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Capítulo 8

Camelia se encontró con Ferrán en la esquina donde él siempre preparaba las flores, allí bajo aquel frondoso árbol que le resguardaba a su sombra. Mariana y Lauri la acompañaron hasta allí y le hicieron bromas al mimo para que la cuidara o se las vería con ellas. Él solo sonrío y les regaló una flor a cada una, pero a Camelia, se la puso sobre la oreja.

Entonces, con un movimiento muy exagerado, y luego de una enorme reverencia, colocó un brazo en jarra, como para que ella se lo tomara, y aunque Mel sintió temor, lo hizo, después de todo era un mimo y no podía hacerle un desaire así a un personaje tan llamativo.

—No pienses en que vas del brazo de un mimo y llevas una flor de papel en el pelo —dijo Ferrán cuando ya caminaban hacia el restaurante.

—Era justo lo que estaba pensando —dijo ella—. No estoy acostumbrada a que la gente me mire tan descaradamente al pasar —añadió al ver a los transeúntes mirarlos.

—Bueno, al principio es difícil, sé lo que sientes —explicó él—, es más fácil vivir siendo uno más del montón, es más sencillo vivir sin llamar la atención por hacer el ridículo, sin salir de la raya —añadió—, pero cuando te animas a dar el salto y miras el mundo del otro lado, te das cuenta de lo mucho que te has perdido en la vida, y de que en realidad, los ridículos son los demás.

—¿A qué te refieres? —preguntó ella con curiosidad, de pronto ya no se sentía tan ridícula yendo del brazo de un mimo en medio de una calle céntrica.

—Me refiero a que muchas veces vivimos enfrascados en lo que es o debería ser, en un montón de reglas que nos auto imponemos, nos preocupa muchísimo lo que pensarán los demás de nosotros. Pero cuando te pintas la cara como un mimo, te vistes como uno, y sales a hacer payasadas por las calles, te das cuenta que es mucho más divertido de lo que parece. La gente espera que hagas ridiculeces si estás maquillado como un payaso o un mimo, no espera que te portes normal, esperan que seas divertido y que hagas cosas que un ejecutivo trajeado no haría, ¿no lo crees?

—Pues sí... sería muy raro ver a un gerente de un banco haciendo reverencias exageradas o remedando a la gente que camina por la calle.

—¡Exacto! Pero como soy un mimo, a nadie le importa, es más, les divierte. Y así me he dado cuenta, que en realidad las limitaciones están en nuestra mente, Camelia, los miedos a hacer el ridículo y a lo que los demás pensarán de uno, se alimentan de nuestras inseguridades y crecen a raíz de nuestros propios miedos.

—¿Por eso eres un mimo? ¿Para luchar contra todo eso? —inquirió ella con curiosidad.

—En una parte sí, ser mimo me da libertad... Puedo estar triste o estar feliz, puedo hacer el ridículo, puedo remedar sin miedo a que alguien se ofenda, y si lo hace, es la otra persona la que queda en ridículo, no yo, porque eso es lo que se espera de un mimo. Es como ponerse una capa invisible, cuando estás disfrazado nadie te ve realmente a ti, sino al personaje que representas.

—¿Entonces te ocultas? —inquirió ella. Ferrán sonrió.

—Eres lista —asumió—. También eso puede ser real —añadió—, hasta cierto punto. A veces creo que cuando no estoy disfrazado me oculto más que cuando lo estoy. Es lo que te dije el otro día, todos llevamos una máscara de acuerdo a lo que queremos que los demás vean y sepan de nosotros y que oculta lo que no queremos que conozcan.

—Comprendo —susurró ella.

—Ahora tú podrías pensar que estás haciendo el ridículo yendo del brazo a almorzar con un mimo y que la gente te mira raro y se ríe. Podrías conjeturar lo que esas personas están pensando y eso te haría sentir nerviosa... Sin embargo, si fueras una niña, estarías contenta de ir del brazo de un mimo, ¿no es así? —inquirió.

A Mel le costó conectar con su lado infantil, pero luego de un minuto de silencio en el que observó absorta la mirada de admiración de los niños con los que se cruzaban, terminó por aceptar que habría sido posible que en su infancia, tal hazaña, le hubiera parecido divertida y encantadora.

—Es probable —respondió.

—Es que cuando somos adultos, perdemos esa inocencia... y cuando eso sucede, simplemente nos morimos en vida.

—Entonces probablemente estoy muerta —dijo ella casi sin pensarlo.

—Lo bueno es que el alma nunca muere, solo se queda dormida, y puedes despertarla con solo buscar en tu interior y volver a conectar con la inocencia —añadió.

Aquello llevó a Mel a pensar que no quedaba nada de aquella niña inocente que alguna vez fue, quería creer lo que Ferrán le decía, pero no siempre podía ser así. A veces, las experiencias vividas te robaban la inocencia de un tirón, sin darte tiempo si quiera a despedirte de ella.

Cuando llegaron al restaurante, Ferrán le hizo un gesto para que pasara primero y luego ingresó él.

—¡Hola, Ferrán! —saludó desde la barra un hombre con su mismo acento.

—¡Hola, Amaro! —saludó con alegría—. ¿Nos das un buen lugar?

—¡Vaya, has traído compañía! —exclamó el amigo con una sonrisa pícara.

—Es una amiga, Amaro, no me hagas quedar mal —añadió en broma.

A Mel, aquella manera de enfatizar lo de la amistad, le dio qué pensar. Amaro los llevó hasta una mesa del fondo, un lugar algo apartado que Mel agradeció, ya que podría esconderse un rato de las miradas curiosas de las personas.

—Toda esta comida se ve muy extraña —dijo Mel con un poco de ansiedad al revisar el menú.

—Toda es deliciosa, pero creo que para que no te asustes, podemos empezar con la empanada gallega, puede ser que sea de tu agrado, no tiene nada extraño —afirmó.

—Bien... está bien —respondió ella con una sonrisa.

Ferrán ordenó la comida y luego la observó con una sonrisa.

—Así que de Galicia, ¿eh? —inquirió Mel—. ¿Por qué has venido a parar tan lejos de tus tierras?

—Bueno... pues por varios motivos que quizá más adelante te los pueda contar —añadió él.

—¿Una mujer? —agregó solo para asegurarse de que no estaba pisando un terreno ajeno.

—Posiblemente —dijo Ferrán y desvió la mirada.

Mel sintió la arena movediza bajo sus pies y no supo cómo continuar la conversación.

—¿Tú? ¿Eres de aquí? —quiso saber Ferrán.

—Vine aquí hace muchos años, es decir, soy del sur, de un pueblo llamado Frale, pero me mudé aquí cuando tenía unos quince o dieciséis años —añadió—, desde ese entonces no he vuelto hacia allá.

—¿Tu familia? —inquirió—. Sé que tienes un hermano que es con quién hablaste cuando estabas en el hospital, pero ¿padres, tíos?

—Mis padres fallecieron cuando tenía veinte años y mi hermano diez... Mis tíos y primos siguen en el sur. Aquí no tengo a nadie...

—¿Lo criaste sola? —quiso saber.

—Así es... —respondió ella mientras Amaro les acercaba las bebidas que habían ordenado.

—Eso es... admirable —dijo él—, no sabría cómo hacerlo... —añadió y volvió a bajar la mirada.

Se quedaron en silencio un buen rato, él parecía haberse perdido en sus pensamientos, por lo que Mel intentó buscar un tema.

—¿No te molesta ese maquillaje? Una vez lo usé para una representación de teatro y era horrible... —añadió.

—No... ya me acostumbré —afirmó—, pero debo cuidarme la piel, me pongo cremas y cosas así por las noches... ya sabes —añadió.

Mel sonrió.

—Gracias por aceptar venir conmigo hoy —dijo entonces con mucha solemnidad—, no pensé que lo harías.

—¿No? ¿Por qué? —inquirió ella con curiosidad.

—¿Qué querría una mujer como tú con un hombre disfrazado de mimo?

Ferrán lo dijo de una forma que no daba lugar a dudas de que no estaba hablando como su personaje, aquella frase hecha pregunta le salía del interior con algo de dolor e inseguridad. Mel no lo comprendió, ¿entonces él se sentía igual que ella?

Una ráfaga de compasión le llenó el corazón.

—Si soy sincera, debo admitir que pensé lo mismo. ¿Qué querría un hombre como tú para invitar a salir a una mujer como yo? —inquirió.

Ferrán sonrió.

—No puedes verte a ti misma... puedo comprender esa sensación —añadió—, he estado intentando luchar contra eso, a veces es difícil.

Mel no podía creer que una persona con el porte de Ferrán se sintiera de esa manera.

—Creo que tenemos algunas cosas en común —dijo ella con una sonrisa—, gracias por invitarme, nunca he... yo...

—¿Nunca qué? —preguntó él y ahora fue ella quien desvió la mirada.

Le sucedía que cuando estaba con él, sentía ganas de hablar y de decir cosas de ella que no debía sacar a la luz, menos frente a él. Era una contradicción, quería decirlo, pero a la vez le daba vergüenza hacerlo.

—Nunca he salido con un hombre —admitió, y ante la expresión de desconcierto de Ferrán, supo que había dicho demasiado—. Digo, no es que tome esto como una cita, es que nunca, en realidad he salido con un hombre...

—¿Nunca? ¿Nunca, nunca? —preguntó él sin entenderlo ni poder creerlo, pero la expresión de vergüenza y las mejillas sonrojadas de Mel le hicieron percibir que no debía seguir preguntando.

Tomó entonces una camelia que guardaba en el saco y se la pasó, ella no la vio pues tenía la mirada baja, así que Ferrán levantó su mentón con suavidad con la flor de papel y luego se la pasó.

—No te sientas presionada, es solo una comida de amigos —aclaró y ella se sintió tonta, luego continuó—, ¿nunca has tenido una?

—¿Comer con mi hermano cuenta? —Ferrán negó con una sonrisa y Mel suspiró—. Podría mentirte, pero no quiero hacerlo, si quieres pensar que esto es simpático o que es patético, si quieres pensar que esto es extraño o que es triste... piensa lo que quieras, pero es mi realidad.

Ferrán suspiró y llevó la flor hasta la mano derecha de Mel que jugueteaba nerviosa con una servilleta. Él dibujó con la flor líneas y círculos sobre su piel.

—No debe importarte lo que piensen los demás —añadió—, no debes avergonzarte de nada porque no has hecho nada malo. Solo me preguntaba dónde han estado los hombres que se han perdido a una mujer tan bella como tú... y quizá me preguntaba qué de bueno habré hecho yo en la vida para merecer ser la primera salida que tienes con uno, aunque solo sea una comida de amigos —añadió.

Mel sintió que el corazón se le aceleraba. Ferrán usaba las palabras de una manera tan exquisita que se le revoloteaba el alma.

—Bueno... es un honor estar aquí contigo hoy —dijo entonces ella.

—El honor es mío, Camelia, gracias por regalarme este momento mágico —añadió.

El resto de la comida la pasaron conversando sobre el plato elegido, Ferrán le contó historias de su lejana infancia en la casa de sus abuelos y de lo rico que cocinaban su abuela y su tía. Ella lo escuchó con atención y, toda la ansiedad, los temores y las preguntas sin respuestas, se esfumaron con cada palabra. Camelia perdió la noción del tiempo y del espacio, y pronto olvidó que el hombre que tenía enfrente estaba maquillado y vestido de manera particular. Solo podía oír sus palabras y perderse en sus ojos de un azul profundo casi como el mar, y sintió que nadaba en ellos, que se perdía y sin darse cuenta se adentraba en las profundidades del océano.

Cuando regresaron, del brazo, de la misma manera en que marcharon, Mel se percató que su contacto no le molestaba, se sentía a gusto allí, a salvo. Tenía el estómago lleno y el alma adormecida por un placer sublime causado por una charla amena e íntima.

—Te buscaré a la salida —dijo Ferrán al dejarla en la puerta del hotel.

—Te esperaré —prometió ella y luego de su reverencia y su saludo de despedida, lo vio hacer unas piruetas que le causaron mucha gracia, antes de perderse en la multitud que atravesaba las calles en esas horas.

Mariana la esperaba en el vestíbulo.

—Vaya... ha sido un almuerzo largo —susurró al verla ingresar.

—Sí, creo que me he perdido un poco en el tiempo —añadió.

—Suele pasar... —afirmó la mujer—. ¿Todo bien?

—¿Me creerías si te digo que tengo una especie de conexión con él que no he sentido con nadie más hasta hoy? —quiso saber—. Sí, lo sé, estoy loca... pero por un solo momento en mi vida, tengo ganas de estarlo...

Mariana sonrió y asintió con cariño. 

¿Qué dicen? Me gusta leer sus opiniones :)

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