Primer suspiro
Primer suspiro:
Siento que llevo vivo una eternidad. Siento que los años me pesan como décadas y las décadas como siglos. Es irónico porque, en realidad, solo tengo dieciocho años. Claro que ocho de ellos han sido una maldita pesadilla y en los sueños el tiempo se distorsiona, ¿no es así? Quizá por eso siento que llevo tanto tiempo atrapado en este hospital, porque solo estoy soñando. Seguro me encuentro en mi cama dando vueltas, intentando despertar.
Pero no despierto, jamás lo hago.
El líquido que suministran en mis venas pica, igual que siempre. Esto es lo que me mantiene vivo, o al menos en esta farsa que simula ser una vida. Al menos ya no arde como al principio, pero eso no hace más satisfactorio que unas personas en batas blancas tengan el poder de adentrar sustancias a mi cuerpo cuando les da la gana. Creo que esa es una de las razones por las que sigo evitando ingerir las sustancias de las que si puedo alejarme. Por eso la comida y yo no hemos sido muy amigos que se diga en los últimos cinco años. Puedo controlar cuando los alimentos entran en mí y cuando no, y prefiero que no lo haga porque así me pruebo a mi mismo que manejo algo de mi patética existencia.
Si tuviera la capacidad describir en versos la satisfacción que me da saber que puedo controlar algo en mí, algo que los doctores no pueden, escribiria el poema más largo y crudo del mundo. Uno que le robaría suspiros a poetas como Shakespeare, o Poe, si ellos tan solo tuvieran suspiros restantes que dar. Y sí, es algo triste que lo único de lo que tengo control es de mi cercanía con la muerte, pero es lo que tengo. Los doctores jamás podrán impedir que me aleje de ella, porque ni siquiera yo puedo hacerlo. No es que la quiera, en realidad la desprecio, pero tampoco soy muy amigo de la vida que se diga. Supongo que odio a ambas por igual, pero son las únicas dos compañeras que sé que jamás me van a defraudar. Las únicas que me dirán "adiós" solo cuando yo esté listo para hacerlo.
—Ya sabes, no te quites la vía, Jayden —escucho a la enfermera Mc'Callum y, sin la necesidad de verla, sé que está frunciendo su frente de la forma en la que siempre lo hace cuando quiere regañarme. Adelante, que lo haga. De todos modos, los regaños son de las pocas cosas que hacen a este lugar interesante —. Hablo en serio, niño. Tu salud no es un juego.
Siento que me reta, porque de hecho si lo puede ser; lo ha sido desde que empecé a reducir las calorías en mi plato y lo sigue siendo ahora que me alimentan por un jodido líquido. No puedo evitar elevar un poco una de las esquinas de mi boca. Sé que esa reacción la asusta, aunque la enfermera Glenda Mc'Callum rara vez demuestra sus sentimientos. Esa mujer debe tener una piedra por corazón, nada la inmuta. Pero yo llevo mucho tiempo aquí, sé exactamente qué le pone los pelos de punta a cada doctor, enferemera, o pasante. Yo, por ejemplo, suelo asustarlos con mi sola apariencia: palidez extrema, costillas visibles, piel que se adhiere a mis huesos...Y eso que no les he dado un pequeño vistazo de lo que hay en mi mente, así me tendrían mucho más miedo.
Puedo escuchar a la enfermera resoplar y a los enfermeros que la acompañan comenzar a recoger todos los aparatos inservibles que suelen cargar, eso mientras yo tengo mi vista fija en la ventana, en las flores que reposan en ella y que siempre se han visto hermosas desde mi camilla. No sé porque el Hospital St. Gilbert tiene margaritas en cada ventana del edificio, pero creo que es algo de lo que jamás me podría quejar. Se ven tan bien ahí afuera, sus pétalos blancos alborotándose ante la brisa ligera, sus delgados tallos firmes, incluso en tormentas. Ellas respiran un aire que no huele a cloro, no huele a químicos y tampoco huele a desinfectante. Las envidio porque se ven tan libres como yo desearía estarlo.
Y quizá es el picor del líquido, o la incómoda sensación de la envidia, pero algo de eso causa que recuerde la razón por la que llegué a este lugar. Siempre he odiado las despedidas, pero hay dos que me marcaron mucho más que cualquier herida que he visto en los enfermos de este hospital. Con la primera aprendí que las personas que menos deben irse se pueden ir para siempre, de la nada, dejándote solo en una vida que hasta ese momento parecía ser un sueño, pero su partida la convirtió en una pesadilla.
Con la segunda, aprendí lo que se siente que te abandonen, que te digan adiós porque eligen no hundirse junto a ti. La gente se cansa de aguantar dolores que no son suyos, supongo que eso le pasó a papá cuando me dejó aquí.
¿Pensará a diario en mí? Me gustaría creerlo, me complace imaginar que puedo hacer de su vida una pesadilla con mi solo recuerdo.
—¿Aguantaste a la fiera Mc'Callum? —escucho una voz débil y aguda desde la entrada. La conozco tan bien que sé que tiene sus manos en sus huesudas caderas y que su cabello marrón caoba está peinado por sobre uno de sus esqueléticos hombros —. A esa mujer debieron de reclutarla en el ejército, no en un hospital. Da más órdenes que un general, capaz hasta me quedo corta.
Quiero reír, pero lo cierto es que me siento demasiado débil como para hacerlo. Por suerte, escucho otras dos risas que suplantan la mía. Así que Margaret no vino sola. Volteó y me encuentro con la imagen opuesta de las margaritas en la ventana. Ya no percibo libertad, pues veo en esos cuatro rostros las mismas penas que las mías, el mismo sentimiento de estar viviendo una pesadilla protagonizada por una enfermedad. Pasé de pétalos blancos, a ver pálidez en caras que ya conozco muy bien. Ellos siempre están así de pálidos, no es algo que me sorprenda. Nunca lo hizo, no va a hacerlo ahora.
—Margaret, Ume, Jacob, Alek, pero que gusto verlos el día de hoy —finjo modestia y elegancia, es algo que hago siempre que estos cuatro se aparecen en mi recámara —. ¿A qué debo el gusto de tener tan irritante compañía? Y que conste que hablo de todos, menos de Ume. Tú eres una dulzura, cariño.
—Gracias, Jay —me responde con la misma sonrisa de siempre: agotada, pero real —. Tú también eres muy dulce, cielo.
—Su favoritismo me dolería si tan solo no me diera tanto asco —escucho a Jacob, resopla como suele hacerlo a menudo —. Cielo, dulzura, cariño...Buah, menos mal que siguen solteros porque causarían caries en una relación.
—Tus celos me dolerían si no estuviera acostumbrado a ellos —le respondo, lo que lo hace rodar sus ojos. Es entonces cuando intento acomodarme en la cama. Todo duele, todo arde. Sería un excelente momento para despertar, pero sigo en la pesadilla —. Veo que traes a uno de tus amigos, Jacob.
Él sonríe complacido ante mi comentario. Siempre me ha parecido que la sonrisa de quien considero uno de mis mejores amigos no encaja con el resto de él. Es decir, mientras su piel es pálida, sus ojos se ven cansados y está cubierto de moretones en sus brazos, piernas y hasta en el cuello, su sonrisa es amplia y va acompañada de un par de hoyuelos que parecen no caber en sus mejillas que se han ido hundiendo con el tiempo. La Anemia aplástica lo introdujo en esta pesadilla, y es esa jodida enfermedad lo que lo deja agotado la mayoría del tiempo.
Le cuesta respirar de vez en cuando, por eso los doctores le obligan a usar bombas de oxígeno en ocaciones en las que él las debe arrastrar mientras se abre paso por todo el hospital. Pero, como Jacob no es del todo normal, no se conforma con que esas cosas se vean como simples tanques y ya. Él les pinta caras y, cuando los arrastra por ahí, los presenta como sus amigos.
En realidad, esa es una forma que tiene de burlarse de los doctores, de decirles que no lo están obligando a cargar con algo que le recuerda lo débil que está, sino que está en compañía de un amigo más. Mi amigo es burlón a su extraña manera, retador y sin duda peculiar, pero así es Jacob Everton; él ve desafíos donde los demás ven batas blancas y bombonas de oxígeno.
—Él se llama Jim —señala, presentándome a su bombona de oxígeno. No puedo evitar notar que "Jim" tiene un gran bigote y que mi amigo se encargó de pintarle una mueca graciosa —. Jim, él es Jayden, otro esqueleto como Maggie. No te vayas a asustar de nuevo, no es un disfraz de Halloween.
—Tu chistesito no da gracia, imbécil —suelta Margaret, rodándo sus ojos miel hacia Jacob.
—Jim se está riendo.
—Es una bomba de oxígeno ¡Ni siquiera puede hablar!
—Pensaba lo mismo de los esqueletos, hasta que llegué a este lugar.
Margaret respira hondo, haciendo que los huesos de sus clavículas se noten más de lo que ya lo hacen. Aún me cuesta creer que conocí a esa chica de pequeña estatura, delgada a un nivel enfermizo, labios quebrados y ojos decaídos en mi segundo mes en este hospital. A veces, se siente como si la conociera de toda la vida...O quizá es que mi vida ya se resume a este lugar.
Maggie y yo tenemos anorexia, con la diminuta e importante diferencia de que ella se hace vomitar a menudo. Eso suele sacar de quicio al doctor Andrews, pero no es como si a ella le importara complacer al encargado de nuestra sección en el hospital. Es más, no le importa en lo absoluto la opinión de ese hombre...Dudo que a Margaret le importe la opinión de alguien a este punto.
Como dijo Jacob, ella y yo somos esqueletos. Es un apodo creé hace años y les permití a estos cuatro enfermos utilizarlo siempre que quieran describirnos, pero solo se los permito a ellos. Escucharlo de la boca de alguien más sería ofensivo, y de la boca de un doctor...Bueno, eso sería como un pecado.
Veo a Margaret llenarse de fuerzas para no gritarle a Jacob. Maggie es mi mejor amiga, la mejor entre todas, y la conozco lo suficientemente bien como para saber la poca paciencia que cabe dentro de su cuerpecito. Explota con facilidad y, una vez lo hace, no hay quien controle esa lengua suya que conoce muchas formas distintas de insultar. Jacob ama hacerla enojar, creo que es su pasatiempo favorito...después de pintarle caras al material médico, claro. Por eso ahora tiene una sonrisa divertida mientras observa como mi amiga busca respirar varias veces para evitar molerlo a golpes.
Apuesto a que ella está pensando en cien formas distintas de matarlo, de las cuales al menos unas setenta se vean como accidentes.
—Y bien —me atrevo a decir, esperándo que Maggie no ponga en práctica ninguna de sus creativas ideas en mi habitación —. No respondieron mi pregunta ¿Qué los trae por mi humilde recámara, enfermos?
—Hiciste un escándalo —Alek es de pocas palabras, no me sorprende que eso sea todo lo que diga antes de distraerse en algún punto que no existe en las blancas paredes.
—Escuchámos a la enfermera Mc'Callum gritarte por los pasillos —dice Ume, mientras se acerca junto a Margaret hacia mi camilla. Ambas se sientan a mi lado, mientras Jacob toma asiento en una de las sillas afelpadas al fondo de mi pequeña habitación. Alek sigue viendo a la nada con mayor interés de lo que alguna vez nos ha mirado a nosotros —. ¿Otra vez te negaste al tratamiento?
—Cariño, si no me negara, no sería yo —digo. Una pequeña carcajada escapa de mis labios, pero duele. Joder, incluso duele reír.
—Es lo que les dije —suelta Maggie —. Ya deberían estar acostumbrados. Tú eres así: te resistes al tratamiento por diversión, retas a la enfermera, y aguantas hasta que tu cuerpo colapsa.
—Esta vez duré más, lo que dio más tiempo para gritos e insultos. Me puedo poner muy creativo cuando tengo a la enfermera Mc'Callum y al doctor Andrews en una misma habitación.
—No entiendo porque eres así, Jay —el suspiro que Ume suelta suena como todo lo que está mal en este mundo —. A veces siento que tu lucha contra los doctores no tiene sentido.
Ume Vidal tiene esa dulce inocencia que suelen tener los recién llegados a este lugar. Un año aquí, en el ala de "casos especiales", y aún no ha perdido ese brillo lleno de esperanza en sus ojos que simulan el color de un metal. En realidad, no la culpo. Su caso es muy diferente al de Maggie y al mío. Ella no está aquí por sus decisiones, está aquí porque sus células de repente se convirtieron en enemigas para su sistema. Con un cáncer tan agresivo como el suyo, su única esperanza está en la quimioterapia que le suministran los doctores. No es sorpresa que no pueda ver como enemigos a aquellos que la ayudan a combatir al villano más grande que ha conocido.
Pero no puedo evitar pensar que esa actitud tan esperanzadora y dulce se debe a que ella lleva aquí muy poco tiempo. Ha bajado un poco de peso desde que llegó, y su piel del color del chocolate claro ahora se ve más como un café al que le echaron demasiada leche. Su cabello al inicio era una hermosa cascada azabache que cubría su espalda, ahora no tiene más que un pequeño rastro de esa antigua parte de ella. Al menos su espíritu sigue intacto, ¿pero cuánto tiempo falta para que se dé cuenta de lo que Maggie, Jacob y yo sabemos? Si estámos aquí, es porque la palabra esperanza no encaja con nosotros. Somos casos perdidos, los doctores solo nos mantienen con vida porque están obligados a hacerlo.
—No todo en la vida tiene que tener sentido, cariño —le digo con una media sonrisa, yo no quiero que ella pierda su espíritu —. Si lo tuviera, yo jamás los hubiera conocido.
—Lo que haría de tu vida mucho más miserable de lo que ya es —suelta Jacob, con diversión.
Sonrío porque tiene razón. Este hospital es como un pequeño mundo que me priva del exterior. Van cinco años en los que mi existencia se resume a enfermeras, doctores, tratamientos y dolor. Ya lo dije, es una mierda de vida, pero hay algo que está bien en toda esta horrible pesadilla: ellos, los enfermos. Creo que los cinco estamos tan jodidos que, de alguna manera, eso nos une.
Son los únicos amigos que he tenido en la vida y, probablemente, los únicos que tendré. Observo a Ume hasta que olvida su preocupación y me regala una tierna sonrisa. Sé que ellos piensan lo mismo que yo: que nosotros somos lo único que tiene sentido en este mundo, o al menos el mundo dentro de este hospital ¿Fuera de él? Ahí ninguno de nosotros tiene sentido.
Hago una mueca al sentir el líquido picar una vez más. Esta vez, me acerqué un poco más al tenebroso límite que me separa de la muerte. No ingerí ni un solo bocado durante unos...catorce días, si no me equivoco. Mi masa múscular se redujo, puedo sentir mis huesos chocar contra el colchón mucho más que antes. Los doctores creyeron que seria imposible que siguiera bajando de peso, pero nada es imposible cuando se trata de mi. Rodeo mi muñeca con los dedos de mi mano, ni siquiera oculto la sonrisa de satisfacción en mis labios ¿Por qué me hago esto? ¿Por qué me gusta tanto sufrir?
No es que me guste, no soy masoquista. Quizá esta es la única forma en la que sé vivir.
—¿Por qué haces eso? —me pregunta Alek, quien de repente me está mirando.
Alek es, de todos los enfermos, a quien más compadezco. Es un año menor que yo, pero no es como si alguno de nosotros aparentara la edad que tiene en realidad. Su piel pálida podría confundirse con el color blanco de la pared, y en las bolsas debajo de sus ojos se encuentra la evidencia de que su insomnio es mucho peor que el mío, que el de todos. A veces, cuando lo veo, no puedo evitar sentir escalosfríos. De hecho, ahora uno recorre mi espina dorsal mientras siento su mirada sobre mi. Todos los enfermos nos vemos demacrados, derrotados y débiles, pero él...él se ve perturbado, como si estuviera caminando en su propio infierno, viendo demonios que nosotros no podemos ver.
He conocido a mucha gente en este hospital, sé de muchas enfermedades por haberlas presenciado en primera plana. Sin embargo, el día en el que Alek llegó hace casi un año y medio, supe que la esquizofrenia se transformaría en la enfermedad a la que más respeto y miedo le tendría durante toda mi vida. No me equivoqué, todavía me aterra.
Alek escucha voces que le susurran y, en los peores casos, le gritan. Tiene visiones que lo paralizan y lo hacen llorar, como si su cerebro fuese su peor enemigo. Hay días en los que simplemente se queda callado, no dice nada y no lo ves parpadear. Esos días me dan más miedo, porque sé que entonces los miedos atorados en su mente no lo están dejando hablar, le prohiben decir que lo están torturando.
Hay tanto horror dentro de él que se nota en su mirada: ojos tan negros que la pupila se confunde con el iris, como si estos quisieran tragarse todo y dejar solo oscuridad...Y todos saben que los demonios viven en esa clase de oscuridad.
Pero lo que más me aterra de la esquizofrenia es como se controla: una pastilla. Para que Alek tenga un día tranquilo, para que sus demonios no lo ataquen con demasiada fuerza, necesita tomar una jodida pastilla por cada día de su vida ¿Qué tan horrible debe ser depender de eso? Yo odio que los doctores introduzcan sustancias dentro de mi cuerpo, es como si tomaran lo único que en realidad me pertenece, ¿pero Alek? Cuando su mente no le pertenece a sus demonios, le pertenece a una pildora. Es como si fuera nadie, como si no existiera del todo.
—Jay, Ale te habló —Ume llama mi atención. Es entonces cuando me doy cuenta de que llevo demasiado tiempo callado.
La mirada de Alek sobre mi muñeca me pone nervioso, es como si pudiera sentir a sus demonios mirándome. Sacudo mi cabeza y me ordeno pensar con claridad. A veces debo recordar que solo se trata de Alek, de un enfermo más. Puede que me de cierto temor y que me incomode su forma de actuar, pero sigue siendo mi amigo. Es uno de los nuestros.
—Solo pruebo, Alek —digo —. Veo cuanto falta.
—¿Para qué? —me pregunta.
—Para estar tan delgado como lo estuvo mi mamá...
Mi primer adiós es mi mayor marca, siempre lo será. Aún recuerdo a papá gritandole a mamá, como ella lloraba y parecía no poder defenderse ante cada reclamo. Él odiaba que ella se estuviera consumiendo, desvaneciendo, pero jamás hizo algo para ayudarla. La dejó morir, ahogárse en su depresión sin hacer más que solo juzgarla. "Eres una desconsiderada, una hierba mala que llegó a arruinar mi vida". Jamás olvidaré esas palabras, se las dijo sin saber que ese seria su último día.
Mamá murió esa noche, mi mano rodeaba su muñeca y yo le rogaba que no se fuera. Puedo recordar con exactitud como se sentían sus huesos contra mi piel, la dureza de mi agarre y la fragilidad de su cuerpo. Ahora yo estoy buscándo que mi muñeca sea igual de delgada, o incluso más. Si mamá fue una hierba mala, entonces yo lo seré también. Así no estará sola...Y le demostraré a papá que hay hierbas malas que no mueren; que yo sobreviviré a esta vida de porquería solo para hacerle justicia a quien él abandonó.
—Escuché que hay un nuevo paciente en la habitación siete —digo, cambiándo de tema antes de que me pregunten por mi familia. Ellos saben lo mínimo, no necesito que sepan más —. ¿Me esperan unos días hasta que pueda levantarme y vamos a conocerlo?
—Por supuesto —sonríe Jacob —. Otra aventura a la colección.
—Conocer enfermos no cuenta como una aventura —Margaret rueda sus ojos.
—Y entonces, ¿qué lo es?
—Lo que sea, menos eso.
—A veces eres tan aburrida, Margaret. Son aventuras y punto.
Ella gruñe algo por lo bajo, haciendo que la sonrisa de Jacob se extienda. En serio ama molestarla.
Conocer enfermos no es una aventura, no para los que viven fuera del hospital. Sin embargo, para nosotros, es lo más cercano a una que llegaremos a tener. Las historias que recolectamos de pacientes en este lugar nos llenan de vida, o por lo menos a mi. Algún día escribiré sobre todos ellos, empezándo por los cuatro enfermos frente a mi. Pero hoy me pesa la eternidad que llamo vida, mis huesos se sienten débiles y me arde el lugar en el que la vía se adentra en mi cuerpo. Escucho a mis amigos hablar, aunque sus voces se van haciéndo más y más bajas. Sin pensarlo, me apoyo en el hombro huesudo de Margaret. No puedo tener aventuras hoy, no cuando me duele todo. Será otro día.
Cierro mis ojos, sabiéndo que soñaré con mamá y de ese sueño si tendré que despertar. Quizá por eso escapa de mi este desamparado y enorme suspiro...¿Por qué despierto de los sueños en los que debería vivir?
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