni su traidora esposa se salvaron. Más de 26, 000 soldados perecieron debido a aquellos monstruos hambrientos y confundidos que salieron de la nada. Sólo Megan, Beatriz, Guss y Rosemary lograron escapar, escondiéndose entre los herbazales de aquel páramo desolador.

Los sabuesos se dieron un festín y cuando terminaron echaron a correr hacia el puente, hacia la ciudad. La gente que estaba viendo todo en las riberas gritó aterrorizada y se encerró en sus casas, corrió y muchos más murieron. El caos reinó, un caos apocalíptico tan terrible, que hasta tiemblo al escribirlo aquí. Me perdonarán si no describo todo el horror de aquella noche.

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