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CUANDO VOLVAMOS A ENCONTRARNOS, TE LLEVARÉ DE FIESTA

Mi vida en Sevilla era realmente bonita hasta hace apenas dos meses atrás. Siempre he tenido a mis padres en lo más alto del pedestal, al igual que a mi hermano, pero de repente, de la noche a la mañana todo se tambalea y comienzas a pensar en el momento en el que todo se fue a pique y no encuentras respuestas a nada.

Mi familia era perfecta y sé que podría ser un tópico, pero de verdad que lo era. No había malas palabras entre nosotros, estábamos más que unidos y la palabra "hogar" tomaba un significada superior y realmente bonito con ellos. Con la familia Evans también compartía ese sentimiento, al final me han visto crecer y yo a ellos, pero mi familia, mi familia de verdad, la de la sangre que corre por mi venas, era la más especial de todas.

Mamá mantenía un vínculo realmente especial con Manuel. Era el que la llevaba de cabeza, pero siempre ha sido su ojito derecho. Era su niño, su primer niño y, por tanto, su primer hijo. Supongo que al final los primeros siempre se ganan el corazón de la madre y los segundos, los del padre. O al menos así fue en mi caso. Mamá y Manuel iban juntos a todas partes, la sacaba de sus casillas, pero siempre era él quien volvía a meterla dentro. Manuel y mamá no se separaban para nada: cocinaban juntos, se iban de compras el uno con el otro, siempre se llamaban los primeros si sucedía cualquier cosa y mi madre era el primer contacto en la lista de emergencias del móvil de Manuel.

Por el contrario, yo era de papá. Papá siempre era mi héroe y hablar de él hacía que se me saltaran las lágrimas. Papá era la persona más especial, perfecta, bonita e importante de toda mi existencia. Toda mi vida giraba en torno a él. En clase siempre decían que tenía "padritis" y puede que fuera cierto. Era la niña de sus ojos y de toda su vida.

Papá ha sido mi referente, mi modelo a seguir y buscaba en todos los hombres que me rodeaban a alguien igual que él. Pero nadie cumplía esa expectativa.

Recuerdo con claridad todas y cada una de las escenas más importantes de mi vida, en todas siempre estaba él, con una sonrisa y dispuesto a quererme incondicionalmente. En mis cumpleaños, antes de celebrarlo con la familia Evans, papá aparecía por la puerta de mi habitación con una bandeja llena de tortitas con sirope de chocolate con las velas encendidas correspondientes a la edad de ese año. Su sonrisa era radiante y ambos sabíamos que ese día, mi cumpleaños, era el más especial de los dos. La luz del sol se filtraba siempre por la ventana de la habitación e iluminaba parte de su rostro y siempre pedía el mismo deseo: "de mayor quiero que alguien me quiera tanto como lo hace papá". Pero ahora, simplemente, deseo que nadie lo haga de esa forma.

Las navidades con papá eran mis fiestas favoritas de todo el año. Podíamos estar rodeados de toda la familia: los abuelos, los tíos, los primos, sobrinos e hijos, pero siempre encontrábamos el momento para que fuéramos él y yo solos. No importaba la edad, éramos únicamente las dos personas más felices de esa vida y de la siguiente. Desde bien pequeña papá se disfrazaba de Papá Noel y repartía los regalos con un acento de lo más extraño. Recuerdo que siempre lo veía aparecer por la escalera de nuestra casa de Sevilla cargado con muchísimos regalos y que la mayoría eran para mí, porque ser la pequeña de la casa suele tener muchas ventajas. Hasta que un día le descubrí poniéndose la barba de Papá Noel. En aquel momento fue un trauma, lo admito, pero entonces él se agachó a mi altura y me dio una pequeña bola de cristal donde salían un hombre y una niña pequeña agarrados de las manos y un montón de nieve alrededor y papá, sonriendo, me dijo:

—Princesa, perdona que no te haya contado este secreto, prometo que no habrá más secretos entre nosotros, ¿vale? Así que aquí tienes un regalo como muestra de ello.

—Ala... es súper bonita, ¿quiénes son?

El brillo en los ojos de mi padre siempre era reconocido hasta de lejos y entonces se formaron pequeñas arrugas a los lados y me contestó:

—Nosotros.

—¿En serio? —La ilusión que habitaba en mi interior por tener en mis manos uno de los mejores regalos del mundo era realmente imparable.

—En serio, princesa. Estaremos siempre juntos, ¿vale? Como en esa bola de cristal.

—Vale, siempre juntos. —Y cerramos el pacto y se me acabó el enfado con un beso en la mejilla.

Navidad siempre traía buenos recuerdos. La familia Evans, como era costumbre, nos enviaban una postal navideña en su increíble casa de Londres y papá y yo nos reíamos muchísimo de todos los cachivaches que le ponían a Tyler en la cabeza. Un año eran cuernos de reno, al otro un gorro de Papá Noel con luces de colores, al siguiente gafas de estrella y todo acompañado con una cara de asco increíble. Así fue como también vi crecer a Tyler, entre risas con papá. Siempre supe que papá sabía algo sobre lo que sentía o creía sentir por él, pero jamás dijo nada, sólo se quedaba a mi lado, escuchándome sin juzgar.

Papá era sinónimo de lugar seguro y ahora... bueno, no quiero ni hablar de él.

El problema de todo esto es que venía a todo, que estaba siempre conmigo, en lo bueno, lo malo y lo peor. Mamá y Manuel también, no os creáis lo contrario, pero papá... siempre era simplemente papá. No tenía ojos para nadie más.

Cuando abrió su primer taller en la ciudad, "Talleres Manu", yo tenía trece años. Sabía que había trabajado muy duro y había ahorrado durante muchísimo tiempo para poder abrir su propio taller, así que me sentí más orgullosa que nunca. De hecho, fui la primera persona a la que se lo enseñó y aunque no entendía absolutamente nada de todos los tecnicismos que me contaba, él lo hacía fácil. Porque papá todo me lo hacía fácil. Hay veces que creo recordar ese día con sumo detalle y otros que lo veo borroso.

Me gustaba mucho pilular por su taller mientras miraba una herramienta, otra y otra con cara de absoluta ineptitud y me encantaba hacerlo hasta incluso cuando ya sabía sus nombres porque su risa resonaba entre las paredes del taller. El olor a gasolina y aceite impregnaba de normal el aire, y un día llegó un chico joven, no tendría más de diecisiete años y fue el primer cliente en moto que le llegaba a papá. El chico, que todo hay que decirse que era monísimo, le preguntó a mi padre si podría arreglarle la moto, que no sabía muy bien qué le pasaba, pero que llevaba un tiempo haciendo ruidos extraños. Mi padre se agachó para observar el motor más a fondo y le dijo que su hija y él arreglarían su cachivache en menos de lo que cantaba un gallo y cuando el chico se fue papá me observó unos largos segundos con orgullo y me dijo:

—¿Qué opinas, Noa? ¿Crees que podemos arreglar esta vieja moto juntos?

Mi sonrisa se ensanchó todavía más y afirmé con la cabeza.

Desde ese día y hasta hace apenas dos meses atrás, había estado junto a mi padre en el taller aprendiendo de los secretos de las máquinas y compartiendo momentos inolvidables entre grasa, sudor y monos de color azul. Todo iba sobre ruedas y nunca mejor dicho, porque no sólo arreglábamos aquello que no funcionaba, sino que, además, los hacíamos funcionar montando en todos y cada uno transportes que nos llegaban. Si teníamos que montar en moto y dar cinco vueltas a la manzana, papá lo hacía y me llevaba por las calles como si luciera de hija perfecta, pitaba a los vecinos y su risa resonaba por encima del viento que nos azotaba en la cara. También me enseñó a conducir, cosa que me vino muy bien para las prácticas de conducción que estoy tomando a día de hoy en Sevilla y no había ni un solo destino que se nos cruzara en el camino y no lo aprovecháramos en el viaje.

De hecho, lo siguiente y lo último que hicimos juntos por lo que respecta a los vehículos fue cuando cumplí diecisiete años. Mi padre, ya en Villa Ignacio, me hizo un súper regalo, pues mientras Manuel y Tyler iban a salir de fiesta porque resultaba ser que, si con veintidós años no salían a la fiesta del pueblo, iban a morirse, papá y yo nos fuimos a quemar rueda al Circuito de Motocross Son Cardona Nou. Al principio me enfadé con Tyler y Manu porque quería ir de fiesta, jamás había salido por Menorca más allá de lo que conocía de alrededor de Villa Ignacio y ellos nunca estaban dispuestos a llevarme, pues era la niña pequeña que debían proteger hasta del mismísimo sol al parecer. Ese año Tyler estaba guapísimo, si es que puede alguien estar más guapo que de costumbre y mi enfado traspasó su guapura y me prometió algo:

—Eh, Noa, no te enfades, ¿vale? Todavía no eres mayor de edad para ir de fiesta.

—Sólo quiero bailar —dije refunfuñando.

—Lo sé, y lo harías genial, estoy seguro, pero esta vez no puede ser, ¿vale?

—Lo que tú digas.

Entonces iba a desaparecer de su vida e irme con mi padre que me estaba esperando en la puerta principal con el coche, pero Tyler me agarro sutilmente de la muñeca y tiró de mí hacia él.

—Te prometo una cosa. Cuando volvamos a encontrarnos, te llevaré de fiesta. ¿Trato hecho?

Dudé, por más de lo que se me antojó una eternidad, pero asentí. Tyler solía cumplir sus promesas, pero esa... bueno, os hago spoiler, esa promesa nunca la cumplió.

Así que bueno, ellos se fueron por un lado y yo por el mío. Estaba convencida de que me lo pasaría genial con papá, pero siempre me picaba que no me tuvieran en cuenta como a una más.

Pese a todo ello, fue, sin duda, el mejor regalo de mi vida y aquel día, subida a mi primera moto de Motocross sabía que jamás olvidaría ese momento.

Me sentía abrumada por la emoción de estar rodeada de tantísimo que había conocido gracias a mi padre. Los corredores iban de aquí para allá y aunque yo pensaba que más bien debía estarme quietecita y ver únicamente cómo corrían, apareció papá y me dijo:

—Ten, tu equipo de seguridad. Elige la moto que quieras.

Me quedé boquiabierta. No pensé que fuera a darme esa oportunidad, de hecho, no pensaba ni yo misma que fuera capaz de hacerlo, pero papá sí. Porque papá siempre creía y confiaba en mí.

—Sé que puedes hacerlo. Demuestra a esos papanatas de qué está hecha mi hija.

Me dio un beso en la frente y asintiendo con determinación, me cambié de ropa. Escogí una moto azul increíblemente bonita y sintiendo el zumbido de la emoción en mi interior aceleré por toda la pista. A medida que recorría las curvas tal y como papá me había enseñado meses atrás en su taller con las pocas motos que le llevaban, una sensación de libertad y euforia me invadió, recordándome que esto sin papá no tendría sentido. No gané a ningún contrincante en la carrera que se celebró después de un par de vueltas de ensayo, pero yo ya había ganado algo: el orgullo y la sonrisa que tenía mi padre cuando bajé de la moto con el casco en la mano y los pelos bien erizados.

Otras fechas importantes eran los finales de curso. Mamá siempre trabajaba en el colegio de al lado del mío, ambas no podíamos estar en el mismo por ser familia, así que mamá casi nunca podía venir a los finales de curso, porque ella, al ser profesora, tenía que organizar los bailes de los pequeños, el cáterin y mil cosas más a las que siempre decía que no le daba la vida, pero lo hacía con la mayor de las ilusiones y todo salía increíble. Al menos eso decía ella cuando nos juntábamos para cenar después de cada ceremonia. Así que bueno, papá era el que venía a verme, el que me peinaba para el baile, el que escogía la ropa adecuada y el que se peleaba con la profesora para que pusieran a su niña en primera fila y él pudiera grabarle bien la cara mientras bailaba cualquier canción chorra. Papá siempre estuvo ahí, animándome, apoyándome y gritándome desde las butacas del público que era la mejor. Manuel siempre se avergonzaba, pero se reía, porque nadie más hacía lo mismo por su hija que estaba haciendo el ridículo en el escenario.

Y con todo ello llegamos a hace dos meses atrás. Este año, en mi instituto decidieron adelantar la graduación de bachillerato para hacerle un favor al director. Sabía que iba a aprobar sin problemas, pero todo el mundo sabe que celebrar una graduación antes de tener las notas finales es... bastante peligroso digamos. Sin embargo, allí estaba yo, cogida de la mano de mi padre, con un mono blanco y una coleta bien apretada y una sonrisa de compañera. Mamá y Manuel fueron a sentarse y papá antes de seguirlos se giró hacia mí y con una sonrisa orgullosa en el rostro me dijo:

—Estoy muy orgulloso de ti, princesa. Quiero que sepas que yo siempre estaré aquí para ti, pase lo que pase, porque tú has sido, eres y serás siempre la persona más importante de mi vida. Bueno, tú y tu hermano. —Soltó una pequeña carcajada, pero duró poco—. Lo digo en serio, Noa, te quiero. Te quiero muchísimo. Y ahora ve y sube a por ese papel que te va a llevar directa a la universidad y va a hacer que seas la mejor historiadora del mundo.

Por aquel entonces no lo sabía, ni siquiera lo sospechaba porque él siempre estaba igual conmigo y observar el fin de mis largos años de estudio era lo más importante del momento, pero esas palabras fueron realmente una declaración en toda regla que no vi venir.

"Yo siempre estaré aquí para ti, pase lo que pase".

Pero no lo ha estado y, de hecho, a día de hoy, no quiero que lo esté nunca más.

Se me cayó una estrella del cielo. 

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