El Viejo Juanico
Esta historia da inicio en un pequeño pueblo de Andalucía allá por inicios del siglo XX. Ese poblado era pequeño y sus habitantes vivían principalmente de la agricultura y la crianza animal. La comunidad no era pequeña, pero tan poco demasiado grande. Allí todos se conocían y convivían en relativa paz vecinal.
Así, este relato tiene como protagonistas a cierta pareja de ancianos que vivía en una pequeña casa de piedra en la periferia del territorio. Juanico y María eran sus dueños y habían vivido en ella una feliz vida de casados desde hacía décadas, una vida que por desgracia no había sido bendecida por Dios con ningún hijo al que criar.
El matrimonio sufrió mucho intentándolo y fallando una y otra vez, habiendo perdido la esperanza allá muchos años atrás. Tardaron en superar la angustia y se centraron en cuidar los animales y las tierras que sus antepasados les habían cedido. Pero el tiempo no perdona y, a medida que la vejez se extendía por sus bien templados huesos, el tratar con todas sus responsabilidades se les hizo cada vez más difícil.
Un día, Juanico había vuelto de trabajar en los establos con un cubo de leche recién ordeñada en su mano y una expresión de amargura en su rostro. Su esposa María dejó en la mesa un plato de sopa que olía a maravillas, a pesar de los escasos ingredientes con los que podía cocinar, y un pan duro que solo podía ser masticado si se bañaba antes en el delicioso plato.
Ella observó preocupada como su marido comía lentamente sin quitar de su rostro esa mueca de desagrado, por lo que, impaciente por si algo le había ocurrido en los terrenos, le preguntó:
— Juanico, querido ¿Qué pasa para que pongas esa cara? ¿Es que has vuelto a discutir con Pedro el pastor? Te he dicho muchas veces que no hagas caso de lo que dice. A ese hombre le falla la paciencia tanto como su vista y no es mas tonto por falta de ganas —le dijo con tono de reprimenda.
María odiaba a ese hombre con todas sus entrañas, ella y todas las mujeres del lugar por la forma denigrante y obscena con la que las miraba y se dirigía hacia ellas. Por eso quizás seguía soltero a sus cincuenta y tantos.
— No es eso, María. Es que la vaca cada vez saca menos leche. Ya ni un cubo soy capaz de sacarle. La sacrificaría yo mismo, pero no sé que haríamos con tanta carne, se nos estropearía —dijo con tristeza. Era el único animal que les quedaba a parte de las pocas gallinas del corral y ni siquiera tenían los medios para evitar que toda su carne se desperdiciase.
Aunque era su única vaca, no le tenía ningún afecto. Esa vaca tenía muy mala leche, era una lucha cada vez que había que ordeñarla. En una ocasión la quisieron montar para ver si se quedaba preñada y tener terneritos, pero cuando la dejaron a solas con el toro, se lió a cornadas con el y lo dejó tan maltrecho que lo tuvieron que sacrificar, teniendo que pagar el pobre Juanico por el semental a su dueño.
¡Los ahorros de su vida a la basura! ¡Ya ni para comprar terneros le quedaba!
Lo que nunca pensó que esa mole de grasa le daría problemas hasta después de muerta...
— Pues vendemos lo que sobre a los vecinos, como hacen todos —le respondió María encogiéndose de hombros.
Mira que su esposo era lento a veces.
— Ya, como si esos rácanos fueran a darme algo más que cuatro perras... —bufó con molestia en su voz.
El suyo era un pueblo en el que convivían con relativa paz, pero eso no quitaba que todos fuesen una panda de avaros que no soltaban moneda ni a punta de pistola.
María frunció el ceño y negó con la cabeza. Bien que se quejaba su esposo de que no le pagaban lo que correspondía, pero luego estafaba a todo el que se cruzase en su camino.
— Pues si no quieres vender la carne, regálala —expresó.
Esas palabras hicieron que Juanico se estremeciera desde la cima de su coronilla hasta la punta de los dedos de sus pies por el horror que le causaron.
— ¡¿Cómo que regalar la carne?! ¡Antes que eso prefiero arrojársela a las alimañas! —exclamó horrorizado.
Darle carne a esos buitres... ¡¿Esos que si les ofrecías la mano, te cogían el brazo?! ¡NUNCA les regalaría nada! ¡Ni muerto!
— No me has entendido, Juanico... —le calmó María— No digo que la vayas repartiendo de puerta en puerta, digo que hagamos una comida en casa e invitemos a todo el pueblo... ¿No recuerdas cuando mi prima Carla lo hizo? ¡Al día siguiente la puerta de su casa estaba llena de regalos que le habían dado en agradecimiento! —dijo entusiasmada.
Juanico pensó en la propuesta de su esposa, no encontrándole ninguna falla. Puede que fuesen todos unos peseteros de manual, pero debían de tener al menos un mínimo de cortesía.
Así pues, habiéndole dado el visto bueno a la idea de su mujer, el hombre le pidió al sereno del pueblo que diese la noticia a todo el municipio.
— ¡Atención todos! ¡El Juanico os invita a todo el pueblo a comerse la vaca tan gorda que tenía! ¡Id a su casa esta noche y poneos las botas! —gritó mientras recorría las calles.
Cuando escucharon la noticia, todos y cada uno de los habitantes de la aldea fueron en estampida hasta la casa del granjero. Esa noche todos se reunieron felizmente, comieron cuanto pudieron y dejaron a la vaca en los puros huesos. Y así, al día siguiente, Juanico y su mujer se levantaron con la esperanza de que sus vecinos les tendrían preparados algún presente para agradecerles la animada fiesta de anoche.
— Rápido, rápido, abre la puerta... —insistió María desde la cocina a su marido.
Juanico abrió la puerta, ilusionado con una sonrisa en la cara, esperando presentes de parte de sus vecinos, pero...
— ¡Juanico! ¿Ha venido alguien? —dijo María desde el salón, intentando parecer ignorante de las supuestas intenciones de sus vecinos.
Juanico volvió a mirar con la mirada perdida y la cara desencajada y solo pudo ver el vacío y a unos críos jugando a lo lejos.
— Ehhhh... Cariño... Me parece que las cosas no han salido como esperabas... —le respondió su esposo desde la entrada.
— ¡Ay! ¡Seguro que ha venido todo el pueblo! ¿No es así? —exclamo maravillada— Ya decía yo que tendría que haberme puesto las ropas buenas.
— ¡No, cariño! ¡No ha venido nadie! ¡Solo un par de niños con mocos! —exclamó frustrado, pues el plan no les había salido como querían.
Toda esa carne perdida... Debió habérsela dado a las alimañas. ¡Ellas tienen mas cortesía!
— ¿Cómo que no ha venido nadie? —preguntó exasperada mientras salía a ver.
En verdad no había venido nadie... Ni siquiera para darles un gracias o para saludar...
Ese día María se lo pasó deprimida, apenas hablaba y solo se lo pasaba suspirando. Juanico no soportaba verla así, por lo que decidió que vendería la piel de la vaca y sacaría algo de dinero para que se animase.
Claro que la vendería en el pueblo de al lado, no en el suyo. Ya había aprendido la lección de no confiar en esa panda de desagradecidos. Con esa idea en mente cogió su burro, le pusola piel encima, se subió y se emprendió camino hacía la aldea que había al otro lado de la montaña.
Pero a medio camino se encontró con el señor alcalde de su pueblo.
— ¡Juanico! ¡¿Qué haces por aquí y que llevas en el burro?! —preguntó de forma jocosa.
Toñico, el alcalde, era un pariente lejano de Juanico, cosa que se notaba en el parecido que tenían. Aun así nunca habían congeniado, no había suficiente sangre compartida como para evitar ese odio visceral que sentían el uno por el otro.
— Voy a vender la piel de vaca que tengo al pueblo de al lado —respondió secamente.
Se llevaba a matar con ese hombre, pero dado que era el alcalde y tenía poder, no podía decirle lo que realmente pensaba de su persona.
— ¡Ja! ¡Cómo si fuesen a darte algo por esa piel de vaca vieja, Juanico! —se burló antes de irse, riéndose de él.
Juanico era bastante pobre mientras que él gozaba de una gran herencia y un puesto en la cima del pueblo. Sus tierras eran mucho más fértiles y grandes que las de Juanico y sus animales de muchísima mejor calidad.
Al alcalde le parecía gracioso pensar en lo poco que sacaría su primo con el maltrecho pellejo de esa vaca.
Juanico simplemente ignoró el comentario de su primo tercero y siguió su camino hasta el pueblo vecino. Al llegar buscó a alguien que pudiera parecer necesitado de piel de vaca, hasta que encontró al cliente perfecto, el zapatero.
— ¡Ey, señor zapatero! ¿Me compraría usted una piel de vaca para hacer cuero? —le preguntó mientras se le acercaba.
El zapatero salió de su establecimiento y cogió la piel para comprobar su calidad. No le pareció muy buena y dudó que pudiese hacer calzado de calidad con ella, pero aún así por un buen precio podría sacarle provecho.
— No es muy buena, pero... De acuerdo, te la compro por treinta duros —le dijo con una sonrisa astuta— El problema es que no tengo nada encima ahora mismo, pero puedo darte un papel firmado para que mi mujer te dé el dinero en casa.
Juanico aceptó la oferta, sabiendo que no podría sacar mucho más de la maltratada piel de esa vieja miserable con ubres. Por lo que nada más el zapatero le dio el papel firmado y le indicó donde vivía, fue para encontrarse con la esposa.
Pero cuando ya veía desde lejos la casa del zapatero, una idea recorrió su mente. Rápidamente cogió la nota y con su propia pluma escribió otro cero antes de tocar la puerta
— Hola, señora, soy del pueblo de al lado y acabo de hacer un negocio con su marido —se presentó ante la mujer— Verá, me ha dado este papel firmado para que me dé el dinero por las pieles que acabo de venderle ¿Sabe usted? —le dijo, extendiendo la nota con una firma que ella reconocía.
La pobre mujer al ver la cantidad de 300 duros quedó horrorizada. Ni siquiera sabía si tenía tanto dinero en casa.
Así que desesperada corrió arriba y abajo buscando monedas en todos los rincones que se le ocurrieron hasta que por alguna especie de milagro del cielo consiguió reunir los 300 en un gran monto de dinero que Juanico puso en las cestas del burro.
La mujer estaba agotada, alterada y enfadada. La próxima vez que su marido hiciese un gran negocio otra vez, no iba a ser ella quien tuviese que encargarse del pago. Eso sí, incluso con la cara roja y llena de sudor no se olvidó de tener la mínima cortesía y despedir a Juanico como es debido.
Después de todo se trataba de un gran comerciante que vendía pieles.
Según decía él.
Y Juanico, sin una sola pizca de vergüenza, se despidió de la mujer y tomó rumbo a su pueblo tan pancho.
Mientras volvía a su casa se puso a cantar de alegría por haber hecho el negocio de su vida. Pero tuvo que volver a cruzarse con el alcalde Toñico por el camino, quien al ver al burro de su primo hasta arriba de monedas quedó anonadado.
— ¡Juanico! ¡¿Dónde has conseguido tantas monedas?! —preguntó impresionado.
Juanico lo miró y se rió como si le hubieran hecho una pregunta tonta.
— ¡¿Pues dónde va a ser?! ¡En el pueblo de al lado! ¡Allí me compraron la piel por 300 duros! —le dijo presumido antes de irse a su casa.
Y allí quedó Toñico, alucinando por lo que acababa de escuchar. Después de un tiempo consiguió recobrarse e inmediatamente fue a sus terrenos y le ordenó a su capataz que le matase las 5 mejores vacas que tenía y le tuviese las pieles preparadas para la primera hora del día siguiente.
A la mañana Toñico se levantó temprano, desayunó y fue a buscar sus pieles. El capataz hizo un buen trabajo, eran brillantes, hermosas, fantásticas... Las mejores pieles de toda la comarca.
— Si con una piel como esa consiguió 300... ¡Con las mías me haré rico! —pensó mientras se subía al burro y su capataz le ataba las pieles al lomo del animal.
Su burro era fuerte como un toro y veloz como un caballo de carreras, por lo que no le tomó más de un par de horas llegar al pueblo. Un pueblo en el que al parecer te pagaban una cantidad extraordinaria por meras pieles...
— ¡Pieles de vacas! ¡Vendo pieles de vacas! ¡Bonitas, baratas, de la mejor calidad! —gritaba mientras recorría las calles con entusiasmo.
Ya casi podía saborear la riqueza que conseguiría.
Sus gritos atrajeron la atención de cierto zapatero arruinado, quien, al ver a un hombre clavadito a su estafador y encima vendiendo pieles en un burro como él, entró en cólera.
— ¡Tendrá morro! ¡La madre que lo parió! ¡Me las va a pagar por lo de ayer! —exclamó lleno de ira. Su bastón iba a probar la sangre de esa rata inmunda.
El pobre Toñico no se lo vio venir. En un momento estaba anunciando sus productos e imaginándose a sí mismo como un rico burgués y al siguiente estaba en el suelo recibiendo bastonazos por parte de un demente.
La paliza duró casi una hora y cuando Toñico ya veía la silueta de la Virgen a lo lejos, el zapatero decidió que ya había descargado suficiente ira. Así que, cogiendo el burro por las riendas, se fue a su casa feliz por haber orquestado su venganza. Un buen animal y unas buenas pieles que saldaban esos 300 duros.
No se sabe muy bien si fue la Virgen compadeciéndose de él, el instinto de supervivencia que todos tenemos o simplemente el insano deseo de matar a Juanico, pero Toñico sobrevivió. Se agarró a la vida como una garrapata y arrastrándose por el suelo llegó al día siguiente a su pueblo, andrajoso, herido y maloliente.
Tenía unas ganas terribles de irse a casa. Pero en cambio fue en busca de el sereno y cuando lo encontró, lo cogió por banda y le ordenó que diese un mensaje a todo el pueblo si no quería perder su puesto de trabajo.
Y claro, el sereno, acojonado como nunca antes lo había estado en su vida, gritó una y otra vez con ahínco:
— ¡Atención a todos! ¡De parte del alcalde! ¡A ir todos a cagarle la casa al Juanico! ¡Si lo hacéis, el alcalde os exime de pagar la renta del resto del año!
Ese había sido un buen día para Juanico, que estaba tan contento como cuando era un recién casado. Llevó a su mujer al mercado y la convenció de comprar todo lo que quisiera después de mostrarle sus ganancias. Ella, encantada, decidió que iba a preparar un festín digno del rey para celebrar el negocio de su marido. La de años que no se sentía tan viva.
Entonces llegaron los vecinos por orden del alcalde, echaron a la pareja a patadas de su propia casa e hicieron a lo que vinieron a hacer... Cagar.
Cagaron el suelo, la mesa, las sillas, la comida que iba a cocinar María...
Cagaron la despensa, la habitación del matrimonio, la habitación vacía que esperaban darle a su primogénito...
Cagaron las paredes, las ventanas, las puertas y hasta el techo.
Fue tal la caganera que la pareja de ancianos tuvo que refugiarse en el corral toda la noche mientras aquellos con los que habían vivido desde siempre seguían mancillando su hogar.
Al día siguiente la casa era totalmente marrón. Nada se había salvado, ni siquiera el retrato de la difunta madre de Juanico. Y lo peor de todo no fueron las sábanas y cortinas ensuciadas que María cosió a mano ni el que les hubieran robado todo el dinero mientras les cagaban la casa ni el olor a mierda que definitivamente iba a quedarse impregnado en esas paredes hasta la llegada del Juicio Final...
Lo peor fue el llanto desconsolado de su esposa, dolida por la traición de quienes consideraba amigos cercanos.
— ¡Ay, Juanico! ¡Ay, Juanico! ¡Qué nos han llenao la casa de mierda! —se lamentaba entre lágrimas.
El hombre, impotente y furioso por las acciones de Toñico, decidió tomar las riendas del asunto y poner las cosas en su sitio. Porque nadie, nunca, hacía llorar a su María.
— No llores, María... —le tranquilizó Juanico— Yo me encargo de todo, no desesperes...
Y así, determinado, Juanico se dedicó los días siguientes a recoger toda la mierda de la casa para ponerla a secar al Sol. Tardó días, muchos días, pero consiguió lo que esperaba obtener: una montaña de churros secos y pálidos.
Luego cogió toda esa mierda reseca, la machacó hasta pulverizarla y la metió cuidadosamente en bolsitas de papel que compró con el poco dinero que los vecinos no se llevaron. Así obtuvo un gran monto de bolsitas de un misterioso polvo que bastante se parecía a cualquier medicina que uno encontraría en la botica.
Juanico pensaba llevar las bolsas de mierda a un pueblo cercano que conocía, pero el problema estaba en que su burro no podía con tanto peso. Había demasiada mierda como para que el pobre animal pudiera cargarla toda.
Entonces decidió ir por la noche a la casa de uno de sus "estimados" vecinos y le robó una carreta lo suficientemente grande como para llevar todas las bolsitas. Partió hacia el pueblo vecino mas allá de el lago, un municipio próspero, donde todos sus habitantes tenían vidas abundantes... Pero también un lugar donde todas las mujeres sufrían de un terrible mal a causa de su alto nivel de vida.
Todas ellas estaban gordas, muy gordas.
Tenían tal problema de sobrepeso que el resto de pueblos de la comarca llamaban al municipio Villarredonda.
Y claro, allí donde hay personas obesas y acomplejadas siempre hay Juanicos al acecho.
— ¡Atención, mujeres de esta hermosa aldea! —anunció, llamando la atención de todas las personas del lugar— ¡Aquí hoy os traigo el remedio definitivo y mágico para adelgazar!
No hizo falta más para que toda una multitud se amontonándose como loca a su alrededor para conseguir algo del maravilloso remedio contra la gordura. Todas ellas pagaron la exorbitante cantidad de dinero que reclamaba sin pensarlo dos veces hasta que cada uno obtuvo su ansiada "medicina" y Juanico hubo agotado las existencias.
— ¡Y recordad! ¡Estos polvos hacen efecto mientras se duerme, así que os los tenéis que tomar con la cena! —A Juanico no le convenía que probasen su "medicamento" mientras él estuviera por las cercanías.
Y así con la carreta llena de dinero, Juanico partió lo más rápido posible hacia su pueblo, para no volver nunca mas. Porque esa noche en cada casa del pueblo, la mujeres, siguiendo las instrucciones de Juanico, disolvieron los polvos en agua y se los bebieron de un trago.
Y esa misma noche todas ellas escupieron el agua con caras de asco antes de exclamar:
— ¡AAAHH! ¡Esto no es medicina! ¡Esto... Esto es mierda!
Juanico por su parte ya estaba a esas alturas en su pueblo cuando se cruzó con Toñico, quien, habiéndose recuperado por fin de la paliza del zapatero, había decidido retomar sus paseos por el campo.
El alcalde, al ver a lo lejos a su primo, se acercó para jactarse de su venganza, pero se quedó mudo al ver todo el dinero que llevaba en la carreta.
— ¡J-Juanico! ¡¿D-de donde has sacao todo eso?! —exclamó el hombre mientras se frotaba los ojos para ver si estaba o no alucinando.
Juanico miró a su odiado primo con una sonrisa burlona y soltó una enorme carcajada.
—Pues de donde va a ser! ¡De Villarredonda! ¿No sabías que la mierda seca y pulverizada es un remedio casi mágico para adelgazar? Y con toda la mierda que mis vecinos me regalaron, he podido venderla allí, que hay tanta gordura. He terminado todas las bolsitas que había hecho y mucha gente se ha quedado sin su remedio mágico. Otro día volveré con más —explicó presumiendo.
No se quedó a escuchar la respuesta de Toñico, sino que siguió su camino hacía su casa mientras su primo aún estaba pensando muy detenidamente lo que acababa de decir Juanico.
Estaba claro... Necesitaba que le cagasen la casa a él también.
— Mi casa es mucho más grande y puede reunir mucha más mierda que la de Juanico... ¡Así podré vender mucha más medicina y volverme rico! —pensó Toñico, quien a esas alturas ya hubo dejado en constancia que muy listo no era.
Y por esa misma razón al día siguiente mientras todos se levantaban para ir a trabajar el sereno anunció:
— ¡Atención! ¡Atención! ¡De parte del señor alcalde! ¡Qué todos vayan a cagarle la casa todo lo que puedan! ¡Los que lo hagan no tendrán que pagar la renta del año que viene!
En menos de una hora todo el pueblo fue corriendo a la casa del alcalde para hacer lo mismo que hicieron con la de Juanico. Echaron las puertas abajo y empezaron a cagarse en de la antigua casona.
Cagaron los muebles, cagaron los vestidos, cagaron los pasillos...
Cagaron los cuadros, cagaron las lámparas, cagaron los jardines...
Se tardaron dos días enteros para llenar la casa de mierda, pero cuando terminaron había montañas de marrón hasta por el tejado.
— ¡Mi casa! ¡Mi casa! ¡¿Qué le han hecho a mi casa?! —exclamaba horrorizada la mujer de Toñico.
Pero al alcalde menos le podía importar la opinión de su esposa, porque ya estaba ordenando a sus subordinados que pusieran la mierda al Sol. Estaba determinado a convertirse en el hombre más rico de la provincia vendiendo esas extrañas medicinas para adelgazar.
Sacar toda la mierda, secarla y prepararla tardó una semana, pero el resultado fue un enorme carro lleno hasta los topes de bolsitas con "polvos medicinales" listos para vender.
Con la mercancía lista, Toñico se fue emocionado hacia Villarredonda. Donde empezó a anunciar su producto.
— ¡Señoras y señoritas de Villarredonda! ¡Hoy vengo a ofrecerles los mejores polvos para adelgazar, que podréis encontrar! ¡50 duros por bolsa! ¡Una ganga! ¡Se convertirán en Sílfides! —gritaba en medio de la plaza.
Y una a una todas salieron a la calle. Madres, hijas, abuelas, nietas salían de sus casas, de los establecimientos, de las callejuelas, de entre los arbustos... Hasta que el carro estuvo rodeado de una multitud de obesas con rastrillos, rodillos y escobas en sus manos.
Fue entonces cuando una de ellas dio un paso al frente y señaló a Toñico.
— ¡Fue él! ¡Él nos hizo comer mierda! ¡Y aún tiene la desfachatez de volver! ¡Matadlo! —gritó y pronto todas las mujeres se abalanzaron sobre el carro.
No se sabe muy bien como pudo escapar de esa turba enfurecida, pero Toñico lo hizo y de una sola pieza. Debió de ser un milagro.
Corrió y corrió como alma que lleva el diablo hasta que ya no se veía el pueblo en el horizonte y siguió corriendo por si acaso sin detenerse.
Para cuando llegó a su casa ya era de noche, estaba agotado y todo el cuerpo le dolía. Y por si todo eso fuese poco, nada más entrar por la puerta el ama de llaves avisó a Toñico de que su esposa había cogido las maletas y se había ido con su hijo a casa de sus padres.
Esa fue la gota que colmó el vaso.
— ¡Voy a matar a ese miserable! —exclamó antes de ir a por un saco de patatas y salir hacía la casa de su primo.
Por suerte Toñico encontró a Juanico, que volvía de pasear por el campo, y a traición no le costó nada noquearlo de un trancazo y meterlo dentro de un saco. Solo faltaba arrojarlo en algún lugar donde nadie nunca lo pudiera encontrar.
— Vas a ver, Juanico... Vas a lamentar el día en que te burlaste de mí... —murmuraba mientras arrastraba a su primo por la colina cercana— Voy a tirarte al pozo abandonado para que te pudras en el infierno.
Juanico, que ya se estaba despertando del golpe, escuchó esas palabras y buscó desesperadamente una forma de salir. Pero era muy viejo y débil como para escapar, por lo que solo le quedaba esperar a que su primo se descuidase de alguna manera.
Por desgracia pronto llegaron a la cima de la colina, justo donde estaba el pozo.
— A ver... ¿Dónde está el condenado pozo? Que oscuro está esto... —maldecía mientras buscaba el pozo que sería la tumba de Juanico.
Esto lo aprovechó su primo para intentar salir de alguna manera, pero daba igual cuanto se retorcía, no podía salir. Entonces cuando ya estaba a punto de perder toda esperanza, oyó unos pasos de alguien que se acercaba silbando.
— ¡Socorro! ¡Ayuda! —gritó Juanico.
Era Pedro el pastor, que venía con sus ovejas. Se acercó y preguntó:
— ¿Quien eres? ¿Y que haces metido en un saco?
Juanico, en seguida urdió un plan para poder escapar.
— ¡Por favor sácame de aquí! ¡Me quieren casar a la fuerza con Matilde la del panadero y yo no quiero!
Al escuchar el nombre Pedro inmediatamente se giró y se acercó interesado al saco.
— ¿La Matilde? ¿La moza más guapa de toda la comarca?—preguntó emocionado— ¡Pues yo sí me casaría con ella, sin pensarlo!.
Matilde era la mujer más bella de toda la zona. Los hombres de todos los pueblos de la comarca la cortejaban, ya fuesen jóvenes o viejos, solteros o casados... Su lista de pretendientes no tenía fin.
— ¡Sí! ¡Quieren casarme con ella! ¡Pero yo no quiero! ¡Sácame del saco y te metes tú y así serás quien se case con Matilde! —suplicó desesperado.
Y Pedro, sin pensar en porqué secuestrarían a un hombre para casarlo con una mujer tan deseada, desató el saco. Luego Juanico salió y ató el saco antes de que el pastor pudiera reconocer quien era el que había estado dentro antes que él.
Esa noche Toñico arrojo a una persona al pozo y esa persona murió ahogada. Pero esa persona no fue Juanico el viejo, sino Pedro el pastor.
Por eso no se lo podía creer cuando al día siguiente mientras volvía a su casa de pasear se encontró a Juanico con un rebaño de ovejas detrás suyo.
— ¡Juanico! Pero... ¿Cómo? ¿Cuándo? Y eso detrás tuyo... —balbuceó anonadado. Si no fuera porque era imposible, juraría que estaba ante una aparición espectral.
Juanico miró a su primo y, reprimiendo su enojo y molestia al verle, soltó una fuerte carcajada.
— ¡Vaya! Pero si es mi estimado primo... —dijo con sarcasmo— ¿Sorprendido de verme? Bueno, debiste asegurarte de que el pozo fuese profundo —Se encogió de hombros— Hasta un niño habría escapao de ese agujero... —mintió descaradamente.
— Pero... ¿Y las ovejas? ¡Esas son las ovejas del Pedro! —señaló furioso como si Juanico fuese una especie de ladrón.
Juanico soltó otra carcajada ante la actitud de Toñico.
— Obvio, primo. Yo le compré las ovejas al Pedro. ¿No sabías que el pozo está lleno de dinero? Yo solo me pude llevar lo justo, pero esas monedas fueron suficientes para quedarme con el rebaño entero... —presumió orgulloso— Bueno, yo ya me voy a casa. ¡Hasta otra primo!
Toñico temblaba en su sitio mientras veía a Juanico irse con el enorme rebaño de ovejas del Pedro... Había intentado comprarles las ovejas a ese hombre muchas veces, pero el muy miserable siempre le pidió demasiado.
¡Pero con lo poco que había sacado Juanico había sido suficiente para que se las vendiera!
— ¡Necesito ese dinero! —pensó enloquecido.
Había perdonado demasiadas rentas con el asunto de la mierda y sus mejores animales le habían sido robados cuando fue a vender a los otros pueblos... ¡Ni siquiera podía pedirle prestado dinero a sus suegros porque su mujer le había dejado!
— ¡No puedo dejar que Juanico se lleve el resto del tesoro o me arruinaré! ¡Tengo que ir y coger lo que pueda ya mismo! —concluyó antes de irse corriendo hacía la colina.
Fue lo más rápido que pudo, atravesando arbustos y zarzas hasta llegar al pozo justo antes de que el Sol se pusiera. Entonces sin pensárselo dos veces se subió al brocal y empezó a descender el muro, esperando que tal y como había dicho su primo el pozo no tuviera a penas profundidad.
Grande fue su sorpresa cuando, al tropezar por culpa de una piedra suelta, cayó varios metros antes de estrellarse contra el agua. Intentó con todas sus fuerzas nadar hasta la pared, pero el agua era muy fría y su cuerpo, ya maltratado por todo lo acaecido, iba perdiendo vigor.
Cuando por fin consiguió llegar a la pared de piedra, esta era demasiado resbaladiza como para escalarla y Toñico solo pudo mirar impotente como la luz anaranjada del crepúsculo se hacía cada vez más y más lejana, mientras se hundía junto al cuerpo de Pedro.
Así murió el alcalde, el hombre más rico e influyente del pueblo. Solo, en un pozo remoto sin nadie más que supiese de su paradero que Juanico.
Pocos días después la gente dejó de buscarle. Y al mes la mujer del difunto, habiéndolo dado ya por muerto y sin ganas de volver a ese pueblo de cagones, le vendió todas las posesiones que había heredado al primo lejano del que tanto se quejaba su esposo, puesto que era la única persona de la región con el dinero suficiente para pagarle.
De esta forma Juanico se convirtió en el propietario de las tierras de la aldea y se dedicó a subirles la renta a todos sus vecinos por miserables. Y vivió feliz el resto de su vida con su mujer en su nueva casona.
FIN.
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