Capítulo 4
Camelia sintió que le dolía todo el cuerpo, incluso podía percibir el palpitar de partes de su cuerpo que no sabía que existían. Algunas voces se escuchaban alrededor, pero no podía abrir los ojos. Gente pedía que llamen a una ambulancia y una voz masculina les pedía a todos que se apartaran.
—Tranquila, estarás bien.
La voz tenía tono extranjero, español, le parecía, y era tan cálida que parecía un brebaje mágico que le infundía fuerzas. Una mano le palpaba el pulso y luego apartaba sus cabellos de su rostro.
—Ya vendrá una ambulancia y estarás bien —dijo el hombre.
Mel hizo un esfuerzo enorme para abrir los ojos, se encontró entonces con un par de ojos azul oscuro que la miraban con curiosidad. Se dio cuenta que el hombre de la voz suave estaba acuclillado a su lado, y que ella parecía estar en el piso más duro que hubiera existido jamás.
—Me duele... todo —dijo entonces y él asintió.
—Estarás bien, solo son golpes, pero te llevarán al hospital para revisarte. ¿Quieres que avise a alguien? —preguntó él.
—Mis amigas... —pidió Mel—, en mi celular —balbuceó—. Mariana...
—Tu celular está roto —interrumpió el hombre viendo el aparato en medio de la calle, cientos de autos habían pasado por encima ya—. ¿Sabes de memoria los números? —inquirió.
—No... —respondió la muchacha.
El sonido de la ambulancia se acercaba cada vez más.
—¿Voy a morir? —preguntó Mel.
Quizá por eso había visto a su abuela unos minutos atrás, quizá la había venido a buscar.
—No —respondió el hombre con una sonrisa—, estás bien, créeme —dijo con calma—, pero no debes moverte hasta que te retiren, puedes tener algún hueso roto, pero estarás bien.
Mel cerró los ojos, se sentía en calma y eso le parecía extraño. Quizás ese hombre no sabía nada, quizá sí iba a morir y por eso tenía esa sensación de paz que no había experimentado antes.
—Si muero, dile a mi hermano que lo amo y que no llore por mí... —pidió.
—No seas tan melodramática —respondió el hombre con voz divertida—, te acompañaré al hospital, ya vienen por ti. Estarás bien —insistió.
Mel cerró los ojos, se sentía agotada y la paz que experimentaba era como un calmante fuerte que le dopaba los sentidos.
Un rato más tarde, cuando volvió a despertar, estaba en una cama de hospital, cubierta por una suave sábana blanca y con un yeso en el antebrazo derecho. Abrió los ojos y el dolor ya no era tan intenso.
—Buenas noches —saludó una mujer—, le hemos puesto algunos calmantes para el dolor, pero quiero que sepa que está bien, que todo está en orden. ¿Cómo se siente?
—Un poco aturdida —respondió—. ¿Quién eres? ¿Dónde estoy? ¿Qué día es?
—Soy Marcela —dijo señalando su gafete—, enfermera del turno noche. Usted llegó aquí hace un par de horas por un accidente, hoy sigue siendo 15 de marzo, y un auto conducido por un chofer despistado le provocó el accidente. No fue fuerte, gracias a Dios, y no ha sufrido más que golpes, tiene una fractura en la muñeca, pero sanará pronto. El hombre que la trajo está esperando afuera —añadió—. ¿Le digo pase?
—¿A quién? No conozco a nadie —susurró Mel aún confundida.
La voz de alguien que le hablaba en el momento del accidente le volvió a la memoria.
—¿Permiso? —La misma voz volvió a sonar desde la puerta.
La enfermera sonrió y salió de la habitación haciéndole un gesto al hombre para que ingresara.
—Ya despertó —le dijo antes de salir.
—Permiso...
Mel vio a un hombre ingresar, era alto, al menos una cabeza más alto que ella, su piel era morena y su cabello oscuro y largo le caía hasta los hombros de forma desordenada, sus facciones eran hermosas, entre varoniles y dulces. Sus ojos azul oscuro, los mismos que había visto por unos segundos después del accidente, se le hacían de alguna manera conocidos. Su voz cálida y su media sonrisa guardaban algo de culpa.
—Tú eras el que me hablaba luego del choque, ¿no?
—Sí... bueno... Yo... quería perdirle disculpas —dijo el hombre con tono extranjero—, venía un poco distraído y no la vi —admitió.
—¿Usted fue el del accidente? —inquirió la muchacha ahora sorprendida.
—Sí... perdón, de verdad... es... No espero que lo entienda, pero no sé si usted ha tenido uno de esos días en los que parece no estar en realidad en el mundo... Lo cierto es que... estaba distraído —admitió—. Gracias a Dios usted está bien, solo quiero que se quede tranquila, me dijo el doctor Mendoza que estará aquí un par de días, solo para observación, y que luego podrá regresar a su casa. Yo me encargaré de todos los gastos que tenga aquí y también de todo lo que pudiera necesitar.
—P... pero... Yo... —Camelia no terminaba de entender lo que estaba sucediendo—. Los médicos necesitan su nombre y sus datos personales para poder procesar su ingreso, no quise revisar su cartera —dijo señalándola justo al lado de la mesa de descanso—, y su celular quedó destruido en el accidente. Yo... yo ya estoy viendo para adquirirle uno nuevo.
—Eh... Camelia... Soy Camelia Bustamante —dijo la mujer.
—Camelia —susurró el hombre. A Mel le pareció que su nombre le recordaba a algo, o quizás a alguien, había quedado en silencio por un rato, pero entonces reaccionó—. ¿A quién puedo llamar? —inquirió incorporándose de nuevo.
—Yo... no sé los números de memoria, mi hermano está lejos y... mis amigas... no sé sus números.
—Usted trabaja en el Hotel Giroba, ¿no es así?
—Sí... —respondió ella con curiosdad—. ¿Cómo lo sabe?
—Me pareció haberla visto antes —dijo él—. Iré allí temprano, a buscar a sus amigas. ¿Son la chica rubia y la mujer pelirroja?
Mel sintió inseguridad ante aquella afirmación.
—¿Me estabas siguiendo? ¿Quién demonios eres? —preguntó algo alterada. Todas sus alarmas se habían encendido.
El hombre sonrió y negó.
—Tranquila, no la seguía. Nos hemos visto antes, varias veces... es lógico que no me recuerde... Soy Ferrán —dijo y ella abrió los ojos con sorpresa.
—¿El mimo? —inquirió.
—El mismo... el mimo —dijo él y luego hizo una de las típicas reverencias que solía hacer al seguirlas—. Lamento que nuestros encuentros siempre resulten tan... accidentados —sonrió.
Mel recordó entonces la primera vez que lo vio, cuando él la había chocado con su cuerpo el primer día que comenzaba a trabajar en el hotel.
—No se preocupe, mañana mismo traeré a sus amigas aquí. Las traería ahora si supiera donde buscarlas. ¿Conoce sus casas?
Mel negó, no iba a darle la dirección de sus amigas a un desconocido.
—Bueno... entonces mañana será, ¿estará bien esta noche, Camelia? —inquirió.
—Sí... no te preocupes —dijo ella asintiendo.
—Una vez más lamento todos los inconvenientes que le he ocasionado, espero que pueda perdonarme —murmuró.
Entonces, se levantó y sacó de su campera una flor de papel, una de esas rosas de diferentes colores que ella y sus amigas lo habían visto hacer en las esquinas para entregar a la gente.
—Es una camelia, como usted —dijo al dársela.
—Gracias... —respondió la muchacha y la tomó con el brazo que tenía libre.
En ese momento, Mel sintió como si una brisa soplara sobre ella. No entendía bien lo que estaba sucediendo y no habían ventanas abiertas, así que lo atribuyó a su estado, después de todo, aún se sentía aturdida.
Ferrán salió de allí haciendo una vez más una de sus reverencias, y Camelia sonrió. No sabía bien por qué, pero le resultaba gracioso ver a ese hombre tan guapo y varonil, haciendo esos gestos tan infantiles.
Parecían dos hombres completamente distintos, el mimo y Ferrán no parecían ser la misma persona.
Llegó Ferrán...
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