El pequeño sonámbulo
Con soltura, y siempre sonriendo, se fue despojando de casi todo lo que llevaba: gorro de lana (la abuela se lo había tejido), bufanda (bordada con el escudo del exclusivo colegio primario al que asistía), zapatillas ( estrenadas ese mismo día) y un carrito con ruedas sibilantes cargado con todos los juguetes que Santa le había dejado la Navidad pasada.
No tuvo que justificar lo faltante cuando llegó la mañana. Su madre - mientras le daba órdenes al cerrajero para poner una traba extra en la puerta de calle- le echó la culpa al sonambulismo; lamentando que todo lo faltante yaciera, seguramente, en el fondo del río, que fluía muy cerca de donde había encontrado durmiendo a su hijo, algún que otro amanecer.
Y sumergida en sus propios problemas - ...que si la empleada nueva comía a escondidas cuando nadie la veía, ...que si el jardinero le robaba las mejores rosas para venderlas en el mercadillo mientras le echaba la culpa a las hormigas, ...que si el marido de su hermana se compraría, como había dicho, un automóvil más moderno que el que ellos tenían - llevaba casi a rastras a su hijo hasta la puerta del colegio.
Y si hubiera prestado un poco de atención, hubiese visto cómo éste le guiñaba un ojo cómplice a un grupo de niños gitanos, que atravesaban ahora la plaza, en manada revoltosa, tratando de disimular gorro, bufanda y juguetes entre sus ropas precarias, mientras saludaban furtivamente al pequeño sonámbulo que, completamente feliz, hacía caso omiso al frío que ya comenzaba a congelarle las orejas y hasta la punta de la nariz.
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