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Torero

Joseon 1784

Al ver dormir a su esposa pacíficamente sobre su regazo, Gi Kyung pensaba en infinidad de cosas. Mientras acariciaba su sedoso rostro blanco, se reprochaba con insistencia la vida miserable que le estaba dando; vida que una mujer preciosa y educada como ella no se merecía. Era cierto que la había salvado de las garras de la orfandad y la desgracia, pero constantemente se preguntaba si la situación que atravesaban era mejor de la que ella hubiera tenido como cortesana.

Jo Hwa Jin, su delicada esposa, había pertenecido a la nobleza en sus años de infancia cuando era la hija del consejero real. Pero la desgracia la alcanzó antes de cumplir los quince años, cuando su padre fue condenado a la horca, y ella a vivir en la casa de las mujeres que entretenían a la corte con sus danzas, sus cantos, y su arte amatoria.

Inicialmente Hwa Jin solo danzaba para entretener a los hombres; era diestra meneando los abanicos, mientras se movía al ritmo del tambor. Por supuesto quedó encantado con su cuerpo frágil y ligero, su rostro alargado y ojos de almendra. Pero al igual que él, otros hombres se fijaron en su belleza. Hubo una vez en que un hombre de la nobleza quiso abusar de ella. No lo pudo soportar... Sin pensarlo dos veces lo acechó impidiendo que la mancille. Después huyó con ella a cuestas sin mirar atrás. Se alojaron en un pueblo poco concurrido, pero el hambre los sacó a los pocos días. Decidieron deambular de pueblo en pueblo, viviendo de los espectáculos callejeros; ella danzaba al ritmo de su tambor.

Aunque Hwa Jin aseguraba que con su amor era suficiente para ser feliz, a veces sentía que le mentía. Muchas veces la descubrió mirando con ensoñación las costosas vestimentas de las mujeres nobles, sus paseos en palanquines, y sus ostentosas joyas. Tal vez extrañaba su vida anterior. Fueron muchas veces la que se sintió impotente por no poderle todo lo que ella quería.

Acompañada de un bostezo, ella se despertó con dolor en el cuello. Miró a su esposo con ternura y le sonrió.

—¿Aún no duermes?

—No tengo sueño.

—¿No llevas muchos días sin poder dormir? Buscaré hiervas para prepararte.

Gi Kyung le sonrió formando dos curiosos hoyuelos en sus mejillas. Tenía las facciones fuertes y duras como un hombre del campo.

—El jefe del pueblo me ha pedido preparar un espectáculo para mañana porque vendrá el gobernador.

—¿De verdad? —Agrandó bien los ojos—. ¿Crees que recibamos buen pago?

—Creo que sí, tu baile será deleitoso como es costumbre.

—No podría hacerlo sino es música de tu tambor.

Él la abrazo hacia su pecho y besó su cabeza.

Hwa Jin jamás se había sentido tan nerviosa como aquella vez. A pesar que tenía vasta experiencia en la danza, sentía sus piernas flaquear. Ni sus costoso hanbok de seda en colores brillantes y llamativos, ni su pomposo maquillaje le hizo sentir segura. Hace tiempo que no había bailado para tan importante hombre más que para plebeyos, mercaderes y campesinos.

De espaldas el gobernador lucía imponente, su ancha espalda realmente intimidaba. Su vestimenta de azul y negro resplandecía como su título. ¿Sería un viejo malvado como solían ser los de su clase?

Respiró hondo, pero sentía que el aire no llegaba a sus pulmones. De pronto su mano rozó con una mano cálida, aunque maltratada de su adorado esposo. Se giró hacia él para acariciar con sus ojos su sonrisa tranquilizadora. Él le besó la mano con infinito amor. Era consiente que nadie la amó ni la amaría como él.

—No temas, querida —le susurró con su voz profunda amortiguada.

—Todo estará bien, ¿verdad?

Kyung asintió cerrando los ojos.

Al instante terminó la función de los bufones incitándola a entrar al campo visual del gobernador. Volvió a dar otra calada, y cerrando los ojos caminó victoriosa fingiendo seguridad. Los espectadores que en su mayoría eran guardias y sirvientes del hombre, la recibieron afanosos. Se paró en el centro, cara a cara del funcionario del gobierno. Sin abrir los ojos, le señaló a su esposo que comenzara a tocar su instrumento. Prontamente la música alegre la invadió y fue poseída por el eufórico sentimiento de entregarse completamente a su danza. Sus ágiles muñecas movieron con destreza los abanicos que se complementaban con sus mangas amarillas y faldones rojos. Parecía que el viento movía su grácil cuerpo contoneando dulcemente sus caderas. Hipnotizó a todos con su mirada, pero temió enfocar a su objetivo principal. Cuando por fin se decidió a hacerlo, se llevó un enorme chasquido; el gobernador no era viejo como se lo había imaginado, más bien se trataba de un hombre tan joven como su esposo, y brutalmente apuesto. La penetró con la mirada hasta el punto de hacerla temblar, pero no se perdió un solo instante ni se dejó intimidar, le devolvió una mirada sagaz y arrebatadora. De alguna forma conectaron y parecía que se comunicaban con los ojos. Era muy consciente de lo que en él había provocado.

Serás mía... Gritaban sus ojos feroces y ardientes.

Gi Kyung también lo había notado. No le gustaba para nada el modo en que ese hombre miraba a su esposa y, peor aún, no le gustaba la forma en que ella lo miraba a él. Sabía que era parte del entretenimiento, pero había algo distinto, algo que no podía explicar y lo hacía prenderse en celos.

Cuando el número terminó, los presentes vitorearon halagando a la bailarina, pero Hwa Jin no pudo desprenderse fácilmente de la intensa mirada del gobernador. Finalmente reaccionó cuando el jefe de la comunidad agradeció su número. Después volvió con su esposo quien tomó su mano posesivamente. Acortó la distancia y le sonrió para tranquilizarlo. Pero cuando partieron, no pudo evitar voltear a ver a aquel hombre por última vez, y como esperaba él tampoco había podido dejar de verla.

Más tarde el jefe del pueblo visitó su morada trayendo consigo mucho dinero y comida por parte del gobernador. Había sido más que evidente que el número le había gustado. O quizás quién le había gustado había sido ella.

—Ha quedado encantado, tanto así que mi señor desea que su esposa baile otra vez en su vivienda.

Aunque a Gi Kyung no le entusiasmaba demasiado la idea, era consciente que el dinero que el pagaría sería suficiente para establecerse en un solo lugar y llevar una vida tranquila. Por fin podrían dejar de deambular y formar una familia con muchos niños.

La mirada luminosa de Hwa Jin le hizo entender que ella también quería lo mismo. Al igual que él, estaba cansada de ir de un pueblo a otro.

—Prepararemos un buen número —le contestó por fin.

Cheol Jong, el gobernador de la región, no había podido dejar de pensar en la hermosa danzante. Ni su difunta esposa a quien amó con sinceridad, había sido tan bella. Había estado huyendo del recuerdo de su amada quien fue arrebatada de sus brazos a causa de una enfermedad contagiosa. Sufrió su pronta partida, y después de mucho tiempo, por fin su corazón había vuelto a latir por otra mujer, una mujer casada. Que el cielo le condene por su desfachatez, pero quería a esa mujer en su lecho.

No pensó que su esposo la llevaría a un segundo encuentro, pero ahí estaba entregándola en bandeja de plata por un puñado de dinero. Pero una mujer como ella no merecía vivir en la pobreza. Tal vez eso la impulsó a mirarle de esa forma el día anterior, o tal vez también había sentido lo mismo que él. Pronto lo sabría. Por el momento se limitó a disfrutar de su figura delicada y su mirada incitadora.

Cuando el baile terminó, se puso de pie, y con pasos lentos se aproximó hasta ella. La miró con intensidad, sin embargo, ella no levantó la mirada. Decidió probar al esposo. Cambió de dirección; el hombre ya lo estaba esperando con la mirada bien puesta y desafiante. Era de su misma altura, apuesto, varonil, pero pobre.

—Tienes una esposa hermosa —le dijo con calma.

El hombre apretó la mandíbula. Lo estaba llevando al límite.

—Es lo más preciado que tengo, excelencia —contestó masticando las palabras.

Tal vez le estaba diciendo que por favor no se la arrebatara, o tal vez que no le tenía miedo y que no estaba dispuesto a perderla.

—Quiero que tu esposa me baile en privado.

Hwa Jin por fin levantó la mirada, sorprendida por su algarabía. Su esposo le sujetó la mano para luego negar instintivamente.

—No es posible, mi señor ella solo baila en público.

—Pídeme lo que quieras, todo te lo daré. Casas, criados, dinero, posición, apellido... Nunca más tu esposa tendrá que exhibirse en público, será una respetada señora, y tú alguien digno de ella.

Gi Kyung analizó los ojos dormilones, pero sombríos de su señor; su arrogancia de creerse dueño de los más necesitados lo dejó asqueado. Por ningún motivo caería bajo las redes de su manipulación. Pero se decepcionó al ver el anhelo en los ojos de su esposa.

A regañadientes la llevó a su hogar provisional y, aunque, se mantuvieron en sepulcral silencio, sabía lo que ella pensaba. La desesperación le estaba carcomiendo el alma. Se sintió frustrado y horrorosamente miserable.

—Esposo... —lo llamó con su cautivadora voz, esa que amaba escuchar en sus momentos más íntimos.

—No quiero escucharte —le dijo dándole la espalda. No quería correr el riesgo de ser convencida por sus ojos suplicantes y su expresión lastimera que bien ella sabía utilizar para que cambiara de opinión.

Se acostó en su cama improvisada en el suelo y cerró los ojos. Cuando pensó que el tema quedaba lacrado, ella lo sorprendió con sus crudas palabras.

—Quiero hacerlo.

El estómago le dolió de tan solo pensarlo. Cerró aún más sus ojos con mucho dolor.

—Solo será una vez, te prometo que no dejaré que nada suceda —continuó apacible y segura de lo que decía—. Por fin tendremos todo lo que soñábamos. Por fin podremos tener hijos, querido.

Una lágrima resbaló por las mejillas masculinas, lágrimas de honda tristeza.

—De modo que nunca fue suficiente como mentías.

Hwa Jin buscó iracundamente su mirada a pesar que él hacía esfuerzos por negárselo. Tomó descaradamente sus manos y las besó.

—No digas eso querido, soy muy feliz contigo, pero quiero lo mejor para los dos. No podemos desperdiciar esta oportunidad.

Él sabía que no importaba cuanto intentara impedírselo, no podría quitarle esa idea de la cabeza. Como cualquier esposa, estaba en la obligación de obedecer mansamente las imposiciones de su marido, las leyes confucianas lo ameritaban, pero él no era así, jamás la obligó a hacer nada que ella no quiso.

Ya había pasado demasiado tiempo desde que Hwa Jin había tenido la dicha de estar en una casa tan lujosa desde que era una niña y la desgracia tocó su puerta. Su cuerpo se sentía incómodo siendo atendido por criadas y usando vestimentas de seda, suaves y pomposas. Sintió que volvía a su vida anterior, y lo disfrutó en gran manera.

—Mi señor la espera en sus cámaras privadas —dijo una de las doncellas.

Ella se irguió en toda su longitud y caminó hacia su perdición. El la esperó sentado sobre un cojín junto a una pequeña mesa con vino de arroz en su superficie. Cuando despidió a toda la servidumbre, y cerraron las puertas en pos de ellos, sintió los nervios barrer cada parte de su cuerpo.

—Me temo que necesito de al menos un músico para bailar, mi señor—logró balbucear.

El gobernador parecía mirarla sin parpadear, como un zorro a su presa, y vaya que era un zorro...

—No quiero que bailes.

Las piernas le temblaron, tuvo mucho miedo. Retrocedió vacilante y se giró con intenciones de marcharse lo antes posible, pero su voz imponente la detuvo de golpe. Una fría gota de sudor recorrió su sien.

—Solo quiero tu compañía.

De sopetón se volvió para mirarle, descubrió que aquella expresión arrogante y demandante había desaparecido, había sido reemplazada por una dócil y mansa, parecía un cachorrito abandonado.

—Por favor quédate conmigo.

No pudo negarse. Se sentó con él y aceptó una copa de su bebida. No entendía muy bien que quería de ella, pero existía un no sé qué, que la obligaba a escucharle.

—Te pareces mucho a ella, y a la vez son muy distintas. Cuando te veo bailar, tan acechadora con fingida inocencia, me recuerdas a ella. Era una esposa callada y reservada, pero me incitaba con su mirada astuta y sus besos vehementes.

—¿Qué le pasó?

—Murió antes que pudiese dar a luz a nuestro primer hijo. Se contagió de esa horrible enfermedad que debilita los pulmones. —Bajó la mirada cargada de dolor—. No podía soportar verla sufrir cuando tosía sangre. Pero lo más triste es que no pude acompañarla hasta el final.

—¿Por qué?

—Mi familia la aisló separándola de mi lado. Mi padre no permitió que corriera el riesgo de contagiarme y perder a su único heredero.

El corazón se le estrujó cuando lo abatió la desolación. Se le veía tan destruido que sintió la fuerte necesidad de consolarlo. Sin meditar aproximó su mano cálida hacia su mejilla con el fin de enjugar una lágrima.

Cheol Jong aceptó dichoso su delicioso toque, acarició su mano y la miró a los ojos. Sin poder evitarlo se inclinó y presionó su boca sobre la suya.

Se quedó patidifusa sin poder hacer movimiento alguno. Sus labios tibios y blandos la desconcertaron. Cuando al fin pudo reaccionar, asió sus faldas y corrió a la salida, huyendo de lo que podía llegar a sentir, más que de él.

—¿Jamás volverás? —preguntó apesadumbrado.

Su pregunta le rompió en mil pedazos. Prefirió salir lo antes posible para no cometer un error.

Antes de cruzar el umbral de su humilde posada, transfiguró su rostro para fingir felicidad. Buscó entusiasmada a su marido por todos lados con la bolsa de dinero en mano, pero no lo encontró. Llamó su nombre, pero él no contestaba, en definitiva, no estaba en casa. ¿A dónde podría haber ido a altas horas de la noche?

Divagó por los alrededores y lo halló en sentado bajo el cobijo de un árbol, solitario y desolado.

—¡Esposo! —vociferó captando su atención.

El la miró lleno de rabia y cargado de celos ardientes. Quiso apaciguar su ira enseñándole todo lo que había conseguido, pero él no mostró mayor interés en los bienes materiales. Esa mirada fría le estaba carcomiendo el alma. Se aproximó hasta él y acarició sus ojos y sus mejillas, con esa mano que había acariciado a otro hombre.

—Vámonos de este pueblo —murmuró él—, vámonos ahora mismo.

Inmediatamente las palabras del gobernador llegaron como una ráfaga de viento. ¿Jamás volverás? No, no quería dejarlo así...

Gi Kyung presintió su duda, y le quemó el alma. ¿Qué le habría hecho ese hombre? ¿La habría tocado? ¿La habría poseído? ¿Habría besado sus labios? Los celos lo volvieron loco, e impulsado por una fuerza primitiva sintió la necesidad de reclamar su cuerpo, de reclamarla como suya. Besó sus labios con violencia, y la despojó de sus ropas con la misma locura. Tendió su cuerpo sobre la hierba y se asió sobre ella. A pesar que Hwa Jin no rechistaba, era consciente que no lo disfrutaba. Cuando intentó besarla, ella movió la cara; las lágrimas que empezó a derramar lo obligaron a detenerse. ¿Qué estaba haciendo? Tantas veces lo había salvado de ser violada, y ahora él hacía lo mismo. Se sintió sucio, repugnante, y se odió así mismo. Se apartó con brusquedad y se echó a llorar amargamente.

Ella se unió al quejumbroso llanto sintiéndose culpable. Lo había obligado a eso. El jamás se había comportado de esa manera, y ahora había sacado lo peor de él.

Lo abrazó por la espalda y sollozó el amor que sentía.

Ya de madrugada decidieron marcharse, acomodaron sus pertenencias y se prepararon para el largo viaje, pero al salir de la vivienda, una ronda de soldados les interceptó. Detrás de ellos apareció el gobernador con el rostro desfigurado, con enormes ojeras y los ojos hinchados.

—Eres mi última esperanza, Hwa Jin —masculló—, quédate conmigo. Serás la señora de mi casa, no te faltará nada, podrás tener todo lo que tú quieras.

Gi Kyung temió que su esposa se apartara de su lado y decidiera irse con él que le ofrecía el mundo entero, pero albergó esperanza en su pecho cuando ella sostuvo su mano y con la mirada le dijo que lo seguiría a donde el fuese.

—Mi esposa es lo único que tengo, usted puede tener a la mujer que quiera, déjenos marchar.

—Tienes que luchar por ella si quieres tenerla.

Sin más desenvainó su espada y le otorgó una para que él tuviera con qué defenderse.

Hwa Jin se interpuso, su esposo jamás había luchado, iba a morir en manos de un experto guerrero.

Con la mirada, el funcionario del gobierno indicó a uno de sus guardias que la retuvieran y, a pesar de su imploro, no la soltaron. Su esposo la miró con mucho amor y tristeza. Enfocó la espada que ni siquiera sabía bien como se sostenía y se le quebró el alma. Ese era el final. Le dedicó una sonrisa dulce a su esposa diciéndole a través de ella cuanto la amaba. Y sin más rodeos se entregó a su verdugo que, de una sola estocada le atravesó el pecho. Su cuerpo cayó lentamente sobre el polvo.

Hwa Jin soltó un grito horrorizado y, a pesar que lloró derramando su alma entera, no pudo traerle de vuelta. Su nuevo opresor pasó por su lado arrastrando la espada manchada de sangre sin siquiera mirarla. Ella quiso desesperadamente abrazar el cuerpo inerte de su esposo, pero el guardia que la sostenía la asió sobre su hombro y la alejó del hombre que amaba, para siempre.

Relato inspirado en la canción "Torero", del cantante puertorriqueño, Chayanne. 

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