3.- ¿Puedo hacer algo por ti?
—Santa mierda…
André se bajó el gorro del polerón de la universidad de Michigan para que no le molestase a la vista. Frente a él una imagen macabra y espeluznante se mecía de un lado a otro con el viento.
Se encontraba en la puerta trasera de la casa, estático, observando el colgante cuerpo de lo que parecía ser un conejo o una libre sin cabeza. Pendía de una cuerda amarrada al pequeño techo que protegía la puerta de la lluvia. El otro extremo de la cuerda rodeaba la pata del animal de pelaje gris, cerca de su cuello la sangre teñía todo de un tono rojizo y gota a gota bajo él se formaba una poza de líquido sanguinolento que se disolvía con la imparable y furiosa lluvia.
En algunas tribus africanas y amazónicas los animales muertos se utilizaban para indicar a seres indeseados que se mantuvieran lejos, quedaba claro el mensaje, pon un pie en mi tierra y terminaras como aquel animal. Bastante práctico.
André fue en busca de una silla, se subió a ella y descolgó al animalillo del tejado. Acarició su pelaje y se mantuvo un minuto completo en silencio. Adoraba a los animales, había crecido entre elefantes, jirafas, cebras, camellos, tortugas y otras cosas extrañas. Era vegetariano y las películas sobre perritos lo hacían llorar. “Terriblemente enfurecido” no describía sus sentimientos a la perfección, iba a encontrar al malnacido que había hecho tal atrocidad, lo iba a colgar del techo por los pies, le cortaría la garganta y esperaría hasta que muriese desangrado. Claro que lo haría. Pero primero debía enterrar a aquel pobre animal.
Fue en busca de su chaqueta, se puso las botas militares que siempre traía en caso de emergencia, bajó al sótano en busca de una pala y salió a la lluvia para darle adecuada sepultura a la liebre.
Para André los animales eran sagrados, le gustaban mucho más que las personas, prefería tener seis perros que una novia y mil gatos antes que formar una familia con otro ser humano.
Cuando finalmente terminó su trabajo en el fango, entró de vuelta a la casa para iniciar su trabajo de limpieza. Se quitó las botas llenas de barro y se cambió toda la ropa que con la lluvia había quedado empapada. Sujetó su cabello con una banda elástica, a manera de cintillo, para que este no le molestara en la cara. Tomó el teléfono celular, conecto los audífonos, se los colocó en las orejas y al ritmo de Let’s get it on se fue bailando hasta la alacena donde había decidido dejar todo lo referente al aseo. Sacó la escoba, la pala y un trapo húmedo.
Partiría por la sala. Ya estaba más que harto de dormir en un lugar inmundo.
Movió todos los muebles para poder enrollar la alfombra, era una pena que lloviese tanto, en otras circunstancias la hubiese sacado y golpeado hasta que botase todo el polvo. Tendría que esperar a que pasara la tormenta.
Dedicó bastante tiempo a la búsqueda del diario perdido pero no halló nada. Aunque pareciese raro le sucedía mucho más seguido de lo que debería. Desde pequeño las cosas se le perdían de la nada, y no solo lo típico como el control remoto, las llaves o un calcetín, sino una infinidad de cosas que la gente normal no solía perder como por ejemplo su computador, su ropa y una vez su cama, sí, su cama.
Al abrir el último cajón del último mueble en aquella habitación dio por terminada la búsqueda, el diario se había esfumado, al igual que su cama cuando tenía trece.
Como siempre se relajó, las cosas solían aparecer cuando dejaba de buscarlas así que solo era cosa de esperar mientras que los duendecillos de las cosas perdidas hacían su trabajo. Solo para dejar las cosas claras, André no creía en los duendecillos, solo fue un decir.
Barrió cada milímetro del cuarto, como si su vida dependiera de ello, mientras escuchaba Get Lucky. Recogió una cantidad ridícula de tierra, para luego remover todo el polvo de los muebles con un paño húmedo. André era, en más de un sentido, la perfecta dueña de casa. Lo había aprendido a la fuerza. El sufrir seis tipos de intoxicación por comida le había enseñado a lavar todos los alimentos y cocerlos bien, las picaduras de insectos exóticos y las posteriores hospitalizaciones le habían enseñado a limpiar minuciosamente hasta el último rincón del lugar en el que habitaba, y aquella mordedura de serpiente le había enseñado… le había enseñado a no orinar en cualquier parte.
Por lo tanto cada vez que se mudaba a otro lugar hacía el mismo rito, conocer la casa, anotar todos los fallos o faltas y luego limpiar lo suficiente como para poder dormir tranquilo por las noches.
Tras reorganizar los muebles cruzó el pasillo hasta la habitación de enfrente, el comedor de los retratos de mal gusto.
Prácticamente lo primero que hizo fue descolgar los cuadros, todos ellos, la casa de por si iba a ser un desafío de venta, si a eso le agregábamos que cada vez que entrabas al comedor un calvo bigotón y cientos de niños pequeños te miraban, la causa estaba perdida. Así que como primera medida limpió y guardó todos los cuadros en el ático junto a las camas. Debían ser unos cuarenta o cincuenta cuadros de niños, más unas treinta o cuarenta fotografías antiguas, de esas que se veían sepia, y finalmente el bigotón. Se sintió mucho más aliviado al notar que ya nadie lo miraba al entrar en la habitación e inició el mismo proceso que con la sala, mover los muebles, enrollar la alfombra, barrer y trapear el piso para luego reacomodar todo.
Para cuando revisó el reloj ya eran casi la una de la tarde, llevaba toda la mañana trabajando en el aseo y se le antojó que sería un buen momento para solucionar su problema con las cerraduras y así darse un descanso de su actual tarea.
Subió la escalera mientras hacía el cálculo mental de la hora que debía ser en EE.UU en ese preciso momento específicamente en la costa este. Según sus números era horario aceptable para una llamada de larga distancia. Buscó en su teléfono el número de su buen amigo Charles, un afroamericano capaz de abrir casi cualquier cerradura, dueño de una empresa aseguradora, sabía más de candados, llaves y cadenas que el mismo Houdini.
Esperó un rato en línea mientras escuchaba como la lluvia caía furiosa sobre el tejado y veía las ramas del manzano arañar las ventanas del segundo piso. Charles contestó del otro lado, se le oía somnoliento.
—¿Sabes que maldita hora es André?—volvió a hacer el cálculo mental, se había equivocado por casi seis horas.
—Acá son la una…
—¿Qué demonios quieres?
—Charles estoy teniendo algunos problemas con las cerraduras de mi nueva casa.
—¿Y quieres que haga? ¿Qué vuele hasta allá y te las abra? Pedazo de retrasado ¡Llamas a estas horas para agarrarme las pelotas!—André suspiró, conocía a la perfección el mal humor matutino de Charles, si no fuera por eso no serían amigos, los dos eran mal humorados y aunque pareciera extraño eso era lo primero que tenían en común.
—Tengo herramientas para abrir puertas acá y me preguntaba si serías tan amable asistirme telefónicamente—el hombre gruñó por unos segundos y luego calló—¿Charlie?
—Acá estoy ¿Qué tipo de cerradura es?
—No lo sé, es antigua.
—Eso no me sirve pelmazo ¿Qué tipo de llave usa?
—De esas que son redondas y que tienen una especie de diente al final… son como las primeras llaves que se inventaron.
—No hagas suposiciones estúpidas, las primeras llaves se inventaron en… ¿Para qué pierdo mi tiempo? Ya sé de qué tipo hablas ¿Puedes ver a través de la cerradura?
A André le recorrió un escalofrío y sintió la necesidad imperiosa de mirar a través de la mirilla y al mismo tiempo no hacerlo. Se agachó lentamente y acercó el ojo. Ahí seguía el piano, tan solitario como siempre.
—¿Puedes ver o no?—inquirió Charles con tono rudo.
—Sí, hay un piano.
—¿Y qué me importa que haya un piano? ¿Quieres qué vaya a tocarte una opera también?
—La ópera en realidad es un…—un sonido gutural lo interrumpió en medio de la oración, del otro lado de la línea alguien muy fastidiado respiraba—… olvídalo ¿Qué hago entonces?
—Métele cualquier llave, esas cerraduras no son de mucha calidad, con el pasar de los años cualquier llave termina abriéndolas.
—Ya probé con más de veinte llaves y no me abrió.
—Ha de estar agripada, puedes meterle un poco de grasa para cadenas de bicicleta, si eso no funciona habrá que desarmar la chapa y si eso también está agripado sacas la puerta por el otro lado, si no puedes te aconsejo que la dinamites ¿Puedo dormir ahora?
—Sí, vale por la…—colgaron del otro lado.
Se guardó el teléfono en el bolsillo del polerón y bajó hasta el primer piso para buscar en el sótano algo de grasa o aceite que le ayudara en la tarea de abrir las puertas. No estaba seguro si la casa estaba empeñada que la odiaran, pero cada segundo que pasaba la detestaba más. Antes de abrir la puerta al sótano una figura oscura se desplazó por el rabillo de su ojo y al voltear lo único que pudo ver fue un pie o un tobillo entrando en la sala.
Tomó el primer objeto contundente que encontró en sus manos, un candelabro. Con seguridad se acercó hasta la entrada de la sala y se asomó en posición de ataque.
En la mitad de la sala había una niña pequeña, no debía ser mayor de nueve años, tenía el cabello negro como la noche y rizado, su piel era morena y su nariz chata y redonda, los ojos parecían almendras oscuras y los labios le sobresalían de le gruesos que eran. Llevaba puesta una falda a cuadrillé que le caía bajo las rodillas con una blusa amarilla con botones negros. André notó que entre sus brazos, apretándolo contra su pecho, tenía el diario. Abrió sus ojos sorprendido ¿Cuándo era que esa chiquilla lo había tomado? ¿Cómo entró? ¿Hace cuánto estaba dentro de la casa?
La niña pareció notar su nerviosismo, apretó más el diario y retrocedió un par de pasos.
—No quería tomarlo—dijo en susurro—él me obligó.
—Tranquila pequeña, no voy a hacerte daño.
—¡Se lo juro! No me gusta tomar cosas ajenas—retrocedió nuevamente hasta quedar detrás del sillón donde se hincó y ocultó.
André corrió hasta el lugar pero la chica ya no estaba, alzó la cabeza y la vio en el umbral del salón. La siguió hasta el pasillo donde la muchacha se metió dentro del armario.
Él abrió la puerta con ímpetu y solo alcanzó a reconocer el movimiento de los abrigos antiguos. Entró y comenzó a revisar entre la ropa pero solo encontró las paredes detrás de ellos. Una sensación de frío le acarició la nuca y le obligó a voltearse, fue entonces cuando los vio.
Aquellos enormes ojos azules, no pudo ver su cara, ni su nariz, ni su ropa, solo supo que dos ojos le miraban, enormes como lunas y que en alguna parte de su rostro su boca sonreía con malicia, con locura, con un montón de dientes perfectamente blancos, luego la puerta se cerró.
Primero se quedó quieto en la oscuridad del pequeño armario analizando la situación, repitiendo una y otra vez el instante antes de que la puerta azotara contra el marco, había alguien ahí, alguien estaba fuera.
Salió de su estado catatónico y puso su mano en la perilla, fuera quien fuera debía enfrentarlo ya. La giró.
Se quedó de piedra, la manija no giraba, estaba tan dura como el cemento, como si nunca hubiese abierto antes. La oscuridad lo asfixió y por un momento lo único que escuchó fue su respiración agitada. Volvió a intentarlo sin resultados favorables, fue cuando comenzó a preocuparse de verdad, quien fuera quien estuviera fuera había trancado la puerta y ahora no le dejaba salir.
Usó sus dos manos tratando de destrancarla sin lograrlo, luego comenzó a golpear la madera con sus puños exigiendo que lo liberaran.
—¡Ábreme!¡Sé que estás ahí!¡Ábreme pedazo de mierda!
Siguió intentando salir infructuosamente, cada vez con más y más desesperación. El espacio era muy pequeño para derribarla y no traía nada encima que le permitiera abrir la chapa, si solo hubiese sacado un desatornillador. Lo único que traía encima era el teléfono.
—¡El teléfono!
Lo buscó entre sus ropas, con él podía llamar a emergencias para que vinieran a asistirlo, pero no lo halló, su bolsillo estaba completamente vacío.
—Vamos André, este no es el mejor momento para perder las cosas.
Se revisó completo, pero no llevaba nada consigo que le fuera útil, el pánico se apoderó lentamente de él y volvió a intentar con los golpes pero no recibió ninguna respuesta del exterior.
En plena oscuridad y haciendo uso solo del tacto se las arregló para revisar los abrigos colgados en el armario y las repisas altas, pero solo tocó tela, tela y más tela. Entró en desesperación completa y con todas sus fuerzas aporreó la puerta hasta que los nudillos comenzaron a escocerle.
Se apoyó contra ella ¿Qué iba a hacer ahora? La puerta no cedía. No podía quedarse ahí para siempre, no podían dejarlo ahí.
La golpeo desesperado y gritó por ayuda hasta que la garganta le dolió.
Estaba atrapado.
Trató de controlarse y detuvo toda muestra de locura. Su respiración inquieta interrumpió el silencio dentro del cuarto. Se concentró en ella y se asió a ese sonido como un náufrago a una madera. Tenía que encontrar una salida.
De un momento a otro el sonido de pasos acercándose a la puerta lo asustaron. Se alejó lentamente hasta chocar contra los abrigos. El ruido de las perilla girando lo tensó y un hilo de luz inundó el pequeño cuarto.
Detrás de la puerta lo esperaban dos ojos, uno azul y el otro dorado.
La chica iba nuevamente repleta de barro, pero en su cara cubierta por la tierra resaltaban sus ojos tan únicos como atemorizantes.
André la miró confundido para luego salir del armario en menos de dos zancadas, observó el pasillo, pero solo estaba la chica, nada de la persona de los ojos azules.
Corrió hasta la sala y luego al comedor, revisó la cocina y el segundo piso, nadie, absolutamente nadie. Regresó al pasillo, la mujer seguía ahí parada junto al armario, mirándolo como si fuese algún tipo de bicho raro. Corrió hasta ella y la tomó por los hombros, la zarandeó e interrogó.
—¿Quién estaba acá? ¡Dímelo!—ella negó con la cabeza, asustada y aturdida al mismo tiempo—¿Por qué has venido? ¿Cómo sabías que estaba encerrado?
—Te he oído gritar—respondió. Su voz era ronca, con un timbre muy grave, como la de un hombre.
André la soltó y se separó unos centímetros de ella. La observó de pies a cabeza y, a pesar de verla delgada e indefensa, no bajó la guardia.
—¿Quién eres?
—Mariana. He venido a agradecerte la comida y he escuchado gritos ¿Estás bien?—él se pasó la mano por el pelo y liberó la tensión de su cuerpo, no entendía lo que estaba sucediendo. Estaba seguro de haber visto un par de ojos azules, además estaba la niña ¡La niña!
—¿Viste a una niña salir de aquí?
—¿Niña?
—Sí. Cabello oscuro, falda a cuadrillé, tenía un libro en los brazos—la chica negó nuevamente.
—No hay nadie más en esta casa, está deshabitada.
—Claro que hay más gente—chilló André—tú por ejemplo.
Ella encogió su cuerpo y se preparó para defenderse pero André dejó de prestarle atención, su mente divagaba a velocidades impensadas entre la niña y los ojos azules. No eran obra de su imaginación, no lo eran.
Él sacó un plato hondo de la alacena y lo acercó hasta olla donde le esperaba una sabrosa sopa de vegetales. Sirvió lentamente mientras observaba a la chica sentada a un costado de la mesa de la cocina. Estaba mojada, su cabello y su ropa goteaban dejando una posa turbia alrededor de su banco, se había lavado un poco las manos y la cara pero aun lucía sucia, en parte por la mancha de nacimiento en su rostro, en parte porque todo el resto de su cuerpo contenía montones de tierra y hojas.
Procuró servirle doble ración, quizás cuanto tiempo llevaba sin probar algo caliente o comestible. Se acercó con el plato rebosado de sopa y se lo puso en frente, la dejó almorzando para servirse el mismo y regresó a sentarse con un plato un poco más vacío. Ella se lo había terminado ya todo y tuvo que servirle de nuevo solo por la triste cara de hambrienta que puso la muchacha.
Volvió a dejarle un plato lleno y se sentó en frente casi seguro que su plato estaba más vacío que cuando lo sirvió.
—Así que tú eres Mariana—afirmó antes de meterse la primera cucharada a la boca. La chica asintió con vehemencia sin dejar de comer, sosteniendo con firmeza la cuchara en una mano y un trozo de pan en la otra—¿Sabes que hay mucha gente buscándote?—ella volvió a asentir pero esta vez el pesar y la lástima se reflejaron en sus ojos.
—¿Con quién hablaste?—preguntó ella con su voz rasposa.
—Con la mujer de la tienda de abastos.
—Claudia.
—Exacto ¿Hace cuánto que te cuelas en esta casa?—alzó la cara sorprendida pero luego se tranquilizó, era bastante obvio que llevaba tiempo visitando el lugar.
—Serán unos cinco años.
—El mismo tiempo que llevas desaparecida.
—Ya vez, por eso no me han encontrado—sonrió con completa normalidad, como si esconderte en una casa abandonada por cinco años fuese algo de todo los domingos.
—¿Por qué te has escapado?
—No es tú asunto.
Se quedaron callados, André cuchareando su sopa y Mariana jugueteando con el ultimo fideo de la suya.
—¿Cómo fue que te metiste ahí en el armario?
—Perseguía a una niña ladrona y luego un tipo o una chica me encerró—cerró su puño en la cuchara y miró a la joven—¿Los conoces?
—Ni idea de lo que me hablas, he “vivido” acá cinco años y no he visto a ninguna persona además de yo. Por lo general la gente no se acerca a esta casa, dicen que está…
—¿Embrujada?—soltó André con sorna.
—Sí, eso.
—¿Lo crees?
—Claro que no, los fantasmas no existen y aunque lo hicieran, le tengo más miedo a los vivos que a los muertos.
Desvió la mirada a su plato y se llevó a la boca los últimos rastrojos de su almuerzo.
—Gracias por la comida, la de ayer y la de hoy.
—¿Puedo hacer algo más por ti?
—Creo que ya has hecho suficiente.
—Me sacaste de ese armario, creo que no es suficiente un poco de comida para pagártelo—le sonrió con tranquilidad pero ella en vez de sonreírle de vuelta se encogió temerosa.
—Tienes unos ojos muy extraños—masculló con el ceño fruncido—demasiado oscuros.
—Bueno tú tampoco tienes la mirada típica—respondió de malos modos, pero la chica no pareció inmutarse.
—Es como si no tuvieras color en ellos.
—Sí, bueno, es que tú te los has quedado todos.
Ella estiró su cuello y se acercó para verle más de cerca casi traspasando la barrera del espacio personal.
—Sí, definitivamente no tienes color en los ojos—él arqueó la ceja—¡Hay algo que puedes hacer por mí!—cambió de tema sin avisar—pero creo que puede ser un poco exagerado.
—¿Qué es?—preguntó André extrañado por la ambigua forma de comunicación de ella.
—Hace años que no tomo una ducha caliente. Me baño, pero en el río, el frió casi gélido río.
Como si no fuera ya lo suficientemente surrealista almorzar con una habitante regular del bosque detrás de su casa, ésta ahora le pedía usar el baño. Lo normal hubiese sido negárselo pero ¿Cómo podía decirle que no a una chica empapada?
Accedió con desgano y en cuanto terminó su sopa le mostró donde se encontraba éste. Ella entró dando saltitos y no se molestó en cerrar la puerta—o despachar a André—antes de comenzar a desvestirse. Él se volteó por respeto aunque para ella era como si no hubiese nadie más en la casa. Se metió a la ducha con el ánimo por las nubes y comenzó a canturriar desafinada desde que el agua caliente tocó su piel.
André asomó su cabeza realmente sorprendido.
—Nota mental—se dijo a sí mismo—nunca estar mucho tiempo lejos de otras personas.
Treinta minutos más tarde se detuvo en el umbral de la sala nuevamente para observar con detalle el lugar exacto donde la niñita de risos revoltosos se había parado. No pudo ser obra de su imaginación, ella era real, estaba ahí parada sujetando el diario, le habló, le pidió disculpas, mencionó a un él, alguien que la obligaba a robar propiedad ajena.
Botó todo el aire acumulado en sus pulmones y se acercó hasta los sillones y solo por si acaso revisó detrás de ellos. Sintió un frío recorrerle las pantorrillas como una mano helada que lo llamaba a revisar bajo el sillón, no se sintió extraño cuando las rodillas se le doblaron solas y el cuerpo fue descendiendo hasta quedar a centímetros sobre el suelo. Lentamente se acercó hasta el borde inferior del sofá y al mirar bajó este pudo ver un par de pies pequeños y desnudos con llagas en cada dedo.
Se le detuvo el corazón y se enderezó para encontrarse con el cuerpo húmedo de Mariana envuelto en uno de sus polerones. Se veía distinta sin toda la tierra encima, parecía un ser humano, el cabello se le pegaba a la cara y le caía hasta casi la cintura, los ojos contrastaban contra su piel trigueña y la mancha de su cara se definía perfectamente en su frente.
—¿Dónde está mi ropa?—el alma de André volvió a su cuerpo junto con el aire de sus pulmones.
—La he lavado, ha de estar secándose en la cocina.
—Gracias—se volteó con la gracia de un cervatillo y caminó en dirección a la cocina.
—Espera ¿Dónde vas?—André la siguió hasta la cocina—aún está mojada.
Mariana le sonrió con misterio.
—Ha vivido cinco años en un bosque ¿Crees que un poco de agua va a matarme?
—¿Tienes alguna prisa por volver a tu casa del árbol? Podrías esperar un rato a que se seque antes de correr a tierras salvajes.
Mariana lo miró suspicaz ¿Por qué se preocupaba por ella? Ya era bastante raro que le dejara usar el baño y le lavara la ropa como para que además mostrara una faceta de mamá gallina hacia ella. Quizás era uno de esos tipos que amaba sentirse como salvador de princesas en peligro, quizás era gay, quizás era un psicópata enfermo que la descuartizaría en cuanto se volteara. Fueran las que fueran las razones para ponerle tanta atención prefirió no saber, sabía defenderse, así que aprovecharía su amabilidad a ojos cerrados. No todos los días un extraño te invitaba sopa y te lavaba la ropa.
—De acuerdo, esperaré ¿Puedo pedirte un último favor?—André frunció el ceño, la chica se estaba pasando con la confianza.
—¿El qué?
—¿Puedes prestarme un abrigo? Solía pasar acá los inviernos pero veo que ahora que tú vives aquí, así que…—él rodó los ojos y se dirigió al pasillo para sacar uno de los antiguos abrigos del armario.
Miró la puerta con recelo y recordó los angustiante segundos que vivió dentro. Tuvo miedo de abrir la puerta, como si los ojos azules de su captor lo estuviesen esperando dentro.
Mariana se le adelantó y la abrió con toda naturalidad.
—No te lo dije antes pero siento mucho la patada que te di el otro día, no esperaba encontrarte, hace años que vengo y nunca me había encontrado con otra persona.
—No hay problema—André sintió como le escocía la entrepierna recordando la patada—ni siquiera me acor…
Tocaron a la puerta y el joven se extrañó. No esperaba a nadie, no conocía a nadie, no tenía idea quien podía estar del otro lado. Se quedaron ambos junto al armario mirando la puerta delante de ellos.
—Policía, abra—dijo una voz masculina mientras tocaba con más fuerza.
Mariana se puso pálida y tironeo de André hasta dejar la oreja de él junto a su boca.
—¿Has llamado a la policía?—preguntó en susurro pero desesperada a la vez.
—No—respondió en susurro también él—no tengo idea que hacen acá.
—Mierda, mierda, mierda—la mente de la chica se nubló y por un momento dejó de pensar.
—Bueno, ayer puse una denuncia por intromisión.
—¿Qué hiciste qué?
—¿Que esperabas? Una extraña se mete a mi casa y yo me tengo que quedar tan tranquilo como si eso fuera normal.
—Policía de Santa Teresa, abra por favor, tengo algunas preguntas que hacerle—ella entró en pánico, empujó a André y se metió dentro del ropero, como si eso fuese a salvarla.
Él miró ambas puertas, la del armario y la de la entrada, alternadamente una y otra y otra vez ¿Cuánto tiempo llevaba en ese pueblo? Cierto, solo tres días, y ya tenía una loca ermitaña encerrada en el closet y a la policía en la puerta de la entrada. Fantástico. Iba a matar a su padre, esta vez sí que lo mataría, pero antes rodearía la casa con minas de guerra y la volaría hasta los cimientos, con todo y ermitaña dentro.
Caminó hasta la puerta planeando como conseguir minas a buen precio y cuando abrió se encontró con un joven de bigote, chaqueta de cuero y cabello castaño.
—Buenas tardes.
—Buenas tardes.
—¿Es usted el señor André San Martin?
—El mismo.
—Vengo por una denuncia que hizo sobre un ladrón entrando a su casa.
—Sí—el hombre, que medía más menos lo mismo que André lo miró de pies a cabeza, cosa que no le agradó del todo al dueño de casa, algo en la vibra de esa persona no le gustaba para nada.
—¿Puedo pasar?
André abrió la puerta completamente y le dejó entrar, le señalo la sala y le ofreció un vaso de agua o una taza de café, el policía rechazó ambas. Se sentaron frente a frente, el invitado sacó una libreta y un lápiz y se dispuso a interrogarle.
—Me presento, soy Manuel Salado y soy Capitán de la tenencia de Santa Teresa. A continuación le haré algunas preguntas sobre lo que le sucedió la otra noche.
—De acuerdo.
—Dice usted que vio a una chica.
—Sí
—¿Recuerda algún detalle de ella? Si era joven o vieja, alguna cicatriz, algún rasgo, su ropa…
—Estaba oscuro—respondió aferrándose a su vieja historia sin saber por qué, podía delatar a la muchacha si quería, perfectamente podía hacerlo—no pude verle bien, puede ser que ni siquiera fuera una chica.
—Dijo ella algo.
—Nada
—¿Dejó algo dentro de la casa o se llevó algo de valor?
—No, nada, entró y se fue. Creó que le descubrí antes de que pudiese hacer algo.
—¿Está usted seguro?—André notó cierto interés casi obsesivo por parte del Capitán, al igual que la mujer con la que había hecho la denuncia, parecía obstinado en conseguir algún dato por parte de él.
—Sí Capitán, lo estoy. Si no es molestia preguntar, he notado que hay mucho interés en usted por este ladrón ¿Hay algo que debería saber?
Manuel se rascó la cabeza desordenándose los cabellos mojados, miró al dueño de casa con expresión apenada y suspiró incómodo.
—Mire, seré sincero con usted. Hace años una muchacha se escapó al bosque, la han avistado un par de veces pero nadie la ha atrapado.
—¿Una chica?
—Sí, una chica, no quiero asustarlo pero es peligrosa. Es esquizofrénica, tiene serios trastornos de personalidad, entre sus diagnósticos están las personalidades múltiples y la tendencia a la violencia irracional. Hace años que no se trata y no tiene contacto humano, no sé cómo se encontrará en estos instantes pero si es ella probablemente se comporté impredeciblemente ¿Ella le atacó?
André asintió lentamente. Tenía escondida en el ropero a una psiquiátrica psicótica ¿Podían las cosas ponerse mejor? ¿Por qué nadie le había avisado antes?
—Bien, creo que no tengo más preguntas para hacerle, si sabe cualquier cosa avíseme personalmente—el Capitán le tendió una tarjeta y se levantó para dirigirse hacia la salida. André le siguió de cerca y solo cuando el hombre estaba al lado de la puerta lo detuvo.
—¡Capitán espere!—dio tres pasos hasta el armario y abrió.
Mariana aún estaba ahí, sentada en el suelo, mojada, con uno de sus polerones puesto, con el pelo pegado a la cara y unos enormes ojos—cada uno de distinto color—repletos de terror y súplica. André conocía el terror, lo había vivido miles de veces en la sabana africana, en la ruinas de Egipto, en India, en Estambul y casi cualquier lugar que su padre se animara a llevarlo de pequeño.
Se maldijo mentalmente por lo que estaba a punto de hacer y sin arrepentimiento estiró su mano hacia el ropero. Sacó un paraguas viejo y cerró la puerta.
—Está lloviendo, sería mejor que se llevara uno de estos.
—Gracias pero no será necesario, vine en la patrulla.
La señaló, estaba estacionada frente a la entrada, las luces parpadeaban. Se despidieron y el dueño de casa lo vio alejarse hasta subir en su auto y desaparecer por la avenida. Cerró la puerta sintiendo como el peso de sus decisiones le esperaba en el armario en forma de una psiquiátrica.
—No soy esquizofrénica—André se volteó al escuchar la voz grave de la chica—él ha hecho hasta lo imposible para que todos crean que lo soy pero, no estoy loca, no necesito pastillas, sí, te pateé hace dos días pero fue en defensa propia, me asustaste…
Él no dijo nada, solo la observó mientras la chica perdía la mirada en algún lugar recóndito del espacio.
—¿Por qué haría eso?
—Si te lo digo creerás que estoy loca—“si no me lo dices lo pensaré igual”, quiso decir el joven, pero la chica habló antes que él terminase de formular su pensamiento—debo irme, cada vez que alguien me reconoce me buscan el en bosque, debo esconderme.
Corrió veloz hasta la cocina y para cuando André logró llegar ella ya no estaba, se había esfumado con el mismo misterio con el que había aparecido.
Había dejado su ropa y se había llevado su polerón. Maravilloso.
Un trueno removió la conciencia de André desde el mundo de los sueños y lo trajo a la realidad, podía ser que fueran las tres de la mañana como más temprano, no lo sabía. Ni siquiera tenía la energía para abrir los ojos, solo quería dormir. Se volteó con cuidado de no caer del sillón ni quedar fuera del campo tibio de las mantas. Se acurrucó nuevamente esperando que la agradable sensación de somnolencia lo inundara pero una fría caricia lo desconcentró. Era una caricia torpe pero tierna, completamente disfrutable, eso hasta que salía a la luz un hecho divertido, además de André, la casa estaba completamente vacía.
Se incorporó de un solo salto, empapado de sudor frío, miró a su alrededor en la oscuridad pero no vio nada fuera de lo común. Se levantó raudo y prendió la luz, nada, estaba tan solo como cuando se acostó. Los restos de su tortilla de acelga estaban juntos a su vaso de agua, Moby dick yacía en el suelo, tal cual como lo había dejado antes de cerrar los ojos y hasta sus calcetines seguían dentro de sus bototos.
Tocó su mejilla recordando la caricia. Se había sentido tan real que le parecía increíble que solo hubiese sido un sueño.
De alguna manera, que no lograba entender, aquella casa lo hacía sentir estúpido. Los fantasmas no existían, eso estaba demostrado por él y su padre, más de un millón de veces. Entonces ¿Qué le causaba tanto miedo? Se relajó luego del susto. Mal que mal el temor era parte de la naturaleza humana, pero anteponer la lógica al misticismo era parte de la naturaleza de André.
—Comienzo a extrañar mi cama.
Regresó al sillón con la intención de recostarse pero el tronar de objetos al caer le subió la guardia de inmediato. Provenía del sótano, podía asegurarlo. Se armó de valor nuevamente, pero esta vez deseaba con todas sus fuerzas que fuera algo o alguien a quien pudiera golpear. Se encontraba harto, completamente superado por su suerte, necesitaba darle duro a algo, sentir como su fuerza doblegaba a su enemigo al igual que la situación lo doblegaba a él.
Bajó la escalera hasta el sótano con paso firme y empuñando un candelabro en la mano derecha. Encendió la luz sin anunciarse y de inmediato, notó tarros de pintura y barniz tirados por el suelo, una repisa rota colgando de la pared y la punta de un par de pies sobresalir detrás de una vieja lavadora.
En tres zancadas estuvo lo suficientemente cerca como para reventarle el candelabro al intruso pero decidió mirar antes, solo para verle la cara al pobre diablo que iba a apalear.
Se decepcionó, era Mariana.
—Me han rodeado, tienen perros, no he podido llegar a mi escondite a tiempo—respondió a la pregunta tacita de André.
Él se volteó iracundo, realmente deseaba golpear algo, algo con dientes de preferencia, quería ver volar un diente con la fuerza de su puño.
—Siento haberme metido sin avisar, no tengo donde más ir.
Subió los peldaños uno a uno imaginando la trayectoria del diente en el espacio y la sangre saltar, sí, eso le calmaría.
—Prometo que para mañana me iré, solo necesito pasar la noche aquí. Nadie va a buscarme aq…—André pegó un portazo tremendo que remeció las paredes e hizo caer un poco de tierra del techo—¿Es eso un sí?—gritó la chica acurrucada junto a la lavadora—¡Lo voy a tomar como un sí!—siguió sin recibir respuesta.
Tras unos segundos se levantó exhausta de correr toda la noche y se aventuró a ir al piso de arriba.
—Menudo cascarrabias, ni que lo hubiera despertado.
Abrió la salida del sótano y cerró con llave, nunca sabes quién podría tratar de entrar.
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