9. Por la espalda
Las imágenes pasaban rápido frente a los ojos de André, tan inconexas e indescifrables que se vio obligado a batir la cabeza para disipar los pensamientos. La voz de su madre resonaba en un lugar recóndito de su mente: «las criaturas salvajes deben morir libres». No entendía por qué esa oración en particular hacía eco en su cerebro, como tampoco podía borrar el recuerdo de aquel mono agonizante que había rescatado de la jungla y que su mamá le había obligado a dejar morir.
Mariana no era una bestia salvaje, no tenía que morir.
La depositó dentro de la tina, mientras ella se mordía el labio para no proferir un grito de dolor. La sangre lo manchaba todo, su ropa, el baño, el camino desde la cocina hasta el segundo piso.
Los primeros auxilios no estaban tan frescos en su cabeza, y tampoco podía decir con claridad si había aprendido qué hacer en caso de que un proyectil alcanzara a una fugitiva.
Tembló de miedo, porque siempre hay oportunidad para tenerlo, y esa situación se ajustaba al perfil.
―Te llevaré al hospital.
―Ni muerta―gruñó, presionó bajo su muslo, por donde también brotaba sangre.
―Vas a morir si no te llevo.
―Van a matarme si lo haces de todas maneras.
Su vista vagaba entre la cara aterrada de Mariana y la pierna sangrante. Él era más grande, más fuerte y tenía razón, podía forzarla a ir, podía arrastrarla a donde quisiera, con su cooperación o sin ella.
Nadie iba a matarla, no si quedaba bajo la custodia de la policía, de su hermano, de Carola. Incluso él podría ofrecerse como guardián, lo que fuera con tal de no ver como su vida chorreaba hasta el rezumadero y se ahogaba en el alcantarillado.
―Nadie te hará nada. No voy a permitirlo.
Mariana rio con sorna, con ira, con supremo desprecio. Por un momento entregó una imagen posesa y demoniaca, como inserta en una locura indescriptible.
―¿Quién eres tú? No lo conoces, no conoces a Manuel. Es un monstruo, es el demonio. Él cambia a la gente. Creerán lo que él diga, y no solo eso, me desacreditará.―Las lágrimas comenzaron a correrle desesperadas, enfundadas en pánico.― No lo entiendes, soy la loca del bosque. La mujer que escapó antes de su boda, la que dejó plantado al bueno de Manuel. La que le habla a las paredes, la que escucha cosas, la que ve personas donde no hay nadie. Para todos estoy loca André, por años todos lo han creído. No hay forma de recuperarse de eso. No importa lo que les diga, no importa cuántas veces les diga lo que me hizo, soy la loca y en cuanto reviva de las cenizas, me internarán. Una cosa llevará a la otra, y si él no me mata, lo haré yo misma en mi locura.
André reconoció la crisis de pánico antes de que se enraizara por completo en el rostro de Mariana. No conocía tan bien a Manuel, pero si era capaz de causar tal reacción en una persona, solo quedaba creer que era malvado en todo el sentido.
Tomó a la chica por los hombros y la obligó a mirarlo.
―No estás loca, yo te creo.
―Pero...
―No iremos a ningún lado, ¿de acuerdo? Ahora, aplica presión en la herida. Iré por mi teléfono.
Salió del baño y corrió escaleras abajo. Tropezó y si no fuera por sus reflejos hubiese rodado hasta el primer piso. En el suelo, un mar de sangre y barro hacía las pisadas más resbaladizas de lo aceptable y la cocina parecía una escena del crimen.
No estaba seguro qué hacía en la cocina, no había dejado el teléfono ahí, pero en el apuro del momento se dirigió automáticamente a ese sector, como si el problema se arreglase al regresar al inicio.
―¿Se va a morir?
―Nadie va a morir―gruñó, sin saber a quién le hablaba.
Se giró en todas direcciones, estaba solo, como siempre. ¿Era su mente quién le jugaba malas pasadas? ¿Había llegado al punto donde las voces en su cabeza también llegaban hasta sus oídos?
«La criaturas salvajes deben morir libres»
Su madre de nuevo, susurrando esas palabras en su oído. Cubrió su cara con sus manos y respiró. No podía colapsar, debía pensar en frío, calcular sus movimientos, llamar a alguien que supiera más de heridas de bala que él.
Corrió hasta la sala, ahí encontró su teléfono junto al arroz que nunca pudo limpiar. Lo recogió y buscó entre sus contactos alguien capaz de asistirlo. Manchó la pantalla de sangre y se vio obligado a limpiarla con su pantalón, logrando solo esparcir el desastre. Maldijo. Estaba nervioso, y ese era un estado que no lo favorecía.
Corrió escaleras arriba, sintiendo como la casa en sí se tornaba más oscura y tenebrosa. Como reaccionando a sus emociones. Supuso que era un efecto visual, una sensación de opresión que se apoderaba de él y de todo lo que lo rodeaba.
―¡No iré a un hospital!―escuchó a Mariana gritar desde el baño―. Además la hemorragia ha parado.
―¿A quién le hablas?―preguntó al llegar al marco de la puerta y notar que Mariana estaba tan sola como la había dejado.
―Contigo, ¿con quién más?―respondió acelerada, soltando la compresión para verificar sus dichos.
―Yo no estaba...―Dejó la discusión para más tarde, había otras prioridades―. ¿Ha parado la hemorragia?
―Eso creo, no sale más sangre, o muy poca. Quizás solo debía quedarme quieta.
André miró la herida por encima, efectivamente no brotaban chorros de sangre, pero era difícil decirlo sobre la ropa empapada de agua, barro y sangre.
―Hay que limpiar la herida, quítate el pantalón.
Mariana obedeció de inmediato, pero en vez de sacárselo metió los dedos por el agujero de la bala en la ropa y rajó la ropa.
Tuvieron por primera vez visión de la herida, de bordes estrellados e irregulares, tintados de rojo brillante y vivo. André, al verla, tuvo un recuerdo fugaz de algo sobre balas.
―Hay que buscar agujero de salida―pronunció como si fuese lo único importante para hacer en un escenario como ese.
―Este es el agujero de salida. Disparó por la espalda.―Mariana volvió a perderse un poco.―Lo vi y corrí tan rápido como pude. No tengo idea cómo me encontró, no lo sé. No iba por los caminos señalados, solo vagaba en el bosque, por los lugares donde nadie va, y apareció. Me vio a pesar de la oscuridad, de la lluvia, de los árboles armando sombras. Creí que escapaba, pero sonaron tres disparos, y el tercero dolió.
―Amor del bueno decían―masculló André para sus adentros mientras secaba el teléfono con su toalla y regresaba a la tarea de encontrar algún contacto útil.
Marcó a Natalia, una doctora Ecuatoriana amiga de su madre, experta en trauma y cosas de ese estilo. Esperó en la línea al tiempo que descolgaba la ducha y encendía el agua. Apuntó al muslo de Mariana retirando coágulos grandes y restos de tierra. Ella lo miró agradecida.
―Siento haber desaparecido―susurró cabizbaja.
―No importa―respondió, recordando todo lo que había pasado antes de ese momento, hechos que le parecían tan antiguos y borrosos como si hubiesen sido hace tres años y no la noche anterior.―Solo me ofendí un poco, insultaste mi forma de besar.
Bromeó para distender el momento, concentrado en el tono monótono del teléfono. Mariana sonrió.
―Besas pésimo.―Rio―. Pero eres valiente, eso se valora.
―No sé si lo has notado, pero estás en mi ducha, siendo atendida por mí. Un poco de compasión no te vendría mal.
―Cierto. Eres todo un experto besando, no puedo esperar por otro.
―Tu uso del sarcasmo es tan...
―¿André?―Del otro lado de la línea escucho la voz de Natalia, somnolienta y aletargada.
―¡Natalia! Necesito tu ayuda.
―Te han dicho lo mucho que te pareces a tu madre en tus extraños horarios de llamada y la constante necesidad de ayuda. ¿A quién le dispararon?―bromeó.
―A una chica, en la pierna, por la espalda.
―Caramba, ando pitonisa hoy. Llévala a un hospital.
―No puedo.
―¿Escapa de la justicia? ¿Fingió su propia muerte? ¿Se esconde de su marido?
―Un poco de las tres―respondió luego de meditarlo por algunos segundos.
―Eres tan gracioso, Andy, como cuando eras niño. Ya cuéntame, ¿por qué me llamas a estas horas?
—Para exactamente lo que te estoy diciendo.
Hubo un silencio eterno en la linea. Mariana se giró para mostrarle el otro lado de su muslo, perforado de manera limpia y con un hilo delgado de sangre derramándose. Él frunció el ceño y tocó los bordes para remover una costra de sangre. Inmediatamente comenzó a sangrar como en un principio.
—¡No se toca!—Ella se oprimió la herida con los trozos rasgados del pantalón.
—¡Está sucio!—exclamó él, acercando una de las toallas.
—¿Hay una novia fugitiva de la ley herida de bala en una de sus piernas frente a ti? Sí es así, eres digno hijo de tu madre.—Natalia retomó la conversación. A través del teléfono André escucho como se incorporaba de la cama y encendía una luz.
—Lo soy. Ahora ayúdame. ¿Qué hago?
—Lo primero detén el sangrado. ¿Alguna otra lesión?
—Sangrado bastante detenido, sin más heridas.
—¿Está ella consciente?
—No lo suficiente para entender la importancia de ir a un hospital cuando te disparan.
Mariana le miró con hastío y levantó la toalla. El sangrado había parado de nuevo, pero el dolor se mantenía. Mover apenas un poco su cuerpo le causaba terribles molestias, ni hablar de estirar la pierna. Manuel se la había jugado feo, solo un poco más de puntería y la historia hubiese sido muy diferente.
—Ahórrate los problemas personales. Busca agujero de salida.
—Listo. Lo veo, fuerte y claro.
—Bien. Revisa color, pulso, movimiento y sensibilidad de todo lo que esté a distal de la herida.
André siguió las indicaciones a pesar de las quejas de Mariana. Era claro que le dolía y ese dolor lo inquietaba. No estaba preparado para una emergencia médica, y aparte de un par de aspirinas y unas cuantas tabletas de bicarbonato para la acidez, carecía de algo entre sus pertenencias que pudiera ayudar a la muchacha.
Ella intentó mantener la compostura, apretó los dientes e hizo el esfuerzo de pensar en otra cosa, lo que fuera necesario para olvidar el punzante dolor que invadía su pierna al más mínimo movimiento.
—Lo siento mucho—masculló él mirándola de reojo.
—Está bien, es necesario—respondió ella.
—Claro que tienes que sentirlo, estas no son horas para llamar a nadie—agregó Natalia del otro lado de la linea. Mariana sonrió.
—Está todo bien, solo siente mucho dolor—dijo André.
—No es tanto—corrigió Mariana.
—Es normal, la balearon. Limpia la herida con abundante agua, procura que no quede nada que pueda infectarse.—Natalia no se encontraba de humor para jugar a la doctora empática.—Te diría que la suturaras, pero no creo que tengas el equipo necesario y esto no es Rambo. Lo que sí, necesitarás antibióticos, con Clindamicina andará bien, por unos siete días. ¿Lo tienes?
—Sí, ¿comó dijiste que era?
Pero ella ya no estaba ahí. Había colgado, y cuando intentó llamar de nuevo el teléfono sonó sin señal. Al parecer mucha gente en su vida tenía la costumbre de no dejar que se despidiera y diera las gracias como una persona normal.
—Supongo que tengo que vendar la herida. ¿por qué no mejor terminas de ducharte mientras yo busco algo que sirva como venda?
Mariana asintió y continuó su aseo, mientras André bajaba a la cocina pensado en unos trapos que había lavado para usar como secaplatos.
Fuera la tormenta mantenía su furia, lanzando truenos y relámpagos a destajo. La lluvia arremetía contra las ventanas como cientos de puños golpeando al unísono y el viento sacudía los arboles, balanciando las copas de un lado a otro. Era como una tormenta tropical, pensó André, pero con un frió que se calaba en los huesos tan hondo, que tiritabas de tan solo pensar en salir.
Encontró los trapos en uno de los cajones y los cortó con un cuchillo, formando tiras alargadas. No se parecían en nada a las que mostraban en películas y series de televisión, pero era suficiente para esa película de terror tipo cine B que estaba viviendo.
Antes de subir echó un par de leños al fuego, que más que fuego eran solo brazas a medio consumir, y limpió el arroz de la alfombra. Mariana no lograría bañarse con rapidez, así que era mejor si le daba algo de tiempo.
Subió al segundo piso y entró a su cuarto en busca de ropa seca para prestarle. La dejó en el lavamanos, para luego esperar fuera hasta que ella le avisara que estaba lista.
Salió del baño cojeando y con el buzo de la pierna izquierda arremangado hasta arriba. La acompaño hasta su cuarto, cumpliendo el papel de una muleta, y la depositó en la cama para luego proceder a vendar la herida. Se veía sana y limpia, aunque todavía sangraba de forma leve.
Mariana apretó un poco más la venda superficial, ignorando lo doloroso que resultaba el movimiento, solo para asegurarse que no resangrara. Manuel había logrado truncar sus planes, con el giro de las circunstancias tendría que quedarse en la casa hasta recuperar fuerza, vagar por el bosque herida sería la receta fácil para ser atrapada. Estaba obligada a abusar un poco más de la hospitalidad de André.
Siempre que él aceptara, claro está.
—De verdad no sabía dónde más ir. Fue un milagro escapar de él, más aún que solo me diera en la pierna.—Mariana hizo una pausa, imaginando que pasaría si Manuel la encontraba, si caía en sus garras de nuevo.—No sé cómo llamar al hecho de encontrar la casa en la mitad de una tormenta, es casi paranormal.
—No sé si paranormal es la palabra que yo usaría. Improbable quizás, pero no paranormal.
André se aseguró que la venda quedara bien ajustada y no se empapara de sangre. La palabra paranormal resonó en su mente, la masticó un par de veces, no era el término adecuado, aunque ese tampoco era el momento de volverse el vengador de la gramática.
Paranormal era un concepto inadecuado, demasiado ligado a cosas que no existen. La casa era real, él era real, ese disparo era real. No había lugar para lo "paranormal", no en esas circunstancias de extrema realidad.
—No, paranormal, eso es lo que quise decir.
André la miró a los ojos, notando de inmediato una seriedad incómoda. Nuevamente sus ojos bicolor lo escrutaban más allá de su carne, más próximo a su alma.
—Es un término rebuscado.
—La casa vino a mí, no yo a ella, ¿te ha pasado? Se que lo entiendes, sabes de lo que hablo.
No, quiso responder André, sin pensarlo mucho. Jamás le había pasado algo como lo que Mariana describía. Las cosas no venían a él, las cosas no tienen vida. Las cosas solo son cosas, y si había logrado encontrar la casa entre toda la oscuridad y densidad del bosque, solo apuntaba a un excelente sentido de orientación de la mujer y no a un poder sobre natural.
—Ni idea de que hablas. Las casas no se mueven.
Ella sonrió. André pudo visualizar algo más que solo burla, quizás superioridad o podría ser decepción.
Lo dejó ir. Ya era suficiente con toda la locura de la noche, no podía darse el lujo de pelear con ella a esas horas de la madrugada.
—Creo que tendrás que alojarme un poco más, si no es molestia.
La mujer parecía cansada, pálida por la pérdida de sangre, y ojerosa por el trasnoche. No podía echarla, aunque tampoco tenía ganas.
—Puedes quedarte, pero nada más de intimidad entre nosotros—bromeó.
—Es lo último que pasaría por mi cabeza en estas circunstancias.—Ella no parecía querer conectar con el tono cómico esa noche y era lógico. El solo hecho de mencionarlo hizo que André sintiera vergüenza de su comportamiento, lo suficiente como para excusarse y salir.
Antes de irse hizo pausa.
—Siento haberte besado, no estuvo bien.
—No estuvo bien.—Sonrió antes de arroparse y girar sobre su cuerpo.—Pero no estuvo mal. Buenas noches.
—¿Qué no estuvo bien? El hecho de besarte o el beso.
—Buenas noches.
Sonrió asumiendo su derrota, sabía que no obtendría respuesta hasta mañana, y mañana ya no importaría.
—Buenas noches.
Cerró y cruzó hasta su cuarto, tirándose sobre el colchón a descansar porfin. Cayó en el sueño más pronto de lo esperado, acompañado de la voz de su madre que susurraba desde los ecos de su infancia indómita: las criaturas salvajes deben morir libres.
Cuando bajó a la cocina en busca de algo para comer ya era tarde, Mariana tenía todo bajo control. A saltitos y apoyándose en lo que encontrara, se desplazaba de un lado a otro preparando el desayuno. Los pisos estaban limpios, y ni siquiera se veía un rastro de sangre.
Nadie hubiese podido imaginar que esa misma persona unas cuantas horas antes se desangraba a solo metros de donde ahora preparaba tostadas y revolvía un par de huevos. Lucía como siempre, quizá un poco más pálida, pero igual de energética y vigoroza.
André la observó detenidamente. No podía negar su fiereza y valentía, tan presente que apabullaba. Vivir un ataque era traumático, más aun uno que involucra armas de fuego, pero ella parecía tan impenetrable y serena, como si lo sucedido fuese normal o por lo menos no tan dramático.
Pero si lo había sido.
—Buenos días. Despertaste temprano.
—No dormí, o quizás un poco. Duele la pierna bastante.
—Debiste quedarte en cama.
—Hacer cosas me distrae.
—¿Del dolor?—preguntó solo con el afán de mantener la conversación fluida, pero Mariana se lo tomó un poco más profundo.
—Del hecho que hay un hombre allá afuera intentando matarme desde hace años.—Hizo una pausa que a André se le antojó eterna.—Siempre lo supe, que él terminaría matándome, pero creo que jamás lo entendí, no entendía qué era morir.
—No estás muerta—interrumpió André, acercándose a ella para servir el café instantáneo que no sabía a nada más que tierra y garbanzos tostados para su paladar.
Ella sonrió y dio vuelta el pan para que se tostara de ambos lados.
—Llevo cinco años muerta, pero no lo sabía—respondió—. Ayer lo supe, cuando me disparó y descubrí que si moría en ese momento, en ese bosque, nada cambiaría. Si dejo de respirar la vida seguirá su curso como si nada ¿hay algo más muerto que lo que no produce efecto alguno al dejar de existir?
—Hay mucha gente buscandote, si mueres...
—Para ellos ya estoy muerta. Lo normal es que no esté, si llegase a aparecer sería una novedad pero si muero... si muero solo sería como cualquier día en sus vidas.
—Yo te extrañaría.
Mariana sonrió, como quien sonríe a un niño que dice algo hermoso pero sin sentido alguno.
—Tú no sabrías si no volví porque me pasó algo o si es simplemente mi costumbre de desaparecer. Luego te irías y la noción de mi existencia se iría contigo. Estoy muerta, entiende.
Entonces lo supo, fue como recibir el conocimiento de la humanidad en su cerebro de solo un golpe. Mariana no había llegado a la casona buscando ayuda, Mariana había llegado buscando un lugar donde morir y que alguien se diera por enterado.
Mariana buscaba alguien que la llorara, no alguien que la curara.
Las criaturas salvajes deben morir libres.
Su madre atacaba de nuevo, y la oración retumbaba de un lado a otro de su cabeza. Mariana huía, y hasta cierto punto la única libertad a la que podía aspirar era morir y que alguien lo supiera.
¿Pero porque no ir a casa? Si sabía que podía ser su última noche, ¿por qué no ir de regreso donde la llorarían de verdad?
Eso también lo entendío rápido, casi tan rápido como la pregunta se formuló en su mente.
—No creo que estés muerta, todo lo contrario, eres inmortal, porque si mueres mañana todos mantendrán la esperanza de que regreses.
«Excepto por mi», quiso decir, pero se lo guardó, «tú no me hubieses dejado ni siquiera la esperanza.»
—¿Qué puedo decir? Soy una criatura salvaje le pertenezco a la madre tierra, mi existencia es infinita, y mi libertad la muerte—bromeo, pero a André se le pusieron los pelos de punta.
—¿Cómo? ¿Qué dijiste?
—¿De qué? No he dicho nada.
—Lo de las criaturas salvajes.
—¿Qué tiene? Es algo que escuché...
Tocaron a la puerta, con fuerza y violencia. Tan repentino que las palabras se le quedaron atrapadas en la garganta a Mariana.
Miraron a la entrada de la cocina al mismo tiempo, presintiendo que nadie molesta tan temprano en ninguna parte del planeta si no es con algo urgente, y en un pueblo tan perdido como Santa Teresa, nada podía ser realmente urgente.
Tocaron de nuevo, más fuerte que antes, y la voz ronca de Manuel solicitando que le abrieran acompañó cada golpe como el trueno acompaña al relámpago. Lo urgente cambiaba de significado, transformándose en un busqueda implacable para dar caza a un animal herido.
Mariana sintió el impulso de correr, ¿pero hacía donde iría? Con una pierna herida no llegaría muy lejos, apenas había amainado la lluvia, no duraría ni un día afuera.
Moría de nuevo, con solo dos golpes en la puerta dejaba de existir.
André la tomó del brazo y la encaminó hasta la escalera. Observó la puerta y se mordió el labio. Ella quiso decirle que estaba perdiendo el tiempo, que no había caso, era el fin, Manuel sabía donde estaba y eso era la antesala del desenlace, su desenlace.
—Las criaturas salvajes deben morir libres—dijo ella, recordando una oración de otra vida.
—No—zanjó André—, nadie va a morir. Sube y métete en cualquier cuarto, yo lo distraeré.
Ella asintió y como pudo subió hasta el segundo piso. Un poco antes de llegar tropezó, justo en el momento que escuchaba la puerta abrirse y la voz cordial de André saludar a la visita.
La herida le dio una puntada atroz, como si le dispararan de nuevo, pero se mordió la lengua, respiró profundo y con todo el sigilo de un gato se arrastró hasta la primera habitación abierta.
André tenía razón, dejarse morir era para los venados, y ella era un puma.
Él por su parte no se encontraba de mejor ánimo, había cruzado miradas con Manuel, razón suficiente para sentirse descompuesto, pero no lo demostraba. La sensación de caminar sobre hielo delgado se apoderaba de su persona. Una palabra de más, una emoción fuera de lugar, un bufido injustificado y Manuel lo sabría. No por nada visitaba a André a esas horas. No por nada sonreía como si nada pasara.
—¿Y qué lo trae por aquí tan temprano?
—Ha habido un accidente—respondió, pasando a la casa sin ser invitado y ante la resistencia sutil de André—, ¿no le molesta que pase, cierto?
—Ya está adentro. ¿un accidente me decía?
Ambos sonrieron.
—Más que un accidente es un hallazgo, un cuerpo.
—¿Otro?—preguntó André para alargar el tema.
—¿Otro?—inquirió Manuel desconcertado.
—Sí, habían encontrado uno poco después de mi llegada. La tal loca del bosque...
—Cierto, ya habíamos tenido esta conversación. No, no es ella. Otra desaparecida.
—Desaparece mucha gente por aquí, no creo que les quede mucho espacio en los cartones de leche.
—Puede que sea muy gracioso para usted, pero no me hace gracia alguna, es mi hermana de la que estamos hablando. Cuando el cuerpo de su hermana aparezca enterrado en una montaña, señor San Martín, podremos reírnos juntos si así lo desea.
Algo no cuadró en la cabeza de André. Una matemática imposible. Cabos sueltos golpeaban los recovecos de su mente. Una mujer que huye. Un cuerpo. Un arma humeante. Una bala. Un hombre de luto. Un amor de esos que llaman buenos. Una casa abandonada. Y en medio de todo él, solo él.
—Lo siento, mi más sentido...—Sintió que lo observaban y temió que fuera Mariana. Se giró por inercia solo para arrepentirse de inmediato, no había nadie detrás, como siempre—pesame.
—¿Está solo?
—Sí—respondió intentando sonar desconectado—, esta casa está llena de corrientes y siempre siento que me están observando. No importa. Lamento mucho escuchar lo de su hermana pero, ¿qué tengo yo que ver en ello?
—La principal sospechosa en la muerte de Constanza es Mariana Gonzalez, la tan llamada Loca del bosque. Y dado su avistamiento...
—No podría asegurar lo que vi—interrumpio André, sabiéndose en aprietos. No servía para estás escenas de suspenso barato.
—No es necesario, tendremos una patrulla vigilando su casa, solo vine a avisarle eso.
—Claro, claro.
La madera del segundo piso crujió como si la casa se fuese a partir en dos en cualquier momento. Los pasos resonaron por el pasillo, como un niño que corre a esconderse del que cuenta para salir a buscarlo.
—¿Qué fue eso?
—No lo sé, esta casa suena todo el tiempo. Ratones quizá, madera contrayendose por el frío, quién sabe con estos trastes viejos—aclaró mirando al techo en busca de todas las respuestas que el universo pudiera proporcionarle.
—Permiso.
Manuel se adelantó y subió las escaleras sin molestarse en que lo guiaran, había estado dentro de la casa embrujada un par de veces y no se perdería por subir de un piso a otro.
André lo siguió de cerca inventando una excusa poco sospechosa para echarlo. Una mentira creíble, una indignación súbita, una pregunta fuera de lugar. Lo que fuera que lo mantuviera lejos de Mariana.
Miró el cinto del hombre, ahí brillaba la pulcra pistola, tranquila y lista para usarse a la más mínima probocación, él por su parte estaba desarmado, y aunque no lo hubiera estado, jamás había disparado un arma. Las fuerzas eran dispares: un par de manos vacias contra otras capaces de disparar por la espalda.
—Puede pasar, no se preocupe, pero le pediría que respetara mi privacidad, no me gusta que urguen en mis cosas.
—Es por su protección—explicó escueto Manuel, mientras echaba un ojo en todas las habitaciones.
Inspeccionó el baño y un cuarto vacío, pero al llegar al cuarto del piano la puerta no se abrió, como de costumbre.
André nunca estuvo tan agradecido de las chapas agripadas.
―Esa puerta es difícil, aún no he logrado abrirla―murmuró intentando sonar tranquilo.―Si gusta puede revisar arriba, es donde vi esta aparición la primera vez.
André recordó subitamente la cama desecha de Mariana, las dos tazas servidas en la cocina y la entrada trasera, aún con algo de sangre. Debía llevarlo a otra parte, desconcentrarlo, marearlo con sus palabras y sacarlo de la casa, no importaba el cómo, solo el cuándo: de inmediato.
Manuel asintió, alejándose de la puerta y echando un vistazo al pasillo.
André lo guió hacia el tercer piso, pero en cuanto lo perdió de vista, Manuel corrió hacia la puerta del cuarto del piano, que cedió de inmediato con el impacto del cuerpo del Carabinero. La manija voló por los aires y las cuatro paredes quedaron a merced del extraño.
André corrió también, para defender a Mariana aunque fuera a golpes.
Dentro no había nadie, o por lo menos eso fue lo que vio Manuel. Un cuarto con un piano de cola, con partituras y un cuadro de muy mal gusto. Ni pista de Mariana.
André lo supo de inmediato. La tapa del piano estaba abajo, Mariana se ocultaba dentro de él, contorsionada, apretada y sofocada.
Se colocó frente a Manuel y lo retó con la mirada.
―¿Quién demonios te crees para venir a echar a bajo una de mis puertas? Largo de mi propiedad, y para la próxima que quiera venir a hacer una visita, le aconsejo que traiga una orden, yo tendré a mi abogado listo.
Manuel lo ignoró, paseó la mirada por el cuarto y sonrió. Algo en sus ojos era escuro como el alquitrán, exento de vida y casi putrefacto. André sintió como su pecho palpitaba inquieto. Un aura negra envolvía a Manuel y amenazaba con absorberlo a él de paso.
―Es por su protección señor San Martín―masculló entre dientes―, ella es peligrosa. Tiene la cara de un ángel, y se ve tan inocente e indefensa. Nadie creería que es una asesina, ni yo.
―No tengo idea de qué estás hablando.―Su voz no le pareció propia, más bien era un ruido gutural y amenazador.―Fuera de mi casa.
―Claro.—Repasó la habitación una vez más con la mirada, intentando encontrar el detalle que lo llevara a Mariana.—Pero tenga claro, estaremos vigilandolo, por su propio bien.
—No lo veo necesario.
—Así mismo debió pensar mi hermana.—Sonrió—. No se preocupe, conozco el camino.
Fue lo último que dijo antes de salir de la habitación y bajar las escaleras. El portazo avisó que ya no estaba y el sonido del motor de un auto encendiendose le devolvió el alma al cuerpo a André.
Algo estaba mal. O quizá más que algo, todo por ejemplo.
Se acercó al piano y sintió miedo de abrirlo, como si esa bóveda de madera contuviera los males del mundo. Así debió sentirse Pandora.
Levantó la tapa. Mariana se hallaba contorsionada en una posición casi imposible. Tan quieta que podría haber pasado por muerta.
Lo miró desde su tumba de cuerdas afiladas y suspiró. Hacía solo unos instantes creyó que no la contaría, pero tenía una nueva oportunidad, no debía desecharla.
—¿Quién es Constanza?—preguntó André sin siquiera darse un segundo de tregua.—¿Quién es y quién la mató?
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