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Capítulo 3

Un par de semanas después de aquella noche, Mel ya se había acostumbrado a sus nuevas rutinas: salir a almorzar con las chicas, reunirse los viernes y su nuevo trabajo. La gente del hotel era muy amable, todos siempre tenían una agradable sonrisa en el rostro, según Lauri, era divertido trabajar en turismo, los clientes siempre estaban de vacaciones, y eso contagiaba paz y relajación. Había ocasiones, claro, en que algunas cosas no salían como se esperaba, algún aire acondicionado dejaba de funcionar o algún cliente especial se quejaba por algo. Para eso estaba Mariana, que era quien se encargaba de aquello y Mel pensaba que no podía haber nadie mejor para esa tarea. Esa mujer era capaz de calmar a una fiera, era serena, pacífica y transmitía sabiduría en cada poro de su piel, no había ni un solo cliente alterado que no sucumbiera a sus encantos.

Una tarde de sábado, Mariana le mandó un mensaje diciéndole que estaba en un centro comercial muy cerca de su casa y le preguntó si no quería tomarse un café con ella. Mel estaba leyendo un libro, una de esas historias de romance rosa que tanto le encantaban y le hacían soñar con un mundo paralelo en donde un hombre se enamoraba de ella y construían un amor tan mágico e irreal como el de sus libros. Cerró la novela y decidió que no le vendría mal un poco de aire fresco, así que fue junto a su amiga.

Cuando llegó, la encontró sentada en donde habían quedado de verse, Mariana no se veía tan serena como siempre, por lo que Mel se apresuró a acercarse.

—¿Estás bien? —inquirió la muchacha.

—No tanto, pero se me pasará —prometió la mujer.

—¿Hay algo en lo que te pueda ayudar? —quiso saber Mel.

—Problemas con Alan, nada que no se solucione, ya sabes... los adolescentes de hoy —suspiró—. Mejor vayamos por nuestro café y cuéntame qué estabas haciendo.

Mel sabía que Alan era el hijo menor de Mariana y que el chico era bastante rebelde, su madre solía ponerlas al tanto de sus hazañas. Se sentaron a la mesa, pero Mariana no dijo nada, Mel la notó muy apagada, por lo que decidió decirle algo.

—No sé qué suceda con Alan, pero a mí me ha funcionado la confianza.

Tanto Mel como Mariana se sintieron extrañas con aquella afirmación. Mariana quería que le dijera más, pero Mel sintió como si no hubiese sido ella quien dijo aquello. La palabra confianza y ella no eran buena pareja.

—¿A qué te refieres? —preguntó Mariana y ella asintió.

—Es difícil para mí aceptar eso, por lo general no he confiado en nadie nunca —añadió con la mirada perdida en el cristal de la cafetería que daba a la calle—, pero en Ian lo he hecho siempre. Hemos pasado muchas cosas, todo eso que supongo también atraviesas tú, amigos y amigas que no eran buena influencia, enamoradas que no me gustaban demasiado para él, que sentía que podrían apartarlo de su camino... de sus sueños... Pero yo siempre me mantuve aparte, por más que quería decirle o incluso prohibirle ciertas cosas, pensaba en que solo somos hermanos y que no era mi derecho inmiscuirme en su vida. Decidí confiar en que él tomaría las mejores decisiones, en que era un buen chico, inteligente y maduro... En realidad, no sé si eso dio un resultado positivo, una vez lo senté y le hablé, le dije claramente cómo era el mundo afuera, cómo debía cuidarse, protegerse, le conté mi vida a su edad y los errores que pude haber evitado cometer, al final le dije que yo no me metería en su vida, pero que confiaba en que ya era grande y que tomaría las mejores decisiones.

—Eso es bonito —dijo Mariana.

—Supongo que no es tan sencillo para ti, yo solo soy la hermana, tú eres la madre... tu responsabilidad es mayor —añadió.

—De todas maneras te lo agradezco, creo que tienes razón. A veces perdemos la perspectiva y nos desesperamos ante la idea de que los hijos equivoquen sus caminos y queremos protegerlos demasiado, envolverlos bajo un ala enorme para que nada les suceda, y no nos damos cuenta de que eso es contraproducente. Tendría que confiar un poco más en él, es lo que me reclamó, me dijo que no confío en él y en que no hará tonterías. Y no es que no confíe, es que... tengo miedo.

A Mel aquella declaración le pareció tan sincera que le generó ternura. Esa mujer fuerte, sabia, intensa y que parecía tener todas las respuestas, sin embargo, tenía miedo.

—Gracias por tus palabras, Mel, eres una gran amiga —continuó Mariana y Mel se sorprendió ante eso.

Ella no sabía ser amiga, nunca había hecho eso de dar un consejo ni tampoco había pedido uno. Con Ian sí, lo hacía todo el tiempo, pero con nadie más.

—¿Qué hacías cuando te escribí? —quiso saber la mujer.

—Leía una novela...

—¿Te gusta leer? ¡A mí me encanta! ¿Qué leías?

Mel pensó en inventarse una respuesta y darle el nombre de algún clásico que la dejaría como una persona intelectual y culta, pero observó los ojos curiosos de Mariana y no quiso mentir.

—No te rías, pero amo esas novelas rosas que exudan amor y cliché por todos lados —afirmó—, así como también las comedias románticas —añadió.

Algo en Mariana le invitaba a abrirse sin más.

—A mí también me gustan —dijo la mujer—, me ayudan a vivir un mundo imaginario, o alternativo.

—¿No tienes pareja, Mariana? —quiso saber Mel.

—No, luego de mi fallido matrimonio, tardé mucho tiempo en desear intentarlo de nuevo. Conocí a un hombre muy bueno, pero vivía lejos y las cosas no funcionaron. Estoy bien así ahora, ya suficiente tengo con los hijos —admitió entre risas—. ¿Tú? ¿De verdad no hay nadie?

—No... Nadie —afirmó la muchacha—, quizá los protagonistas de esas novelas —añadió con una sonrisa que contagió a Mariana.

La mujer sabía muy bien que algo apretaba el corazón de esa muchacha y que debía tocarla con mucho cuidado para que no se resquebrajara. Ella tenía un don especial para tratar con la gente, desde muy pequeña había sido así, por eso había estudiado psicología, y luego se había especializado en el área laboral. Desde que la había visto, había percibido que se hallaba encerrada en sí misma y con miedo, como si estuviera atrapada en una cárcel de cristal que ella misma se había impuesto, y aunque no sabía los motivos, adivinaba que tenía que tratarla con el cuidado suficiente para que esos barrotes que la tenían presa, no se rompieran. Mariana había aprendido con los años y la experiencia, que forzar situaciones, no llevaba nunca a nada.

—¿Te han roto el corazón? —inquirió.

—No... en realidad nunca he salido con nadie —admitió con un hilo de voz.

Mel consideraba que tener su edad y no tener ninguna clase de experiencias era un error, un pecado mortal, algo de lo que debía avergonzarse, más en las épocas en que los niños de doce o trece años ya tenían experiencias románticas.

—¿Nunca? ¡Pero Camelia! —exclamó Mariana con tono divertido que no ofendió a la chica, más bien le dio risa—. Eres una mujer preciosa, se nota que tienes mucho dentro de ti para compartir con el mundo. ¿Por qué no has tenido pareja? ¡Lo que me encantaría a mí tenerte como nuera! —añadió con sus gestos exagerados a los que Mel ya se había acostumbrado.

Sonrío, feliz de que la tristeza de unos minutos antes se haya esfumado del rostro de Mariana.

—Bueno, supongo que... no he llamado la atención de nadie —dijo Mel sin saber qué más decir.

En realidad, esa no era la verdad, no es que no hubiese tenido muchas oportunidades, como Ray, su compañero de universidad, o Fabio, su jefe anterior, o Luis el chico que trabajaba en la sección de cobranzas de la universidad y que le había invitado a salir unas cuarenta veces o más.

—No, eso no me lo creo —dijo Mariana negando rotundamente—. Estoy segura de que has llamado la atención de muchos... —entonces la miró con ternura—. ¿Por qué tienes miedo de amar, Mel? —quiso saber con una voz tan dulce y melodiosa que el corazón de Mel se derritió.

—No... lo sé... —admitió—. Me cuesta confiar en las personas, siempre pienso mal de ellas. Mi hermano me dice que debo darle oportunidad a la gente, pero yo me cierro antes de que eso suceda. No sé cómo tú y Lauri burlaron mis fronteras —susurró—, pero esa es mi verdad. La gente me genera ansiedad, y cada vez es peor, porque ahora, cuando siento que estoy hablando mucho, abriéndome mucho, ya se me acelera el corazón, me sudan las manos... como ahora...

Mariana valoró la sinceridad y la dificultad en la respiración de su amiga mientras le abría su mundo secreto, la tomó de la mano con una sonrisa cálida que a Mel le recordó a su madre.

—Escucha... Ian tiene razón, debes darle una oportunidad a la gente, sin dejar de cuidar tu corazón. Las personas somos complicadas, dañamos y nos hacen daño, está en nuestra naturaleza... pero el amor es hermoso, Mel, y no deberías cerrarte a la posibilidad de sentir, de experimentar, de compartir con alguien tu vida. Sé que yo no soy un buen ejemplo, pero si te sirve, no cambiaría en nada lo que he vivido. No cambiaría los años que estuve con el padre de mis hijos porque con él descubrí el amor, la camaradería, el compañerismo. No funcionó, no salió como lo soñamos, y el amor se terminó... pero fue hermoso mientras duró y le agradezco a la vida haber amado así.

—No sé cómo hacerlo... —dijo Mel—. Me he encerrado tanto que no sé cómo salir de mí misma, es... difícil de explicar, pero es como si hubiese otra Camelia dentro de mí, que cada vez que conozco a alguien, me advierte una y otra vez todo lo que podría salir mal, y termino por alejarme...

—Estoy segura de que alguien te hizo mucho daño, y no tienes que contarme si no lo deseas, pero tienes que seguir tus propios consejos. Imagina que esa Camelia que te advierte todo el tiempo, es una madre como lo soy yo, alguien que se preocupa porque no sufras y que no equivoques los caminos, y debes agradecerle por advertirte y abrirte los ojos, podría evitarte en realidad golpes fuertes... Pero por otro lado, debes decirle que confíe en ti, como lo ha hecho mi hijo conmigo, dile que sabes lo que es bueno para ti y que confíe en que lo harás bien. Debes confiar en ti misma y en la vida —susurró Mariana—. Tus amigas estamos y estaremos a tu lado, no te dejaremos caer y si caes, estaremos allí para llorar contigo.

Mel tenía los ojos llenos de lágrimas, nunca había llorado ante nadie y aquello la hacía sentir vulnerable. Las palabras de Mariana tocaban alguna fibra muy profunda en su interior.

—Nunca he llorado con nadie, me siento idiota —afirmó.

—Llorar no nos hace idiotas, nos hace humanas —susurró Mariana secando una de las lágrimas de la muchacha—. Además ayuda a limpiar el dolor. Me gusta pensar que las lágrimas son nuestra manera de bañarnos por dentro, caen cuando es necesario sacar la mugre, dejarla ir, liberarnos... Hace bien llorar, Mel, y creo que todavía deberás hacerlo mucho más... esas lágrimas están sacando eso que te tiene atrapada por dentro, y si se quedan adentro, inundan el alma, asfixian.

—Me las he tragado todas, por años... —admitió.

—Es hora de dejarlas hacer su trabajo.

Mel sonrió y sintió calor en su alma, le regaló a Mariana una sonrisa que le nació del interior, de una zona que no había percibido antes, de un lugar cálido y confortable en el que nunca había estado, pero le gustaba estar.

—Gracias...

—Te quiero, corazón —dijo Mariana y secó más lágrimas de Mel, nadie nunca le había dicho que la quería, salvo claro, sus padres e Ian, pero eso era esperable.

Ella no pudo responder con la misma frase, pero su corazón se sintió aún más tibio. Como una manta sobre un cuerpo tiritante.

Se despidieron casi una hora después, cuando ya anochecía. Mariana le preguntó si quería que la acercara a casa, pero Mel dijo que era cerca y que prefería caminar un poco, necesitaba ese aire fresco sobre su rostro. Mariana entendió y luego de darle un abrazo sentido y agradecerle por haber compartido la tarde con ella, se despidió.

Mel caminó por las calles de la ciudad completamente abstraída del sonido de la gente, del bullicio de un sábado por la tarde, de los bocinazos de los autos. Fue a dar un paseo por la costanera y se dejó fluir en los pensamientos mientras rememoraba una y otra vez su conversación con Mariana esa tarde.

Sí, ella también sentía que la quería, pero le daba miedo querer, eso significaba entrega, y le generaba incertidumbre, era como caminar sobre arena movediza, siempre podría hundirse.

Sus pensamientos la llevaron a comprender que su miedo a querer era proporcional a su miedo a sufrir, pero que su necesidad por hacerlo, había crecido tanto a través de la soledad y los años, que parecía superar con creces al miedo, lo que indefectiblemente la había llevado a confiar en esas dos mujeres que le ofrecían una aparente amistad sincera, y que quizá ya era un poco tarde para dar marcha atrás. Había aparecido en su interior una Mel que no había vislumbrado antes, o mejor, a quien no había escuchado antes; una Mel a la que quería dar una oportunidad, alguien que desde lejos le susurraba un «anímate, anímate un poco, ve despacio, pero anímate». La otra Mel, la que siempre le advertía los peligros, intentaba decirle algo, pero no podía oír su voz, solo escuchaba el ánimo de la Mel que la incitaba a arriesgarse.

Entonces, vio algo que llamó su atención, era una mujer vestida de blanco, caminaba etérea sobre la playa y parecía tener luz propia. La miró y la mujer le devolvió la mirada, tenía un ramo de flores blancas en sus brazos, un ramo de flores que a esa distancia Mel no podía distinguir si eran rosas, claveles o margaritas. La mujer parecía acercarse a ella, pero no caminando, sino flotando en el aire, Mel supo entonces que esas flores eran camelias, las favoritas de su abuela, una mujer a la que no había conocido, pero de la que su madre le había hablado intensamente.

Su abuela Carmen tenía un gran jardín lleno de camelias, uno en el que se había criado su madre y en el que había sido inmensamente feliz, pero la mujer falleció de un repentino ataque al corazón justo dos meses antes de que ella naciera, y no la llegó a conocer. Por eso, su madre le puso ese nombre, y siempre le había comentado que su nacimiento fue el momento más difícil de su vida. Por un lado, aún lloraba la muerte de su madre, una mujer a la que estaba demasiado unida y a quien amaba profundamente, y por otro lado, recibía a la vida, se convertía en madre y abrazaba a su primera hija, su gran amor. Camelia recordaba que su madre le había hablado muchas veces de eso, sobre todo cuando las cosas se habían puesto difíciles en su vida. Le había dicho lo mucho que la había esperado, lo entusiasmada que estaban ella y su abuela Carmen por conocerla, lo mucho que la habían amado ya antes de que llegara a este mundo. A Mel le gustaba oír esas historias, y su madre le decía que estarían unidas por siempre, tres generaciones de mujeres fuertes, valientes y hermosas.

Le decía también que estaba segura que Carmen, su abuela, velaría por ella desde el cielo durante toda su vida, y le había hablado tanto de ella cuando era niña y adolescente, que Mel siempre la sintió como parte de su vida a pesar de nunca haberla conocido. Por eso, cuando su madre murió, una parte de ella supo que por fin se reencontraría con su abuela y estaría bien, y que ambas velarían por ella desde arriba.

Había visto fotos de Carmen muchas veces, pero la mayoría eran fotos de su edad adulta, esa mujer etérea que veía era muy joven, de unos veinticinco años quizá, podría ser su abuela, pero no estaba segura. La mujer sonrió, y entonces desapareció hacia el horizonte, como si fuera a ese sitio donde el mar se junta con el cielo.

—Ya estoy loca, ahora sí ya estoy loca —se susurró Mel para sí misma y siguió su camino.

Se sentía confundida, aturdida, en realidad la había visto, como alguien tangible. ¿Habría sido su imaginación? Nunca le había pasado aquello.

Entonces, cruzó la calle para llegar a su departamento, ya estaba en frente. Y de pronto, cuando solo faltaban dos pasos para que pisara la vereda, escuchó un bocinazo, un grito agudo con una grosería, y luego todo se puso negro.

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