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Thinking Out Loud

Rica o pobre, la vida de una mujer otomana solía ser agria y solitaria. La madre de la pequeña Fahriye lo tenía muy en cuenta. Se había prometido dar a luz solo hijos varones, pero al nacer su niña de ojos verdes, supo que Alá no moraba con ella.

Se compadeció cuando su recién nacida soltó su primer llanto ya que aseguraba que su vida estaría llena de lágrimas.


—Mi pequeña niña —le dijo mientras peinaba sus castañas hondas—. Eres la niña más preciosa de Manisa. No tienes nada que envidiar a las distinguidas sultanas.

Fahriye le regaló a su madre la sonrisa más grande que tenía.

Las risas resonantes alertaron a la mujer de la llegada de su esposo y su invitado.

—Cariño, ve a la habitación y no salgas.

La niña obedeció prontamente.

—¡Mujer! —gruñó en cuanto el jefe de la casa entró—. ¡Prepara té para mi buen amigo!

Ella atendió la petición rápidamente. Se preguntaba que tramaba su marido para traer a ese hombre a casa.

—Bienvenidos —saludó con la cabeza baja mientras colocaba el té en la mesa pequeña.

—Te mueves tan lentamente. ¿Dónde está Fahriye? Que venga a ayudarte. ¡Fahriye! —vociferó.

No podía hacer nada por su pequeña. Le partió el corazón cuando la vio asomarse con timidez.

—De modo que esta es tu hija —señaló el invitado—. Es tan hermosa como la describiste. Mira nada más. Será muy buena para mi hijo.

Zehra se alertó. ¿Qué significaba todo eso?

—Por supuesto que sí. Mi esposa la ha criado muy bien; será una buena esposa.

Como madre no tuvo más que continuar sus labores y tratar de entender que tramaba su marido. En cuanto el hombre se marchó, con cautela investigó lo que necesitaba confirmar.

—Esposo, ¿quién era ese hombre? ¿Por qué estaba interesado en Fahriye?

Él sonrió abiertamente.

—Ese hombre será el suegro de tu hija.

El mundo se le vino encima.

—¿Qué? —preguntó con la respiración agitada.

—Voy a casar a Fahriye con su hijo Emir.

—Por Alá, ¿cómo es posible? Es demasiado pequeña. ¿Cómo podemos enviarla a una familia extraña?

—Es una familia honorable, además de poseer buen estatus. El pequeño Emir es el único varón entre sus hermanas, heredará los bienes familiares. Quieren que su esposa crezca en su seno bajo sus crianzas para que sirva de manera adecuada a su esposo.

—Pero...

—Recibiremos una buena dote. A tu hija no le faltará nada.

—Esposo...

—Ya me cansé de tus reclamos mujer, limítate a realizar tus labores.

Los recuerdos de una triste infancia se le vino a la mente. Primero la pobreza en la que nació, después el matrimonio repentino con su marido que tenía la edad de su padre, cuando apenas tenía catorce años. Tenía que soportar los celos y maltratos de su primera esposa y su suegra.

No, de ninguna manera iba a permitir esa vida de infierno para su niña de tan solo cinco años. La única manera era escapar.

Aprovechó la partida de su marido, hijos e hijastros, para marcharse con su niña.

Lo sentía por sus hijos, sobre todo por el su pequeño bebé, pero el hecho de que fuesen varones, le consolaba; estarían bien sin ella.

Zehra era una mujer inteligente, sabía que no podía movilizarse sin la compañía de un hombre, así que se vistió como uno, y vistió a su hija del mismo modo.

Se marchó a Constantinopla, la capital, al siguiente día. Allí sería difícil encontrarlas, incluso si removían cielo y tierra para conseguirlo.

Por supuesto al inicio fue duro, pero con esfuerzo logró salir adelante, y librar a su hija de una infancia desgarradora. Fahriye creció de manera saludable hasta convertirse en una jovencita lozana.

Aquella mañana en el mercado, Zehra, que se hacía llamar Ayaz, vendía sus jaleas en compañía de su hija. Ambas las preparaban de cualquier fruta o flores de temporada.

El mercado estaba abarrotado de gente que caminaba de aquí para allá.

Sus clientes, naturalmente, solían ser mujeres plebeyas que salían acompañadas de sus maridos; no obstante, un hombre joven se interesó en su jalea de membrillo.

—¿Es fresca, buen hombre? —le preguntó a Zehra.

Engrosando su voz, aclaró la garganta.

—La noche anterior mi hija la preparó, efendi. —El caftán ostentoso del joven le hizo saber que pertenecía a la nobleza.

Él, con algo de curiosidad, enfocó su mirada en la jovencita que permanecía a lado del comerciante. Ya que su rostro estaba cubierto con un pulcro velo crema, solo pudo divisar la mirada más tierna e inocente que jamás había visto. Sus bellos ojos verdes y almendrados, armonizaban con sus cejas castañas y llenas. Se preguntaba como lucía el resto de su rostro. Lo imaginó tan bello como el crepúsculo.

—Aquí estaba, Emir pasha —expresó el hombre que lo acompañaba, sacándolo de su ensueño.

Sonrió.

—Me llevaré todas las jaleas de membrillo.

Zehra se alegró.

—Bendito sea Alá. Ahora mismo las alisto.

Aunque Emir deseaba fervientemente que se tomase su tiempo para poder contemplar a su hija.

Al alejarse lo suficiente, no reparó en decirle a su hombre:

—Averigua sobre aquel comerciante y su hija.

—Como diga, pasha.

Al día siguiente, Emir decidió visitar una vez más el mercado con la excusa de felicitar al comerciante por su deliciosa jalea. Estaba al tanto del señor Ayaz y su hija, sin embargo, no sabía nada más que habían llegado a la capital hace doce años, y que la joven aún era soltera.

Hace tiempo que había enviudado, ¿no era momento ya de tomar una nueva esposa? La muchacha se veía joven e inocente, pero él también lo era, salvo lo de inocente...

Sonrió por el pensamiento.

Para su buena suerte, la encontró allí. Su padre no estaba.

Fahriye lo reconoció al instante, pensó en su apuesto rostro en toda la noche.

En alguna ocasión tuvo la dichosa suerte de vislumbrar a un príncipe del palacio de Topkapi. El mentado pasha era igual de apuesto.

Verlo frente a ella, sonriendo vanidoso, hizo que su corazón latiese desbocado. Él poseía ojos tiernos y cálidos, un mentón varonil llamativo.

Pasha —saludó bajando la mirada—. Mi padre salió por un momento, si pudiese atender a sus necesidades, me sentiré complacida.

Emir pidió la bolsa de las manos de su fiel acompañante, de ella sacó una rosa de Isparta y se la dio a la muchacha. Ella quedó deslumbrada. La tomó con cautela e inspiró su aroma.

—Para ti, Fahriye.

Se sorprendió al escuchar su nombre en boca de tan distinguido hombre.

—El resto de rosas son para tu padre. Deseo pedirle que prepare una jalea de rosas para el príncipe Orhan que gobierna en Manisa.

Fahriye dejó de sonreír en cuanto escuchó su provincia de origen. El recuerdo de su padre se le vino a la memoria. De pronto le costó respirar adecuadamente. Se descompensó.

Emir corrió para sostenerla. Se encontró con su cautivante mirada de cerca, aunque encontró en ella miedo, pero también esperanza.

La llevó a casa para cuidarla mientras se restablecía. Conversó con ella hasta que su padre llegó preocupado a recogerla.

Desde entonces las visitas se hicieron frecuentes. Nadie podía negar el sentimiento que empezaba a crecer en ambos. Se enamoraron. Fue entonces cuando Emir pasha decidió pedir la mano de Fahriye, bajo la aprobación del sultán.

Ambas mujeres tuvieron que confesar su secreto, dejando su suerte en manos del funcionario del imperio. Solo quedaba creer en el amor que profesaba a la muchacha.

Al inicio Emir se molestó, pero luego comprendió que no era una situación fácil de contar.

Él accedió a celebrar su boda en Constantinopla y no en Manisa, porque ella se lo pidió.

Aquel día llegaron sus familiares y amigos para acompañarlo. Habían hecho un viaje larguísimo en barco para estar a su lado. Le preguntaron por qué decidió celebrar la boda en una ciudad lejana a su hogar, pero él tuvo que mentir que sus funciones no se lo permitían.

Zehra acompañaba a su hija en todo momento y le repetía lo hermosa que se veía con sus vestido pomposo y joyas por doquier. Estaba besando sus mejillas cuando de repente al levantar la mirada, su corazón se paralizó. Su esposo, sus hijos e hijastros estaban frente a ella.

—Tu-tu padre —masculló.

Al girarse, tuvo la misma expresión que su madre. No tenía un recuerdo claro de su padre y hermanos, pero los reconoció.

—Madre, ¿qué haremos? —preguntó nerviosa—. Nos matarán.

—Tranquila mi niña, Emir pasha no dejará que nada nos suceda.

Salieron prácticamente corriendo para esconderse. Para su buena suerte, se toparon con él.

—¿A dónde van con tanta prisa?

—Mi padre, mi padre está aquí. —Miró en su dirección.

Él siguió con la mirada.

—Es amigo de mi padre, y sus hijos son amigos míos.

Zehra observó a sus hijos con una sonrisa en el rostro, los había extrañado mucho. El bebé ya era un niño. No obstante, no falló en creer que estarían bien sin ella. Crecieron altos y apuestos reluciendo los ojos verdosos que habían heredado de ella.

—¿Qué haremos? —cuestionó Fahriye.

—Tranquila, no va a reconocerte, además solo conseguirá ver tus ojos con el velo, en tanto a usted señora Zehra, permanezca en la habitación de las mujeres desde ahora, no se quite su velo ni siquiera para comer. Si sucede algo, no dude en hacerme llamar.

Así fue. La boda surgió sin contratiempos. El padre de Fahriye se marchó al siguiente día junto a sus hijos.


Emir se encontró con su esposa en los jardines de su casa. Se veía preciosa mientras cuidaba a las rosas. Tenía algo que confesarle cuanto antes.

—Querida esposa.

Ella atendió al llamado con una cálida sonrisa. Él besó su frente con amor.

—No vas a creer lo que voy a contarte.

—¿De qué se trata?

—Yo era el niño con quien ibas a casarte.

Fahriye agrandó los ojos.

—¿Cómo?

—Tenía diez años cuando me enteré que me casaría. Tu padre visitaba mi hogar en Manisa muy seguido. Acordaron casarme contigo. No comprendía nada, solo debía obedecer a mi padre. Más tarde me enteré que mi prometida había desaparecido. Hasta hoy supe que mi fugitiva prometida eras tú.

El rostro de ella mantuvo la misma expresión hasta que pudo hablar.

—Entonces la persona con la que iba a casarme, ¿eras tú?

—Qué ironía, ¿no te parece? Alá decidió regresarte a mí.

—Mi madre y yo huimos por tanto tiempo pasando por tanto... Si me hubiese casado contigo en ese entonces, no habríamos tenido que venir hasta acá.

—Por algo sucedió. Siendo pequeños nos habrían obligado a convivir, no habríamos entendido nada y a lo mejor hubiésemos terminado odiándonos. Encontramos el amor justo donde estamos.

La abrazó contra su pecho.

—¿Qué pasó después? ¿Tu padre no se molestó con el mío?

—Sí al inicio, pero tu padre presentó a mi familia a una sobrina.

—Tu difunta esposa.

—Hande.

—¡La recuerdo! No mucho, pero recuerdo sus cabellos tan hermosos como la luz de sol. —Sonrió—. ¿Cómo murió?

Emir dejó de sonreír.

—Cuando cumplí dieciséis años mi padre me exigió darle un nieto. Hande era muy joven, tendría doce o trece cuando se embarazó. —Tragó saliva—. Murió dando a luz. El bebé nació demasiado pequeño, tampoco sobrevivió.

Su esposa se entristeció con él.

—Lo lamento.

—¿Lo entiendes Fahriye? Quizás tú habrías corrido la misma suerte.

—Tienes razón.

—De cualquier manera, volviste a mí. Prometo amarte y cuidarte hasta el final de nuestros días.

Y así fue. Emir la amó solo a ella, jamás tomó para sí otras esposas. La amó incluso cuando las arrugas surcaron su rostro y el brillo de sus ojos iba desapareciendo poco a poco. Amó a los hijos que le dio, y luego a sus nietos.

La amó cuando su caminar se hizo lento, y cuando necesitó de ayuda para comer. La amó cuando olvidó su rostro, y la amó cuando sus ojos se cerraron para siempre. Y, finalmente, la amó cuando decidió acompañarla donde sea que ella estuviese.

Glosario:

Efendi: Título nobiliario de respeto o cortesía que fue utilizado en el Imperio otomano.

Pasha: tulo usado en el Imperio otomano que se aplicaba a hombres que ostentaban algún mando superior en el ejército o en alguna demarcación territorial.

Caftán: Vestimenta amplia y larga, sin cuello y con mangas anchas, usada especialmente en los países musulmanes.

Relato inspirado en la canción Thinking out loud del cantante inglés, Ed Sheeran.

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