8.- Amor del bueno
—Estado sentimental: La última chica que besé huyó en plena tormenta a un bosque donde no tiene refugio, comida o elementos que cubran sus necesidades básicas ¡Bien hecho!
André se llevó la taza a la boca y miró a través de la ventana de la cocina como las copas de los árboles se sacudían de forma violenta sin llegar a quebrarse.
El viento azotaba las ventanas con furia y daba la impresión de llover más de izquierda a derecha que de arriba abajo. Pocas veces André había presenciado una tormenta de tales dimensiones, y había estado en lugares realmente lluviosos. Caía el agua con suprema furia, pero el pueblo permanecía inmutable, acostumbrado a las infinitas calamidades del clima.
El cono sur era una tierra feroz, eso le quedaba claro, pero más feroz era su gente, capaz de huir en medio de una tormenta sin siquiera dudarlo.
Toda la noche dio vueltas en la cama preguntándose qué hacer respecto a Mariana. La había besado en uno de esos arranques que rara vez lo dominaban, y no hallaba como disculparse por su arrebato sin ofenderla.
Era una chica muy agradable, algo loca, pero agradable. En cualquier otra circunstancia besarla hubiese sido una opción bastante atractiva, no sin antes invitarla a cenar o por lo menos a tomar un café—era un caballero antes que todo—, pero estando ambos bajo condiciones tan incómodas aquel beso quedaba relegado como un instinto digno de un quinceañero impulsivo y completamente estúpido.
Poco se había comportado de esa forma cuando realmente tenía quince, no era momento de empezar con malas costumbres a tan entrada edad.
Besarla le sabía cómo una especie de amenaza. La chica estaba prácticamente a su merced, durmiendo bajo su techo, comiendo de su comida, vistiendo su ropa. Podía ese beso interpretarse como una ofrenda a tanta amabilidad y al mismo tiempo dar paso a un pago más adecuado por todas las molestias que se había tomado.
No quería interpretarlo de esa forma, pero no había otra forma de hacerlo. La besó en respuesta a un reto infantil y ella podía sacar las conclusiones que quisiera.
Lo primordial era disculparse y dejar claro que, a pesar de que la consideraba una mujer interesante y agradable—por sobre la locura que la caracterizaba—, no era su intención insinuar nada. Él era un hombre hecho y derecho crecido en el seno de una familia muy estable donde no se acostumbraba besar mujeres solo por deporte, y menos pedir favores a cambio de las buenas acciones realizadas.
Y hubiese sido una muy buena disculpa si ella no hubiese desaparecido a la mañana siguiente.
Su cama estaba hecha, su ropa no estaba por ninguna parte, faltaban dos tarros de atún y un poco de pan. Se había esfumado con probable dirección hacia el bosque, escapando de André y de la maldita casa.
Sí alguna vez le preguntaban qué tan bueno besando era, ya tenía una respuesta bastante gráfica.
—Jódete Led Zeppelin—escupió él de mal humor mientras volvía a beber un sorbo de café.
Por una parte se sentía liberado de la constante molestia que significaba aquella bestia que solo podía ser señalada como mujer por poseer un par de ovarios, pero al mismo tiempo no lograba parar de preguntarse si era seguro que se quedara en el bosque con semejante catástrofe desarrollándose en el exterior.
¿Y si le caía un árbol encima? ¿Y si la golpeaba un rayo? ¿Y si la atacaba un oso? ¿Había osos en esas tierras? No importaba realmente, animales, más peligrosos que ella, podían encontrarse en todas las latitudes.
Suponía que la chica sabía cómo defenderse, pero no lograba confiar del todo en sus habilidades. En gran parte se debía a cierta crianza machista, ver a su madre constantemente pálida y flaca le había enseñado que las mujeres debían ser protegidas a toda costa.
Mariana no era ni pálida ni flaca, pero no estaba exenta de esa capa de fragilidad que rara vez se asomaba.
Podía parecer invencible, pero algo le decía a André que no estaba segura allá afuera.
Dejó de darle vueltas al asunto y maldijo nuevamente a su grupo favorito. Mariana ya no representaba un problema y aquello debería alegrarlo mucho más que agobiarlo.
Dejó la taza donde siempre e inició la diaria tarea de hacer una lista de las cosas pendientes.
El tercer piso seguía sin limpiarse, el sótano era un desastre, varios de los maderos del piso necesitaban cambiarse, el papel mural de algunos cuartos estaba verde de hongos, los azulejos de tres de los baños de la casa se encontraban en deplorable estado y aún le quedaba la maldita fama de estar embrujada.
La casa era un desastre.
Decidió tomarse un descanso. Quizás la única respuesta a sus problemas era vender todo lo que tuviese la casa para luego demolerla y deshacerse del terreno. Limpio, fácil y mucho menos costoso. O quizás debía simplemente marcharse dejando todo a medias, aun cuando aquello fuese en contra de sus principios.
No lo sabía pero le gustaba la idea de tomarse un día para decidirlo.
Se encargaría primero de solucionar el tema de las ratas, era simple y le serviría de paseo relajante para sacar a Mariana y su extraña mirada de la mente.
Se alistó rápido y luego de secarse el cabello a medias con una toalla salió en dirección al centro del pueblo.
Esta vez no se hizo el valiente y decidió montarse en su Grand Vitara para escapar del diluvio. No conocía Santa Teresa, y no era buena idea hacerlo a pie durante la tormenta del siglo.
Condujo lento, mirando todas las calles con suprema atención. El pueblo por completo estaba desierto, como siempre ¿Cómo se atrevían a señalar la casa como embrujada cuando vivían en un pueblo fantasma?
No lograba recordar cual era la dirección que la tal Ramona le había referido, pero esperaba no demorarse mucho en encontrarla, un pueblo tan pequeño como ese no podía tener muchas tiendas.
Frenó ante la mística aparición de un lugareño vestido con un impermeable amarillo y bajó la ventana para preguntar dónde podía conseguir trampas para ratones.
—Hola, disculpe ¿Sabe si hay algún local que venda trampas para ratas?
El peatón se giró mostrando su pecoso rostro y cabello rojo furioso. Era Carola, la hija de Claudia.
—¿André? Qué coincidencia—ella sonrió amable y señaló hacia el final de la calle—. Debes ir hasta esa casa amarilla y luego doblar a la izquierda, sigue derecho hasta que pases la plaza y luego a la derecha en la verdulería, a la cuarta cuadra verás la ferretería. O puedes ir donde mi madre, y sé que no quieres.
Rio encantadora y André se contagió de inmediato. Carola tenía una especie de atmosfera incómoda pero agradable que se volvía rápidamente contagiosa.
—Gracias, iré a la ferretería. Nada personal.
—¡Oh, no me engañes! Es completamente personal, pero no te culpo, hasta yo voy a la ferretería de vez en cuando.
Le sacó otra sonrisa a André y se sintió satisfecha. La última vez que se vieran no había dado la mejor de las impresiones, y por alguna razón incomprensible el forastero le caía bien.
Se alejó del auto y le hizo una seña con la mano.
—Que tengas un buen día—se despidió y siguió su camino hasta el trabajo.
Al poco andar notó como el auto de André la alcanzaba y volvía a hablarle.
—¿Para dónde vas? Si quieres puedo llevarte.
—No, no, tranquilo, es un poco más lejos de la ferretería y la verdad es que estoy acostumbrada a caminar bajo la lluvia.
Él condujo lentamente a su lado y la miró con la ceja alzada. No iba a dejarla bajo la lluvia mientras el cielo se caía a pedazos en una catástrofe digna de la biblia.
—Hagamos un trato, tú me llevas personalmente a la ferretería y yo te dejo donde sea que vayas.
Carola se lo pensó un momento y suspiró, no estaba de ánimo para caminar y un aventón no le parecía tan malo como aparentaba.
—Bien, tú ganas.
Rodeó el auto y en un movimiento practicado durante años se sacó el impermeable y se subió al auto, todo al mismo tiempo. André la observó sorprendido, definitivamente estaba acostumbrada a esa cantidad de lluvia.
—¿Dónde vas entonces?
—Al trabajo, en el consultorio, son dos cuadras más allá de la ferretería así que no te desviaré demasiado.
—Claro, parece que están acostumbrados a las tormentas.
—¿Tormenta dices? No me hagas reír, esta es una brisa de verano. Las tormentas de verdad botan árboles y vuelan techos. Esto es casi un chubasco. Bienvenido al sur guapo—le guiñó un ojo y se arregló un poco el cabello inflado por la lluvia.
—Lo tendré en cuenta.
—Tranquilo, ya te acostumbrarás, acá llueve todo el tiempo, verano, invierno, otoño, primavera. En unos meses ya estarás curado de espanto.
—¿Curado de espanto?
—Así se dice cuando te acostumbras a algo relativamente terrible. Como esta lluvia.
—Muy probablemente me acostumbre—agregó André sabiéndose una persona bastante moldeable al tiempo—, pero no estaré acá muchos días más. Trataré de vender la casa, sino la demoleré o algo por el estilo.
—¿Demolerla? ¿Puedes?—preguntó mientras amarraba sus mechones rojizos en un moño alto—No es por ser aguafiestas hombre blanco, pero puede que esa casa sea patrimonio del pueblo, quizás deberías preguntar antes de echar abajo nuestras tradiciones—sonrió con ironía. André le sonrió de vuelta.
—Es una buena idea, creo que lo haré.
—Dobla acá a la izquierda—ordenó cambiando el tema. No quería que se perdieran por un descuido de ella.
—Y dime—continuó André—¿Ya saben de quién es el cuerpo?
—Se lo ha llevado el Servicio Médico Legal, pasarán unos días antes de que tengamos alguna respuesta—sus ojos se ensombrecieron y él sintió algo de remordimiento por mentirle. Carola no parecía una mala chica.
—Seguro que no es ella. La gente por acá la describe como toda una guerrera—mintió descaradamente, de cualquier forma ella no tenía como comprobar su engaño.
—No era tan así. Mariana era muy inestable, necesitaba de sus medicinas para funcionar, necesitaba médicos y supervisión. Era delicada como un bebé, tan frágil—Carola suspiró—. A veces estaba con nosotros, otras simplemente se iba a otra parte, sé que su enfermedad, pero era tan duro y triste. De repente sabías que estaba mirando y al siguiente miraba a través de ti. No sé por qué te cuento esto, es solo que hace tanto que no hablo de ella.
—Despreocúpate, tú me indicas el camino y yo te escucho.
—No eres tan malo al final de cuentas, hombre blanco—ella sonrió con timidez y él siguió conduciendo concentrado—. Acá a la derecha.
Tomaron la calle de la plaza y de pronto apareció una especie de local cuadrado con un cartel grande.
«Ferretería Don Juan»
—¿Es ahí?
—Sí. Estaciona acá, yo caminaré hasta el consultorio.
—¿Estás loca? Iré a dejarte.
—No te preocupes—se disculpó abriendo la puerta en cuanto André detuvo el auto—, me encanta la lluvia ¡Suerte con tus compras!
La chica se bajó rápidamente y se puso casi de inmediato el impermeable amarillo. Él la vio seguir su camino calle arriba como si el viento no fuese huracanado.
Se bajó el también y cruzó la calle hasta la tienda, abrió la puerta y entró al lugar.
La famosa ferretería constaba de una especie de galpón enorme con todo tipo de elementos de construcción en él. La estructura era de lata, que con el viento y el temporal sonaba igual que un edificio a punto de desmoronarse. Al fondo nueve o diez repisas se alzaban hasta el techo, conteniendo herramientas ordenadas antojadizamente. Entre ellas y la entrada se ubicaba un largo mesón de enchapado blanco, sucio por el tiempo y el uso. Era una suerte que fuera el único lugar a kilómetros donde se pudiese encontrar ciertos materiales, de lo contrario llevaría años quebrado.
André vio tres hombres estratégicamente posicionados a lo largo del mesón, cada uno concentrado en una tarea diferente, ninguno demasiado interesado en el nuevo cliente. Esperó un par de segundos antes de acercarse, calculando si era extremadamente necesario capturar a las ratas. Por una parte en India había comido con ellas del mismo plato sin siquiera sufrir la más mínima indigestión, por otra había leído en uno de los folletos del avión que ese sector del país gozaba de la maldición del Hanta.
Increíblemente le pareció que arriesgarse a sufrir una lenta y dolorosa muerte era mucho mejor opción que intentar entablar algún tipo de conversación con esos tres tipos que le ignoraban de forma magistral.
Suspiró y dejó que la lógica hablara, era momento de hacer a un lado las tonterías y ser sensato.
Se acercó lentamente carraspeando, pero no logró la atención de ninguno de los tres vendedores. Por lo general se consideraba un hombre poco tolerante, pero pasar ocho días en ese pueblo era algún tipo de record personal por el cual no sabía si enorgullecerse.
—Hola—habló en dirección al más viejo de los tres, quien leía muy concentrado una revista mientras se peinaba la barba canosa al ritmo de una molesta gotera—, quisiera saber si...
Él tipo lo calló con una mano y sin quitar la vista de su lectura le interrumpió.
—¿Sacó número?
—¿Perdón?
—Si sacó número—el hombre señaló una pequeña pantalla en un rincón olvidado que marcaba el número cinco.
André frunció el ceño anonadado. Era el único cliente en la tienda ¿Para qué iba a sacar número?
—No, pero...
—¿Puedes sacar número por favor? Burocracia.
Si bien el hecho de que el vendedor asumiera lo innecesario del proceso satisfacía enormemente a Andy, tener que ir de todos modos por un mísero papel inútil le provocaba acidez.
Bufó en señal de protesta, pero de todas formas dio media vuelta y caminó hasta un pequeño dispensador de números color rojo. Lo tomó con un poco de violencia y miró la silueta en tinta color azul de su número.
Era el seis.
Le tiritó un parpado.
Regresó recordando los buenos modales que su padre había tratado de inculcarle desde su más tierna infancia y dejó el papel sobre el mesón con más energía de la requerida para aquella tarea.
—Quiero...
—Espere.
—¿Ahora qué?—gruñó ofuscado.
El vendedor apretó un botoncito ubicado debajo de la mesa y el número de la pantalla cambió a seis. Los ánimos de André también cambiaron. Iba a matar a alguien, definitivamente iba a hacerlo.
—¿Seis?
—¡Aquí! ¡Yo! ¿Quién más?
—¡Hey! Tranquilo, no es mi culpa que el local tenga reglas estrictas.
Bien, era momento de recordar el yoga y los chakras. Necesitaba todos sus centros de energía inconmensurable completamente alineados y en paz.
—Bien, lo que sea ¿Puede ayudarme?
—Eso depende, hijo. Si tengo lo que necesitas sería un placer ayudarte. No eres de por aquí ¿Cierto?
La pregunta era completamente estúpida ¿Cuáles eran las posibilidades de que hubiese vivido toda su vida en aquel pueblo y no se conocieran? En Santa Teresa no vivían más de ciento veinte personas, era imposible que dos seres humanos nunca hubieran cruzado miradas aunque fuera de lejos.
¡Claro que no era de por allí! ¡Gracias al cielo que no era de por ahí!
Pero André no se sentía de ánimos para ser cortés, para nada.
—No, no, nacido y criado aquí. Esta es la primera vez que salgo de mi casa—respondió con una sonrisa sarcástica en la boca.
—¡Oh! Así que tú eres el hijo de la Loca María.
Dos cosas le preocuparon a André: primero, la cantidad de desmedida de mujeres apodadas con el adjetivo «loca» y segundo, la incapacidad del tipo de reconocer el sarcasmo. Algo malo le sucedía a ese pueblo.
—¿Qué? ¡No! Claro que no soy de aquí ¿Me había visto antes?
—Mira, hijo, los años me han jodido la memoria de una manera ridícula, no me sorprendería si fueras mi sobrino y yo no te reconociera.
—Claro.
—De verdad. Fíjate que el otro día iba bajando la escalera y...
—¿Tiene trampas para ratones?—interrumpió André antes de que el hombre se emocionara con su relato. No iba a aguantar diez minutos más bajo ese techo, no estaba seguro siquiera de soportar cinco. Necesitaba dos cosas, las trampas y salir de ahí.
El vendedor lo miró con cara de asombro, no estaba acostumbrado a que lo interrumpiera, como tampoco estaba acostumbrado que muchachitos mal educados vinieran a exigir cosas en su propia tienda.
—Hijo, de las trampas de ratones se encarga mi muchacho.
Señaló al segundo hombre en el mesón, a unos diez o doce pasos de ellos. André alzó un ceja confundido ¿Acaso le estaba pidiendo que fuera hasta el otro tipo solo porque él se encargaba de las trampas?
—¿Quiere que yo...?
—Sí, sí, ve con él, te va a ayudar.
Optó por no hacerse más problemas. Caminó decidido hasta el siguiente vendedor, calculando sus palabras y sus acciones. Su primera víctima sería su padre por mandarlo a ese lugar maldito, luego de eso iría tras el vendedor en busca de venganza, pero primero su padre, él era el origen de todos los males.
—Hola quisiera dos trampas para ratones—habló antes de que el muchacho fuera capaz de pedirle que sacara otro número o algo por el estilo. Este tampoco le miró, siguió jugando concentrado en su teléfono.
—Se refería a su otro muchacho—respondió seco señalando al tercer vendedor. Yo solo vendo pintura...
—Y clavos—comentó su padre sin dejar de mirar el diario.
—Y clavos. Las trampas son área de mi hermano.
Continuaron inmóviles y ajenos, com si no estuviesen ahí realmente.
—Bien, iré con tu hermano.
—Medio hermano.
—Con tu medio hermano.
Masticó lentamente su ira mientras avanzaba los escasos seis pasos hasta el tercer tipo. No cabía duda que su padre sufriría mucho, pero mucho, por este regalo.
Mucho.
El tercer miembro del personal no tenía más de veinte años. Era delgado y de ojos saltones y a André se le antojó de aspecto ratonil. De ahí que se dedicara a todo lo relacionado con ratones.
—Hola, soy Pedro ¿En qué puedo ayudarlo?
Pedro llevaba solo una semana trabajando en la tienda de su padre, había atendido exactamente tres personas y no se le daba bien conversar con otros seres humanos, aun así puso su mejor cara y todas sus energía para serle de utilidad al cliente.
A André no le importó.
—Quiero dos trampas para ratas.
—¡Claro!—gritó emocionado por lo simple de la tarea. Corrió pon uno de los pasillos y en menos de diez segundos puso dos trampas para ratón sobre el mesón, justo frente a André.
—No son de esas de las cuales necesito—masculló cada segundo más molesto, el chiquillo se puso nervioso—. Quiero del tipo que no le hacen daño al animal.
—¡Las de tipo jaula!
—Sí, esas.
—Tienes que hablar con mi padre entonces, él está a cargo de ese tipo de elementos.
Hubo un silencio incómodo, tanto entre ambos como en la mismísima mente de André.
Juntó todos sus nervios y los bañó en acero, inspiró todo el aire contenido en la habitación y lo botó en un amenazante bufido.
Se encontraba más tranquilo de lo que él mismo pudiese haber pronosticado.
—¿Me estás jodiendo?—o quizás no tanto.
—No, no—respondió nervioso—. De verdad que no es mi área.
—¿Y no podrías vendérmela tú? Digo, eso es lo que haces ¿No? Vendes cosas.
—Es que no sabría decir dónde están o cuánto valen—abrió los ojos como un animalito asustado y escondió su cabeza lo más que pudo entre los hombros. No se manejaba en el trato con el cliente, y por lo general la gente le ponía muy nervioso.
André miró justo detrás del joven y vio todas las jaulas ordenadas en la tercera repisa. Sí, era un hecho, ese niño se reía de él en su propia cara.
—Están justo detrás de ti.
Pedro miró a sus espaldas y regresó a su puesto veloz, tan alerta como si fuese él la rata por ser cazada—Por favor ¿Podría preguntarle a mi padre? No quiero cometer un error, solo llevo una semana acá.
—¿Cometer un error? Pero si yo solo quiero...—bufó—¡A la mierda! Iré con tu padre.
Sonó más como una amenaza, pero Pedro se lo agradeció de corazón, realmente carecía de don de gentes.
Regresó de vuelta hasta el hombre más viejo, decidido a cantarle unas cuantas verdades. Poco le importaban las ratas y el Hanta, iban a escucharle, no iría de ahí sin dar a conocer su opinión respecto al servicio.
—Mire—gruñó de manera gutural—yo...
—¡Don Juan! ¿Cómo va todo?
La puerta el galpón se cerró de golpe, maltratando las latas y afectando hasta a las repisas.
André reconoció de inmediato al capitán de la policía. Manuel se llamaba, el prometido de Mariana, aquel que ella había abandonado justo antes de casarse solo para vivir libre en el bosque.
Comenzaba a ver un patrón ahí.
—Manuelito ¿Cómo está hombre? Me he enterado de las malas nuevas, han encontrado a Mariana.
André se tensó ¿La habían encontrado? ¿Tan rápido?
—No sabemos si es ella Don Juan, son solo huesos. Se los llevaron ayer, así que espero que tengan los resultados pronto—bajó la mirada fingiendo pesadumbre. André no se lo creyó ni por un minuto.
Algo había en ese tipo que le inquietaba. Quizás solo era su cuidado bigote, quizás tenía demasiada experiencia con mentirosos, pero Manuel no lograba terminar de caerle bien.
Por lo menos no estaban hablando de Mariana realmente y eso lo calmó a pesar de la sensación de desagrado que le producía el capitán de la policía.
Manuel por su parte dio cuenta de la existencia de André bastante tarde, cruzó mirada con aquel par de ojos negros y la piel se le puso de gallina.
—Señor San Martín ¿Cómo va todo? ¿Se ajusta bien a la vida por acá? No parece ser una persona de pueblo.
—No lo soy—contestó frío.
—Una lástima, yo prefiero el ambiente cálido que se forma en las localidades pequeñas. De cierta manera todos se conocen ¿Cierto Don Juan?
El viejo se rio mostrando sus dientes y acariciándose la panza. Había dejado de leer y ponía toda su atención en Manuel.
—La vida de pueblo es solo para unas pocas personas, Manuelito. Pero cuéntame ¿Qué necesitas de este humilde viejo?
—He venido a recoger mi arma ¿Recuerda?—sonrió curvando el molesto bigote sobre su labio. Sí, definitivamente no le gustaba ese bigote.
—¡Pero claro, como lo he olvidado! Voy por ella.
Manuel volvió a mirar a André y fingió relajo, aun cuando André mantenía todos sus músculos preparados para empezar una batalla ahí mismo.
—Supongo que no ha vuelto a tener visitas indeseadas.
—Supone bien. De cualquier otra forma lo hubiera informado.
—Sí, me lo imagino—hizo una pausa calculando sus palabras. La gran altura y los ojos terribles de André le intimidaban, pero no podía perder la autoridad, ni dejar pasar la oportunidad de mostrarle quien mandaba en ese pueblo—. Sabe, hay una idea que no para de darme vueltas en la cabeza. ¿No le parece extraño que justo cuando usted aparece una persona entra a su casa, y que pocos días después encontremos un cuerpo?
—¿Qué insinúa?—las sospechas de André se multiplicaron, Manuel no era de fiar.
—Nada, es solo que me parecen extrañas las coincidencias.
—Que yo sepa solo encontraron huesos, al cuerpo le toma varios años llegar a eso.
—Parece informado sobre el tema.
—Cultura general.
Se midieron con las miradas, marcando terreno como si la vida en la tierra dependiera de ello.
—Acá está, como nueva, me la han traído esta mañana y créeme que han hecho un trabajo estupendo.
El viejo apareció de improviso, ajeno a la batalla campal que se desarrollaba entre sus clientes y entrego el arma a Manuel, quien no demoró demasiado en revisarla y meterla en su estuche. Hizo un asentimiento con la cabeza a André y se despidió cortésmente de Don Juan.
Se fue bajo la mirada atenta de ambos hombres, uno con sospecha y el otro con algo de lástima.
—Pobre Manuel, nunca va a olvidarla—dijo el viejo empapado de cierto grado de nostalgia—. Parece un tipo duro, pero es de los que no dejan ir las cosas con facilidad.
—¿Habla de la loca del bosque?—preguntó André fingiendo ignorancia.
—¡Claro que sí! Esa niña sí que estaba loca, pero como una cabra. De repente le bajaba la locura y destrozaba todo, otras salía gritando a la calle. La internaron cuatro veces. Pero Manuel la amaba a pesar de todo, aun cuando ella lo despreciaba un día y corría a sus brazos el siguiente.
—No suena como una relación sana—acotó André, mientras en su mente trataba de encajar el cuadro que le pintaba el vendedor con la Mariana que él conocía.
—¿Estás casado?
—Ciertamente no.
—¿Tendrás entonces una novia?
—No por el momento—contestó sintiéndose, de alguna forma, intimidado por la repentina actitud curiosa del hombre.
—¿Pero cómo? ¿Siquiera te has enamorado alguna vez?
—Claro, todos nos hemos enamorado alguna vez.
—¡No! No todos nos hemos enamorado—vociferó con energía el viejo, picando el pecho de André con uno de sus dedos gruesos—. Y si quieres mi opinión el amor que profesa Manuelito por Mariana, ese, es amor del bueno.
—Pero ella desapareció...
—¿Quieres saber lo que pienso?—la verdad no quería, pero no había manera de evitarlo llegados a ese punto—Pienso que a Mariana le bajó la locura y se fue a meter al bosque, no pudo salir, y algo malo le paso en la naturaleza. Todos sabíamos que terminaría así tarde o temprano, incluso le decíamos a su padre que la encerrara, que ella no era capaz de cuidarse. No hubo caso, él siempre confió demasiado en Mariana. Al final las cosas no terminaron bien para ella.
Excepto que no. Nada había terminado de forma trágica para Mariana. Ella estaba allá afuera, en medio del bosque, oculta en la tormenta, mimetizándose con los árboles y respirado a través de las hojas.
Mariana no estaba loca, simplemente era una especie de fuerza natural indomable.
—Lamentable.
—Sí, para su padre, para su hermano y para Manuel... ellos aún esperan que vuelva un día. En fin, suficiente de historias extrañas ¿Qué era lo que ibas a pedirme?
André mantuvo la mirada en la puerta por donde había salido Manuel. Quizás se equivocaba con aquel tipo, quizás era solo un alma atormentada que seguía esperando que la mujer que amaba volviera algún día.
Un ser desconfiado y temeroso, un humano más en un vasto planeta de criaturas débiles y aterrorizadas.
—No importa la verdad—respondió—. Acabo de recordar que tengo un asunto pendiente.
De pronto le urgía la necesidad de volver a la casa y cerciorarse de que ella no hubiese vuelto, a pesar de que estaba seguro de que aquello era imposible.
Una de las cosas que le agradaban de ella—dentro de ese enorme saco de defectos—era su decisión, si se había largado no reaparecería.
Pero no perdía nada con intentarlo, nada pasaría si volvía antes y revisaba la casa por completo, solo para asegurarse de que estaba solo nuevamente.
Completamente solo.
André entró a la casona sabiendo de antemano que esperaba alguna especie de recibimiento, y al encontrar silencio y frío se sobrecogió solo un poco.
La madera rechinaba como siempre y el viento acometía contra las ventanas y paredes sin piedad.
Se mantuvo quieto en la entrada, esperando que ella pareciera desde la cocina, o que el piano se tocara solo, pero no sucedió. De alguna manera sobrenatural sabía de antemano que Mariana no estaba dentro, como si el aire fuese distinto debido a su ausencia, más limpio, más tranquilo, más absurdamente aburrido.
Caminó hasta la cocina y tomó algo de arroz del día anterior, picó un tomate y lo echo dentro sin demasiado cuidado.
Se sentía francamente deprimido, instancia no muy común en su persona. Deseaba pensar en otra cosa, hacer algo productivo, vivir el día como cualquier otro, pero el clima no lo dejaba. El día gris, la lluvia triste, las nubes de tormenta.
Por lo general prefería los ambientes apagados, latitudes donde no tuviese que usar los lentes de sol todos los días, pero ese día en particular no sentía ánimos suficientes para agradecer el oxígeno que respiraba.
Calentó un poco la comida y caminó hasta la sala para recostarse en el sillón e ignorar sus emociones con sutil maestría.
La depresión era para los tontos sin pleno control sobre los centros de Serotonina de su cabeza. Él era un hombre hecho y derecho, no un bebe llorón con necesidad de un extraño escuchando sus problemas.
Mariana se había ido, y era mejor así.
No supo en qué momento se quedó dormido, pero para cuando abrió los ojos la olla estaba en el suelo, con los restos de arroz desparramados por toda la alfombra. Un chillido perecido a una rama rasguñando una ventana sonaba como el llamado del diablo, la casa estaba helada como el polo y la noche oscurecía la habitación.
Se sentó en el sillón y masajeó su cuello, había dormido, mas no descansado.
Oyó un golpeteo fuerte y claro pero no pudo definir su ubicación. Podían ser ramas, podían ser ratas, podía ser casi cualquier cosa.
No le dio importancia al asunto, necesitaba ir a su cama y dormir de verdad, no sin antes limpiar el desastre en que se había convertido su alfombra.
Volvió a escuchar los golpes y notó que no provenían de dentro de la casa, sino de una puerta.
Se acercó con pereza hasta el sótano y revisó que no hubiese algún visitante indeseado, pero el oscuro cuarto seguía tan solitario como siempre. Miró escaleras arriba sabiendo de antemano que era la única persona en el lugar, pero no perdía nada con echar un vistazo rápido.
Nuevos golpes se escucharon y creyó oírlos venir desde la cocina. Quizás una rama golpeando contra una pared, quizás otro conejo colgando decapitado frente a su puerta.
Mariana tenía un sentido del humor retorcido, quizás había decidido agradecer la breve estancia con otro sacrificio.
Encendió la luz de la habitación y no escuchó más ruido que el viento colándose por entre los resquicios de la madera. Ni el más mínimo movimiento, ni un solo indicio de qué eran aquellos insistentes golpes.
Se acercó hasta la ventana para dar cuenta que más allá de unos metros todo era infinita oscuridad, el cielo se convertía solo un montón de nubes tapando las estrellas y la lluvia formaba una cortina infranqueable que borraba hasta los arboles del bosque.
Nada había allá afuera, solo noche eterna y una tormenta colosal.
Cerró las cortinas y se dispuso a volver al salón para limpiar y después dormir profundamente.
Se detuvo.
De pronto sudaba frío y le faltaba un poco el aire. No estaba solo, alguien más le acompañaba en esa cocina.
Tembló sin tener completamente clara la razón y se volteó rápidamente para mirar la puerta que daba al patio trasero.
No había nadie más que él, pero no podía parar de sudar. Algo, o alguien, lo aguardaba y casi podía asegurar que se encontraba detrás de la puerta.
Se acercó tratando de mantener sus nervios en orden. Miró la mesada y tomó uno de los cuchillos que solía usar para cortar verduras. Fuese lo que fuese, si no usaba la puerta delantera, no podía ser bueno.
Giró el pomo lentamente y abrió la puerta de sopetón.
La proyección de su sombra se alargó hasta tocar la cerca que limitaba su terreno con el inicio del bosque. En ella una extraña mancha de color oscuro se iba borrando con el caer del agua.
—¿Qué mier...?
Miró a sus pies solo por reflejo y halló ahí la cabellera oscura de Mariana y una par de ojos bicolores mirándolo desesperados.
—No tenía dónde ir—masculló entre jadeos.
La observó detenidamente y dio cuenta de que se encontraba sentada sobre una posa de sangre y agua que de a poco se filtraba dentro de la casa. Ella dirigió la mirada hacia su pierna y dejó de sujetarse el muslo solo para mostrar como brotaba líquido espeso de color rojizo sin ninguna señal de querer detenerse.
—¿Qué te ha pasado?
—Me ha disparado... él me ha disparado.
Dejó de sudar frío y comenzó a sudar de verdad, las cosas se le complicaban a cada segundo sin siquiera tener que esforzarse. La noche seguía igual de negra y el bosque apenas se vislumbraba en la oscuridad, y Mariana se desangraba, justo a sus pies.
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