PRÓLOGO
00.
01 de agosto de 1986.
California.
La ausencia es desconcertante; incluso donde no hay nada, el vacío permanece.
Algunos dicen que una pérdida de alguien amado se siente como tener frío por dentro, debajo de la piel y en los huesos, un dolor que parece un agujero en el pecho que se expande cada vez un poco más. A April Augustus, la pérdida y la ausencia resultante de ella nunca le parecieron del todo consecuentes.
La primera vez que perdió a alguien fue a su madre cuando era niño. En ese momento no hubo dolor o frío, solo confusión, le dejó el mismo sentimiento que ahora de mayor le dejaría leer un libreto incompleto. Fue como actuar detrás del telón del teatro, estaba ahí, aunque nadie parecía verlo y así fue por mucho tiempo. No experimentó perder algo, aunque la ausencia estaba ahí. Con él. En él. Desde que tenía consciencia sentía ese vacío, aunque rara vez recordaba su existencia.
Toda su vida se creyó inmune a sentir el dolor de una pérdida. La noche que murió su abuelo, sintió que las cortinas del escenario se abrieron para comenzar, pero lo que había detrás no era público, solo un montón de asientos vacíos. Aun gritando con todas sus fuerzas, no había más que eco. El vacío era ruidoso y la pérdida le provocaba ira. Más que frío, se sentía en medio de una tormenta. El mejor acto de su vida comenzó con la lluvia de esa noche.
El mejor acto de su vida comenzó con la lluvia de esa noche.
—¡Admítelo! ¡Señor! ¡Te recé todos los días durante catorce años y no hiciste nada! ¿¡Dónde quedó tu omnipotencia!? ¿¡Eh!? ¡Dímelo!
Comenzó mientras gritaba, arrastrándose en la grama de su jardín, desesperado, con la ropa mojada pegada al cuerpo; la misma que se colocó con pesar por la mañana.
Tenía decenas de camisas de abotonar en su armario y fue justamente la negra, esa que nunca usaba, la que se fajó con el cinturón antes de bajar a la sala para ayudar a su abuela.
Incluso después de tantos años viviendo en ese país, ella nunca aprendió el idioma, además, estaba demasiado consternada como para hacer el montón de llamadas que organizar un funeral requería. Y sin su padre en casa, la responsabilidad completa del acto fúnebre recayó en él.
April Augustus, el más joven de la familia Moon, siempre tuvo talento natural para disimular ante la gente.
Desde su andar hasta su sonrisa; sus hombros se alzaban si era preciso pasar desapercibido y sus ojos se mantenían relajados como si pertenecieran al mejor actor del mundo.
Después de la llamada del hospital que recibió en la madrugada, pasó de reconocer el cuerpo, a hablar con la funeraria un par de horas después. Escogió uno de los muchos trajes que él mismo le había confeccionado a su abuelo y se lo entregó al encargado del traslado para que pudieran vestirlo antes de colocarlo en el féretro.
Su abuelo, Moon JiHoon, era un miembro respetable de su comunidad. Desde algún tiempo atrás, el condado Mariposa, en California, se había convertido en un punto de descanso para muchos inmigrantes.
Comenzó con la familia Moon; su familia; cuya benevolencia los hizo conocidos. Y su casa, se convirtió en refugio para cualquiera que buscara una vida "mejor". Por años, April vio llegar familia, tras familia al condado. Siempre les ofreció agua y mantas para pasar la noche justo como se le había enseñado.
Por eso, al saber de la muerte de su abuelo, muchas familias se acercaron a la puerta principal luego de verlo colgar la guirnalda de claveles blancos, con un listón negro, que confirmaba que el mayor de esa casa había fallecido.
April los saludó a todos con un apretón de manos cuando entraron, como según él, todo buen anfitrión debía hacerlo.
Los Runagoj, sus vecinos de al lado, fueron los primeros en llegar, lo ayudaron con las sillas y a mover algunos muebles antes de que la funeraria llegara.
Los Sánchez, de la casa de enfrente, se ofrecieron a ayudar con la comida. Llegaron cargando con ellos un montón de canastas de pan y otros alimentos. Su presencia fue incómoda al principio porque una de las hijas menores de la familia fue más que una "amiga" para April. Pasaron algunos momentos juntos pese a que él nunca fue fan del contacto físico y ella quería besarlo todo el tiempo; pero era lo de menos.
En ese momento, cuando ella comenzó a repartir comida a los presentes, él agradeció que solo le diera el pésame y lo dejase tranquilo en la sala, sin llenarlo de preguntas. Lo último que necesitaba era más presión. Aunque fue inevitable sentirse asediado cuando escuchó la voz de su padre en el pórtico de la casa quien, después de dos meses fuera de la ciudad, por fin volvía.
Si bien fue un alivio que alguien más fuese el centro de atención de los amigos de su abuelo, el peso de la pérdida se hizo presente, como un bloque de concreto que cae sobre su pecho. Un peso que solo había experimentado en el funeral de su madre.
Fue lo mismo con ella. Cuando murió, él no lo entendía y nunca pudo buscar explicaciones en su padre, porque él no estuvo ahí.
Era la misma casa, en la que se sentó en el pequeño sofá, escuchando aquellos "lo siento mucho", una y otra vez. Habían pasado catorce años y aún no lo entendía, ¿por qué decir algo como eso?, ni siquiera April estaba seguro de sentir algo. ¿Acaso los poco conocidos sabían algo que él no? Existe, acaso, una estima oculta de la que nunca supo. O es que era él, el único cuyos nombres recordaba solo a veces, cuando los veía en la calle.
Los apretones de manos, que terminaban en abrazos parecían actuados; eran él, recibiendo palmadas en la espalda como cuando era un niño. Tantos "tu abuelo fue un gran hombre", no tenían sentido si ninguno de ellos lo visitó cuando estuvo enfermo. Era, sin duda, los mismos que le dijeron "mamá te cuidará desde el cielo", cuando bien sabía que la habían llamado ramera y demente demasiadas veces.
Por eso prefería estar solo, incluso si con eso se ganaba un par de reproches.
–Augustus –llamaron hacia él. Quien, con un movimiento de mano, le pidió que se acercara–. Sube mis cosas.
Las maletas de su padre estorbaban en la entrada. April Moon tenía diecinueve años, su familia venía de Asia y habían terminado de adoptar el cristianismo de la zona. Así que el honrar a sus padres, como lo decía la biblia, le tenía el papel de sirviente de la casa asegurado.
No hubo un "¿cómo está todo?" por parte de su padre. Él no se preocupó por las facturas que April estuvo guardando todo el día para hacer el recuento de gastos del funeral, tampoco del estado emocional de la abuela –su madre, por cierto–, porque su corazón no estaba tan fuerte como hace unos años.
Ni siquiera un "Hola", para él saber que al menos su padre se preocupaba por lo que sentía. Pero de nuevo, el chico no sentía mucho.
Era frío. Tal vez, náuseas, era como sentirse ajeno a su cuerpo y a sus acciones; por eso, cuando se levantó del sofá y caminó hacia su padre, su respiración se volvió pesada.
El mejor acto de su vida comenzó cuando llegó hasta la puerta y se encontró a su padre hablando con los Señores Kim, Seokwoo y Sarah, que recién salían de la fábrica donde trabajaban y se habían enterado de la noticia.
Eran buenas personas, aunque nunca terminaron de agradarle. Vivían a dos casas de la suya; el señor Kim era hijo de un gran amigo de su abuelo, lo que les convertía en —probablemente— las personas más cercanas a su familia en todo el condado. Había muchos rostros en la sala; pero eran pocos los que reconocía. La mayoría de los asistentes al funeral eran personas mayores, así que al reconocer a los Kim buscó con la vista detrás de ellos.
Los Kim tenían dos hijos varones casi de su misma edad y por un instante April creyó que el mayor de estos, quien fue su amigo por mucho tiempo, se aparecería para acompañarlo. Pero, a diferencia del resto de familias en el funeral, los señores Kim llegaron solos.
No es como si le importara mucho.
No había cruzado una sola palabra con Kim Sean desde hacía años y ni siquiera le agradaba Taylor, su hermanito; aun así, él ausente Sean era lo más parecido a tener un hermano para April, le molestó que no se dignara a aparecer.
Eso fue, quizá, lo primero en todo el día que logró tocar su temple.
Su padre le dijo algo a lo que no puso atención, le dolía el pecho, solo asintió muchas veces para pasar junto a ellos y salir de la casa. Comenzó a pensar una y otra vez en la noche anterior. En el hospital, el área de urgencias al que no lo dejaron entrar y esa mísera sábana vieja con la que cubrieron a su abuelo, que no lo ayudó de nada porque seguía temblando.
El sudor bajaba por su espalda. Tembló al recordar el rilar de su abuelo; sus brazos, uno delgado y el otro hinchado donde tenía canalizado para sus tratamientos. Su mirada de resignación, diciéndole que no se preocupara, que ya no había nada más que hacer cuando lo cargó por las escaleras.
Esa casa estaba llena de personas que le veían con lástima. No la quería. No quería a nadie murmurando, tenía suficiente con verlos negar mientras le tocaban el hombro. El asedio lo llevó a moverse hacia el jardín trasero, pasando por el costado del vivero que tenían en donde se sentó en la grama. Necesitaba estar solo, que dejaran de verlo con esos ojos de falsa piedad hacia él.
Todos sabían de sobra que Augustus y su abuelo eran inseparables, su propio padre le resultaba más un tío al que veía una vez cada dos semanas; no congeniaban; de la misma forma en la que su padre y su abuelo jamás lo hicieron. Por eso entre ambos, se reconocían como la figura que necesitaban, ya sea un hijo y un padre, o como dos buenos amigos.
April tenía las cosas de su madre que su abuelo amó. Y creía, su padre estaba celoso, de no ser él a quien ese anciano adoraba; pero era injusto pedir por más cuando él nunca estuvo cuando lo necesitó.
Así que al final, su abuelo era la única persona en el mundo que lo amaba.
Era.
Ya no estaba. Lo había dejado.
April se había quedado solo. Y cuando lo asimiló, por fin, comenzó a sentirse triste.
El viento resoplando en su nuca le hizo llevar la mano a esta. Sudaba, su sudor era frío; su cuerpo se sentía caliente incluso cuando la llovizna había comenzado.
A lo mejor debería abrigarse. Su abuelo le habría gritado desde la ventana que llevará su trasero dentro de la casa si lo hubiese visto acostado en la grama cuando la lluvia comenzó; podría excusarse diciendo que había salido a proteger el huerto y luego habrían ido en la camioneta hasta el centro para comprar nylon.
Ya no.
Nadie lo acompañaría a la ferretería a comprar cosas para el jardín, ni se prestaría como modelo de los trajes de estilo sastre que April disfrutaba coser. Ya nadie en todo el condado se quedaría viendo por horas sus pinturas, ni lo presumiría como si fuese la próxima gran estrella del mundo.
Su abuelo era diabético, dijeron que podía vivir mucho más tiempo si cambiaba su estilo de vida. Había seguido la dieta al pie de la letra. Paso por paso. Sin fallar a una sola medida; pero era tarde, un par de meses después lo diagnosticaron como enfermo renal.
Era cruel.
La medicina, la comida sin sal, las sondas, las inyecciones, los baños. Dios sabe que April hizo absolutamente todo como debía. Todo sin saber que era inútil. Al menos, negándose a aceptar que lo era.
Augustus era alguien piadoso, sensato. Nunca se perdió una lección en la iglesia porque sus abuelos decían que Dios se compadece de los que le temen. Dios sabe que lo intentó.
Dios sabe...
¿Dios? ¿Por qué seguía pensando en "Dios"? ¿Por qué si parecía que él nunca lo había escuchado?
El señor misericordioso en el que le enseñaron a creer no estuvo cuando su madre perdió la razón.
No estuvo con April cuando extrañó a mamá. Su Dios no ablandó el corazón de papá cuando lo culpó a él de todo, le permitió ser un hombre de fe con una mirada tan dura como los leños que lo hacían cargar desde el aserradero mientras su espalda se doblaba.
El creador lo hizo diferente a propósito para que sufriera.
Ese "Dios", que hizo que comenzara a llover sobre él mientras lloraba, era el mismo al que le reprochaba todos los días haberlo dejado desangrarse en la acera.
El pastor le dijo que el señor llamó a su abuelo a la gloria; pero tales afirmaciones no hacían más que recalcar que era Dios quien le arrebataba a April la única forma de amor que conocía.
¿Cuál Dios?
Su Dios no era un dios de amor. Era un dios de odio, que se divertía al verlo ser miserable.
Su mareo era tan fuerte que no supo cómo fue que terminó arrodillado en el jardín.
El cabello negro pegado a su frente comenzó a gotear, mojándole los párpados. Estaba divagando mucho; ya no quería sentir; se encontró a sí mismo jadeando, se le cortó la respiración por un segundo cuando por fin se permitió llorar.
Sabía que reprochaba en voz alta, pero sus acusaciones eran eclipsadas por el sonido de la leve lluvia que se convirtió en una tormenta.
Dios mandaba la lluvia para no escucharlo. El ruido era tanto que no le importó seguir gritando:
» ¡Dame una explicación para todo esto! ¡Te la exijo! Todopoderoso, ya tomaste mi cuerpo, mi fe y a mi familia. ¿¡Qué más quieres de mí!? ¿Mi alma? Ya no es pura por tu culpa.
«Me gustaría tanto negarte, pero no puedo; aunque eso no cambia la verdad: la humanidad no te importa. Porque si lo hiciera, yo no estaría aquí rogándote un poco de misericordia. Dame una señal o admítelo de una vez...
April temblaba. Esbozó una ligera sonrisa, como si se burlara de sí mismo.
Es probable que debiese entrar, pero no quería ver a los Kim. No quería pensar en lo mucho que su abuelo los ayudó. En cómo cuidó de Sean mientras crecían para que ahora ese cobarde no se atreviera a venir a despedirlo. Le ofendía su descaro, su traición, su...
Se quedó quieto, viendo el árbol en el centro de su jardín. Sus ramas se mecían al compás de un viento agitado que, lejos de asustarlo, le estremeció causando un escalofrío que le recorrió desde la nuca hasta la espalda.
Su abuelo plantó ese árbol cuando April nació, era un símbolo de su amor; pero estaba rodeado de rosas rojas, unas que eran intrusas en su jardín. Él no las plantó, así que las consideraba maleza.
April Augustus amaba la primavera, las flores en los campos siempre fueron para él como un reflejo de sus pensamientos. Para su mala suerte, no había primavera en agosto.
«Dios... Admite lo mucho que me odias.
Fue entonces cuando se abalanzó sobre las rosas y, sin importarle las espinas que se clavaron en sus dedos, comenzó a arrancarlas, de dos en dos, rompiéndoles los tallos y dejando un rastro de pétalos rojos machacados a su alrededor.
La sangre en sus manos se mezcló con tierra, que se le metió hasta debajo de las uñas. Un relámpago iluminó el cielo y en cuestión de segundos, el trueno que le seguía resonó. Quizá esa era la respuesta del señor para él, una que buscaba recordarle cuán insignificante era.
O eso creyó hasta que, de un momento a otro, le tomaron de los hombros.
Era su mejor acto; pero no era un monólogo.
—¡Oye, detente! —gritó un joven, tras correr hacia April y agitarlo de los hombros antes de continuar—: ¿Qué sucede contigo?
April volteó a ver, asustado ante la sombra del joven cuyo rostro apenas pudo reconocer por la noche. Alzó la vista y se paralizó buscando las palabras adecuadas para responder, pero era difícil.
Kim Sean, su amigo, jamás faltaría al funeral. Quizá solo se le hizo tarde del trabajo. Lo perdonaría como si la espera no fuera relevante. Su presencia significaba que había dolor, que también sufría.
Sí.
Se había arrepentido. Si estaba con él, lo demás no importaba.
Esos hombros rectos y el cabello castaño que se alborotó le hicieron temblar segundos que fueron todo lo que bastó para que la escasa luz que provenía de las ventanas de la casa le dejase ver con claridad al joven cuando se acercó.
Tenía un poco de lodo en la mejilla y una expresión seria que Sean nunca tuvo.
Kim Taylor, a diferencia de su hermano, tenía un rostro ambiguo, su ceño permanecía fruncido la mayor parte del tiempo.
No hablaba mucho. Solía cuidar sus anteojos para que su hermano mayor no los rompiera, porque ese par de años entre ellos siempre marcó una gran diferencia. Era como si, al repartir los dones en la familia Kim, Taylor se hubiese quedado con toda la cautela que sus padres y hermano mayor no tenían.
Por eso, verlo empapado y hablándole en medio de la noche, sorprendió tanto a April que se quedó quieto.
Parpadeó, confundido, Taylor y él siempre fueron de la misma altura, los dos solían ser un tanto bajos en comparación a Sean (y al resto de los muchachos del condado). Pero ahora no solo era mucho más alto que él, también se le rizaba el cabello con la humedad como a su hermano y podía jurar que sus manos eran del mismo tamaño, porque las sentía igual sobre sus hombros. Y su voz, su voz no era igual solo porque Taylor no sonaba culpable.
A lo mejor... April gritó tan fuerte que Dios lo había escuchado.
—¿¡Qué haces tú aquí!? —reprochó al menor.
—¡Lo mismo digo! ¿Qué demonios estás haciendo? ¿Por qué estás aquí afuera? ¿Que no ves que hay una tormenta?
—Yo... yo... —Se sentía sin palabras por primera vez en mucho tiempo—. Mi abuelo... —masculló sin esperar que él lo entendiera; aunque por la forma en la que volteó a ver hacia el pórtico pareció hacerlo.
—¿Cuándo sucedió?
—Anoche.
—Vamos, levántate. Entremos a la casa.
—No, es un maldito funeral, hay muchas personas adentro, incluso tus padres están ahí. No quiero que nadie me vea así.
—Vamos a mi casa —dijo—. Si mis padres están aquí, no habrá problema con que te ocultes un rato.
Nadie era cercano a April, así que el joven oportuno le causó impresión. Mucha, cuando se acercó a él para hacerlo levantarse, sugiriendo una solución.
—¿Qué hay de tu hermano? —preguntó por impulso.
—Salió con una chica; relájate, estaremos bien.
Moon dudó. Sin embargo, sus pies estaban mojados; era consciente de eso, en particular, porque sus talones dolían y esa punzada llegaba hasta la parte trasera de sus rodillas. Dio una mirada rápida a la entrada de su casa, con la puerta cerrada y luego asintió, aceptando la ayuda de Taylor.
La noche del funeral de su abuelo fue la misma en la que volvió a entrar a la casa de los Kim cuando siguió al más joven de la familia hasta ella. Ambos estaban tan sucios y mojados que April sintió pena por la alfombra de la sala.
Las fotografías de las escaleras habían cambiado por unas un poco más recientes; ya no estaba Sean con el uniforme de la hamburguesería donde solía trabajar, en su lugar, había una foto de él usando el uniforme de béisbol del equipo de la escuela mientras alzaba un trofeo.
Apenas pudo fijarse en los demás cuadros, siguió a Taylor por las escaleras, tropezando por poco y alcanzándole en el segundo piso cuando llegó a su habitación.
Lo escuchó colocar el seguro de la puerta tras entrar y buscar algo en su armario que luego le lanzó.
—Ponte esto —dijo Taylor, sin darle importancia a su presencia al comenzar a secarse él mismo y cambiarse de ropa.
Augustus podría ser escéptico, en muchos sentidos, incrédulo de la divinidad de las cosas; lo suyo era más que todo curiosidad por los acontecimientos. Se sentó en la cama, algo desconcertado, observó la tela en sus manos y confirmó que era una camiseta y un pantalón deportivo, además de una toalla.
—¿Por qué me dejas entrar en tu casa? —preguntó, apenas comenzando a cambiarse de pantalón—. Es más, ¿por qué estás hablando conmigo siquiera?
—¿Por qué no lo haría? —respondió Kim, con tal ligereza que pareció divertido con la pregunta.
No se volteó para responder, tal vez le daba privacidad, aunque eso intrigó más a April.
Una de dos: fingía demencia o en realidad no sabía a qué venía su pregunta. En cualquier caso, lo mejor era mantenerse así. Ajenos.
—No lo sé, yo... soy raro.
Taylor se movía por su habitación, tranquilo, terminó de vestirse y apenas se había secado el cabello; se acercó a su escritorio para buscar algo en el cajón, lo abrió para tomar un pequeño botiquín, entonces, se sentó en la cama junto a April este se sobresaltó y se apresuró a colocarse correctamente la camisa.
—Bienvenido al club —dijo con gracia—, relájate, chico raro, enséñame tus manos.
Siguió sus indicaciones. Aún tenía frío, era notorio por sus manos rígidas, su piel blanca estaba más pálida de lo usual, a excepción de su nariz y mejillas, que se tornaron rojas cuando comenzó a sentirse resfriado.
Gimoteó un par de veces cuando limpiaron sus heridas con un paño húmedo, aunque agradeció que no lo llenara de alcohol porque es lo que su abuela hubiera hecho. Taylor actuaba como si conociera el protocolo perfecto a ejecutar, le colocó un par de vendas en los dedos hasta terminar con todas sus heridas.
Fue inevitable para April confirmar que sus manos eran del mismo tamaño que las de su hermano mayor, quizá más grandes por poco.
—¿Por qué haces esto? —volvió a preguntar.
—¿Piensas que soy un tirano o algo así? Soy humano también, no podía dejarte.
—Gracias... supongo.
Kim tomó sus anteojos del buró junto a su cama y tras secar los cristales, se los colocó.
—¿Puedo preguntarte algo sin parecer demasiado tonto? —dijo a April.
—¿Qué cosa? —Tragó saliva y disimuló el dolor en su estómago, además de los cientos de escenarios caóticos que podían surgir de esas palabras.
«Sí, mi padre atropelló a tu gato hace cinco años, lo enterramos en el bosque. Sí, me robé las hortensias de tu patio. También, Sean y yo sacamos los ahorros de tu alcancía una vez. Aunque, en mi defensa, tenías como diez años ¿para qué necesitabas tanto dinero? Nosotros rompimos una ventana y teníamos que pagar. Mi abuela fue quien te denunció con el ayuntamiento cuando hiciste que el vecindario se quedara sin electricidad, pero es que estaba viendo su novela y por tu culpa no supimos el final. Ah y sobre tu otro gato...»
—¿Sería muy cruel de mi parte decir que no recuerdo tu nombre? —declaró, avergonzado.
Moon parpadeó, incrédulo, y comenzó a reír. ¿Se estresó tanto para eso? Jesús.
—Se supone que mi nombre es Augustus—aclaró—; pero es difícil de pronunciar y no combina con mi apellido—se burló de sí mismo—, así que mejor llámame, Haru.
Taylor le quitó un mechón de cabello que estorbaba en su frente y preguntó algo a lo que no prestó atención cuando, a las afueras de la casa, el sonido del motor del auto de la madre de Taylor resonó, como anunciando la llegada de alguien más, seguido de las llaves de la puerta principal.
—¿Qué es eso? —preguntó April alejándose de él.
—Maldición, mi hermano está aquí —masculló, asustado—. ¡Entra al armario, ya!
—¿Qué se supone que soy? —le dijo ofendido cuando el otro lo tomó del brazo para obligarlo a moverse. En especial, porque lo empujó dentro del armario y cerró la puerta.
—Eres mi secreto, así que coopera, chico raro.
«¿Ahora soy tu amante o intentarán deportarme cuando me vean? Ah, no espera, yo sí nací aquí. Una mierda todo» Pensó April cuando se quedó a oscuras.
Entonces, el bullicio de la entrada se acercó y terminó en la puerta de la habitación cuando el pomo giró al intento de abrirlo.
—¡Oye, Taylor! ¿Sabes dónde está mamá? —gritó el hermano de Taylor, Sean Grace, desde afuera de la habitación.
—¡No, no sé dónde está!
—¿¡Por qué estás encerrado!? —cuestionó, intentando abrir de nuevo la puerta, ahora golpeándola un poco—. ¿Qué haces ahí dentro?
Taylor bufó, ese tipo no se iría si no le abría.
Entonces tomó una toalla que se había quedado en la cama y se acercó a la puerta para quitar el seguro. Esa misma acción causó que al volver a girar el pomo, Sean entrara deliberadamente a la habitación.
—Me estaba cambiando, animal. Recién salgo de la ducha.
—¿Por qué la alfombra está así de mojada?
—Porque comenzó a llover y gracias a que decidiste abandonarme tuve que caminar dos kilómetros y medio bajo la lluvia.
—Oh, sí, gran noche. La película estuvo genial. La mejor cita que pude pedir, la chica es nueva en la ciudad, va a nuestra escuela y es demasiado ardiente.
«"Es nueva en la ciudad" Por favor, será nueva en prestarte atención, baboso.» Pensó April que veía a través de las rendijas del armario.
—Casi te pregunto. —Taylor rodó los ojos.
«O es menor o es de intercambio, apuesto cinco billetes»
—Perdón por hablarte de lo que me hace feliz. Perdón por querer tratarte como mi hermano, tarado.
—Deja de molestar a las chicas que vienen de intercambio, eso es bajo hasta para ti. Tú sabes lo que es ser foráneo en este lugar.
«¡Ja!¡Lo sabía!»
—Aguafiestas.
—Ya te dije que mamá no está aquí. ¿Se te ofrece algo más? ¿O ya te ibas?
—Cuánta urgencia por echarme. —Sean entrecerró los ojos—. No me digas que tienes otro vagabundo aquí. Por favor.
—Ay, ya. Fue solo una vez.
—Fueron tres veces.
—No, la última vez fue un mapache así que no cuenta.
—¿¡No cuenta!? ¡Esa cosa me mordió! Casi me quedo estéril por tu culpa.
April soltó una pequeña risa desde su escondite y se tapó la boca de inmediato; lo que forzó a Taylor a transformar su sonrisa en una carcajada para cubrirle.
—Si lo pensamos bien, mi mapache y yo le habríamos hecho un gran favor al mundo. Nadie quiere otro tú, suelto por ahí.
—Yo no me reiría tanto si fuera tú, nos crearon con los mismos ingredientes, así que uno de tus hijos podría salir igualito a mí.
Taylor agitó la cabeza. La genética no estaba de su lado.
—Ya tuve suficiente de esto, ya, largo —dijo, empujándolo para sacarlo.
—Eso ya no te pareció tan divertido ¿Cierto, nene? —El chico comenzó a reír con fuerza, su extraña risa resonó por toda la casa—. Solo no te manosees tanto o podrías desperdiciarlo. Te cuidaré las pelotas porque de ahí podría salir el próximo guapo de la familia.
—¡Fuera de mi habitación, Sean! —gritó Taylor, tirando de su brazo. Cuando consiguió expulsarlo, azotó la puerta y colocó llave.
—¡Oh, vamos! ¡Por favor, Taylor, no le niegues nuestra belleza al mundo! —dijo desde el exterior de la habitación.
—¡Púdrete!
—¡Yo también te quiero!
La risa seguía y seguía, lo que hizo dudar a April.
No había escuchado reír a Sean así en años, aunque tenían la misma ruta, aunque lo escuchaba a diario en el campo, eso le sonó... natural.
Genuino. Aunque esa comodidad que percibió fue más curiosa de lo que debería.
En ese momento, la puerta que lo mantenía oculto se abrió. Detrás estaba un Taylor apenado que se rascó el cuello.
—Lamento eso, mi hermano es cada día más imbécil. Y bueno...
—Descuida, ya lo sé.
April salió del armario, estirando sus extremidades. Esta vez, poniendo más atención en Taylor. En el montón de medallas (todas de oro) y casetes por toda la habitación. Tenía casi tantos discos de vinilo como libros y eso le gustó, lo hizo identificarse con él por un momento.
Se había puesto una camiseta blanca y lisa que probablemente era su pijama. Le tendió a April una sudadera que aceptó, intrigado, era como si hubiera notado que tenía frío. Se la colocó de inmediato.
—Olvidé que ya se conocen. ¿Va en tu salón, cierto?
—¿Sean? —Taylor asintió.
—Ah, sí, está en mi salón —dijo April, serio—. Oye... Creo que es mejor que me vaya.
—Pero – Kim carraspeó con la garganta–, aún está lloviendo.
April se movió hacia la ventana.
—Lo sé, pero no pasa nada, ya hiciste suficiente por mí.
—Además, si te vas pueden pasar muchas cosas malas: a. te caes y te rompes una pierna. b. Sean te ve salir y me asesina por traer más heridos a casa y por mentirle, más por mentirle.
—Puedo vivir con ambas.
—Y c. tu familia te verá entrar con ropa diferente, comienza a hacer preguntas; pero como no estás de humor, les levantas la voz, así que se molestan contigo y terminan haciendo una escena frente a todos los amigos de tu abuelo.
April se quedó quieto, sin saber si reír o asustarse. Bien... Eso se volvería muy incómodo cuando estén en el cementerio.
—Bien. Tienes razón.
Taylor sonrió para luego sentarse sobre su cama, luego sin más lanzó su cobija al piso además de una de sus almohadas.
—Puedes usar la alfombra, solo evita las partes que estén mojadas —dijo, acostándose por completo y usando solo una sábana para cubrirse—. Ah y apaga la luz.
Moon asintió cumpliendo con su orden al mover el interruptor y dejar la habitación a oscuras.
La casa de los Kim era muchas cosas para April. Pero, por primera vez en mucho tiempo, volvió a ser un refugio.
La luz de la calle se colaba por las cortinas, una estaba rota, lo notó por ese pequeño desgaste por el que se colaba aún más luz hacia su cara cuando se acostó en el piso, entre las cobijas de Kim.
A decir verdad, no sabía qué tanto era real y tenía miedo, se sentía a la defensiva. No había dormido fuera de casa desde hacía dos años cuando estuvo en el hospital. Por eso, aunque la respiración de Taylor se hizo más fuerte cuando se quedó dormido, April fue incapaz de cerrar los ojos.
Entonces decidió que lo más sensato era ponerse de pie y buscar a tientas su ropa por el suelo. Se colocó sus zapatos, aunque estuvieran mojados y abrió la ventana con sumo cuidado de no despertar a Taylor.
Por fortuna, había dejado de llover, así que salió por la orilla de la casa; pero olvidó que ese balcón estaba junto al que solía trepar.
El humo lo hizo voltear a ver, causando por poco que una de sus zapatillas se resbalara del barandal. Se quedó quieto al ver a Sean Grace fumando de madrugada; esperaba un grito, algo, lo que sea; antes bien, abrió los ojos con sorpresa y solo volteó a ver hacia otro lado, como si no hubiese visto nada.
April se apresuró para llegar al árbol de la calle y dejarse caer tan cerca del suelo como pudo, para correr de regreso a su casa. Y justo como Taylor predijo, fue toda una escena. Aunque no podía darle mucha importancia dada su situación actual.
Cuando consiguió llegar a su propia habitación, se dejó caer de espaldas en su cama y suspiró, sintiendo un poco de culpa. Sabía que Sean diría algo. Lo más probable era que en la mañana reprendiera a su hermanito, le contaría lo que pasó y que el chico jamás volvería a hablarle.
Lo que era bastante injusto, en especial para Taylor, quien lo llevó a su casa, él lo curó; Taylor lo salvó; incluso sin conocerlo bien se preocupó por él. Era evidente que el chico era noble, lo último que quería era causarle problemas.
Algo en Taylor lo dejó intrigado, con un profundo sentimiento de duda que se clavó en él mientras veía al techo. Alzó sus propias manos para verlas y se percató que incluso si dolían... estaban seguras. Sin embargo, había una objeción a todo lo bueno que veía en el menor de los Kim. Era la mirada de su hermano sobre él, para él y en especial, en él.
A decir verdad, siempre les tuvo un poco de celos a los hermanos Kim. Desde niños, Sean volvería a casa a las seis en punto para asegurarse de que su hermano estuviera en casa, porque Taylor, incluso siendo el menor, le hacía la tarea a Sean a cambio de que él preparase la cena. Porque incluso si sus padres no estaban, o si los vecinos les gritaban en la calle, se tenían el uno al otro.
A diferencia de April, ellos nunca tendrían que estar solos.
Taylor respetaba a Sean, lo seguía ciegamente y Sean, Sean mataría por él, contemplaba a su hermanito como un tesoro, incluso si ninguno de ellos se daba cuenta, April lo conocía lo suficiente como para saberlo.
Era extraño. Un vínculo, quizás, o un poder que hizo al mayor permanecer callado. Lo que sea, era deslumbrante, lo suficiente como para hacer que el gran Sean Grace ignorase su presencia incluso cuando lo había visto con sus propios ojos. Nunca le gustó que se acercaran a Taylor, así que su pequeño acto de benevolencia de seguro le haría ruido en la mente aún si no lo demostraba.
Por primera vez, en mucho tiempo, April estaba seguro de que Sean Kim no podría dormir.
Sonrió pensando en lo interesante que sería saber qué pasaría a la mañana siguiente en esa casa. Sean intentando confrontarlo, pero sin saber cómo hacerlo porque eso causaría más preguntas. En la incomodidad que tendría todo el día y en lo perturbado que estaría pensando que abrió la boca de más.
Aunque no debió deleitarse al imaginar la preocupación de Sean, esta le dio tanta tranquilidad que se quedó dormido.
Sean nunca tendría que entender la soledad porque tenía a Taylor, pero alguien como él no merecía tener tanta suerte. Era pecado incluso desear a Sean lejos de su hermano.
¿Dios le mandó un ángel o un redentor? Sin importar la respuesta, le gustó saber que había perturbado la paz de Sean. Siendo honesto, lo disfrutó mucho.
El mejor acto de su vida comenzó el mismo día que su alma se corrompió.
Mayoritariamente ficción.
Contenido homosexual.
Historia original de este perfil. Primera vez subiéndola.
Si te ha gustado tanto como a mí cuando me animé a escribir la historia, házmelo saber con voto y un comentario.
Esto NO ES UN FANFIC de ningún shipp en específico. Esta historia es sobre el personaje de April y puede tomarse como una Precuela (línea uno) dentro del universo de "La Teoría de Kim". Los sucesos contenidos en esta historia no cambian ni modifican "La Teoría de Kim".
Lenguaje ofensivo.
Contiene blasfemias.
Esta historia no busca fomentar ninguna conducta tóxica o práctica inmoral.
SIN CORREGIR, REVISAR O EDITAR.
Manténganse con vida. J.S.
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