Segundo suspiro
Cuando despierto, los enfermos ya no están a mi lado. Veo hacia la ventana, las margaritas ya no parecen bailar con la brisa y el sol asomándose con mayor intensidad entre las nubes me indica que ya es otro día, otra mañana. Me acomodo mejor en la camilla, los huesos de mi espalda crujen con cada movimiento, liberando tensión acumulada y recordándome que ahora están mucho más adheridos a mi piel que antes.
Me siento un poco mejor que ayer, lo que significa que el líquido debe estar haciendo efecto. Por instantes, veo la vía en mi brazo, ese intruso en mi cuerpo. Recuerdo que una vez la arranqué, pero dolió como la mierda. No lo he vuelto a hacer porque, como dije, estoy acostumbrado al dolor, pero no soy masoquista. Puedo aguantar esta cosa por unos días mientras recupero fuerzas y luego volveré al peligroso juego de rechazar cualquier comida. Esa es la rutina de todos mis días.
Estiro un poco mis piernas, mis pies ya llegan al final de la camilla e incluso salen un poco de esta. He escuchado a los doctores decir que, para ser alguien con anorexia, soy bastante alto. Mido un metro ochenta, pero a veces parece más porque mis extremidades son tan delgadas que simulan ser más largas de lo que son. Estiro mi mano— la que no tiene vías inyectadas en ella—hasta la mesita que está al lado de mi camilla. Tomo dos cosas: mi gorro de lana y mi cuaderno. El gorro es suave contra mi piel y, cuando lo deslizo por mi cabeza, las hebra castañas que antes cubrían un poco mis ojos ya no estorban. Rara vez ando sin esto, ¿por qué? No lo sé. Supongo que solo me gusta mi gorro.
En cuanto al cuaderno, su tapa ya se encuentra tan desgastada que perdió su color original. Por su grosor, que ha aumentado el tiempo en el que lo he usado, sé que se está acabando y que se unirá a la colección de cuadernos usados que guardo en el armario. Escribir historias es algo que me distrae del tortuoso pasar del tiempo en este lugar. Cuando creo personajes, cuando moldeo sus propias tramas, siento que tengo el control sobre la vida. Es fascinante, porque la verdad a duras penas si tengo control de la mía. En mis historias tengo el poder de hacer lo que sea, no hay vías ni doctores que me detengan.
Soy el narrador, el Todo Poderoso que se puede burlar de sus propios personajes, que construye sus finales y decide si hacerlos felices o no. Me encanta saber que tengo el poder de hacer algo, de ser alguien, y todo por un lápiz y un cuaderno desgastado.
—¿Creando otra historia, Jay? —escucho una voz desde la puerta y de inmediato sonrio. Sé que si pudiera volver a escuchar a mamá, mi sonrisa seria igual a la que cargo ahora.
Mantengo mi postura firme con respecto a los doctores: los aborrezco. Sin embargo, sé reconocer que hay excepciones y la mía se llama Charlotte Miller. Ella fue la doctora que me recibió cuando entré por primera vez a este hospital y, desde entonces, se ha quedado a mi lado. Encuentro la sonrisa maternal en sus labios color melocotón, siempre brillosos por el labial que usa. Trae su cabello rubio recogido, como siempre, y una bandana colorida en su cabeza. Sus ojos verdes siempre me han recordado al pasto de mi antigua casa, quizá por eso siempre que la veo me siento en mi hogar.
Charlotte es demasiado buena para ser doctora, demasiado cariñosa y demasiado atenta. Mientras que los otros nos miran con fastidio y hasta odio por ser los casos más difíciles en el hospital, ella nos mira a mi y a mis amigos como personas normales, chicos a los que vale la pena querer. Yo estoy agradecido de que ella sea nuestra psiquiatra; de que sea nuestra excepción.
—Terminaré una que inicié hace poco, Lotty —digo, mientras ella se acerca hacia mi camilla y toma un lugar a mi lado en la camilla —. Es una de esas cortas que suelo darle a Margaret.
—Genial, a ella le encantan —me asegura, y sonríe con cierta diversión —. Aunque nunca lo admite, le fascinan.
—Lo sé, pero Maggie preferiría ahogarse en su propio vomito antes que admitir que tengo talento.
—Que cínico, mi niño.
—Así soy yo, Lotty.
Ella ríe y niega con la cabeza, como diciendo "no tienes remedio, Jay". Le sonrío de vuelta, por supuesto que no lo tengo.
Me observa escribir por un rato, en el que de vez en cuando voltea para arreglar un poco las bolsas de líquido colgadas al lado de la camilla, o para acomodar las almohadas tras de mi. Lotty tiene treinta y ocho años y aparenta exactamente la edad que tiene. Sus mejillas son un tanto rellenas y siempre lleva rubor en ellas puesto que dice que, de lo contrario, se ve muy pálida. Es el único maquillaje que usa; del resto, se mantiene natural.
Charlotte suele destacar que soy muy cínico en ocasiones, que mis chistes en realidad están salpicados por un humor negro que no puedo ocultar y que quizá soy demasiado pesimista. Me lo dice a menudo, pero al menos no me juzga. No dice que lo que soy está completamente mal, solo señala esas características y me permite continuar con mi vida como si no le molestaran mis defectos. Se siente bien poder estar con alguien sin tener que preocuparme por la sensación de que cada detalle en mi es un error; solo puedo sentirme así con ella y con los enfermos.
—Oye, Lotty —le digo en cierto punto —. ¿Podrías comprarme más cuadernos? Quiero cuatro, que sean gruesos y de cobertura bonita, si se puede. Te los pagaré cuando pueda salir de aquí y hacer mi propio dinero, promesa.
—No tienes que prometerme nada, Jay. Me gusta regalarte cuadernos —ella me sonríe, su sonrisa es tan cálida y maternal que me llena de calma en instantes —. ¿Necesitas más lápices también?
—Si no es molestia...
—No lo es. Iré a comprarle más pinturas a Jacob luego y unos libros a Ume, aprovecharé el viaje. Oh, y le traeré dulces a Ale ¿Qué podría regalarle a Maggie? Siento que ella me odia...
—Lotty, regalándole cosas a Maggie solo conseguirás que te odie más. Dirá que te esfuerzas demasiado en agradarle.
—¡Pero si quiero agradarle! Ustedes son mis niños, no entiendo porqué no le caigo bien.
Porque es una doctora, porque es la mujer cuyo trabajo consta de analizar nuestros comportamientos y el de Margaret no es el mejor. Mi amiga tiene antecedentes de depresión, igual que yo, solo que su expediente tiene un terrible intento de suicidio que solo hace que el trabajo de Lotty sea mucho más intenso con ella. Su empleo consta en detener esos "pensamientos terribles". En otras palabras, intenta cambiar ese juicio que para muchos es preocupante, pero para nosotros es normal. No lo va a lograr, por mucho que lo intente. La forma en la que Maggie y yo vemos al mundo no es algo que se pueda borrar, no cuando los dos hemos pasado por cosas que han teñido nuestra realidad de un gris intenso. No hay doctor que cure nuestras opiniones, ni siquiera Charlotte.
Y Margaret la odia porque ella sigue intentándolo.
—¿Quieres mi consejo? No intentes caerle bien —suelto, encogiéndome de hombros —. Margaret odia al 99% de la población humana, no es personal.
—Le compraré un vestido —dice, ignorándome por completo.
Yo ruedo los ojos, ni siquiera me voy a molestar en decirle que es una terrible idea. Maggie odia su físico, un vestido le recordará que no le gusta su cuerpo. Un regalo como ese solo conseguirá que el odio hacia Charlotte aumente, pero no es como si su relación tuviera arreglo a este punto. Dejaré que se lleve la sorpresa por su cuenta cuando Margaret le devuelva la prenda de ropa hecha trizas.
Veo a Charlotte levantarse de la camilla para caminar hacia la ventana. La abre un poco, permitiendo que entre un poco de aire fresco que de inmediato hace contraste con el aire con olor a químicos y desinfectante de mi habitación. Siento un poco de frío, pero en realidad es refrescante. Ella se da la vuelta una vez más y me sonríe de una forma que reconozco muy bien. Entrecierro mis ojos hacia ella, sé que viene ahora.
—Entonces...me contaron que ayer te peleaste con Glenda y con Killian —dice, con esa voz que parece desinteresada, pero sé que no lo es.
—Fue divertido —le digo, poniendo mi mejor sonrisa.
—No debería parecerte divertido hacer enojar a aquellos que te mantienen con vida, Jayden.
—Lotty, a ellos no les importo. Si la enfermera Glenda y el doctor Killian me mantienen con vida es porque el hipócrita de mi padre les paga por hacerlo, aún cuando no me ha visto desde que entré a este hospital.
Ese es mi principal problema con los doctores que no son Charlotte: ellos no me atienden ni me aguantan porque les importo, solo lo hacen porque son órdenes. Mi papá me quiere con vida, aún cuando no quiere formar parte de ella. Él solo me lanzó aquí, a un lugar en el que debo dejar que unos hombres y mujeres de batas blancas controlen lo que entra en mi cuerpo, lo que ingiero e incluso lo que pienso. Ellos intentan manejarme, ¿cómo espera que no los deteste?
—Cariño, su pasión es sanar personas —me dice Lotty con tacto en su voz, mientras vuelve a tomar asiento en la camilla —. Te lo digo porque yo también estudie medicina. Nosotros no elegimos esta carrera pensando en que nuestros pacientes no nos importarían, la elegimos porque sabemos que podemos salvar vidas.
—¿Y si no quiero que salven la mía? —le pregunto, consciente de que eso debe alertarla un poco —. No es que quiera morir, Lotty, yo solo quiero vivir a mi manera. Odio que el doctor Andrews crea que puede manejar la forma en la que vivo solo con gritar: "¡Tienes que comer!".
El doctor Killian Andrews es un hombre de cuarenta y cinco años, de ojos azules y cabello negro con algunas canas que de seguro deben tener mi nombre en ellas. Él es el encargado del ala del hospital a la cual pertenezco, por lo que ha seguido mi caso desde que entré aquí. Si algo he aprendido de Killian estos años es que es un mandón y un grandísimo engreído que cree que por estar al mando es el mejor, cuando no es así. Es de esas personas que cree que su palabra es ley, aún cuando son solo basura y un desperdicio de aire. No puede caerme bien, no cuando sé que es un patán que no puede tolerar que alguien sea un poco mejor que él.
Sé que no está muy a gusto estando a cargo de la sección de casos especiales en el hospital, sobre todo porque debe lidiar con enfermos como mis amigos y yo. Presume a diario ser buen doctor, pero parece odiar los casos difíciles; es decir, a nosotros. Él preferiría ser el encargado de una sección más importante, o al menos una que no tenga niños molestos que no tienen las fuerzas para mejorar, pero quizá los directores del hospital no lo creen tan bueno. Eso hiere su ego y alimenta el mío. Puede que Andrews sea el más poderoso en este lado de mi mundo, pero no lo es para el mundo entero. Así como él me ve con superioridad, haciéndome sentir miserable con sus ojos enfadados y engreídos, hay otras personas que lo ven desde arriba, y sus miradas son peores.
Incluso los doctores tienen que obedecer a alguien.
—Killian es buena persona y un doctor excelente, pero tienes que entender que su fuerte es estar en un quirófano, operando, no convencer a un niño anoréxico que debe comer —dice Charlotte, jugando con el zarcillo extra en su oreja izquierda; es algo que siempre hace.
—Entonces, que no lo haga.
—Es su trabajo, Jay. También es el trabajo de Glenda.
—Mejor ni hablemos de ella —ruedo mis ojos —. Al menos no tengo que lidiar con Killian todos los días, pero la enfermera Mc'Callum es un dolor de culo constante.
—¿Cuál es la necesidad de usar ese lenguaje?
—La palabra culo sigue siendo perfecto español, Lotty.
—Podrías usar apodos menos despectivos. Estamos hablando de una mujer mayor.
—Vale, ¿pero no es más despectivo considerar que los mayores no pueden ser un dolor de culo? Es como una especie de desigualdad de oportunidades, ¿no lo crees?
No me responde, solo frunce sus labios y niega con la cabeza. Eso solo significa una cosa: no sabe que responderme.
La enfermera Glenda Mc'Callum es, con sus cincuenta y siete años de edad, la enfermera más anciana dentro del personal que me atiende y a los enfermos de esta sección del hospital. Es baja, rellenita, de ojos oscuros y de un cabello azabache que siempre se encuentra atado en un moño. A simple vista, se ve como la clase de mujeres que regalan galletas en comerciales, pero está muy alejada de esa imagen en la realidad. Es casi tan mandona como Killian, solo que ella se irrita mucho más rápido que él y tiende a gritar más. Es la pesadilla viviente de Margaret y también la mía, pues con su estricta forma de ser nos obliga a comer como si nada ¿Acaso esa señora no entiende que Maggie y yo vemos la comida como si fuera veneno? Nadie ingiere veneno por gusto.
Puedo entender que le paguen por mantenernos con vida, pero nada le costaría intentar acercarse a nosotros con amabilidad. La rechazaríamos de igual forma, pero al menos no la odiaríamos.
A Alek le da miedo, dice que grita incluso más fuerte que sus demonios. Por otro lado, Ume no la odia, pero le tiene respeto y prefiere no cruzarse en su camino. Eso sí, así como ella es mi pesadilla viviente, la enfermera Mc'Callum tiene su propia pesadilla, y la misma tiene un nombre: Jacob Everton. Él es experto en sacarla de quicio, incluso más que yo. No me explico como, pero parece que mi mejor amigo respira y ya es capaz de exasperar a Glenda. Es divertido verlo llamarla bruja, y ella le devuelve el gesto llamándolo monstruo.
Quizá Charlotte tenga un poco de razón al decir que deberíamos respetarla por ser mayor, pero no me imagino haciéndolo ¿Por qué debería respetar a una persona que parece que jamás me escucha? Digo basta y ella sigue insistiendo que coma, que tome medicamentos, que haga lo que ella desea. No quiero dejar mi vida en sus manos, aunque sé que en las mías tampoco está a salvo.
Yo simplemente no confío en la enfermera, no de la forma en la que confío en Charlotte.
—Escucha, sé que crees que los doctores están en tu contra...
—Porque lo están —la interrumpo —. Ya hemos tenido esta conversación antes, Lotty.
—Y parece que jamás me escuchas, Jay. Sé que ves esto de la anorexia como una especie de juego que, en cierta forma, te conecta a tu mamá. Lo entiendo, pero debes entender que tú estás jugando con fuego, Jay; un fuego peligroso y ellos solo intentan que no te consumas en las llamas.
—Nadie ayudó a mamá cuando ella jugó, dejaron que se quemara.
—Y lo lamento mucho, pero debes dejar que nosotros te ayudemos a ti. No dejaremos que te quemes, Jay.
Ella toma mi mano y me ve con esos ojos tan verdes como el pasto, haciéndome sentir en casa...aunque ni siquiera conozco el sentimiento de estar en un hogar; esa sensación se esfumó cuando perdí a mamá. No me doy cuenta que estoy llorando, no hasta que ella pasa los dedos de su mano libre por mis mejillas hundidas para limpiar el rastro de lágrimas que se escapó de mi sin permiso. Su tacto es suave, delicado, amoroso. Quizá si todos los doctores fueran tan comprensivos como ella, yo no los odiara.
Pero el trabajo de todos ellos se limita a mantenerme con vida, no a hacerme sentir vivo. Charlotte solo lo hace porque tiene buen corazón.
—Tranquilo, mi niño. Todo estará bien —lleva diciéndome eso seis años, no sé porque le creo todavía —. Saldrás de esto con vida, Jay. Te falta poco.
Hace lo que hace siempre: arregla el gorro de lana sobre mi cabeza, besa mi frente y me regala una amplia sonrisa. Luego, busca en el bolsillo de su bata un frasco de píldoras, lo abre y deja una en la mesita junto a mi camilla. Hace tiempo que no deja pastillas, es la primera vez en meses que lo hace y la observo con cierta sorpresa.
—Confío en que te la tomarás cuando me vaya —me dice y conozco ese truco. Odio las pildoras, pero sabe que la tomaré porque no quiero defraudarla...porque la quiero y me duele romper la confianza que tiene en mí —. Ya debo irme, Alek necesita su medicamento. Mañana te traeré esos cuadernos nuevos para que sigas escribiendo historias maravillosas ¡Oh! Y también te daré unos libros de medicina que te pueden servir para inspirar a algunos personajes. Leí en uno de ellos sobre una enfermedad en la que la persona no puede olvidar absolutamente nada ¿No seria genial escribir sobre un personaje así?
—Sí... —digo, pero mi mirada esta fija en la píldora azul y blanca sobre la mesa —. Gracias, Lotty.
—Ni lo menciones. Me alegra que escribas, Jay —se levanta de la camilla y no la veo mientras se aleja de mi para ir hacia la puerta —. Nos vemos mañana, mi niño. Te quiero.
No le respondo, pero sé que sale de mi habitación cuando hay un silencio absoluto asfixiándome. Trato de entender porque dejó esa pastilla ahí, una pastilla que reconozco muy bien. La tomo entre mis dedos y veo sus colores paliduchos como si fuese la primera vez, aunque no lo es ¿Qué significa esto?
—Genial, ya se fue la doctora Miller —escucho a Margaret entrar a mi habitación como si fuera la suya —. Me esconderé aquí porque después de Alek, Charlotte va a mi cuarto y finge ser amable cuando en realidad solo quiere jugar con mi mente.
No le respondo, ni siquiera le hablo cuando se sienta a mi lado en la camilla, o cuando toma mi cuaderno sin que se lo permita. Yo solo veo la condenada píldora en mi mano.
—Tierra llamándo a Jayden —me dice, sacudiendo su mano frente a mi —. ¿Acaso Charlotte te hipnotizó? ¿Es su nuevo método para lavarnos el cerebro?
—No entiendo porque la odias tanto —digo, finalmente dándole mi atención —. No es mala, como los otros doctores.
—Jayden, yo sé reconocer a alguien falso y mentiroso —alega, quitándome el gorro de la cabeza para ponérselo ella —. Charlotte no me cae mal por ser doctora, solo la aborrezco porque sé que no es la dulce chica que aparenta ser con nosotros. Oculta cosas, el problema es que no sé que cosas son.
—La estás juzgando sin saber, margarita.
—En primer lugar, no me llames así, estúpido. Y en segundo lugar, yo sé de lo que...
Se detiene al notar la píldora en mi mano. Sus ojos color miel, que por el poco reflejo del sol que ahora se asoma por la ventana se ven mucho más dorados y con unas pequeñas líneas marrones que no puedo ignorar, se abren en sorpresa solo por esa pequeña pastilla. Sus delgados dedos chocan con los míos cuando la toma, se siente como chocar hueso con hueso; esqueleto con esqueleto.
—Te dio antidepresivos —señala ella, aunque yo ya lo sé —. Creí que había dejado de recetártelos.
—Algo debió haberla hecho cambiar de opinión —digo, sin poder ignorar el nudo que se forma en mi garganta.
Entonces, mi mejor amiga deja de observar la pastilla para observarme a mi. Sus ojos me examinan, tratando de adivinar que haré; o peor, intentando entender lo que estoy pensando.
Ya he tomado anidepresivos antes, y los odio. Esta diminuta pastilla tiene los efectos secundarios más jodidos que pueden existir, o al menos los que yo he aguantado. Naúseas que revuelven todo en mi, mareos que a veces ni me dejan estar de pie, un cansancio que no puedo describir, insomnio que atormenta mis noches...Y lo que es peor, aumento de peso.
Charlotte dejó de recetarmelos hace meses, igual que a Margaret. Pero ahora, la dichosa pastilla ha vuelto, y con ella mi miedo a sus espantosos efectos. Tomo la pildora de la mano de Maggie, se siente pequeña y frágil contra mis dedos. Por esto odio tanto las pastillas, porque son tan pequeñas que no esperas que tengan tanto efecto sobre ti, hasta que ocurre.
Te vuelves un efecto secundario de algo más pequeño que una uña.
—¿La tomarás? —pregunta Margaret, devolviéndome mi gorro. Ella misma lo pone sobre mi cabeza.
Yo en serio odio estas pastillas, y pensar que aumentaré de peso por tomarlas hace que mi odio sea mucho mayor. Sin embargo, el color verde de los ojos de Charlotte es mucho más fuerte, al igual que su dulce tono de voz diciendo "confío en que la tomarás". No puedo defraudarla, no cuando defraudé a mamá en su momento por no ayudarla, así que estiro mi mano para tomar el vaso de agua en la mesita. Ni siquiera lo pienso cuando introduzco la pastilla en mi boca y la dejo pasar por mi garganta con un gran trago de agua. Mi pulso se acelera, mis nervios florecen...
Es como si pudiera sentirla empezar a hacer efecto en mí, aunque sé que así no funciona. Ni siquiera ha empezado su trabajo y ya me está afectando.
—Esta bien, Jay. Estoy aquí —escucho decir a mi amiga, mientras apoya su cabeza en mi hombro. Cabe destacar que es huesudo e incómodo, pero a ella no le importa —. Ahora, ¿me hablas de alguna historia que escribes para mi? Dime que en la siguiente no me harás una doctora.
Sonrío y eso me delata, así que ella golpea mi brazo. Suelo escribirle historias en las que llamo a los personajes como las flores en nuestras ventanas, margaritas. A ella, por otro lado, la retrato como una mujer adulta, que sobrevivió a todo esto...Y que se convirtió en doctora.
Esa última parte, debo admitir, la hago para hacerla enojar.
—Parece que Jacob y tu están compitiendo para ver quien me molesta más —suelta.
—No competiría sabiendo que voy a perder —le digo, ella rueda los ojos —. Tengo nuevas ideas para historias, margarita. No solo para ti...
—¿Escribirás para los demás? —me pregunta sorprendida —. ¿Cuatro historias, Jay?
—Tengo tiempo —me encojo de hombros.
—Eres un ambicioso, Jayden Smith. Vas a tener que contármelo todo, ¿está bien?
Y normalmente se lo contaría, pero, si me toca ser sincero, solo puedo pensar en la jodida pastilla nadando ahora en mi estómago ¿Cuánto tardará en hacerme efecto? ¿Cuántas de estas tomaré hasta que mi peso comience a cambiar? Siento un vacio en mi y creo que comenzaré a sudar en cualquier momento. No me gusta esto, no me gusta saber que hay un intruso dentro de mi cuerpo, afectando mi vida sin que yo me pueda defender.
Margaret nota mi silencio y toma mi mano, aferrándose fuerte a ella. Lo bueno de que mi amiga sea un esqueleto igual que yo es que nos comprendemos sin la necesidad de hablar. Ella está escuchando mi miedo y yo ni siquiera he abierto la boca.
—Tranquilo, me contarás luego —me dice —. Mientras, leeré una de tus historias.
—No quiero escuchar las basuras que escribo.
—Y justo por eso las leeré.
Sonrío, pero cuando empieza a leer la sonrisa desaparece. Suelto un suspiro y aguanto mis ganas de gritar. La pastilla a cambio de no herir a Charlotte...Y pensar que luego digo que odio a los doctores.
Hay excepciones para todo.
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