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01 | Ramuz y Craruz



VICTORIA

I

Los persas venían como la fuerza de un tornado. El rey y general de los helenos también dio la orden, lanzándose con arrojo al enemigo. La sangre mojó la tierra, los caballos cayeron brutales y las viseras por doquier. El rey se separó de su escolta, por lo que lo perdieron de vista. Terminado con una victoria, fueron en busca de este, pero lo encontraron muerto a la orilla de un río. Su muerte fue causada por la mordedura de una serpiente.

En Atenas, la gente dio la bienvenida al ejército en un silencio solemne. Los soldados se dirigieron hacia Ramuz, primogénito de su rey. Este observaba desde el balcón junto a su siervo, Aurelio.

—¿Por qué tanto silencio? ¡Somos victoriosos!

—Lamento no dar buenas nuevas, pero... su padre ha muerto en batalla.

—¡No mientan!

Salió furioso de palacio. Su siervo lo encontró arrodillado a la orilla del mar.

—Puede gobernar con la misma vara de su padre.

—No es lo conveniente para todos. Busca a alguien que lo suceda en mi lugar.

—Joven príncipe, no repita lo que su padre cumplió por error alguna vez.

—¿Qué dices?

—Cedió el trono a Augusto, un supuesto pariente lejano, y al hijo de este, Adriano.

»Las cosas marchaban bien hasta que vimos persas por todo el pueblo y ese día defendimos a una mujer que era saqueada por estos, pero recibimos traición y castigo por parte de Augusto. Fuimos echados a la mazmorra. El pobre de su padre no pudo dormir, pues con sus propios ojos observó a su pueblo esclavizado, hasta que su madre, quién era sirvienta del palacio, dio de beber a los presos. Su padre le confío una gran empresa, debía darle noticias al ejército heleno, pues pronto los persas iban a instalarse... Ella lo hizo así y llegaron dándoles muerte. Su padre aceptó gobernar y no abandonar a su patria. Y ahora que fue a enfrentar a los mismos enemigos, lo hizo hasta el último aliento, para nosotros y su familia... Nunca tema.

LA CARTA

II

—¡Se va a matar —gritó hacia ellos una sirvienta—, su madre!

Sin esperar, irrumpieron en la habitación. La mujer estaba abierta de brazos en dirección al mar. Sus palabras eran repetitivas y carentes de razón.

—No puedo vivir sin él.

—He jurado protegerla.

Ramuz se dirigió a salvarla, pero al instante saltó al acantilado. Hizo lo mismo y sus soldados le rescataron. En vano fueron sus intentos al volver mar adentro. El cuerpo de su madre jamás volvió. En los funerales la gente mostró pena, pero regocijo, pues por testamento Ramuz era proclamado su nuevo rey.

—"Hijo mío —Leyó a solas—, por ser mi amado y primogénito, te concedo empeño y severidad. Gobierna como lo he hecho: con firmeza y amor a este pueblo. Sé valeroso en las batallas. Nunca temas dar cuentas a la muerte. En cada traición no te aflijas, sino triunfes... Mi fiel Aurelio contestará tus dudas y te mostrará el camino... Por igual quiero a tu hermano, pero sabrás en que hombre se convertirá en un futuro. Cuida a tu madre sea lo único que hagas..."

—No te prometo nada, no te prometo nada... —Y diciendo esto llenó su copa hasta arriba.


CRARUZ

III

Por su lado bagaba todas las noches, solitario, a la orilla del mar. Pasados los días, el juramento de su hermano en nunca desampararlo se desvanecía cómo el aprecio que sentía por este. Enojado, lanzaba piedras que devoraron las alborotadas aguas. No echaba de menos a su madre. Un extraño se le acercó curioso. Quiso correr, pero este lo detuvo. Entonces, le contó todo lo que sabía acerca y prometió comprender sus penas. Craruz no creía en promesas, pero escuchó. Era uno entre miles que se compadeció y no metía a su hermano en la conversación.

—Mi soberano, venga conmigo a mi legión. Aquí el rey es el preferido, el elegido.

—Imposible.

—Le el pergamino escrito por tu padre. Si eres atento, ven conmigo que aquí en el alba te espero. Sino, acuérdate de mí cuando te arrepientas.

Sin más que decir, esa noche corrió con sigilo hasta su hermano. Yacía dormido por la embriaguez, en el suelo, y le facilitó quitarle el pergamino. Lo guardó entre sus ropas.

En la mañana, el hombre cumplió su promesa. Llegaron hasta un lugar a caballo. Pasando por los puestos la gente señaló. Eso lo puso asustado y se aferró al tórax de su guía.

—Amigo mío, estamos en Esparta, mi lugar de origen. Soy soldado y no te asustes por esta multitud. Ellos estaban esperando por ti como nuestro rey.

Lo llevó hasta aquel palacio.

—¿Qué haces por aquí? No me eches a perder tiempo.

—Lo prometido es deuda.

—¿De quién hijo es?

—Renzo y Alana, mi soberano.

Este mostró satisfacción. Se dirigió amable al niño.

—¿Qué motivos de tu venida?

—Deseo vengarme de los helenos y bajar del trono a su rey...

—Basta, basta, que sea así, pero cuidado. Aquí se rigen leyes estrictas a tu sexo y edad, joven príncipe. ¿Negarás tu origen?

—Quiero ser soldado.

—¿Seguro..? Bien, si es así el juramento, aquí comienza tu educación, pero nunca olvides que te he hecho el favor.

El rey Adrastos quedó atónito por aquel niño, que no dudó en bajar del trono y presentarlo en la plaza. Mientras le daban la bienvenida, se alejó de su lado y fue hasta el soldado. En sus manos le entregó un saquito de oro.

—¿Suficiente?

—Comprado. Es todo suyo majestad.

CONFLICTO

IIII

Pasaron diecinueve largos años, de los cuáles Ramuz quedó sin consuelo. Esperaba impaciente noticias sobre su hermano, más solo los jinetes le comunicaban la proximidad de los Espartanos.

—Preparen las tropas para una emboscada —ordenó a su ejército. Aurelio lo colmaba de bendiciones.

—Tu hermano estaría orgulloso.

—Es por él y nuestra madre que sigo. Si muero, no temas en buscar al mejor. Confío en ti como lo hizo mi padre —dicho esto, partió a galope.

—¡Volverá, mi señor, con la victoria bajo el brazo!

Pisaron tierras espartanas. El ejército salió comandado por un capitán con armadura que intimidaba a cualquiera. No hubo diálogo y este mismo tensó un arco disparado a su hombro. El rey griego cayó del caballo. Sus hombres enardecidos como brazas se lanzaron a combate y rompieron la puertas del palacio para dar muerte al rey espartano.

El capitán lo llevó en presencia de Adrastos. Lo tiró a la arena sin compasión.

—Aquí tiene, majestad.

Adrastos, ansioso de matar al aclamado rey de los helenos, sacó una daga del cinto que enterró tres veces a la espalda de este.

—¿Por qué me tratas así, hermano mío? Yo nunca quise lastimarte...

—El dolor lo ha hecho enloquecer.

—En tus manos he de morir sabiendo que te he encontrado...

—Vanas sean sus palabras para no olvidar que te hice favores... Seremos afortunados si lo matamos —añadió el rey.

El general desenvainó la espada. Su dirección iba al cuello de Ramuz y se detuvo para dar suspenso a su rey. Ramuz cerró los ojos y su nombre escuchó en el viento. Era Aurelio. Tal vez le presagiaba la desgracia que iba a ocurrir... Hubo un crujido y Ramuz los abrió. A su lado estaba Adrastos, sin cabeza, y al frente le tendía la mano ese soldado. Lo llevó cargando por sus heridas. El pueblo griego interrumpió y puso preso al asesino, pero Ramuz los detuvo.

Volvieron a Grecia, victoriosos, y más por la venida del príncipe. Aurelio había muerto unos instantes sin presenciar el acto. Le rindieron homenaje los dos poniendo fin a una rivalidad.

Años más tarde, las guerras volvieron a extenderse y Craruz se alistó como general. Su hermano le propuso no irse de nuevo y dar la mitad del reino, pero renunció.

—Ahora moriré con honor hasta lo último que haga por protegerte. Defender este pueblo. Más pagado no debería estar.

—¡No olvides volver!

Y partió dejando atrás a un pueblo que aclamaba por su espera.









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