El calabozo
Pasó poco tiempo desde que Meg y Bea se sentaron frente a la ventana a contemplar la noche con nostalgia, que se oyeron unos pasos haciendo chirriar la madera del piso del pasillo. Alguien tocó a la puerta suavecito y Meg y Bea voltearon a mirar asustadas. De pronto el mango de la puerta se giró, alguien había metido una llave.
Meg y Bea observaron con terror cómo se abría la puerta. Cuando estuvo abierta apareció el señor Raél Budertton, el mayordomo del Rey, con sus ojos severos y su bigote blanco y su monóculo reluciente, mirando a ambas niñas con gravedad. De pronto, metió su mano derecha al bolsillo y extrajo dos juegos de esposas.
—A mí no me van a engañar con sus caritas de bebé —dijo con burla.
Y sin que Meg o Bea pudieran hacer algo, les colocó las esposas soltando una risa
—Vendrán conmigo.
—¿Porqué? —dijo Meg, temblorosa.
—Irán al lugar a donde pertenecen.
Megan alzó la voz y gritó el nombre de Rosemary, pero en las cercanías del ático no había nadie. El señor Raél extrajo de nuevo de sus bolsillos unos pañuelos y se lo amarró a Beatriz
—Es un idiota —dijo Meg, con rabia—, ella es muda.
—Calladita te ves más bonita, niña bestia —y le puso el pañuelo en la boca también.
Amordazadas y esposadas, las arrastró con rapidez por nuevos pasillos y nuevas puertas, tomando unos pasadizos oscuros y escaleras angostas, hasta que llegó al fondo del castillo, a la parte del sótano.
Allí había una especie de bóveda con celdas. El señor Raél abrió la puerta de este calabozo y condujo a Meg y Bea entre pasillos llenos de cárceles. Dentro de estas cárceles había toda clase de criaturas; había por ejemplo: un oso con un cuerpo humanoide, pero gigantesco y lleno de pelo; habían criaturas indescriptibles, como pulpos anaranjados de mirada perdida que caminaban fuera del agua; entes parecidos a los humanos pero de distinto color de piel, altura, anchura y de distintos rasgos; habían hasta unos alienígenas encerrados en una celda, con manos de sapo, aferrándose a los barrotes y mirando el lugar con orbes enormes totalmente negros, sin esclerótica.
Meg miraba todo temblando del miedo.
El señor Raél se detuvo en una celda, la abrió y metió a ambas niñas, atándolas a la pared de pies y manos y cerrando la entrada tras de sí. Luego se fue, soltando una risa de satisfacción.
—De las que he salvado al país —dijo, secando el sudor de su frente, y se fue, escaleras arriba silbando.
Meg mordió el pañuelo y pudo liberar su boca.
—¡Rosemary! —gritó —¡Rosemary, ayuda! —pero sólo la escucharon las bestias que compartían el calabozo con ellas.
Su estómago y el de Beatriz rugían por el hambre.
Por otro lado, en el castillo...
El Rey y sus súbditos atravesaron la entrada del salón de actos y fueron recibidos por los criados con un saludo de ¡Viva! que avivó los ánimos de su Alteza. La Reina bajaba las escaleras del salón y el Rey la vio y corrió hacia ella feliz como un perro excitado. Se cayó pero se levantó de inmediato y siguió corriendo hasta que la alcanzó y la abrazó, a lo que la Reina se puso colorada y abrió los ojos como platos. Rosemary, al lado de Guss en la fila de criados, tapó una risita con su mano ante el suceso.
—Max, ¿podrías actuar un poco más normal? —dijo la Reina al Rey, entre la risa y la vergüenza.
—¡Es mi palacio! —contestó él, mejilla con mejilla —Hago lo que quiero en mi palacio.
Los habitantes del castillo aplaudieron, algunos murmurando risas y los caballeros y damas reales serios, como siempre.
—Ya —dijo la Reina—, pero es hora de que comience la ceremonia.
—Claro, claro —contestó el Rey, separándose de ella y arreglándose la ropa.
El Rey Max subió con su esposa, seguido por la procesión de caballeros, soldados y damas, para reunirse todos en la mesa del comedor y comenzar con el brindis.
Los criados tenían que volver a sus habitaciones por el paseo interior, pero unos cuantos, entre ellos, Greg, Guss y Rosemary, debían de quedarse para atender en la mesa cuando se les indicara.
El Rey se sentó en la silla más grande y lujosa y la Reina justo a su lado en otra silla igual de grande y lujosa. Los demás tomaron asiento a ambos lados de la mesa, y el Rey profirió estas palabras:
—Damas y caballeros, personas distinguidas que habitan mi humilde morada, exceptuando a los criados, que trabajan para nosotros, aunque también son importantes —dijo esto último por compromiso. Rosemary rodeó los ojos—, hoy estamos de celebración, brindando por la vida con un trago de veneno...
—¡Vino, Max! —corrigió la Reina.
—¿Quién vino? —respondió el Rey mirando a todos lados confundido y a la vez interesado.
—¡Nadie, pero es vino lo que tomamos! Vino, no veneno.
El Rey se rio nerviosamente mirando a todos.
—Claro, claro —dijo, y luego murmurando:—, es que me han intentado matar tantas veces..., jeje, la costumbre. ¡Como decía...!
Y se puso en pie.
—Hoy estamos celebrando con un trago de vino por lo que hemos conseguido. Tantos años de lucha, de sacrificio y hoy, hoy, mes de marzo querido, hemos logrado hacer lo que tanto anhelábamos: ¡Vencer a la nación Florentina, la más grande de estos territorios! Ha sido una batalla fenomenal y aunque de 25, 000 soldados que fueron solo volvimos 700, valió la pena.
—¡Valió la pena! —bramó la multitud.
—Nuestro enemigo, la grande y hermosa Florentina, que ya no es tan grande porque la hemos superado, ha perdido muchas más vidas que nosotros. ¡De 26,000 soldados sólo quedaron tres!
La Reina, que no había estado en la batalla, preguntó:
—¡Han matado a todos los demás!
—No —confesó el Rey—, la mayoría se fue huyendo. ¡Cobardes!
—¡Cobardes! —gritó la multitud.
—Ah... —dijo la Reina.
—Lo que más extraño me parece —continuó el Rey —es que el Rey de Florentina no se haya presentado. Eso quizás nos confirme lo cobarde que es.
La mano de la Reina tembló un poco, sosteniendo su copa de vino y Rosemary, que estaba cerca de ellos, lo notó, sin embargo el Rey continuó hablando.
—En toda la riña no vi su cara. ¡Se escondió en su castillo, eso lo tengo seguro! Cobarde...
—¡Cobarde! —bramó la multitud.
—Pero su cobardía ha llevado a la ruina a su imperio —sentenció el Rey Max—, y ya quisiera ver su cara cuando sus soldados le digan: «¡oh, Rey, nos han robado el oro! Han saqueado la ciudad entera». Estaré muerto de la risa entonces.
La Reina tosió un poco incómoda.
—Dices que han robado... han robado las riquezas de Florentina —cuestionó, rascando su cabello la Reina.
—Todo, hasta el último centavo —alegó el Rey—, los habitantes de Florentina no tendrán más remedio que convertirse en ciudadanos de Diamantino y regirse con nuestras leyes, aportar a la sociedad, trabajar para el pueblo y hacer de nuestro imperio el más y grande y desarrollado de toda la región...
—¿Y no les dijeron... no dijeron nada los soldados que huyeron? —preguntó la Reina.
—¿Qué habrían podido decir? —preguntó el Rey, con desdén.
—Pues no sé, querido, ¿que volverían?
—¿Volver? ¿Viendo cómo arrasamos con ellos? El que vuelvan sería meterse a la boca del lobo —rio el Rey—, hasta yo me reiría de semejante bajeza. ¡No se podría ser más tarado si hicieran eso!
La Reina se bebió un sorbo del vino, algo turbada.
Rosemary miró a Guss y el muchacho de chaleco marrón le consintió con una mirada cariñosa, como habitualmente lo hacía.
—¿No notas a la Reina un poco rara? —susurró acercándose lo más que pudo al oído de Guss.
—Sí, no me sorprende que también lo notes, eres muy inteligente.
Rosemary miró hacia otro lado, ruborizada.
—Sin embargo, aún no te imaginas por qué es que está así —susurró Guss.
—¿No? —inquirió Rose—, ¿qué tiene la Reina, Guss?
—Algo muy malo, es un secreto. Lo descubrí por accidente y créeme que hasta yo me sorprendí.
Rosemary caviló preocupada. Pocas cosas sorprendían a Guss, ¿qué pudo asombrarle tanto viniendo de la Reina, una persona tan honorable?
—Sólo te digo una cosa, Rose, cuando escuches algún barullo afuera quiero que me sigas y no te detengas. No quiero que te pase nada malo.
—¿Qué me dices? ¿A qué te refieres?
—La Reina no es quien crees que es, y por culpa de eso, no tarda en formarse una guerra en pocos instantes, Rosemary. La victoria de Diamantino no será festejada por mucho tiempo.
Rosemary tembló, miró a la Reina y al Rey que con tanta emoción hablaba, a los caballeros y damas que presenciaban el brindis y no pudo imaginarse qué cosa podría transformar aquel paisaje de gloria en algo mucho peor.
Mientras tanto en el calabozo...
Megan y Beatriz seguían atadas a la pared como si de monstruos se trataran, cuando vieron entrar al pasillo un hombre vestido completamente de negro, con una capucha y una capa. Las niñas se quedaron silenciosas, confundidas porque aquel enigmático hombre no les inspiraba tanta confianza. Lo vieron caminar serenamente hacia una de las celdas y, con mucho cuidado, metió una llave en la cerradura y dejó la puerta entreabierta. Así pasó con la siguiente, también se acercó con cuidado y metió una llave en la cerradura, la puerta se entreabrió.
De esa forma al cabo de unos minutos todas las celdas estuvieron abiertas, pero los monstruos permanecieron viendo al hombre misterioso al igual que Meg y Bea, dudando si salir. Cuando el hombre llegó a la puerta de las niñas, Meg susurró:
—Aquí, por favor... Nos tienen esposadas. Libérenos.
El hombre misterioso se detuvo, como dudando, ante la celda de las niñas. Después de varios minutos de silencio, mirándose como pendejos, el hombre misterioso abrió la celda, se acercó a las niñas y las liberó. Luego salió y regresó por el pasillo, parándose antes de desaparecer para decir, con voz gruesa y estridente:
—¡Son libres! ¡El enemigo está allá arriba! ¡Los trataron como bestias, es hora de la venganza!
Y desapareció por las escaleras como un fantasma.
Los monstruos salieron de sus cárceles como demonios surgiendo de las profundidades del infierno. Los alienígenas, los pulpos extraños, el hombre oso, las bestias de distinto tipo; una criatura alta y corpulenta con piel de rinoceronte también, todos, sin pelearse entre ellos, se dirigieron hacia las escaleras embravecidos, hablando en su idioma y destilando rabia. Megan y Beatriz contemplaron el espectáculo, el tropel de monstruos parecían salidos de la más oscura de las historias de terror.
Cuando todos desaparecieron por las escaleras, Megan y Beatriz salieron de su celda y se dirigieron a los escalones para salir del calabozo. Se detuvieron otra vez, en el mismo momento en que pisaban el primer escalon, y Bea miró a Meg sintiendo que algo malo se avecinaba, porque desde afuera del castillo se escuchó una explosión estridente que hizo vibrar las paredes del castillo.
—¡Eso fue una bomba! —gritó Meg.
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