Siempre sucedía lo mismo. El niño travieso se escabullía por los interminables pasillos. Y solía esconderse en los lugares más insólitos, pero no sin antes robar helados del buffet.

   La madre, bastante enojada, lo tomó del brazo y lo obligó a caminar. Chasqueó la lengua en señal de desaprobación al ver que el traje de marinerito estaba manchado, no sólo de helado, sino de barro también. Era evidente que el niño había estado afuera chapoteando, como hacía siempre que llovía, jugando con sus barcos de papel, bajo la lluvia que ya llevaba toda la noche.

   Aunque había amanecido, el cielo aún estaba encapotado. La joven madre dio un salto con el niño en brazos y lo acomodó en el columpio. Hizo callar a los demás que jugaban alrededor, se alizó el cabello trenzado y se acomodó el incómodo corset.

   En cuanto las luces de los pasillos se encendieron, todos quedaron congelados. Y en pocos segundos, sus rostros sonrojados por todas las idas y venidas de la noche se convirtieron en finas pinceladas de óleo. El director del museo y su asistente avanzaban por los pasillos haciendo un último recorrido de inspección antes de abrir al público. Ya habían pasado el cuadro que era tan grande que prácticamente cubría una pared entera, cuando la muchacha se volvió sobre sus pasos preocupada.

   – Otra vez...

   El supervisor miró detenidamente al niño que la joven señalaba, el que estaba en el columpio.

   – Esa mancha, en su ropa, es...

   –  ¡¿ Helado...?! Y sus zapatos están... ¿embarrados?

   – Y encima las cámaras de seguridad siguen sin funcionar. ¡Cuando encuentre al bromista...lo pondré de patitas en la calle! ¡ Mira que hacerle esto a una pintura de trescientos años!– refunfuñó el director enojado, sin notar la mirada severa que la joven madre le daba a su hijo pequeño mientras éste ahogaba un espasmo de risa y trataba, por todos los medios, de mantener su postura rígida, sin mover un sólo músculo, pensando seguramente en su siguiente travesura...