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HERIDAS QUE NO SANAN

Cada vez que buscamos la forma de expresarnos siempre apuntamos hacia la forma más fácil de hacerlo. Las palabras por medio del habla parecen estar hechas para Candela y el análisis junto al pensamiento profundo que te carcome el alma para Victoria. Pero las palabras escritas en papel son mías.

Mi amor hacía las personas suele expresase mediante pocos y ciertos gestos, y con palabras aún menos porque sé que el amor es sufrimiento, pena y dolor. Sin embargo, durante todos estos años mis seres queridos volvieron a enseñarme todos estos tipos de amores que había bloqueado a manera de autoprotección. No es fácil reintegrarse a ciertos sentimientos y lo es aún menos el aprender a vivir de nuevo.

Parece ser, que a mis quince años la vida se detuvo por un período difícil de determinar, sin siquiera saber en qué punto llegó a su fin, o si alguna vez lo hizo realmente. El evento traumático abrió una puerta nunca antes vista y en instantes la familia que creía tener se había roto en cristales tan pequeños que resultaba difícil juntar las piezas y volverlas a armar. Yo también me rompí. No en cristales sino en partículas, en la forma de vida más pequeña, en moléculas que se partieron formando átomos pequeñísimos que era imposible armarlos de nuevo mediante Puentes de Hidrógeno o Fuerzas de London.

Las consecuencias que siguieron a ese evento se vieron en los días siguientes, meses y hasta años. La imposibilidad de retomar mi propio ser resultaba imposible y las amigas que había querido en ese entonces dejaron de buscarme porque ¿quién querría a una niña rota? Ni siquiera mis primas o abuela se habían interesado en mí pues habían desaparecido junto con él y con solo unas pocas palabras de consuelo: ya había pasado antes.

El golpe resultó peor porque buscaba refugio en mis amados y solo me ignoraron y me trataron con desprecio. Entonces, si todos me abandonaban ¿qué sentido tenía amar? Ninguno.

La rehabilitación fue lenta. No comía con normalidad, tenía arranques de angustia y lloraba todo el tiempo. Recuerdo mirarme en el espejo tratando de comprender que la chica pálida, ojerosa y mirada triste era yo ¿cómo había resultado ser yo? ¿Dónde había quedado esa chica de sonrisa amistosa y ojos felices?  No era yo y jamás volvería a serlo. No podía soportar que me abrazaran o estar a solas con el género masculino y pronto la soledad se volvió mi amigo.

Ver a quienes amas irse te desgarra el corazón, pero sentir la traición en ellos es un puñal en el alma. Mis recuerdos de ese evento son difusos, pero recuerdo la desesperación, el dolor, la traición y la confusión.

La timidez siempre había sido parte de mí, pero a raíz de ello se potenció a niveles insospechados. La mirada triste seguía ahí, pero ahora estaba dolida y sola. En el colegio no tenía con quien hablar y al parecer eso me hacía una presa fácil para que otras personas me atacaran. Comencé a sufrir bullying de un compañero con respecto a mi cuerpo, tirándome lápices, burlándose, riéndose de mí en cada oportunidad. Realmente no sé cómo sobreviví. Tal vez no lo hice porque, en el fondo, estaba muerta.

Los tres meses que compartí con la psicóloga no fueron de ayuda porque no entendía lo que me había pasado y todas las emociones conjuntas eran nuevas para mí. Yo amaba leer, pero no pude tocar un libro porque no lograba concentrarme y las imágenes volvían a mi mente una y otra vez junto con el peso del corazón.

El tiempo pasó y de a poco fui recuperando fuerzas hasta el punto de obtener cierta indiferencia por el resto de las personas. De pronto, ya no me interesaba si estaba sola o acompañada, si ellas se reían en frente de mí u organizaban juntadas sin invitarme. Sí estaba reunida con alguna del grupo pronto la otra vendría para quitármela para contar un secreto que no quisieran que yo escuchara o, tal vez, era para que dejara de reunirse conmigo. Tal vez era yo el problema; que orbitaba alrededor de un planeta equivocado mientras ellas se alineaban como los tres soles de Idhún. Siempre juntas. Yo ni siquiera podía ser una de las tres lunas o el pequeño planeta de Limbhad.

Ese año también fue duro, como el crudo invierno.

Comenzaron las actividades financieras para pagar todo lo que gastaríamos el siguiente año: disfraces, lugar de fiesta, alcohol y el viaje a Bariloche al cual no iría por obvias razones. También había comenzado a trabajar por lo que mi mente en verano y parte del invierno había estado bastante ocupada. Pronto, la monotonía de la rutina se adhirió a mi cuerpo como una segunda piel.

Despertar, desayunar, ir al colegio, almorzar, y volver a casa.

Despertar, desayunar, ir al colegio, almorzar, y volver a casa.

Despertar, desayunar, ir al colegio, almorzar, y volver a casa.

Día tras día sin parar.

Hasta que todo dejó de ser.

Hasta que la realización de volver a despertar de un sueño o una pesadilla se volvió real y fue ahí que me di cuenta que nada estaba bien. Nada había estado bien desde aquel día, solo me había engañado a mí misma porque sentía que, en el fondo, me lo merecía.


Idhún y Limbhad: son nombres de dos mundos que forman parte de la trilogía Memorias de Idhún de la autora Laura Gallego. ¡Se las recomiendo!

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