El genio del desván
Antoñito no quería que llegara la noche, porque no quería que amaneciera. Su maestro iba a tomarle una lección. Pero Toñito no había leído un solo renglón. Su mente naufragaba en travesuras a medio planear. Aprovechó que sus padres estaban distraídos y bajó al desván. Allí podría pensar más claramente.
Muebles desvencijados, estantes mohosos y un sillón medio carcomido por las ratas era todo lo que había allí. Toñito repasó con su mirada todo el lugar buscando algo que le sirviera a sus planes. Como no encontró nada que le interesara, suspiró y justo cuando se dirigía a la salida, la vio: era una lata de extraña forma y bastante oxidada. Corrió hacia el estante y quiso tomarla. Estaba muy arriba, así que se trepó en los pisos inferiores y al rozarla con los dedos, todo se vino abajo, provocando un tremendo ruido.
Con mucha curiosidad, Toñito buscó la lata entre todo aquel desastre de maderas y vidrios rotos y la encontró. Con una sonrisa traviesa, se sentó en el borde del sillón maltrecho y leyó, con algo de dificultad, las inscripciones de la etiqueta:
"...este recipiente...contiene un genio de los deseos. Fecha de vencimiento: 2 de julio de 1.877. Pro...ce...den...cia: lejosss..."
Toñito volvió a leer la fecha de vencimiento pero no se preocupó. ¡Cuántas veces había comido galletitas vencidas a escondidas de su mamá! Buscó las instrucciones. Primero en la lata, luego en los estantes que aún quedaban en pie, pero no tuvo suerte. Pero,
¿ quién necesita instrucciones? ¡Todo el mundo sabe cómo funcionan estas cosas!
Toñito tomó el recipiente y frotó la tapa con fuerza. La lata comenzó a vibrar violentamente. Antoñito se asustó y la lanzó a un costado. Por una ranura, en una de las tapas, comenzó a salir un humo verde, muy denso y con un penetrante olor a repollo hervido. El humo ascendió unos metros hasta condensarse en una forma humana. Toñito, con los ojos desorbitados, vio cómo la figura se hacía más clara hasta formarse un genio gordo, de piel aceitunada y grandes ojos negros.
Vestía fastuosamente, con tules, gasas y lentejuelas y un turbante en la cabeza. Parecía bastante anciano. Se desperezó, como si hubiese estado dormido por mucho tiempo y, mirando al niño de reojo, sacó de su bolsillo una lima y...¡comenzó a arreglarse las uñas!
Toñito abrió la boca para hablar pero como no se le ocurrió nada que decir ante semejante escena, la volvió a cerrar.
– Ya sabes cómo es esto, ¿verdad?-– dijo el genio, algo fastidiado–No me harás repetir todo, ¿verdad?
Toñito entonces exclamó:
–¡Lo sé! ¡Tengo tres deseos!
–No, sólo tienes uno. Uno por cada vez que salgo de la lata.
–¡¿Por qué?!–ahora el fastidiado parecía ser Toñito.
–¿Has leído la fecha de vencimiento? Ya estoy jubilado. Hace mucho que no me liberan.- dijo el genio mientras guardaba la lima y sacaba un espejito y lo que parecía ser...¡un brillo labial!
Toñito miró boquiabierto cómo el genio se maquillaba con esmero. Pero la voz de su madre lo sacó de su estado de sorpresa.
Claramente lo llamaba y, por el sonido de su voz, estaba bastante cerca. Y eso precipitó el deseo:
–¡¡¡Quiero ser invisible!!!
Y, antes de que el genio respondiera, y desapareciera con un chasquido, la puerta del desván se abrió con un crujido. La mamá del niño entró y encendió la luz. Se enojó bastante al ver todo aquel desorden.
–¡¡Antonio Gaspar Lorenzo Camilo Cienfuentes Y Vergara!!!- dijo ella– Ya verás cuando se entere tu padre!
–Mamá, lo siento...–masculló el niño mientras avanzaba hacia ella, arrastrando los pies.
La mujer también avanzó en su dirección y ¡lo traspasó sin esfuerzo aparente! Miró hacia atrás y volvió sobre sus pasos.
–¡Cuando te encuentre, Toñito!- pronunció con enojo– Hoy te quedas sin cenar!– y cerró la puerta tras de sí.
El niño no podía creerlo. Efectivamente, ¡era invisible! ¡Ya no tendría que estudiar nunca más!
Así pensaba Antoñito la primera hora de invisibilidad. Para la segunda hora, ya no estaba tan alegre y para la tercera, en la que ya se había cansado de traspasar paredes y hacerle morisquetas a su hermanita, el hambre pudo más. Encontró sobre la mesa una enorme torta de chocolate pero no pudo probar ni un solo bocado. Sus manos traspasaban cualquier objeto sólido. Se tuvo que contentar mirando a su abuelo saborear la crema y los merengues.
Unas cuantas horas después, sin saber qué hacer y con bastante fastidio y hambre, se acostó en su cama, esperando que al amanecer se le ocurriera alguna de sus brillantes ideas para mejorar su situación. Se durmió en seguida y comenzó a roncar de tal manera que ni siquiera se despertó cuando su cuerpo traspasó el colchón y cayó al piso de parqué o incluso cuando la luz del sol le iluminó su rostro en la mañana.
Un par de horas después se despertó de golpe, preguntándose porqué estaba durmiendo en el piso. Trataba de agarrar una remera de abajo de la cama cuando su madre abrió la puerta.
–¡Aquí estás!– dijo enojada.
– Ma...má..., ¿puedes verme?
– Por supuesto que puedo verte!. ¡Ya quisieras ser invisible cuando tu padre se entere de tu visita al desván! Tendrás que limpiarlo todo, antes de irte a la escuela...¡Y no hay desayuno!–y agregó previendo una protesta de Toñito–¡Ni computadora por una semana!
Pero Toñito no protestó. Sonriente corrió hacia su madre y le dio un afectuoso abrazo. Después , a toda velocidad, fue hasta el desván, pensando qué deseo podría pedir esta vez...
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