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El castillo

Meg y Beatriz se miraron boquiabiertas, buscando en sus mentes alguna razón concebible por la que se hayan trasladado de forma mágica a un sitio como ese, una tierra en otro lugar. Meg había leído sobre viajes entre dimensiones, sin embargo, no creía que fueran posibles. El suceso le decía lo contrario, ya no sabía en qué creer.

La ciudad antigua estaba habitada, se veían pasar las carretas y carrozas por la calle que colindaba con las corrientes tranquilas del río y había gente, pequeñita, pero se lograba ver que llevaban puestos ropajes de épocas victorianas que sólo salen en las películas. ¡Qué rareza estaban presenciando!

—Beatriz, Beatriz, estamos perdidas... ¿Dónde están nuestros padres? Hay que buscarlos -decía Meg, saltando y rodeando el lugar con los ojos, pero por más que miraba a todas partes no divisaba a ningún grupo familiar como el de ellas.

La niebla se había desvanecido, la noche era muy clarísima de nuevo y la reforzaban las luces de las farolas y casas. Era tan extraño todo. A un lado de donde estaban, cruzaba por el río un puente de arcos hecho con piedra y el camino conducía al castillo que habían visto al principio.

Megan y Beatriz siguieron el camino con la vista y observaron un curioso espectáculo: una fila de carrozas, caballos y carretas cruzaba el puente en dirección al castillo. Muchos hombres que ahí iban estaban armados. ¿Qué hacer? ¿Qué tal si era peligroso ir a preguntar por sus padres a esa gente extraña?

—Beatriz, no podemos quedarnos aquí —dijo Meg.

Pero Beatriz la miraba con ojos suplicantes, como con miedo. Temblaba además. Lo que Beatriz quería era volver con sus padres y aún sentía rencor por que Meg la hubiera distraído. <<Tú eres la culpable>>, pensaba.

—Beatriz, ya no me mires así -rogaba Meg e intentó tomarla de la mano para conducirla con ella, pero Beatriz se apartó rápidamente y la miró con rabia. Los ojos los tenía llorosos.

<<Malcriada, malcriada>>, pensaba Beatriz, aunque Megan ni se lo imaginaba.

—En estos momentos me gustaría mucho que hablaras -dijo Megan.

La caravana del camino peroraba un cantar que llegó a sus oídos:

—¡Viva Diamantino! ¡Viva! ¡Por todos los soldados muertos, por todos los soldados vivos! ¡Viva! ¡Por más grande que sea el enemigo nunca nos rendimos! ¡Viva!

Y enseguida soltaron disparos al aire que atronaron estruendosamente en la noche y se escuchó un montón de aullidos de lobos, o coyotes. Meg sintió pavor.

—Bea, creo que debemos irnos.

¿Pero adónde?

—Bea, no lo sé. No lo sé Bea, creo que debemos encontrar a alguien que nos ayude. No sabemos nadar, así que tendremos que cruzar el puente.

Beatriz señaló con su dedo el puente del que hablaba Meg. La multitud seguía cruzándolo, con sus armas, soltando tiros al aire y repitiendo el cantar.

—¡Viva Diamantino! ¡Viva!

—Tienes razón, Bea, no podemos meternos allí.

Bea señaló el castillo.

—¿Con ellos? Pero allá se dirigen.

Bea se encogió de hombros y frunció el ceño. De inmediato, sin que Meg pudiera detenerla, se abalanzó hacia el castillo, corriendo bajo su gorro, lo más rápido que pudo.

—¡Bea!, ¡No! —gritó Megan y corrió tras de ella.

Las piernas de la niña estaban agotadas y aún adoloridas por las vueltas que dio en la bajada. Corrió, sin embargo, lo más que pudo, para detener a su amiga, pero ella ya le había sacado ventaja. Cruzaron el matorral esquivando zarzas, tratando de no caerse y mientras tanto los gritos de ¡Viva! en el camino contiguo se escuchaban con más pasión. Megan sentía que el corazón se le iba a salir por la garganta. Beatriz no se detenía. En instantes se perdía detrás de algunos herbazales y luego reaparecía, agitada y sudorosa.

La carrera las llevó muchos metros hasta que llegaron a las cercanías del castillo, en donde los pinos se elevaban enhiestos. La caravana aún no llegaba, pero en la escalinata del enorme recinto habían más personas vestidas elegantemente. Todas estaban enfiladas en los escalones a la espera de la multitud de soldados que desfilaban con sus gritos de guerra. Beatriz se internó entre los setos que adornaban el sitio, atravesando las sombras de los pinos.

Y la caravana se escuchaba más cerca. Meg ya no podía gritar. No quería ser escuchada. Pero Beatriz estaba muy adelantada.

Beatriz emergió de entre los arbustos y se detuvo desfallecida en el empedrado camino frente a la escalinata exhalando con violencia. Los hombres y mujeres que yacían de pie sobre la escalinata lanzaron exclamaciones de sorpresa al ver a la niña aparecer de esa manera. La caravana, liderada por varias carrozas tiradas por corceles de raza pura se acercaban, pero en el preciso momento en que Megan, respirando con violencia, surgía también de los arbustos para caer de rodillas sobre su amiga, se detuvieron y lanzaron exclamaciones de sorpresa. La gente empezó a rumorar.

—¿Qué ha pasado aquí?

—¿Qué es esto?

—¿Quiénes son?

Meg y Beatriz permanecieron en el suelo arrodilladas producto de la agitación, mirando a todas partes con miedo. Un viejo de bigote blanco agarró un monóculo que colgaba de su cuello y se acercó para examinar severamente a las dos pequeñas. Unos segundos después, con el silencio producido por el inesperado suceso, el viejo, lanzando un suspiro de asombro, gritó:

—¡¿Otra vez!?

Las mujeres y hombres parados detrás en la escalinata (que eran criados del castillo) exclamaron asombrados. Los soldados en las carrozas también.

—¿Qué pasa, mi querido Raél? —preguntó un hombre que conducía una de las carrozas y que llevaba una hermosa corona de oro.

—Mi Rey, mi Monarca, oh, mi gran Señor —dijo el viejo, con melodrama—, me temo informarle a usted, a la Reina, a todos los aquí presentes...

—¡Por favor, sin rodeos! —gritó una voz masculina, entre la multitud.

El viejo Raél miró a todos enfurecido.

—¡Se ha abierto el portal! —sentenció, y todos los presentes volvieron a exclamar de asombro, pero con más fuerzas.

—¡Por Dios! ¿Qué ha dicho? —dijo alguien.

—¡El portal está abierto!

—¿Y cómo? ¿No se había solucionado?

—¡Dios nos libre! ¿Pero cómo sabe?

—¡Silencio! —gritó el Rey —¡Silencio! Nuestro querido Raél debe tener alguna razón para pensar que fue esto y no otra cosa. Dime, Raél, ¿porqué lo dices?

—¡Mi señor! ¿No ve aquí a estas dos muchachitas?

Megan y Beatriz escuchaban todo sin decir nada y sin entender a qué se referían esas extrañas personas.

—Ya las veo —añadió el Rey, bajándose de la carroza con mucho interés.

Los cuatro caballeros que escoltaban su carroza, que era la más grande de todas, siguieron sus pasos y bajaron de sus corceles, acercándose con el Rey hacia donde se encontraban las dos niñas. Meg y Bea vieron con pavor las espadas y las escopetas que portaban aquellos hombres y cerraron los ojos, abrazándose con fuerza como quien espera la muerte.

El Rey, por su parte, viendo que las armas espantaban a las niñas, mandó con un gesto de la mano a sus caballeros que las guardaran. Los hombres obedecieron. El Rey se arrodilló frente a las dos niñas acuclilladas y abrazadas y las examinó con sus penetrantes ojos.

-Raél tiene razón -sentenció, incorporándose-, ¡el portal se ha vuelto a abrir!

Todas las personas ahí congregadas soltaron más gritos de asombro y de confusión.

-¿Pero cómo, su Majestad? -preguntó alguien.

-Eso quisiera saber -contestó el Rey.

-Por favor -dijo Meg-, no sé quiénes son ustedes pero les juro que no venimos a hacer nada malo.

La atención de la multitud recayó en la pequeña niña y Meg sintió el peso del protagonismo. Miró a Bea, pero ella tampoco sabía qué hacer y la miraba con ojos espantados.

-Estábamos en un valle, con nuestros papás, cruzábamos, y de pronto una niebla... Quedamos envueltas, nuestros papás se alejaron y no pudimos alcanzarlos, luego caímos por una bajada, y entonces aparecimos aquí y...

Meg hablaba atropelladamente temiendo por su vida.

El Rey extendió su mano abierta.

-Tranquila, niña. Ya conocemos esa parte de la historia -dijo.

-¿En serio? -exclamó Meg.

-No es la primera vez que alguien llega hasta nuestra dimensión por culpa de ese portal.

-¿Cuál portal?

-¡La niebla es un portal! ¿Dices que buscaban a sus padres?

-Sí, sí, señor... ¿Un portal?

-Lo siento, pero ya jamás los volverán a ver.

Meg y Beatriz sufrieron un sobresalto.

-¿¡Cómo!?

-Hay pasaje de venida -dijo el Rey, tranquilamente-, pero no hay pasaje de regreso.

El Rey soltó un chiflido y alzó la mano, llamando a una de sus criadas con el dedo.

-Tú -dirigiéndose a la criada-, eh, ¿cómo te llamas...?

-Rosemary -dijo la criada, agarrándose las muñecas con timidez y manteniendo la cabeza gacha. Era una muchacha apenas, su pelo castaño relucía bajo la luz de las farolas y su semblante permaneció sereno. ¡Qué guapa se veía así!

-Rousemary -dijo el Rey-, lleva a esta niña a los aposentos y haz que los doctores las interroguen, luego prepárales una habitación. Creo que en uno de los desvanes hay una cama en la que cabrían perfectamente. Ustedes, niñas, ¿no vino nadie más con ustedes?

-No, señor...

-Entonces, Rousemary, llévalas y has lo que te ordené -y su Alteza dio media vuelta para volver a su carroza y seguir la procesión, que recorrería los hermosos paseos alrededor del castillo.

-Pero, ¡señor! -gritó Meg, en tanto Rosemary le ofrecía la mano, con la misma serenidad de antes-, ¿qué va a pasar con nosotras?

Pero el Rey estaba distraído intercambiando comentarios con sus caballeros y no la escuchó, ni hizo el intento. En seguida, como si todo volviera a la normalidad, los caballos y los caballeros, las carrozas y los carros, carretas corrieron otra vez a la carrera, volviendo a soltar esos estruendosos disparos y a lanzar los gritos de ¡Viva!

Los criados que estaban en la escalinata, chismoseando y mirando a las niñas con curiosidad, poco a poco fueron entrando al castillo. Rosemary tomó la mano de Meg para que se levantara del suelo.

El señor Raél, con su monóculo y su cara enojada todavía, lanzó una acuchilladora mirada a las niñas y exclamó:

-¡Qué desgracia! ¡Qué calamidad! ¿Y ahora cómo hacemos para llenar un plato más? Qué digo, ¡son dos platos más!

-Cálmate Raél, tampoco exageres -dijo Rosemary, conduciendo a las dos niñas confundidas, escalones arriba-. No son las primeras, ni serán las últimas.

-¿Y cuándo esta ciudad esté sobrepoblada de esas criaturas? ¿Y cuando se revelen? Ahí sí me dirán todos: oh, Raél Budertton tenía razón al preocuparse, ¡cuánto le debemos!, ¡debimos hacerle caso! -el colérico señor caminaba a paso raudo por las escaleras, y enseguida sobrepasó a Rosemary y las niñas.

-Tal vez eso pase, oh, gran Raél -dijo Rosemary en tono de burla-, pero no desconfíes de la seguridad del reino. Las criaturas peligrosas están debidamente encerradas.

-¡Y estas también deberían estarlo! -gritó Raél señalando a Meg y a Bea-, ¿quién sabe qué poder oculto tendrán?

-Relájate. Por algo el Rey las trató con más decoro que a las otras bestias. Si él no las ve como una amenaza, sus razones tendrá.

Meg y Bea se miraban confundidas a más no poder. La joven criada y el viejo Raél atravesaron el gran portón y detrás de ellos, los guardianes, con sus carabinas, cerraron ambas puertas para seguir velando en aquella noche luminosa.

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