Kitsune y la samurái errante
—Y entonces, tras la masacre del shogunato, la samurái errante, siendo la única sobreviviente, le fue encomendada la caza de onis, lo que le dio un nuevo propósito en la vida. Aun así, a pesar de ser una aliada de la humanidad, cuando aparece en alguna aldea se le considera un mal presagio, y muchos humanos le temen. Pero la leyenda dice que ella se convirtió en la protectora de la humanidad, siendo su trabajo acabar con la amenaza de los onis —finalizó la mujer.
—Si la samurái errante aparece aquí, ¿me hará daño? —preguntó asustada la niña.
—No tienes nada que temer, hija mía, ya que aunque en tus venas corra sangre de kitsune, tu humanidad es más fuerte, mientras seas amable con los de tu alrededor, nunca tendrás problema.
—¿Los kitsune no son onis entonces?
—No, más bien son espíritus protectores. Por eso te encargarás de cuidar el templo.
Habían transcurrido más de 300 años desde aquella charla con su madre. La sacerdotisa kitsune, así era conocida por la gente de aquellos lugares, y a pesar de haber vivido poco más de 3 generaciones, Seirei era considerada como una bendición por los lugareños. La joven sabía que, por ser mitad kitsune, algunos de todas maneras le temían, pero lo cierto era que, aún si tenía algún poder oculto, ella no sabía cómo ocuparlo.
A simple vista, parecía completamente humana, a excepción de sus colmillos que sobresalían un poco respecto a sus dientes, y sus ojos, que eran de un color naranjo intenso, por lo que la gente evitaba mirarla al rostro directamente, porque decían que era como mirar al fuego, y te podías quemar.
Sin embargo, aunque nadie lo sabía a ciencia cierta, la debilidad de Seirei eran las mujeres. Muchas doncellas, y otras señoras, la visitaban sólo para disfrutar de una noche de pasión desmedida. Algunas incluso corrían el rumor, de que pasar una noche con la sacerdotisa kitsune te bendecía, volviendo a la mujer más fértil y con mayor posibilidad de tener más hijos. A pesar de esto, los hombres no sabían de este rumor, era un secreto a voces que se mantenía sólo entre mujeres.
Y aunque Seirei sí pasaba algunas noches con mujeres diferentes, sí llegó a amar a algunas, pero no podía privar a aquellas mujeres de encontrar un nuevo amor, puesto que ella no era mortal, no podría darles la vida que merecían. Por esta razón, muchas jóvenes intentaron quitar esa "tristeza de su corazón" de Seirei, que siempre parecía tener un rostro triste, sin embargo, ninguna chica pudo lograrlo.
Por esta razón, cuando la sacerdotisa hacía sus quehaceres en el templo, siempre pensaba en las historias que le contaba su mamá, deseando que la vida volviese a ser tan simple como en ese entonces. Pero cuando su madre murió, se dio cuenta que estaba sola, que no habría nadie que la comprendiera. Desde que tuvo esa revelación, sólo anhelaba la mortalidad, quería la vida de los humanos, pero con el tiempo comprendió que tal vez aquella vida no era para ella.
Se dedicó a cuidar el templo del espíritu guardián del bosque, y siempre se preguntaba si estaba vivo realmente. Nunca le interesó saber quién era su padre, simplemente aceptó que si él no había querido estar en su vida, no tenía por qué esforzarse en meterse en la de él. Sin embargo, ese día caluroso de verano, su corazón deseaba un cambio, estaba aburrida de la apacible vida que llevaba. Si no fuera porque la visitaba una vieja amiga todas las tardes, tampoco sabría qué es lo que pasa en el resto del mundo.
Esa amiga que, al convertirse en una anciana había dejado de ser su amante, pero pudo conservar la amistad que surgió naturalmente desde un comienzo. Seirei nunca logró comprender por qué los humanos perdían su libido al envejecer, ya que ella lo mantenía impasible desde que entró en la adolescencia. Se dijo que tal vez su naturaleza era así, pero le dio pereza averiguar más sobre sí misma, después de todo, era mitad humana.
Entonces, mientras trabajaba en su huerto, algo sucedió. Un joven corría casi sin aliento por las escaleras que conducían al templo, Seirei tenía un agudo sentido del oído y olfato.
—¡Sacerdotisa! —gritó al verla, luego apoyó sus manos en las rodillas mientras recobraba el aliento.
—¿Qué pasa? Tranquilo, respira, te espero.
—Algo malo pasa en el bosque viejo. Un grupo de hombres fue a ver, pero no han regresado, y se escucharon gritos y lamentos. Creemos que están muertos. Por favor, ayúdanos.
—Veré que puedo hacer.
Emocionada, Seirei se esforzaba por no sonreír, después de todo, aquel asunto era muy grave para los humanos de la aldea, pero ella no podía creer que por fin sucedía algo, justo el día que en que lo deseó, aunque en parte sentía cierta culpa por aquellos hombres muertos.
—Me adelantaré —dijo la sacerdotisa.
Seirei llegó bastante rápido a las lindes del bosque, lo que sorprendió a los aldeanos que estaban allí. Todos estaban temblando de miedo, y armados con palos o herramientas para la tierra, lo cual no serviría de nada. La sacerdotisa se acercó, un fuerte olor a sangre le llegó, mezclado con el hedor de carne podrida. Instintivamente, se puso en guardia, asustando aún más a los hombres a su alrededor.
—Manténganse detrás de mí —dijo con voz profunda Seirei. Los hombres retrocedieron, expectantes por lo que podía suceder.
Por un momento el miedo de ellos se disipó, siendo reemplazado por la esperanza al ver a Seirei lista para luchar. Hasta que vieron a los onis acercarse, los cuales tenían un aspecto humanoide, sin embargo, el tono verdoso de su piel, y las manos negras con garras, además de estar ensangrentados completamente, hizo que varios huyeran aterrorizados. Los que no huyeron, retrocedieron aún más, quedándose detrás de la sacerdotisa.
—Lárguense —dijo con voz profunda y gutural Seirei. Por fin lo había comprendido, su poder sólo despertaría al proteger a su aldea.
Sin darse cuenta, sus colmillos habían crecido, al igual que las uñas de sus manos, convirtiéndose en garras. Tres colas espirituales se manifestaron, al igual que unas orejas puntiagudas, asombrando a los hombres que quedaban. Al manifestarse espiritualmente, Seirei no tenía ningún desgaste físico además de sus colmillos y garras. Seirei sentía su fuerza crecer, ya no era una simple humana.
—Lárguense de mi aldea —ordenó a los onis. Éstos no se inmutaron, siguieron avanzando.
Con un gruñido, Seirei se abalanzó sobre ellos, los hombres la siguieron con la mirada, incapaces de reaccionar por la impresión. Con sus garras y velocidad, la kitsune mató a todos los onis, a algunos quebrándoles el cuello, a otros cortándoles la garganta e incluso arrancándoles el corazón del pecho. Eran nueve en total, y ninguno de ellos logró llegar a la aldea, todos murieron en el bosque.
Agitada, la sacerdotisa salió del bosque viejo en su forma humana, con las manos ensangrentadas y el kimono salpicado con sangre. Miró a los hombres, que estaban con la boca abierta por lo que habían presenciado. Seirei suspiró, cerrando sus ojos por un momento.
—Vayan a recoger a sus muertos, y quemen los cuerpos de los onis. Yo volveré al templo, buscaré una manera de evitar que vengan más.
El joven que le había dado aviso tenía un rostro alarmado al escuchar sus palabras, no pudo evitar preguntar.
—¿Quie-quiere decir que vendrán más onis?
—Es muy posible, eso es lo que dice mi instinto. Pero, escúchenme bien, ningún oni entrará a esta aldea. Esta noche, haremos guardia.
—Sí señora —respondieron todos al unísono.
Cuando se hubo marchado, todos comentaban la transformación de la sacerdotisa, y cómo había acabado el terror de los onis. Pero el miedo de sus corazones no desaparecería hasta superar esa noche.
Seirei no encontró ninguna información útil entre los papiros y libros del templo. Se sentía muy decepcionada, estaban desprotegidos contra otro ataque de los onis. Seguramente, tendrían que enviar a alguien a buscar ayuda en alguna aldea cercana, pero primero, debían sobrevivir a la noche, que suele traer los terrores de los humanos a la vida. Sin darse cuenta, mientras buscaba algo de utilidad en el templo, había atardecido. Se apresuró a salir del tiempo, los hombres ya se estaban organizando para turnarse la vigilancia de esa noche.
Todos se animaron al ver a Seirei, hasta que vieron su expresión sombría. Ella les dijo, de la forma más suave posible, que aquella noche estaban por su cuenta, y en el día, debían enviar a alguien a buscar ayuda. A pesar de esto, todos cooperaron para sobrevivir esa noche. Había luna llena, lo que permitía una mayor visibilidad para los humanos, quienes no podían ver en la oscuridad claramente, a diferencia de la kitsune.
La noche se mantuvo tranquila, luego de medianoche, Seirei se dispuso a hacer rondas alrededor de la aldea, ya que no necesariamente los onis atacarían desde el bosque viejo otra vez. Estuvieron muy atentos, y en las horas cercanas al amanecer, todos se habían relajado, incluso la sacerdotisa, que a pesar de todo siguió con sus rondas. Todo parecía tranquilo, hasta que alguien gritó por ayuda cerca del bosque viejo.
Seirei lo escuchó y acudió a su ayuda de inmediato. El hombre estaba pálido, y al ver a la sacerdotisa se tiró a sus pies.
—Cre-creo que es la samurái errante. ¡Viene a vengarse de nosotros por matar a su presa!
—Tranquilo, yo iré a ver. Vuelve a la aldea —el hombre corrió despavorido de vuelta a su hogar.
La kitsune se adentró en el bosque nuevamente, primero, sintió olor a sangre, con un leve aroma a jazmín, lo cual le pareció bastante extraño. Un poco más alejado, se percibía el hedor de los onis muertos, había más cadáveres. Entonces la vio. Era, tal como la historia que había escuchado de niña, la samurái errante. Su pelo azabache estaba recogido en un tomate, su kimono era azul oscuro, el olor a jazmín provenía de ella, al igual que el de sangre fresca, estaba herida.
Seirei se acercó con precaución, sólo para ver cómo se desmayaba. Tenía una herida abierta en el costado, que no dejaba de sangrar, así que la sacerdotisa hizo lo único que podía hacer, la tomó en brazos y la sacó del bosque viejo. Cuando estuvo en la aldea, todos la observaban y murmuraban entre ellos.
—Es la samurái errante, que ha matado a los onis que venían a atacarnos. Está herida, así que la llevaré al templo, si recupera la conciencia, tal vez nos pueda ayudar a crear una barrera para los onis. Pero no podemos depender sólo de ella, uno de ustedes debe ir a buscar ayuda a las afueras.
Dicho esto, se marchó tranquilamente cargando a la samurái entre sus brazos. Había amanecido, y habían sobrevivido a la terrible noche. La kitsune depositó en el suelo a la samurái, no podía creer que la leyenda fuera cierta. Le quitó las ropas con delicadeza, para descubrir la herida. Era un corte a la altura de la cintura, un tanto profundo, del cual no dejaba de manar sangre, razón por la que perdió la conciencia. Limpió la herida con agua tibia, y luego lamió directamente la zona, por lo que la mujer dejó de sangrar. Seirei había descubierto esa propiedad de su saliva con sus propias heridas.
Al parecer, el corte había sido hecho con veneno, por lo que pudo "saborear" la kitsune. La sacerdotisa se quedó observando a la mujer, era realmente hermosa, sus pechos eran redondeados y de curvas suaves, su piel era blanca, la que contrastaba con su cabello negro, su abdomen estaba completamente tonificado, y tenía algunas cicatrices que a ojos de la sacerdotisa sólo la hicieron parecer más sexy. Sin darse cuenta, Seirei estaba conteniendo la respiración al observarla tan detenidamente.
Entonces notó algo importante, la herida se estaba cerrando, por lo que supuso que la samurái pronto despertaría, y así fue. Cuando abrió los ojos, Seirei vio aquel iris de color verde por unos segundos, para luego desviar la mirada, avergonzada.
—¿Disfrutando la vista, kitsune? —dijo con voz molesta la samurái, que estaba algo enfadada.
—Pensé que la samurái errante sería más amable, considerando que le salvé la vida —replicó Seirei.
—¿Ah? ¿No te habrás confundido, kitsune? Fue mi recuperación sagrada la que me salvó, no tú.
—Yo lamí tu herida, tenía veneno.
—¿Qué tú qué?
La samurái se acomodó las ropas, y al intentar levantarse, le ardía la zona de la herida, al parecer su cuerpo aún no eliminaba el veneno. Se quedó quieta, enfadada consigo misma, pero el orgullo no le dejaba disculparse con la sacerdotisa. Miró a su alrededor, su katana estaba apoyada contra la pared.
—¿Piensas matarme antes que disculparte conmigo? —le preguntó Seirei, le causaba gracia que la samurái fuera tan orgullosa.
—No es una mala idea. Yo... te agradezco por ayudarme, aunque no era necesario.
—Lo era. Si te hubiera dejado ahí, los onis te hubieran devorado ¿no es cierto?
—Así que tú terminaste mi trabajo.
—También me enfrenté a los onis hace dos días.
Por primera vez, la samurái sonrió. Y a Seirei su sonrisa le pareció encantadora, debido a que su rostro y toda ella era muy seria.
—Vaya, así que no eres una kitsune normal. Por eso tu esencia, tu aroma es tan particular. ¿Cuál es tu nombre, kitsune?
—Me llamo Seirei. Soy humana también, no soy sólo una kitsune.
—Oh, ya veo, por eso interferiste. Mi nombre es Tomoe, recuérdalo bien.
—Jamás podría olvidarlo —respondió sonriendo Seirei. Tomoe se ruborizó ligeramente, le agradaba más de lo que esperaba su sonrisa.
—He sido una grosera contigo, Seirei —le dijo sonriéndole de vuelta— te ruego me perdones, he estado varios días sin descansar. Encontré un nido de esas criaturas asquerosas y estuve persiguiendo a un centenar que había escapado de mi katana.
—Buen trabajo. Prepararé algo de té, es lo mínimo que puedo hacer por tus servicios —dijo Seirei, levantándose.
—Gracias —respondió sonriendo aliviada.
Seirei decidió ir a preparar el té como una excusa para alejarse de la samurái. Por alguna razón, Tomoe le atraía demasiado, cuando le sonrió, lo único que pensaba era en probar sus labios, en besarla hasta desnudarla. Le estaba costando contenerse después de su cambio de actitud, tal vez era una cuestión simple, la esencia de la samurái parecía ser su debilidad, debilidad que jamás había tenido con ninguna mujer antes.
Cuando llegó con el té, notó que Tomoe tenía los hombros ligeramente descubiertos, no estaba preocupada por su ropa ya, porque sabía que debía descansar un poco más. La samurái bebió el té agradecida, hacía mucho que no comía o bebía nada, debido a que llevaba muchos días sin descansar, y tampoco se lo exigía su cuerpo.
—Seirei, este templo, ¿era de tu madre?
—Sí, lo era. ¿Acaso conocías este templo?
—Algo así —respondió misteriosamente. Lo cierto era que Tomoe pensaba que era otro templo, pero como el tiempo fluía de forma diferente para ella, nunca estaba segura. Observó a la kitsune, con sus ropas de sacerdotisa, su kimono era del color de las flores del cerezo, y estaba manchado con sangre, también con tierra.
La samurái se sintió algo culpable por eso, pero luego recordó que ella se había enfrentado a los onis también. Sonrió con satisfacción, le agradaba saber que alguien más podía enfrentarse a esas criaturas sin morir en el intento. De pronto, notó que el olor de Seirei había cambiado levemente, y también sintió su mirada intensa. Sin quererlo sus ojos verdes se encontraron con aquellos ojos naranjos, que tenían un brillo peculiar para Tomoe, quien tardó en comprender lo que le pasaba.
—Debería lavar tu ropa, está manchada con sangre de tu herida —sugirió de pronto Seirei. Tomoe vio claramente que la sacerdotisa tragó saliva, parecía como si estuviera conteniéndose con gran esfuerzo.
—¿Quieres verme desnuda de nuevo, kitsune? Eres tan atrevida... pero te daré en el gusto, después de todo, me salvaste la vida ¿no? —le respondió sonriendo Tomoe.
Se quitó el kimono lentamente, descubriendo sus pechos con toda intención, fijándose en la mirada de Seirei, que se desvió inevitablemente en esa dirección. Tomoe dobló todo cuidadosamente, quedándose sentada de rodillas, y al entregarle su ropa a Seirei, antes que la sacerdotisa lo recibiera en sus manos, evitó que lo agarrara moviéndola hacia atrás, haciendo que Seirei se acercara sin pensarlo, quedando muy cerca del rostro de la samurái.
Tomoe dejó caer su ropa, para agarrar a Seirei de su kimono y acercarla más hacia sí misma, y así poder besarla de una vez. Sus lenguas se entrelazaron de inmediato, como si hubieran esperado ese momento con ansias. La samurái, con cierta habilidad, le quitó su kimono poco a poco mientras se besaban cadenciosamente. Seirei perdió el control una vez que se desnudó, se sentía libre para hacer lo que quisiera.
Se abalanzó sobre Tomoe, quedando sobre ella, se separó con dificultad de su deliciosa boca, sólo para contemplar su cuerpo desnudo, justo debajo de ella, cuya piel porcelana parecía brillar a la luz del sol. La samurái respiraba agitadamente, aquel beso la había encendido, le había dejado sin respiración y con ganas de más.
—No te contengas, Seirei, recuerda, no soy una simple humana —murmuró con voz cargada de excitación.
Seirei volvió a besarla con intensidad, mientras sus manos acariciaban sus pechos, le gustaba tocar su piel suave, le agradaba sentir su olor envolviéndola. Dejó besos húmedos en su cuello, la escuchó gemir suavemente, quería escuchar más de ella. No sabía por qué, pero algo en ella le hacía desearla profundamente, como si el destino caprichoso la hubiera llevado a sus brazos para brindarle su amor más puro.
Se detuvo en sus pechos, con su lengua recorrió sus pezones, los lamió, succionó y besó, todo para escuchar esos maravillosos gemidos. Tomoe se sentía bien, todo lo que Seirei le hacía se sentía bien, su lengua experta la estimulaba no sólo donde tocaba, también en su sexo, que ya podía sentirlo húmedo. Seirei también lo sentía, su olor le llamaba, por lo que, dejando un camino de besos húmedos, bajó lentamente hasta llegar a la entrepierna de la samurái.
Su lengua se hundió en el interior de Tomoe, Seirei bebió de aquel líquido con devoción, le encantaba su sabor. La samurái gimió más fuerte, jadeó el nombre de la sacerdotisa, quería que Seirei la llevara al clímax. La kitsune se aferró a los muslos de Tomoe, moviendo su lengua en ritmo rápido, estimulando aquel nodo de placer, volviendo loca a la samurái, que no dejaba de retorcerse de placer. Su mente poco a poco se estaba quedando en blanco, hasta suspirar por alcanzar el clímax. Seirei siguió bebiendo de la fuente de su centro como si se le fuera la vida en ello.
Tomoe estaba respirando agitadamente, la sacerdotisa observaba fascinada cómo recuperaba el aliento, sus pechos se movían suavemente, era una vista maravillosa. Entonces, la samurái se alejó de la kitsune con rapidez, para posicionarse encima de ella. Sonreía con satisfacción, a pesar de estar herida, era más rápida que Seirei, quien estaba sorprendida por sus movimientos veloces.
—Voy a agradecerte como corresponde, Seirei.
Tomoe besó a la sacerdotisa, sujetándola del cuello, con fuerza, que a Seirei lo único que hizo fue excitarle más. La samurái era más fuerte que ella, y esperaba que lo demostrara. Tomoe, a diferencia de la sutileza con la que Seirei actuaba, era algo más salvaje. No besó el cuello de la kitsune, sino que lo mordió con fuerza, lo que hizo que a la sacerdotisa se le escapara un gemido de placer.
Pronto, Seirei gemía por cada mordida o marca que la samurái dejaba en ella, lo cual la mantenía muy mojada. Tomoe lo sabía, pero estaba tomándose su tiempo, recorriendo el bello cuerpo de la kitsune. Pero no podía seguir conteniéndose, quería saborear a Seirei, escucharla gemir y jadear su nombre.
Entonces, sin previo aviso, bajó de inmediato al centro de Seirei, no sin antes tomarse unos segundos para separar sus piernas y admirar la vista. El líquido se escurría por los muslos de la kitsune, estaba bastante excitada. Tomoe no pensaba desperdiciar nada, por lo que lamió todo lo que se había escurrido, hasta llegar a su sexo, donde hundió por fin su lengua, bebiendo todo de ella.
Pero aquello no le pareció suficiente, por lo que se enfocó en usar su talentosa lengua en ese nodo de placer ya expuesto, mientras introducía un par de dedos en el interior de Seirei. Entonces la escuchó al fin, Seirei gemía incontrolablemente de placer, gritaba el nombre de Tomoe, y también agradecía al destino por haber encontrado a la samurái. No fue la única vez que Seirei tocó el cielo aquel día.
Ambas deseaban más de la otra, siguieron dándose placer mutuamente, buscando más maneras de unir sus ardientes cuerpos, porque aquel fuego que había iniciado por la herida de Tomoe, se había convertido en un incendio gracias al deseo liberado de Seirei. Sin embargo, luego de dormir profundamente, llegó el día siguiente, y con ello, la incertidumbre en el corazón de Seirei.
Tomoe no se quedaría eternamente en aquel templo, porque su herida se había sanado completamente y ella tenía un deber que cumplir. Sin embargo, la samurái por primera vez estaba considerando tener una compañera. Ya de mediodía, siendo momento de partir, ambas estaban sentadas en silencio una al lado de la otra, en el jardín de cerezos del templo.
—Tomoe —susurró Seirei, no se atrevía a romper el silencio del todo, parecía ser el único hechizo que mantenía a la samurái a su lado. La aludida suspiró, era ahora o nunca.
—Seirei, durante mucho tiempo, he caminado sola cumpliendo mi deber. Pero, me gustaría... tal vez... podría tener una compañera como tú junto a mí —dijo ruborizándose, mirando hacia otro lado, evitando a la sacerdotisa.
—Tomoe, quiero ir contigo, pero... tengo que dejar esta aldea a salvo, ¿puedes ayudarme?
La samurái sonrió ampliamente, volviendo la vista hacia Seirei, quien acarició su mejilla sin pensarlo. Tomoe le parecía radiantemente hermosa.
—Claro que te ayudaré a proteger tu hogar. Y luego, viajaremos juntas —respondió sin dejar de sonreír.
—Es una promesa —respondió Seirei.
Una brisa primaveral hizo que las flores de cerezo flotaran entre ellas. Tomoe tomó el rostro de Seirei con ambas manos, sellando esa promesa con un beso apasionado.
***
Nota de la autora: Kitsune en el folclore japonés es un zorro, una criatura mitológica que según la cantidad de años aumenta su número de colas y poder. Oni es un sinónimo de demonio, mientras que shogunato es una manera de referirse a shogun, que corresponde al período feudal en Japón, donde se mantuvo un gobierno militar, y a quien lideraba se le conocía como shogun. Además, como dato curioso, la samurái errante lleva el nombre de una samurái famosa llamada Tomoe Gozen, una mujer que según los escritos valía por mil guerreros, toda una leyenda.
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