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Helium(primera parte)

MIERDA. Mi vida es una mierda.

—Número dieciocho, te toca —repite una vez más la auxiliar de enfermería.

Número dieciocho... Si mi hermano estuviera aquí, seguramente se soltaría en carcajadas al escuchar como esa mujer me llama. Pensaría que es por el androide número dieciocho, y no por mi número de cama.

Cuando éramos niños, solía sentarme junto a él para ver su serie favorita, no tenía otra opción porque era su turno de ver la televisión, prefería mil veces ver lo que sea que estaba viendo, a hacer la tarea; cuando era mi turno se suponía que él también miraría mi programa, pero la verdad es que mirábamos más capítulos del suyo porque resultaba más interesante que un cuento de princesas o Barbies.

—¿Cuántas veces te he dicho que no llames por su número de cama a los pacientes? —le reclama la jefa de enfermeras. Había entrado sin que la auxiliar se diera cuenta.

Si supiera que casi todos los auxiliares, y algunas enfermeras nos llaman así...

La auxiliar suelta un bufido mientras cubre con una toalla a mi compañera de cuarto.

—A la ducha, Nicole —recalca mi nombre con desdén.

En cuanto la enfermera sale, la muy descarada me clava las uñas en el brazo arrastrándome al cuarto de baño. La jefa le ha pedido que se corte las garras, pero Fiona, no es precisamente obediente.

Han sido los otros pacientes los que le han puesto ese apodo, como una especie de analogía. Es joven y bonita, pero horrorosamente fea por dentro.

—Puedo hacerlo sola —espeto con voz apagada.

Su irónica sonrisa se dibuja sobre su escandaloso labial rojo.

—¿Y luego encontrar sangre en vez de agua? No gracias, no quiero que me denuncien por negligencia.

Sus crudas palabras consiguen herirme, me recrimina como si yo tuviese control sobre mi situación. Se burla de mi debilidad.

De un empujón, me mete a la ducha, el agua cae helada sobre mi espalda tibia, haciéndome dar un respingo. No soy capaz de controlar el temblor en mis labios, apuesto a que están morados.

Sin contemplación me jabona con la esponja vieja raspando mi piel. Suelto un quejido ahogado.

—¿Qué? ¿Temes que te quede más cicatrices de las que ya tienes?

Con rabia le quito la esponja.

—Lo haré yo sola.

Ella eleva las cejas con sorna, pero no me insiste. Se sienta sobre el inodoro y saca su cigarrillo de colilla blanca.

—Pensarán que Yolanda o yo fumamos —le recrimino.

Le da una calada, sonríe con maldad y suelta lentamente el humo.

—Esa es la idea, nunca pensarían que una auxiliar de enfermería fuma en su centro laboral, nunca les creerían a dos locas.

Aprieto la mandíbula, indignada.

—Perra —murmuro sin ser escuchada, para evitar una tanda.

Fiona pasa la toalla por mi cuerpo con brusquedad a pesar de mis jadeos. Saca mi ropa interior y me la tira en la cara. Repentinamente la puerta se abre, un hombre grande entra con un tablero en la mano. Me cubro rápidamente con mi bata blanca, aunque él ni se inmuta con mi desnudez, debe estar acostumbrado a ver cuerpos desnudos.

—Buenos días —saluda sonriente, dos hoyuelos se dibujan sobre sus pronunciadas mejillas.

El doctor Casas viene tras él igual de sonriente, a decir verdad, nunca lo he visto serio.

—Buenos días —contesta Fiona jugueteando con su coleta rubia.

—Soy Noah Kennedy, residente de tercer año de psiquiatría.

Fiona no se reprime en coquetear y extenderle la mano. Resoplo realmente asqueada.

—Yo soy Lisa Méndez.

Intercambio miradas con Yolanda, mantiene la misma expresión que yo. Fiona es buena fingiendo bondad y ternura, aunque tiene el alma podrida.

El doctor Casas le explica sobre nuestra condición al nuevo doctor, le comparte nuestras historias médicas. El nuevo asiente y anota todo detalle sobre su tablero, se quitas las gafas y las guarda en el bolsillo de su bata blanca. Al momento que posa su noble mirada sobre mí, bajo la cabeza. En cambio, mi compañera de cuarto la afronta con altanería.

Luego de la visita médica, salimos hacia el comedor, ocupo el mismo rincón de la esquina izquierda. Una de las auxiliares ayuda a un muchachito a sentarse frente a mí, luce como zombie como la mayoría de los pacientes, con los ojos rojos y adormilados. Mantiene la boca abierta dejando caer su baba. Ni siquiera repara en mi presencia, es como si no existiera; mejor así, debo pasar desapercibida para sobrevivir.

Las ayudantes de cocina colocan las bandejas de acero con división, frente a nuestros ojos, un espacio tiene pan con mermelada, el otro postre de maicena, y el otro una mandarina. Las tasas del mismo material contienen avena.

El chico lleva una tasa a la boca pese a que la bebida está caliente, sin embargo, parece no sentirlo, es como si estuviera anestesiado. La avena se le chorrea por el cachete, pero no lo nota; sucede lo mismo con la mermelada de fresa, embarra su bata blanca como si fuera sangre coagulada.

Se me ha quitado el apetito.

—Tiene esquizofrenia. —Yolanda ocupa el asiento de mi derecha; decide empezar por el postre. Acoge una pequeña porción en su cuchara de té, e inmediatamente frunce el ceño. Debe estar horrible, desabrido como la mayoría de la comida, sin suficiente sal, o azúcar—. Su nombre es Manuel.

Una vez más centro mi atención en Manuel, se adueña de la mandarina y le propicia un mordisco con cáscara. Se la quito de la boca y la pelo en cuatro cortes. Como era de esperar, se la come de un bocado ensuciándose las manos y los brazos. Al momento de rascarse la cabeza, se ensucia el cabello enmarañado. 

La medicina surge efecto más rápido en unos que en otros, al igual que su tiempo de duración. Aunque cabe decir que no consumimos las mismas proporciones.

Unos deambulan por los pasillos mirando al techo, o a la nada, con la boca abierta, y arrastrando los pies. Se chocan entre ellos, se golpean, pero vuelven a seguir. Otros se recuestan sobre los asientos, o simplemente sobre el suelo. Sus batas blancas ya no son blancas, sino cremas.

Yo soy la última de la fila; la enfermera de carita tierna me da las pastillas en una cubeta pequeña, y se asegura de que me las trague completas.

Dentro de nuestra rutina está lavar nuestra ropa interior, solemos hacerlo los que no recibimos demasiada medicación y no entramos en cuadros de sopor. Cuando recién llegué también parecía zombie, alguien más se encargaba de mí ropa íntima.

Martina restriega sus calzones canturreando; está atravesando su fase maníaca, o al menos eso fue lo que me dijo Yolanda. Ella sabe todo y de todos, lleva más tiempo que yo aquí, aunque no sé cuánto.

Ayer el cordel se había caído con la ropa húmeda, pero alguien se ha dado el trabajo de acomodarlo, pero eso implica a que está templado y fuera de mi alcance. Me falta un centímetro para alcanzar el metro cincuenta y cinco, pero ya seré mayor de edad, así que dudo mucho que llegue a alcanzarlo. De todos modos, me empino como bailarina de ballet para colgar mis calcetines; consigo engancharlos, pero me hago un ocho intentando asegurarlos con el gancho de ropa. Felizmente alguien mucho más alto que yo lo baja para que pueda lograrlo, el doctor nuevo. Continúa sonriendo sin necesidad de mostrar su dentadura, sus ojos de gitano se achican acompañado de dos curiosas arruguitas.

Mantiene el cordel bajo esperando a que termine de colgar mi ropa, pero lo que sigue son mis bragas. Dudo un mundo en colgarlas, pero si no lo hago, él no se irá.
Más rápido que una bala la cuelgo sobre el cordel, con vergüenza por supuesto, pero para alivio mío, él no le presta mucha atención. Con la misma sonrisa amable, desaparece.

—Qué buen mozo, ¿no? —Martina cuelga su ropa junto a la mía.

Sí, es muy atractivo, estoy segura que a Maricarmen le gustaría, es completamente su tipo, alto, piel canela, fuerte y robusto.

¿Qué estará haciendo Maricarmen en este momento? Creo que debe estar en receso, haciéndose la manicura o cualquier otra monada. Lo hacíamos juntas cuando estaba en la escuela, nos reíamos cada que nos embarrábamos, o fallábamos en el pulso.

¿Me extrañará?

—Hora de terapia —anuncia Fiona. Uno a uno nos hace salir del patio. 

La sala de pintura es amplia, luminosa y bonita. Sobre sus paredes amarillas pálidas, se lucen cuadros pintados por los mismos pacientes, los más bonitos son escogidos para posicionarse sobre la "pared del honor", como lo llaman las enfermeras. Ningunas de mis pinturas ha sido escogida aún.

La enfermera Carolina, la de carita tierna, dirige el taller. Ella encaja perfectamente su apariencia y personalidad con su uniforme rosa. Le pide a Fiona y a dos auxiliares más que le apoyen repartiendo los lienzos. Pone música instrumental china y nos pide que comencemos. Parece que es muy amante de la cultura oriental, nos ha enseñado Tai chí, y nos hace practicarlo cada cierto tiempo.

Escojo óleos en tonos oscuros, estoy a punto de tomar el azul noche, pero alguien más tiene las mismas intenciones, nuestras manos quedan enlazadas. Se trata de Thalía, la matona de aquí. Hay cientos de rumores sobre ella, que es una criminal adolescente, una pandillera, una asesina... pero por ser hija del alcalde está encerrada aquí y no en una cárcel. No tengo idea de cuál sea cierta, pero estoy segura que es de temer y su agresividad no es broma.

Sus ojos oscuros me advierten que suelte el óleo, que ni piense en luchar por él, porque no tengo alternativa. No lo pienso dos veces, y lo dejo libre. Sonríe triunfante agitando su cabello corto.

Vuelvo a mi sitio.

—¿Qué vas a pintar? —pregunta Yolanda de soslayo.

—Aún no lo sé, ¿y tú?

—Tampoco lo sé —dice, aunque ya ha empezado a trazar pinceladas. Siempre dice lo mismo, pero termina haciendo pinturas increíbles. Las suyas siempre son escogidas para ser parte de la pared del honor. Debe ser una artista innata.

Martina comienza con su canturreo, es de verdad mala cantando, aunque asegura que antes de ser diagnosticada de trastorno bipolar, estuvo a punto de firmar con una disquera.

Sin querer ha llamado la atención de Thalía, pero obviamente no para bien.

—Cállate —balbucea apretando la mandíbula.

—¿Por qué? —Martina se peina los rizos castaños producto de un tic nervioso—. Puedo cantar las veces que quiera.

Me pongo nerviosa, la enfermera ha salido por un momento a recibir una llamada, y las auxiliares no van a interceder por ninguna, al menos, no Fiona que es la más respetada, a ella le divierte las peleas entre pacientes y, aunque, Claudia la auxiliar buena, intenta frenarlas, la otra la detiene del brazo.

Martina canta más fuerte para provocarla, Thalía lanza las pinturas con fuerza y se lanza hacia ella para atacarla. Yolanda intenta interceder, pero al igual que Fiona hizo con su compañera, yo se lo impido reteniéndola del brazo. Mi compañera de cuarto es tranquila, saldrá herida, porque las otras ya no son conscientes de lo que hacen, se tiran el cabello y se propician golpes y arañazos, si continúan así, van a arrancarse los ojos.

Claudia se libera del agarre de Fiona, y sale en busca de ayuda, inmediatamente ingresa el doctor nuevo junto a la enfermera Carolina y la jefa de enfermeras. Entre los tres consiguen separarlas. El doctor nuevo sostiene con tanta fuerza a Martina que se le marca las venas en la mano. Ella grita y patalea, pero él le dobla la fuerza. La enfermera más joven, con ayuda de Claudia, consigue colocarle el sedante por la vena, e inmediatamente cae en estado de sopor. La siguiente en dormir es Thalía. 

Después del almuerzo, Yolanda y yo hemos vuelto a nuestra habitación. Ella se cepilla el cabello largo con destreza, eso me hace caer en cuenta que yo solo he atado el mío en una coleta. Debe estar enredado y tieso. De cualquier forma, no me importa, no tiene sentido, nadie reparará en si lo peino o no. En cambio, Yolanda cuida muy bien de su apariencia, aunque no nos permiten tener maquillaje aquí, ella se las ingenia para tener los labios rosados, y algo de rubor en las mejillas. El contorno de sus ojos es tan negro que parece delineado, pero es natural al igual que sus pestañas rizadas. Su cabello es lacio, tal vez es laceado japonés, que se lo hizo antes de ser internada aquí.

Ahora que lo pienso, no hay nada de raro en ella, ¿por qué estaría aquí? Nunca se lo he preguntado, no somos amigas realmente, solo pasamos el tiempo juntas la mayor parte del día para acompañarnos en nuestra desgracia.

Guardo la manzana del almuerzo en el primer cajón, pero me topo con una vieja fotografía, en ella aparece mi papá y mi hermano. Yo sonrío en medio de ellos porque me están cargando de ambos brazos. No los veo hace siete meses, los extraños demasiado. Más al fondo encuentro la otra fotografía, que al verla se me eriza la piel. El rostro sonriente de Charles me estruja el corazón. Me tiene abrazada mientras yo hago una mueca extraña.

Esa foto nos la tomamos cuando teníamos quince años; él gastó todos sus ahorros para comprarme el iPhone que quería.

Charles era mi mejor amigo, prácticamente nacimos juntos. Éramos vecinos, compañeros, amigos y hermanos. Íbamos y veníamos juntos a la escuela, comíamos juntos, nos divertíamos juntos, y hasta nos metíamos en problemas juntos. Ni si quiera con Maricarmen tuve tanta confianza como la tenía con él. Fue a Charles a quién conté que me gustaba Saúl.

Saúl no era cualquier chico, no era el más popular ni el más guapo, pero en serio era llamativo, audaz y talentoso. Jugaba muy bien al fútbol, nadie podía ganarle como delantero; fue eso lo que más me gustaba de él. También era caballero y atento, respetaba a las chicas y las hacía sentirse importantes.

—¿Qué te hiciste en la cara? —me preguntó Charles tocando mis mejillas—. Están rojas, ¿te viniste corriendo hasta mi casa?

—No tonto, me puse rubor.

¿Por qué? —cuestionó como si fuera lo más raro e inservible del mundo.

—Para darle color a mis mejillas.

Aun fruncía el ceño realmente extrañado.

—El color de tus mejillas son bonitas, no necesitas usar esas cosas raras que el resto de chicas que utilizan.

Volteé los ojos y emprendí marcha.

—¿Tú qué sabes? Me ves como si fuera un chico más. En cambio... —Me detuve para buscar su mirada—. ¿Crees que a Saúl le guste?

Si antes lo había confundido, con esa pregunta logré confundirle más.

—¿Qué tiene que ver Saúl con la cosa rara que te has echado?

—A él le gusta las chicas que se maquillan? ¿Crees que note el rubor que me eché en la cara?

—Sí porque pareces payaso.

Le di un golpe amistoso.

—Hablo en serio —me quejé.

—¿Por qué te importa tanto?

Dudé un momento en decirle, pero no confiaba en nadie más que en él.

—Me gusta Saúl...

Charles se quedó de piedra, tuve que golpearle para que vuelva a avanzar.

—Quiero declararme.

—No lo hagas, no eres su tipo de chica —aseguró dejándome atrás de dos zancadas.

—¿Y qué tipo de chica soy yo? —Corrí para alcanzarle.

Se giró de golpe haciendo que yo me detenga también. Se puso serio, creo que iba a sincerarse conmigo y decirme que soy la mejor chica y amiga del mundo, pero sonrió con maldad haciéndome entender que estaba equivocada.

—Eres un pequeño e inocente payaso.

Le puse cara de póker, pero empecé a reír cuando retrocedió hacia mí y me cargó en su hombro. Corrió conmigo a cuestas como si pesara menos que una pluma.

Como extraño a Charles...

El sonido de una guitarra llega hasta nuestra habitación. Yolanda y yo fruncimos el ceño, cuando decidimos ir al jardín.

La enfermera Carolina y el doctor nuevo están cantando, mientras él toca la guitarra. Ella tiene la voz aguda y ligera, mientras él la tiene pesada y ronca; aunque no llega a las notas altas, es reconfortante y agradable. El doctor nuevo no pronuncia bien el español porque es extranjero, pero se logra entender perfectamente.

Varios se sientan sobre el pasto para escucharlos, aplauden felices, aunque se trata de una canción triste.

Ojalá pudiera devolver el tiempo

Para verte de nuevo

Para darte un abrazo

Y nunca soltarte.

Mas comprendo que llegó tu tiempo

Que Dios te ha llamado

Para estar a su lado

Así él lo quiso...

La letra penetra mi pecho, se forma un nudo en mi garganta, la sonrisa amplia de Charles viene a mi mente provocándome estragos amargos. Quiero llorar, de verdad siento ganas de llorar, pero no puedo, no consigo soltar ni una sola lágrima.

Mi mirada cae sobre el doctor, su cabello rubio brilla bajo la luz de sol, su mandíbula se marca cada que mueve la boca. Me deja anonadada. Cuando repara en mi presencia, es como si quisiera me dijera a través de su canción, palabras que me consuelan. Finalmente me sonríe con cariño, o tal vez con compasión.

Giro sobre mis talones, ya no puedo seguir escuchando más. 

El doctor nuevo ya no es el doctor nuevo, se ha ganado el aprecio de los pacientes en el transcurrir de los días, es amable y atento. Ahora todos lo llamamos el doctor Noah, aunque algunos lo llaman el doctor guapo, o el doctor gringo. Fiona no pierde la oportunidad de coquetearle, pero él sólo se muestra caballero como lo hace con la auxiliar Claudia, o la enfermera Carolina, o incluso la jefa de enfermeras.

Hoy tenemos taller de manualidades, estamos armando pulseras con mostacilla y lentejuelas. Se me hace realmente difícil pasar el hilo de nylon por los pequeños agujeros de las lentejuelas. De todos modos, me tomo la paciencia de hacerlo con cuidado, completo la cuarta parte del hilo, pongo una lentejuela más, pero al hacerlo, el hilo se me resbala del dedo dejando caer las lentejuelas una a una.

—¡Mierda! —rezongo con impotencia. Todo lo que he trabajado se ha ido a la nada.

He captado la atención del doctor Noah, que nos vigilaba desde un rincón. Con amabilidad se sienta a mi costado sin dejar de mostrar sus dos profundos hoyuelos. Se retira la bata blanca dejándome ver sus brazos musculosos bajo la camiseta de su uniforme azul marino.

—Tranquila, todo tiene solución. Debes tener paciencia.

—Ya estaba terminando —me quejo.

—Está bien, yo te ayudaré.

Su mirada me transmite paz instantáneamente, mi mal humor desaparece por arte de magia, tiene una mirada curativa.

Asiento con parsimonia.

Él toma el hilo y logra poner tres lentejuelas, pero lo rompe cuando intenta estirarlo para colocar otra más. Se queda en silencio mirando al hilo roto como si no fuera capaz de asimilarlo, luego su rostro toma una expresión de sufrimiento.

—Olvida lo de tener paciencia —dice finalmente para soltar el hilo, colmado de frustración.

Arruina mi manualidad, pero me hace soltar una sonora carcajada; él me mira complacido y termina por reír conmigo.

—Siempre he destruido todo a mi alrededor, soy muy tosco y torpe; desde que era pequeño he roto cosas. Los teléfonos celulares no me duran casi nada.

Me lo imaginando quebrando sus celulares nuevos y desencajando la mandíbula inconscientemente como lo hizo hace unos instantes.

—En mi cumpleaños número veintisiete rompí las velas de mi pastel cuando las estaba colocando —dice negando con la cabeza—. Se me hicieron polvo en los dedos.

—¿Fue hace poco? —pregunto entre risas.

—El doce de septiembre del año pasado.

Pienso cuidadosamente haciendo memoria de los signos zodiacales. Siempre he sido muy creyente de eso.

—Virgo, ¿cierto?

Frunce sus cejas rectas, pensativo.

—Sí, creo que sí. Aunque ahora hay otro signo más, ofiuco. Eso altera la fecha de otros signos.

—¿Ofiuco? —pregunto consternada.

—Sí, es el nuevo signo.

Llevo tanto tiempo aquí que lo que sucede en el mundo exterior me es indiferente. Deseo saber más a través del doctor, pero Fiona se aproxima contorneando las caderas bajo su uniforme verde como la ogra que es.

—Doctor Noah, ¿podría ayudarme a movilizar al paciente de la cama treinta? —pregunta con voz fingida causándome repulsión.

Él se pone inmediatamente de pie asintiendo y sonriendo, por supuesto.

—Nos vemos más tarde Nicole —se despide.

Le sonrío también, aunque Fiona me lanza una mirada de advertencia.

Por la noche nos reunimos en la sala para ver una película. Las cocineras nos han preparado palomitas de maíz y jugo de naranja. Yo llevo los jugos, mientras Yolanda las palomitas. Caminamos en medio de la oscuridad porque la película ya ha comenzado. Tenemos que hacer malabares para pasar por medio del resto, ya que nuestros asientos están adelante. Yolanda pasa delante de Thalía, y sin querer le tira las palomitas. Pienso lo peor, estoy segura que quiere arrancarle las greñas. Rápidamente me adelanto para impedir que ocurra una desgracia.

—No lo hizo con intención, fue sin querer.

Thalía me mira como si fuera un bicho raro y, aunque me tiemblan las piernas, no bajo la mirada.

—Ya lo sé, no es necesario que me lo digas. Ahora quítate, no me dejas ver la pantalla.

Me quedo como tonta. Tal vez estaba exagerando un poco. 

El sonido del carrito anuncia la llegada de la enfermera Hilda, la que nos da la medicina para dormir. Es vieja y agria. Nos trata del mismo modo que Fiona y otras más que detestan su trabajo.

—Número diecisiete, tu pastilla —gruñe.

Yolanda se sirve un vaso de agua y se sienta sobre su cama. Abre la boca mientras la enfermera mete la pastilla vigilando que se la trague.

—Número dieciocho. —Arrastra su carrito hasta mi cama. Mete la pastilla en mi boca tan profundamente que me obliga a saborear su guante de látex.

Una repentina llamada a su teléfono le obliga a distraerse de vigilar que me la trague.

—Sí, hoy tengo guardia —farfulla.

Me da una última mirada antes de desaparecer por la puerta.

Me queda el sabor amargo de la pastilla que tiro por el inodoro. Hoy no tengo ganas de dejarme consumir por la droga. Me meto bajo las sábanas fingiendo sueño, porque en Yolanda ya está haciendo efecto. Supongo que en el resto también.

Sin hacer ruido salgo descalza de la habitación después de vigilar que nadie quede en los pasillos. Puedo escuchar los fuertes ronquidos de algunos pacientes.

¿Qué debería hacer? De todos modos, no puedo hacer mucho, debo evitar captar la atención del personal que está haciendo guardia.

Me deslizo sigilosamente hacia el jardín, pero está haciendo demasiado frío, y mi bata blanca no me protege en lo absoluto. Entro nuevamente. La auxiliar Claudia lleva una taza de té en la mano, me escondo para no ser vista, y espero a que se aleje para salir. Doy unos pasos más hasta que me topo con la biblioteca, es pequeña pero acogedora. Nadie vendrá a estas horas, así que me inmiscuyo en ella.
Los estantes están repletos de libros de medicina, psicología, psiquiatría y enfermería. No hay nada que capte mi interés. Continúo buscando hasta que me topo con un estante más pequeño, contiene libros infantiles, cuentos y fabulas. Diviso en el lado lateral "El principito", mi libro favorito de niña. Mi mano lo toma sin pensarlo dos veces, cuando de repente escucho las pisadas fuertes de alguien.

—¿Nicole?

¡Me han atrapado! Del susto dejo caer el libro sobre mis pies. Me giro horrorizada temiendo lo peor, pero al ver de quién se trata, mi expresión se suaviza. El doctor Noah no me delataría... Eso creo...

No digo una sola palabra, me limito a recoger el libro caído, pero él tenía las mismas intenciones, así que, al inclinaros, nuestros cuerpos se topan; por supuesto mi pequeño porte no le causa ningún daño, en cambio el suyo me ha empujado directamente al suelo.

Mi caída debió haber sido graciosa, porque se ríe con ganas, tanto que me hace reír también. Después que se ríe a mi cuesta, me extiende la mano para ayudarme a ponerme de pie. Sin embargo, al sostener mi muñeca siente la horrible cicatriz trazada en ella. La mira fijamente hasta lograr incomodarme, quiero retirarla, pero él sostiene su agarre más pesadamente. Con su pulgar dibuja la silueta de mi cicatriz; se siente tan bien que me pierdo completamente.

La magia se rompe cuando escuchamos gritos horrorizados. Me sostiene fuertemente de la muñeca, y me arrastra consigo al exterior. Tenía la intención de llevarme a mi cuarto, pero los pasos de varias personas le obligan a llevarme a otro sitio, a su oficina.

—Espérame aquí y no salgas, iré a ver qué sucede —advierte.

Asiento y me abrazo inconscientemente cuando él cierra la puerta. Su consultorio tiene colores bonitos y un gran ventanal. A lado de el hay macetas pequeñas con diferentes plantas, no tenía idea que le gustaba cuidar plantas. Los bonsáis se ven llamativos y saludables, se nota que los cuida con mucho cariño.

El ruido de afuera me distrae de husmear la oficina, retiro un poco la cortina para ver a través de la ventana, con cuidado de no ser vista.

—¿Qué pasó? —pregunta el doctor Noah haciendo sobresalir su mandíbula inferior. Está nervioso. Se sube sobre la camilla para dar RCP al paciente, mientras la enfermera Hilda y el auxiliar de la noche la arrastran.

—Rómulo ha intentado suicidarse con sus sábanas —explica la jefa de enfermeras corriendo tras de ellos—. La ambulancia está lista.

Me cubro la boca con las manos. Un sudor frío cae por mi frente. No puedo evitar ver el rostro morado de Rómulo cuando arrastran la camilla cerca de la ventana. No, no es Rómulo, es Charles, es Charles sin vida...

No puede gustarte Saúl —me había dicho Charles una noche mientras regresábamos de la escuela.

Pateé una botella con fuerza haciéndola volar lejos.

—¿Crees que nunca podría gustarle?

Él negó la cabeza lentamente.

—Todo lo contrario.

—Entonces, ¿por qué no me echas la mano con él?

—Porque le gustas a alguien más. Y ese alguien se moriría si te ve con otro.

Le obligué a darme la cara para que me confesara de quién se trataba. Jamás noté interés romántico de algún chico hacia mí.

—¿Quién? ¿A quién le gusto? —le pregunté entusiasmada. Mi ego estaba subiendo.

Charles tenía la vista clavada en el suelo y su prominente mandíbula apretada.

—De verdad eres tonta y distraída —farfulló—, por eso sales en los últimos puestos.

—¡Oye! —Le pateé la canilla.

Se encogió de dolor y empezó a saltar en un pie. Le tuve que molestar todo el camino para que me confesara; era duro roer. Cansado ya, me sostuvo de los hombros y me miró fijamente. Sentí que por fin se sinceraría.

—Qué más da —balbuceó—, algún día tendré que decírtelo.

Asentí emocionada.

—Sí, dímelo. Quién sabe y me llegue a gustar.

—Nicole —tartamudeó; respiró hondo y continuó—: ya no te quiero más como una amiga, es decir, sigues siendo mi mejor amiga, pero me gustas como una chica. Te quiero.

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