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VIII. Las heridas

Diez años después

Ignacio dibujaba y recordaba. Aunque preferiría mantener la mente en blanco, era imposible que su memoria no se desbordara de momentos pasados cada vez que dibujaba algo. En la mayoría de las ocasiones, se trataba de una simple chispa de luz: el conocimiento de cómo había florecido su vena artística y quién había estado junto a él en aquel entonces. Un instante de pena que enseguida conseguía mantener bajo control. Otras veces, en cambio, sus recuerdos formaban una cascada constante que acompañaba cada trazo, desde la primera línea decidida hasta la rápida rúbrica —cuatro letras alargadas y puntiagudas— en una esquina del papel una vez terminado el dibujo.

En la soledad de aquella tarde de un otoño incipiente, Ignacio comprobó que se encontraba ante uno de esos dibujos que alborotaba sus recuerdos sin reparo alguno. No intentó luchar contra ello; sabía que se trataba de una batalla inútil consigo mismo. Se resignó y procuró que lo que su mente evocaba no interfiriera con los precisos movimientos del carboncillo a la hora de plasmar los detalles de lo que sus ojos captaban en ese momento.

Estaba sentado en uno de los bancos de madera del Jardín Redondo; un nombre que, en multitud de ocasiones, había encontrado de lo más absurdo: la forma de aquel parque era rectangular, muy alargada y separada de las calles adyacentes mediante sinuosas verjas de hierro a lo largo de todo su perímetro. Ignacio suponía que esa incongruente denominación tendría algún sentido, desconocido para él. Podría tratarse del apellido del hombre en cuyo honor existía un busto de piedra en el centro del jardín, junto a la fuente. Sin embargo, pese a aquella incertidumbre, la curiosidad de Ignacio no había sido lo bastante fuerte como para acercarse alguna vez a leer la inscripción de esa escultura. Ni siquiera sabía si fue un escritor, un pintor o incluso un político o un noble. Lo único que tenía claro de ese lugar era que le gustaba porque se asemejaba a un pedazo de bosque en medio de la ciudad. Álamos, magnolios y enormes ficus se elevaban sobre los senderos adoquinados que recorrían el parque de un extremo a otro. Nada que ver con los edificios que rodeaban el jardín y parecían querer arañar el cielo.

—Y ahora a sombrear el campanario… —murmuró para sí mismo.

Lo que estaba dibujando era la fachada de la iglesia que quedaba justo frente a la entrada sur del Jardín Redondo. Los trazos de un frondoso ramaje a medio terminar enmarcaban el edificio de estilo barroco. Parecía una postal e Ignacio esperaba que algún turista quisiera comprarle ese dibujo, si bien sus retratos solían resultar más atractivos que los paisajes. Y lo que estaba recordando mientras dibujaba era otro templo, con una arquitectura mucho más sencilla y humilde: la ermita de Santa Águeda. Esa otra iglesia que tenía delante era tan distinta a la modesta ermita, tan abrumadora en comparación. Su rotunda y recargada presencia era una prueba más para Ignacio de que la silueta de su horizonte había cambiado por completo y en nada se parecía al que conoció los primeros catorce años de su vida.

Ignacio nunca se habría imaginado abandonando su pueblo. Era casi imposible pensar en una verdad más grande que esa. Jamás habría creído que algo así sucedería hasta aquella noche en la que todo lo que le importaba en la vida dejó de estar allí, en Santa Águeda. Entonces supo que no podría seguir viviendo en aquel lugar, que no habría paz para él en la tierra que lo había visto crecer.

Así que se marchó y se limitó a sobrevivir.

Existió en un presente difuso que no era más que un momento imaginario entre el pasado y el futuro. «Qué distinto a lo anterior», pensó Ignacio con un matiz de amargura. Hasta su huida de Santa Águeda, había vivido sus días —sus veranos, los últimos— disfrutando del presente como si nada más existiera porque, en la mente joven, el hoy es lo único que importa. Después, tras lo sucedido en su última noche en el pueblo, esas vivencias alegres, todo su pasado y toda posibilidad de futuro, se habían teñido con una profunda melancolía.

Incluso pensar en su primer recuerdo zarandeaba su alma.

Esa primera memoria ya no consistía en su nombre en boca de sus padres; ahora ese puesto lo ocupaba su primera palabra: el nombre de su mejor amigo, de su inseparable compañero. Su luz. Poco le importaba que fuera un recuerdo fabricado en base a palabras ajenas... Las palabras de Hortensia.

—Pongo unas hojitas más por aquí. Sí, mucho mejor así.

Con el tiempo, Ignacio había conseguido un cierto equilibrio entre los recuerdos que lo hundían en su miseria y los que lo impulsaban —no sabía bien cómo— a seguir adelante un día más. Gran parte de ellos llevaban el rostro de su madre, así como su voz, cada vez más diluida en su memoria. Aunque pensar en su madre suponía un consuelo para él la mayoría de las veces, le torturaba el hecho de no saber cómo lucía la lápida de la mujer que le dio la vida. La incertidumbre lo carcomía: ¿las palabras «esposa» y «madre» ocuparían más espacio en la piedra que su nombre? Ese era el motivo por el que, desde su muerte, Ignacio pensaba en ella como «Hortensia». Le parecía justo. Era lo único que podía hacer por ella.

Había hablado con Hortensia desde el primer día. Sin necesidad de pronunciar palabra, le había compartido su tristeza, su incomprensión y frustración por todo lo sucedido. Le había dicho lo perdido que se sentía; desolado, roto de mil formas que nunca habría podido imaginar. Ella, Hortensia, se convirtió en su amparo, una especie de ángel de la guarda que le servía de guía en los momentos de mayor congoja. Lo consolaba, no juzgaba su dolor; perdonaba, aceptaba y quería. Eso lo salvó. Refugiarse en la amorosa figura de su difunta madre le permitió sobrevivir entre su pena y arrepentimiento. Asimismo, le preguntó en mil ocasiones distintas a su recuerdo cuáles fueron exactamente las últimas palabras que le dirigió cuando su voz no era más que un confuso murmullo en la distancia: ¿había repetido hasta la saciedad sus consejos y preocupaciones maternas o había añadido algo más? Esperaba que sus últimas palabras hubieran incluido un «te quiero», aunque sabía bien que no era propio de Hortensia expresar su cariño de forma tan directa. Nunca podría estar seguro de lo que le dijo entonces, por más que se lo preguntara, de modo que Ignacio terminó aceptando, con el tiempo, que eso era algo bueno. En la duda, había lugar para la esperanza.

Sin embargo, la duda también suponía una tortura: lo mataba no saber qué había sido de él tras la noche que marcó un antes y un después en sus vidas.

Ignacio detuvo por unos segundos los movimientos del carboncillo sobre el papel y dirigió su mirada hacia un pedazo de cielo que no quedaba cubierto por las grandes copas de los árboles del parque. Suspiró, con la esperanza de que eso aliviara el nudo que había surgido en su garganta. Comprobó —no sin cierto grado de resignación al que estaba más que acostumbrado— que el firmamento lucía a esa hora de la tarde un tono que, a lo largo de los años, había llamado «azul Ciro».

Recordar su nombre le dolía, aunque nada cambiaba en realidad si esas cuatro letras no aparecían en su pensamiento: la ausencia de Ciro siempre estaba dolorosamente presente en su vida. Si de algo tenía certeza Ignacio, era del fracaso del tiempo y la distancia para borrar de su corazón lo que sintió por su mejor amigo durante el verano de sus catorce años. El tiempo y la distancia habían actuado sobre su amor del mismo modo que el viento que apaga el fuego pequeño y aviva el grande. ¿Y acaso no era ese el mayor castigo que podía tener? Porque, por más que le pesase, lo que Ignacio había sentido por Ciro siempre fue muy grande, demasiado.

Todavía le ardía en el pecho.

Le ardía cuando veía el cielo pintado de su azul favorito o en las raras ocasiones en las que sentía ganas de reír por algo; entonces se le aparecía la imagen de Ciro sonriendo y eso difuminaba la sonrisa de sus propios labios.

También le ardió un par de años atrás, o tal vez tres —el tiempo se había convertido en algo confuso desde hacía mucho—, cuando se vio empujado a entrar en una papelería por un anhelo casi infantil. Al ver los materiales de dibujo en el escaparate, quiso recuperar lo que tan feliz le hizo aquel inolvidable verano. Durante años, no se había atrevido a dibujar nada. Le aterraba la idea. Solo podía pensar en los gritos de espanto pronunciando el nombre de Ciro cuando este cayó sobre las brasas encendidas por culpa del dibujo que quiso regalarle. Ese horrible recuerdo aparecía cada vez que acariciaba la posibilidad de volver a dibujar. Sin embargo, ese día frente a la papelería, una memoria distinta se apoderó de él: su propia ilusión, reflejada en su amigo, cuando Ciro le obsequió aquel cuaderno acompañado por un estuche lleno de carboncillos. Entró decidido al pequeño comercio y compró todo lo necesario para retomar su abandonada pasión. Descartó no obstante la sugerencia del dependiente de llevarse unas acuarelas, pues no se creía merecedor de salpicar su vida con un poco de color. Esta era gris, en blanco y negro —más negro que blanco—; los carboncillos eran más que suficiente. En ese momento, agradecía su decisión, ya que no tendría que martirizarse todavía más usando en su dibujo ese doloroso matiz de azul.

Así fue como Ignacio volvió a dibujar años después de ver todas sus creaciones rotas en pedazos por la persona a quien debía su nombre. Empezó con naturaleza muerta hasta aventurarse de nuevo a plasmar la vida. Comenzó a ir al Jardín Redondo, a la estación de tren o a cualquier otro sitio donde poder encontrar personas dispuestas a darle la voluntad a cambio de un retrato a carboncillo o el dibujo de alguno de los monumentos más conocidos de Los Zarcos. No tardó en descubrir que los veranos eran la mejor época para encontrar clientes entre los muchos turistas que iban de vacaciones a esa ciudad costera. Esa era la única razón por la que Ignacio sentía un cierto aprecio por la misma estación que había aborrecido durante la última década de su existencia.

Todos esos retratos le permitieron dibujar docenas y docenas de rostros. Mujeres, hombres, distintas edades, diferentes formas de rostro, narices, bocas; sin embargo, todos los ojos terminaban teniendo algo de los suyos, de los de Ciro. Algo de su forma o su brillo. No podía evitarlo. El dueño del retrato nunca sospecharía que esa mirada no era enteramente suya, pero Ignacio sí lo sabía. Porque eso era lo máximo que se atrevía a dibujar de él. En todos esos años, no había vuelto a hacer ni un solo retrato de Ciro. No se creía con derecho a plasmar de nuevo sus rasgos en papel después de lo que sucedió. La culpabilidad que lo asfixiaba desde entonces paralizaba su mano, mas no su imaginación: había continuado dibujando su rostro sin dibujarlo de verdad buena parte de sus noches, antes de dejarse vencer por el sueño.

Eso era, a grandes rasgos, lo que Ignacio Vega había hecho tras abandonar Santa Águeda: sobrevivir, recordar y, tras mucho tiempo, volver a dibujar.

Así había logrado apaciguar en cierta medida la melancolía que envolvía a su persona, pero no del todo. Sospechaba que se aferraba con tanto empeño a su tristeza porque era lo único que le quedaba de Hortensia, de Ciro, del niño feliz que sabía que alguna vez había sido. Suponía que, a su manera, podía sentir una suerte de felicidad al pensar en todos los recuerdos alegres de su infancia, aunque esta fuera acompañada por una perenne aflicción.

Con un nuevo suspiro, la vista de Ignacio regresó al dibujo de la iglesia. Agregó unos últimos detalles en la fachada hasta quedar conforme con el resultado. Luego, garabateó una rápida firma en la esquina inferior derecha: «Igno».

—Terminado. —Guardó la lámina en su carpeta de esquinas desgastadas y miró a su alrededor.

El inmenso parque seguía casi tan solitario como antes, con la única diferencia de una pareja que se había sentado en otro de los bancos de madera, a la sombra de un gran ficus. Estaban a unos veinte o treinta metros de distancia, dándole la espalda a un Ignacio que, desde su posición, podía ver que él llevaba una camisa de color claro y un sombrero estilo Panamá, mientras que la oscura melena de ella se dejaba ver bajo su propio sombrero de ala ancha. La pareja miraba cómo se divertían los que serían sus dos hijos; los pequeños se lanzaban por un tobogán, peleándose por ser el primero en hacerlo, y luego se columpiaban tan alto como podían. Algo en esa estampa familiar empujó a Ignacio a dibujarla desde lejos. Con un poco de suerte, el matrimonio querría comprarle ese dibujo e incluso podrían pedirle más retratos de cada uno de ellos o de los niños al menos. En su experiencia, a las madres jóvenes solía hacerles ilusión aquello y los maridos acostumbraban a darles ese capricho a sus esposas. Esperanzado, Ignacio dedicó unos pocos minutos a plasmar aquella escena en una nueva cuartilla. Al terminar, guardó el dibujo en la carpeta y puso rumbo hacia los únicos clientes potenciales de aquella poco fructífera tarde.

—A ver si hay suerte —se dijo de camino.

Mientras avanzaba, miraba las vetas de luz que se colaban entre las ramas de los árboles. Ese detalle le transmitía una extraña paz, una especie de adormecimiento que le invitaba a olvidar todas sus preocupaciones y sumergirse en la calma y el silencio, sin más. Pero, en ese momento, una voz…

—¡Quique, ten cuidado con tu hermano! Madre mía, si es que vas a terminar pegándole una patada en la cara sin darte cuenta. Y tú deja de pasearte por delante de los columpios, Fabián, que parece que quieres que pase algo. Luego que no se te ocurra venir llorando a que te haga el «sana, sana», ¿me has oído?

Esa voz…

Ignacio sintió que el tiempo comenzaba a transcurrir demasiado despacio o, tal vez, su corazón latía tan rápido que hasta los mismos segundos olvidaron cuánto debían durar.

Porque era su voz.

Su mirada se disparó hacia el hombre cuya figura de espaldas acababa de dibujar y sus ojos se quedaron anclados en el perfil de ese rostro tan conocido para él. No exactamente igual, pero inconfundible de todos modos. La media sonrisa con ese familiar rastro de diversión mal disimulada, la nariz aguileña y esos ojos que Ignacio sabía —aunque no pudiera comprobarlo a esa distancia— que seguían siendo de su color favorito.

Ciro estaba ahí, a tan solo unos pasos, y lo único en lo que podía pensar Ignacio era en echar a correr… en dirección contraria. En sus sueños sí corría a su encuentro y lo abrazaba con todas sus fuerzas mientras le decía mil veces «te quiero» y le pedía a Ciro que hiciera lo mismo antes de despertar. En cambio, cuando por primera vez estaba seguro de no estar soñando, era incapaz de hacer realidad ese deseo.

Observó, inmóvil en medio del sendero adoquinado, cómo uno de los niños, el más pequeño, se acercaba a Ciro con sus graciosos rizos castaños rebotando por su alegre trote. Con ese afán de travesura tan propio de alguien que no tiene más de tres o cuatro años, el niño se las apañó para arrebatarle el sombrero a Ciro, ponérselo él mismo y tratar de huir a la carrera con su recién adquirido botín.

—Pero, bueno, ¿tú quién te has creído que eres, pequeñajo? ¡Te vas a enterar! —había exclamado Ciro al ponerse en pie de un salto.

Consiguió atrapar al niño en apenas un par de zancadas, lo lanzó al aire para provocar su risa y, al volver a tenerlo entre sus brazos, comenzó a atacarle con cosquillas.

—¡Socoro, mamá, socoro! —El chiquillo se revolvía entre carcajadas, en vano, pues Ciro no le permitía escapar de su cruel castigo.

En medio de su aturdimiento, Ignacio se fijó en la mujer que continuaba sentada en el banco. Miraba al frente, pendiente de su otro hijo, que seguía columpiándose y demandaba su atención: «¡Mira lo alto que llego!», decía con una voz repleta del más puro orgullo infantil. El ala del sombrero impedía a Ignacio ver por completo aquel rostro femenino, pero lo que sí resultaba visible era su mano posada sobre la evidente redondez de su vientre.

—Mamá casi que necesita a alguien que tire de ella para ponerse en pie. No puedo correr a ayudarte, cariño.

Ignacio sentía que le faltaba el aire. Sabía que tenía que salir corriendo de allí antes de que Ciro se percatara de su presencia y lo reconociera. Lo que tenía ante sus ojos era un hombre feliz, con una familia y un nuevo retoño en camino. ¿Qué derecho tenía él para irrumpir después de tanto tiempo en la vida del que fuera su mejor amigo de la infancia? ¿Qué derecho tenía para desenterrar los demonios de su pasado? Ninguno. Y tampoco podía permitirse a sí mismo dañar de nuevo a Ciro al hacer algo así. Nunca más.

Esa decisión se produjo en el mismo instante interminable en el que la anónima mujer respondía a su hijo y este buscaba con desesperación una nueva fuente de ayuda. El pequeño de cabellos rizados se fijó en él, tan quieto como si fuera otra estatua más en el Jardín Redondo, y exclamó:

—¡Socoro, señor!

Fue entonces cuando Ciro lo vio. Sus miradas se encontraron e Ignacio se supo perdido. Después de lo que le parecieron siglos, Ciro dejó al niño en el suelo mientras sus labios se separaban, como queriendo decir algo.

—¿Ignacio?

Su nombre fue pronunciado por otra voz y, al buscar su origen, el aludido se cruzó con el también inconfundible rostro de Belisa Ribera, si bien sus mejillas lucían un tanto más llenas que antaño. Se apoyó contra el respaldo de madera del banco para ponerse en pie y se acercó a su hermano.

—Igno… —dijo él mientras, con un hilo de voz que casi se confundía con el murmullo de las hojas.

En ese momento, y no en ninguna de las muchas veces que había firmado sus dibujos con ese nombre, fue cuando Ignacio volvió a sentir que era Igno.

La mirada de Belisa voló de uno a otro para después dejar caer su mano en el hombro de Ciro y darle un pequeño apretón. Su hermano, todavía aturdido, giró el rostro hacia ella.

—Me llevo a los niños para la casa, ¿de acuerdo? —le dijo. Después, extendió el brazo hasta tomar la mano de su hijo, que miraba a todos los presentes con actitud curiosa—. Vamos, Fabián, nos volvemos ya.

—¡Es muy ponto, mamá! —protestó a la vez que clavaba los talones en la tierra amarillenta del parque.

Belisa ignoró ese pequeño berrinche y llamó a su otro hijo:

—¡Enrique, ven! Nos vamos ya.

—Pero, mamá…

—Ni pero ni pera. Nos vamos ya, ¿o es que no queréis pan con chocolate para merendar? —Tras esa pregunta, desapareció cualquier atisbo de protesta.

Belisa empezó a caminar en dirección a Igno, con un niño a cada lado de ella. Se detuvo junto a él y repitió el mismo gesto que había tenido con su hermano: un cariñoso apretón en el hombro.

—Me alegra verte, Ignacio. De verdad.

Él quiso responderle lo mismo, pero lo único que fue capaz de hacer fue asentir levemente con la cabeza y esperar que ella comprendiera. Belisa le dedicó una breve sonrisa, una que Igno estaba convencido que quería decir muchas cosas pero, en ese momento, le resultó imposible descifrar ninguna. Tras eso, Belisa retomó su camino.

—¿El tío Ciro no vuelve con nosotros? —preguntó Enrique a su madre cuando vio que se dirigían hacia una de las puertas laterales del Jardín Redondo.

Belisa, sosteniendo las manos de sus dos hijos, respondió con tono paciente pero firme:

—Vuestro tío va a hablar con su amigo. Volverá a casa más tarde.

Igno todavía acertó a escuchar aquellas vocecitas, cada vez más distantes, diciendo algo que sonaba como «¿Un amigo del tito? ¿El de las historias?».

Ciro dio un primer paso en su dirección e Igno lo imitó a pesar de sentirse como si estuviera flotando. Se encontraron a mitad de camino e Igno tuvo la certeza de que el tiempo había enloquecido otra vez y ellos volvían a ser los mismos muchachos de catorce años que se reencontraban frente a una higuera, solo que esta vez era un imponente ficus de raíces enmarañadas quien presenciaba su encuentro.

Ciro rompió el silencio con una sola palabra:

—Hola.

—Hola —respondió Igno. ¿Le había temblado la voz? No le importó. Ni eso ni que su vista comenzara a nublarse—. ¿Cómo estás?

Ciro emitió un sonido que parecía una mezcla entre carcajada e inicio de llanto.

—¿En serio me has preguntado eso?

Igno acompañó esa risa porque no sabía qué otra cosa hacer. ¿Alguna vez se había enfrentado a tantas emociones contradictorias al mismo tiempo?

—Te prometo que, si hubiera sabido que te iba a encontrar aquí hoy, me habría preparado mejor lo que te iba a decir.

Estaba seguro de que le estaría pareciendo un completo idiota a Ciro por sonreír tanto, pero no podía evitarlo. No, imposible. Y tampoco pudo hacer nada por frenar la traicionera lágrima que resbaló por su mejilla al reconocer:

—Estoy en blanco.

Ciro se acercó un poco más a él y, con el pulgar de su mano izquierda, limpió el rastro de aquella lágrima. Sus ojos, esos retazos de bosque que tanto había echado de menos, también brillaban cuando confesó:

—Pues ya somos dos.

Y lo abrazó.

Como en sus sueños. Con tanta fuerza que Igno sintió que se quedaba sin aire pero, en esta ocasión, eso le pareció algo maravilloso. Notó el cuerpo de Ciro temblar entre sus brazos, apenas una convulsa sacudida que, junto a unos tenues sonidos ahogados, le indicaron a Igno que él también había fracasado a la hora de contener su llanto. Ese abrazo pudo durar una eternidad, o quizás tan solo unos segundos, hasta que volvió a escuchar a Ciro, su voz apenas controlada, muy cerca de su oído.

—¿Nos sentamos un momento? Porque no sé tú, pero yo sí necesito sentarme.

Ocuparon el banco más cercano. Quedaron muy próximos el uno al otro, aunque daba la impresión de existir un abismo insalvable entre ambos. Había nacido un pesado silencio, un mutismo incómodo por primera vez entre ellos. Ninguno de los dos parecía atreverse a tomar la palabra de nuevo; por dónde empezar cuando había tanto que decir suponía un interrogante extremadamente difícil de resolver.

Igno había dejado la carpeta de sus dibujos encima de sus piernas y sus manos descansaban sobre la superficie de esta. Sentía que no tenía fuerza en ellas para mover ni un solo dedo. A su lado, Ciro se aclaró la garganta.

—Hay cosas que no cambian.

—¿Qué? —preguntó, confundido.

—Tus dedos —explicó Ciro. Igno los miró y vio sus yemas manchadas de negro por el carboncillo—. Has seguido dibujando. Me alegra saber eso.

Igno exhaló una bocanada de aire antes de responder:

—En realidad, dejé de dibujar durante mucho tiempo, pero hará un par de años o así que volví a hacerlo. Supongo que lo echaba demasiado de menos. De hecho, mira —añadió mientras abría la carpeta y sacaba la última lámina que había metido. En ella se veían, en primer plano, un hombre y una mujer, de espaldas en un banco, mirando a dos niños pequeños divertirse en unos columpios sobre un fondo de árboles algo simplificados pero todavía reconocibles—. Había pensado vendéroslo. La voluntad, vamos. Bueno, no a vosotros, a los desconocidos que supuse que erais. Yo nunca… nunca hubiera esperado encontrarte aquí —concluyó en voz baja, mientras le tendía el dibujo a Ciro para que lo viera mejor.

Él, con una sonrisa comedida, alzó su mano derecha para recibir esa lámina. Ciro llevaba la camisa remangada hasta casi la altura del codo y eso le permitió a Igno apreciar en su antebrazo las marcas que el fuego dejó en su piel años atrás. Los dedos de Igno se crisparon sobre el papel e impidieron que Ciro lo tomara. La mano de este último, convertida en un puño, volvió a descansar en su regazo, pero Ciro no hizo nada por ocultar las cicatrices de sus quemaduras. Igno no podía apartar la vista de ellas e incluso sentía que de nuevo había olvidado cómo respirar.

—No pienses en eso, por favor —le pidió Ciro en un susurro apenas audible.

Igno tragó saliva antes de poder arrancar un nuevo sonido de su boca; cuando lo logró, su voz le sonó desconocida, rota. Era su dolor hablando por él.

—No puedes pedirme que haga eso porque llevo diez años pensando en lo que pasó esa noche. —Apretó los párpados con fuerza, para después girar la cabeza y mirar al frente, a los columpios vacíos—. Diez años pensando en cómo habrías estado después de eso, qué habría pasado contigo, con tu familia, con todo. —Igno enterró el rostro en sus manos; los codos apoyados en sus piernas, la espalda encorvada—. He pensado en si me odiarías por lo que te pasó y por salir corriendo de la plaza, dejándote ahí solo. Joder, fui un maldito cobarde y un egoísta. Perdóname, Ciro, yo…

Su voz se anudó con sus remordimientos y la amargura que impregnaba cada una de sus palabras e Igno fue incapaz de continuar hablando. Notó que la cálida mano de Ciro se posaba en su brazo y eso lo hizo temblar.

—Eh, mírame.

Ciro no dijo nada más hasta que los ojos de Igno se enfrentaron a los suyos. Se adivinaba un gran sufrimiento en las profundidades de esas pupilas. Aun con el rastro de lágrimas recientes empañándola, la mirada de Ciro lucía una extraordinaria fortaleza cuando volvió a tomar la palabra.

—No me abandonaste ahí, Igno. Yo te dije que corrieras.

—Muchas veces llegué a creer que había imaginado tu voz diciendo eso —reconoció tras una larga pausa.

—Pues no fue así. Por eso no hay nada que perdonar —aseguró Ciro—. En ese momento, apenas podía pensar, pero sí tenía una cosa clara: no quería que te pasara lo mismo a ti o… No sé, fue demasiado rápido. Los gritos, todo. —Ciro sacudió la cabeza, como si ese movimiento bastara para espantar los recuerdos que inundaban su mente—. No sabía qué podía pasar después y eso me dio mucho miedo. Por los dos, pero sobre todo por ti. Por eso te grite que corrieras. Así que no, no podría odiarte por eso, Igno. Ni por eso ni por nada.

Los oscuros ojos de Igno estaban a punto de desbordarse por las lágrimas una vez más. Aunque deseaba hacerlo, no era capaz de aceptar de buenas a primeras las palabras de Ciro tras el continuo fustigamiento al que se había sometido durante todos esos años.

—Pero todo lo que pasó fue por mi culpa —dijo casi a borbotones. Señaló el antebrazo de Ciro, parcheado por lo que a todas luces habían sido unas muy dolorosas quemaduras—. Yo soy el culpable de que te pasara esto. Si no te hubiera dado ese dichoso dibujo…

—¡Ya, se acabó! —Ciro lo interrumpió de forma tan brusca que silenció cualquier sonido que pretendiera salir justo después de la boca de Igno. Apretó los labios en una tensa línea y comenzó a explicarse a toda prisa—: No voy a dejar que te eches la culpa por esto porque no la tienes, ¿me oyes, Igno? Porque si fuera así, yo también sería culpable y estoy seguro de que tú no crees que eso sea cierto, ¿me equivoco? Pero es así, si no te hubiera dado aquella rosa, seguramente tú no habrías ido a buscar ese dibujo a tu casa y la noche no habría acabado como lo hizo. O si mis padres no hubieran cedido cuando la Belisa y yo insistimos para quedarnos hasta la verbena. ¿Y qué hago? ¿Los culpo a ellos? ¿Me culpo a mí? —Se golpeó el pecho con la mano y después extendió los brazos, como señalando a un punto impreciso a su alrededor—. ¿Culpo a un Dios tan despistado que hizo el mundo en una semana y se olvidó de quitar de él el odio hacia quienes no pretenden hacer daño a nadie? Pues no. Eso no serviría de nada porque no fue culpa de nadie y de nosotros menos todavía —expuso, acelerado, pero con tanta convicción que Igno casi pudo creer que merecía dejar de cargar ese asfixiante peso en su conciencia—. Tardé un tiempo en entenderlo y aceptarlo, pero es la verdad: no tenemos la culpa de lo que pasó.

»Lo que sucedió fue que nos sentíamos felices juntos y… nos confiamos, sin más. —Su espalda descansó entonces contra el respaldo del banco; Ciro dejó caer los hombros, adoleciendo de pronto de la energía presente en su anterior discurso—. Supongo que se podría decir que intentamos ser más listos que el destino. Estoy convencido de que, si no hubiera sido esa noche, habría pasado en cualquier otro momento. Podía haber ocurrido ese mismo verano o al siguiente o a saber cuándo. Por eso mismo, no voy a permitir que te culpes, porque yo no lo hago y… Maldita sea, no puedo soportar que te estés sintiendo aún peor por pensar que todo fue tu culpa. No quiero que te sientas así, Igno.

Él siempre había visto a su amigo como alguien muy inteligente, que sabía qué decir en cada ocasión y a cada persona. Pero, en ese momento, le pareció que Ciro era sabio. Daba la impresión de que la vida se había esmerado en enseñarle a serlo. En cambio, Igno sentía que él era el mismo niño torpe con sus palabras y sentimientos, porque lo único que supo hacer fue repetir por segunda vez:

—Perdóname.

Los ojos de Ciro, tan transparentes como siempre lo habían sido, se vieron desbordados de compasión antes de murmurar un «Ay, Igno» que pareció romperlos un poco más a los dos. No vaciló en rodear los hombros de Igno con su brazo, el derecho, y atraerlo hacia él de modo que las cabezas de ambos quedaran apoyadas la una contra la otra. Los dos observaron los columpios frente a ellos sin verlos realmente; estaban envueltos en las angustiosas telarañas del pasado.

—Cuánto has sufrido. —No era una pregunta, pero Igno respondió para sus adentros: demasiado—. Cuánto hemos sufrido… ¿De verdad necesitas que te perdone, Igno? —Lo notó asentir. Ciro suspiró—. De acuerdo, entonces lo hago: te perdono. Ahora tienes que perdonarte tú también, ¿de acuerdo? No quiero que cargues más con eso, por favor.

Igno cerró los ojos un instante, agotado. Veía muy probable que ese segundo perdón tardara un poco más de tiempo en llegar, pero por primera vez estaba dispuesto a procurarle ese alivio a su alma, como Ciro acababa de pedirle.

—Pero tengo una condición a cambio de perdonarte. Ya te he dicho que yo no siento que exista un motivo para tener que hacerlo, así que es justo que pida algo. —Ciro deslizó ese comentario de tal forma que despertara la curiosidad de Igno. Él no tardó en preguntarle a qué se refería—. Una pregunta. Bueno, la respuesta que tengas para esa pregunta, mejor dicho —contestó, con un tono de voz algo más animado ya—. Es sobre el dibujo.

Igno volvió a alzar el papel donde había dibujado, sin saberlo, a Ciro, su hermana y los dos niños que habían resultado ser los sobrinos de su amigo, no sus hijos.

—¿Este?

—No, hombre, este no. El que me diste aquella noche. Apenas pude verlo y tampoco llegué a leer lo que escribiste. La verdad es que todo este tiempo me ha matado la curiosidad por saber qué habías escrito. —Igno pensó que era evidente que esa duda lo había torturado. Era Ciro: preguntarse cosas y querer saber más era algo tan necesario para él como respirar. O al menos lo había sido para el chico que Igno conoció; le alegraba comprobar que parecía no haber cambiado en ese sentido—. ¿Lo recuerdas?

Por supuesto. Tenía cada una de esas palabras grabadas a fuego en su memoria. Contestó en voz baja, avergonzado en cierta manera, aunque, aparte de Ciro, solo pudieran oírlo un par de palomas que se afanaban en picotear el suelo.

—Sí que me acuerdo. Decía: «todavía no te has ido y ya me muero porque vuelvas a abrazarme». Y ya, era eso.

Igno se guardó las últimas dos palabras que escribió al dorso de ese dibujo. ¿Por qué? No sabría explicarlo, pero decirlo no le pareció… correcto. Pensó que sería hurgar más en la herida que suponía ese momento en sus vidas y que causaría un dolor innecesario. Además, temía la respuesta que Ciro pudiera darle si le dijera que entonces —y todavía ahora— lo quería como no había querido a nadie más. Igno todavía desconocía si existía alguien en su vida, tal y como había creído un rato antes. Cualquiera de las dos posibles alternativas para esa incertidumbre le causaba un profundo desasosiego que no se veía capaz de gestionar en ese momento. Ya estaba sintiendo demasiado así, tan cerca de él; no necesitaba añadir nada más.

Igno giró el rostro en su dirección para poder apreciar la reacción de Ciro ante sus palabras. Una leve sonrisa acompañaba a la nostalgia en su mirada.

—Ojalá hubiera podido conservar ese dibujo para mirarlo y leer esas palabras cada vez que te echara de menos, mientras esperaba que llegara el siguiente verano para volver al pueblo. Ojalá todo hubiera sido distinto…

Ciro emitió un largo suspiro tras desnudar su pena e Igno se sintió zarandeado por lo que acababa de decir: él también había deseado lo mismo más veces de las que podían contarse en una vida entera y, en todas esas ocasiones, se había sentido terriblemente egoísta por albergar semejante anhelo en su corazón, por ansiar una felicidad que no le correspondía.

Ciro cambió enseguida a un tono más propio en él: el bromista. Con un matiz burlón en su sonrisa, añadió:

—Pero lo importante de verdad aquí es lo jodidamente ñoño que era eso que me escribiste.

—¡Eh! Entonces me decías que fuera ñoño, no puedes quejarte —se defendió, procurando igualar su ánimo.

Igno pensó entonces que era muy agradable recordar esos momentos especiales al lado de su mejor amigo sin que la amargura empañara la felicidad tan pura que guardaban esas memorias. Había extrañado tanto eso…

—Tienes razón, no me quejaré. —Al cabo de unos segundos, volvió a hablar—: Tengo otra pregunta, Igno.

Él intentó resistirse —sin mucho empeño, para qué mentir— y fracasó estrepitosamente. Un poco de humor no podía hacer daño, ¿verdad?

—Como preguntes si ahora somos novios, no respondo de mis actos.

La sonrisa de Ciro se convirtió en una carcajada con todas las letras. La familiaridad de esa risa tan añorada supuso un bálsamo para las heridas que cargaba el alma de Igno.

—Mira que eres idiota, de verdad.

—Eso solía decírtelo yo a ti.

—Y casi siempre llevarías razón, seguro. Pero no nos dispersemos más. A lo que iba, la pregunta: ¿qué haces aquí? En esta ciudad, quiero decir.

—Yo podría preguntarte lo mismo, con lo lejos que está esto de la capital. ¿Qué hacéis tu hermana y tú aquí en Los Zarcos?

—Te respondo después de que lo hagas tú, que para algo he preguntado yo primero. ¿Sabes una cosa? Regresé una vez a Santa Águeda. Para buscarte —añadió, al mismo tiempo que su expresión risueña se ocultaba tras un velo de seriedad.

Igno estaba convencido de que no había oído bien. No, definitivamente esas palabras no habían podido salir de la boca de Ciro. Pero lo habían hecho. La preocupación fue mayor que el revoloteo que pudiera experimentar su corazón ante una confesión como esa.

—¿Estás loco? ¿Por qué hiciste eso?

—Supongo que sí lo estaba. La lógica me decía que no te encontraría, pero no quise escucharla. Me cegué con la convicción de que tú nunca dejarías el pueblo. Quiero decir: yo era el que se iba y volvía, pero tú siempre estabas ahí. Aunque, muy en el fondo, sí era consciente de lo improbable que era que siguieras en ese lugar después de lo que pasó, pero para mí era tan… No sé, raro, supongo, pensarte lejos del pueblo, que me convencí de que te encontraría allí.

»Durante años, imaginé muchas veces que salía de casa sin que nadie se diera cuenta y que volvía a Santa Águeda a buscarte, pero nunca me atrevía a intentarlo. Tenía miedo —reconoció con pesar—. Cuando finalmente regresé, descubrí que esos planes de fuga, por llamarlos de alguna manera, no me habrían servido de nada porque no te habría encontrado... Por eso tampoco castigo demasiado a mi yo de esa época, por mucho que entonces creyera que podías seguir allí.

Con voz estrangulada por emociones a las que no acertaba a poner nombre, Igno murmuró:

—Yo sí sabía dónde estabas y no intenté buscarte en todos estos años.

Tras una risa un tanto cansada, Ciro comentó:

—Claro, Igno, porque la capital es un lugar de lo más pequeño para encontrar a alguien sin tener ni idea de su dirección concreta.

Llevaba razón, por supuesto.

—Yo también tenía miedo —dijo Igno como toda respuesta.

—Dejémoslo en que éramos dos críos que se enfrentaban a algo mucho más grande que ellos. No podíamos hacer nada más —dijo Ciro, encogiéndose de hombros—. Bueno, pues eso: me atreví a regresar a Santa Águeda cuando acabé el servicio militar. Tenía esa tonta sensación de «ahora soy un hombre, puedo tomar mis propias decisiones». La verdad es que… Madre mía, esto que voy a decir va a sonar muy tonto, pero a veces pensaba que aquella noche no solo tú te clavaste la espina de la rosa que te di. A mí también se me clavó. La llevé conmigo todo ese tiempo y vaya si dolía. Tú me dolías, Igno —confesó con esa pasmosa franqueza tan propia en él—. Por eso volví al pueblo, con miedo y todo. Tal vez fuera una locura, pero sentía que solo así podría arrancarme esa espina de una maldita vez.

»Te ahorraré los detalles, solo diré que el trato que recibí de parte de quienes me habían visto crecer no fue el más agradable del mundo. Siempre había supuesto que eso pasaría, pero aun así… En fin, eso no importa ahora. Fui a tu casa, pero ahí solo encontré a tu padre.

—Puedes ahorrarte también esos detalles. No… no quiero saber nada de él. —Igno no quería que sus palabras dejasen ver al niño rechazado y angustiado que se marchó de aquel que dejó de ser su hogar de la noche a la mañana, pero no creyó conseguirlo.

Atendiendo a esa petición, Ciro se guardó para sí mismo el desagradable encuentro que vivió con Ignacio Vega, que se había visto reducido a una sombra del hombre que había sido: entregado a la amargura y su bota de vino.

—Descubrí que no estabas en Santa Águeda —continuó—, que nadie había sabido nada de ti desde aquella noche. Era como si te hubiera tragado la tierra. Cuando me enteré de eso, me sentí… perdido. Llevaba años soñando con verte de nuevo, pensando que así por fin todo volvería a estar bien, solo para encontrarme con que eso era un sueño imposible. —Igno nunca había escuchado tanta desolación como en la voz de Ciro formulando sus siguientes preguntas—: ¿Dónde fuiste, Igno? ¿Dónde has estado desde entonces?

Igno se mordió el interior de su mejilla, exhaló una bocanada de aire y se preparó para poner en palabras los pasajes más dolorosos de su biografía.

—Vosotros os marchasteis todavía de madrugada, ¿verdad? —Ciro asintió—. Yo lo hice a la mañana siguiente, ni siquiera había terminado de amanecer. Sabía que no podía quedarme allí; estaba seguro de que sería como vivir en el infierno. Todo el mundo se había enterado de nuestro secreto, hasta mi… padre. Esa noche, descubrió mi cuaderno porque no lo guardé bien. Vio todos los dibujos que había hecho de ti y algunas cosas que había escrito. Se enfadaría mucho al ver todo eso y acabó destrozando el cuaderno.

—No puede ser…

El dolor que impregnaba esas palabras logró que Igno se sintiera comprendido en su sufrimiento.

—En realidad, da igual que pasara así. Alguien se lo habría dicho al día siguiente y se habría enterado de todas formas. Da igual.

Pena y rabia se mezclaron en la voz de Ciro al decir:

—No da igual. Rompió tus dibujos.

Igno suspiró de nuevo. El aire parecía temblar al salir por su boca.

—Ya, bueno, pero tampoco hay nada que pueda hacer para cambiar eso, así que tendrá que dar igual… Me marché porque en el pueblo no me quedaba nada. Nada bueno, al menos: tú te habías ido y sabía que lo más seguro era que no volverías nunca más, mi padre me despreciaba y… —Alzó la vista al cielo. Tal vez porque se suponía que Hortensia estaba ahí o, simplemente, porque de esa manera podía impedir que las lágrimas volvieran a enturbiar su mirada—. Supongo que en algún momento te enteraste de lo que pasó con Hortensia, ¿no?

Ciro colocó de nuevo su mano sobre el brazo de Igno, en un vacilante gesto de consuelo.

—Sí. No sé qué decir… Siempre quise tener la esperanza de que se habría terminado recuperando, con más tiempo, no sé. Lo siento muchísimo.

—Lo sé, no te preocupes. —Esas torpes palabras y su rostro desencajado significaban para él mucho más que las «más sentidas condolencias» que pudiera haber recibido a lo largo de los años cuando había mencionado ese tema a alguien. Porque sabía que Ciro sí sentía su pena como si fuera propia—. Además, ha pasado mucho tiempo desde entonces, ya no duele igual. Está bien.

—Está bien —repitió Ciro—. ¿Qué hiciste después? ¿Dónde fuiste? ¿Dónde has estado todo este tiempo? —volvió a preguntar.

Igno relató entonces cómo había corrido hasta llegar al bosque y cómo, una vez allí, se dio cuenta de que no sabía a dónde ir. Estaba abrumado por los acontecimientos y apenas era capaz de pensar con claridad. Siguió el cauce del río Guador hacia el norte y, conforme avanzaba, recordó que en esa dirección vivía una tía de su madre, en un pueblo llamado Herreral de la Cruz, a los pies de las montañas que había más allá del valle.

Había visitado a aquella mujer con sus padres en un par de ocasiones, tres o cuatro como mucho, cuando era niño. Una de esas veces fue por el entierro de su marido, tío carnal de Hortensia. Igno recordaba muy poco de su tía abuela: le impactó su vestimenta negra de pies a cabeza —incluso llevaba un pañuelo negro cubriendo su pelo—, así como sus facciones en apariencia severas y su enjuta figura. En contra de todo pronóstico, esa mujer a la que apenas conocía y que ni siquiera compartía su sangre le proporcionó los abrazos más cariñosos que había recibido hasta entonces. Así, lo que Igno sabía de ella se resumía en su viudedad, su avanzada edad, que todos sus hijos habían emigrado tras la guerra para buscarse la vida en el extranjero y, por último, cómo se llamaba: Amparo. Ese nombre y el recuerdo de sus abrazos le empujaron a creer que había tomado la decisión correcta al dirigirse al norte.

Tardó no menos de tres días en llegar a Herreral de la Cruz a pie y dar con la tía Amparo. La anciana lamentó la noticia del fallecimiento de su sobrina y no dudó en abrirle las puertas de su humilde hogar cuando le confesó que había dejado su casa porque su padre no lo quería allí. Ni siquiera cuestionó el motivo que podía haber tras esa drástica decisión pues, la verdad sea dicha, aquel hosco hombre nunca le cayó en gracia. En lo que a ella concernía, el famélico muchacho que se había presentado en su puerta acababa de perder a toda su familia y ella estaba más que dispuesta a ocupar ese vacío y tratarlo como a los hijos que tanto echaba en falta.

—Viví con la tía Amparo unos cinco años —explicó—. Allí me dediqué a trabajar en lo que fuera que encontrara: campo, animales, aprendiz de zapatero, cualquier cosa. Y sobreviví, sin más. El año que cumplí los diecinueve me marché para hacer la mili. El destino que me tocó no está demasiado lejos de aquí. Durante esos meses, le mandaba cartas a mi tía de vez en cuando. Una vecina se las leía y respondía por ella porque la pobre no sabía ni leer ni escribir. En la última carta que recibí, esa vecina que te digo me contó que la tía Amparo había fallecido. Me dio mucha pena enterarme, pero imagino que llevaba tiempo esperando que pasara eso. Era ya muy mayor, es ley de vida.

Igno guardó silencio durante unos instantes, recordando a la anciana que le había abierto las puertas de su casa y de su corazón cuando se encontró sin nada. Después, continuó diciendo:

—Una vez más, me vi sin un lugar al que volver o al que pudiera llamar mío. No tenía ni idea de qué hacer o a dónde ir. Durante el servicio militar, había conocido a un compañero que era de aquí, de Los Zarcos. Hablaba tan bien de esta ciudad que decidí acompañarlo de vuelta a casa después de licenciarnos. Pensé que podía ser un sitio tan bueno como cualquier otro para empezar de nuevo y al menos aquí conocería a alguien. Eso fue hace… cuatro años, sí, cuatro. Y llevaba razón: es un muy buen sitio.

»No tengo mucho más que decir, la verdad. Desde que llegué aquí, me he buscado la vida como he podido. Ahora estoy trabajando en una carpintería. Está bastante bien, no puedo quejarme. —En su boca surgió una escueta sonrisa—. Se ve que lo mío es crear con las manos, ya sea dibujar o esto. Antes de conseguir lo de la carpintería estuve haciendo otras cosas, lo que fuera que encontrara para poder sobrevivir y ya. —Era la segunda vez que repetía esa palabra, pero no sentía que existiera una forma mejor de expresarlo; lo que había hecho no podía llamarse vivir—. Lo más apasionante en mi vida últimamente fue retomar el dibujo, así que ya puedes hacerte una idea de lo demás.

Cuando terminó su monólogo, Igno tuvo la chocante revelación de que hacía siglos que no hablaba tanto con alguien. Era extraño —en el buen sentido— poder abrirse de esa manera con otra persona. La presencia de Ciro lo había hecho tan fácil que apenas fue consciente de haber hablado durante tanto tiempo.

—¿No te ha aburrido escucharme hablar todo este rato? —le preguntó a Ciro mientras se rascaba la cabeza, azorado.

—Para nada —aseguró de inmediato, con esa media sonrisa que no había cambiado ni un ápice.

—Bueno, pues ahora te toca a ti, Ciro. ¿Qué haces aquí?

—Mejor empiezo por el principio como tú, ¿no? A ver, lo que pasó esa noche. —Suspiró—. Si te soy sincero, no recuerdo muy bien cómo salimos de la plaza para regresar a casa, pero estando allí sí que me acuerdo de lo histérica que estaba mi madre. Nunca la había visto así. Gritaba y lloraba mientras corría a buscar hojas de aloe vera para ponerme en el brazo y que las quemaduras no se inflamaran o no sé. Con tanta cosa pegajosa desde la mano hasta el hombro, terminé pareciendo un caracol —bromeó pero, al ver que la expresión de Igno distaba mucho del humor, se disculpó de inmediato—. La verdad es que me estaba sintiendo muy mal en ese momento. No porque me doliera el brazo, era... por dentro. Me dolía todo y sentía que estaba como vacío. No sé explicarlo de otra manera.

—Te entiendo —murmuró Igno a media voz.

—No me atrevía a decir nada mientras mi madre seguía chillando y lamentando lo que me había pasado. Pero cuando dijo que nos íbamos ya mismo del pueblo y que no podríamos volver nunca más, porque la gente diría cosas de mí, que hablarían de toda la familia, que me tratarían mal y hasta podría pasarme algo más además de lo que ya me había sucedido esa noche… Entonces sí que hablé. Mejor dicho, exploté. Me siento muy poco orgulloso de esa reacción. No era yo.

»Le grité a mi madre que no nos podíamos ir así. No quería… no podía dejarte de esa manera. Todo lo que mi madre temía que me pasara a mí, también te podía pasar a ti. Tenía miedo, estaba confundido y sentía más rabia de la que había sentido nunca al pensar que no te vería más. Lo intenté de mil maneras, creo que hasta le dije a mi madre que la odiaría por eso. —Soltó un bufido y negó con la cabeza—. No se merecía que le dijera algo así, pero en ese momento no pensaba lo que salía por mi boca. Ella no quiso escuchar nada de lo que le decía y, al final, me rendí. Estaba demasiado cansado, demasiado triste, supongo. —Tras una breve pausa, añadió—: No la culpo por la decisión que tomó, la entiendo. Ella solo quería protegerme y sé que toda esa situación la destrozó como pocas cosas podrían haberlo hecho.

—¿Tu madre me odia por eso? —se atrevió a preguntar Igno.

Ciro no pudo evitar poner los ojos en blanco.

—Y dale otra vez con lo mismo. No recordaba que fueras tan cabezota, ¿eh? No, Igno, mi madre no te odia. Nadie te odia, yo me encargué de eso. En ese momento, no estaba en mi mano quedarme o regresar, pero al menos podía impedir que dijeran algo malo de ti o te echaran la culpa o algo así, ¿está claro? —Cuando Igno asintió, continuó hablando—: Tampoco puedo decirte que mi madre estaba feliz de la vida al saber que su hijo tenía un novio…

—No éramos novios —señaló Igno.
Ciro lo miró de reojo, conteniendo una sonrisa.

—Cierto, pero ella lo entendió así, o eso imagino al menos. No es algo que habláramos en realidad. De hecho, esa noche nos dejó muy claro a mi hermana y a mí que no podíamos contarlo al resto de la familia. Tenía que ser un secreto entre los tres. Así que lo que saben mi padre y Aldo es que se formó una pelea entre unos chicos del pueblo y yo terminé con el brazo así. No conocen el motivo real, solo que mi madre quedó tan afectada por lo que me había pasado que se negaba a poner de nuevo un pie en Santa Águeda y no había más que hablar.

»Y lo que decía: durante mucho tiempo pensé que mi madre estaba… decepcionada de mí. Supongo que esa sería la palabra, sí. Ella nunca me dijo nada ni me reprochó lo que pasó entre nosotros dos ese verano. Seguía queriéndome, eso lo tengo claro, pero sentía que había algo que ya no era igual entre mi madre y yo. Aunque ¿sabes una cosa? —inquirió, con una fugaz sonrisa—. Creo que terminó por asumir que yo había sentido algo así por un chico y lo aceptó, al menos dentro de lo que cabe. Ya te digo que nunca hemos hablado de esto, pero una vez me dijo lo orgullosa que estaba de mí y que nunca la había decepcionado como hijo. Le insistí: «¿Nunca?» y ella me lo confirmó. Así que yo quiero pensar que no me ve como un bicho raro ni nada parecido.

—Seguro que no —confirmó Igno—. Tu madre… ella es muy buena, te adora. No podría dejar de quererte por nada, ni siquiera por esto.

—Lo sé, lo sé, pero de todas formas no fue una época muy fácil que digamos —comentó, apretando los labios—. Bueno, retrocedo otra vez, que me he adelantado mucho sin darme cuenta. Veamos, sí, los primeros días de regreso a la capital fueron… complicados. Casi no hablaba, no quería mirar a nadie a la cara ni salir de mi habitación. Y no te estoy contando esto para que te sientas peor por lo que nos pasó —dijo de pronto, volviendo los ojos hacia Igno—, tú también has explicado antes lo duro que fue todo para ti y solo quería que supieras que no fuiste el único, si es que eso sirve de algo.

Por extraño que pareciera, así era. Igno se sentía comprendido en su dolor por primera vez en mucho, demasiado tiempo. No era nada raro, en realidad, que esa compresión viniera de la mano de Ciro. Por supuesto que solo podía tratarse de él, que siempre fue la luz de su vida.

—Un día, mi hermana fue a verme a mi cuarto. Traía una crema para mis heridas que olía fatal. Te prometo que parecía que llevaba algo muerto, en serio —comentó con una breve risa y una mueca asqueada—. Mientras me ponía ese potingue, hablamos por primera vez. Cuando mi madre y ella me curaron estando aún en el pueblo, mi hermana no dijo ni una palabra. En ese momento, creo que ni me di cuenta, pero después fue algo que me inquietaba porque no tenía ni idea de qué pensaba ella de mí después de lo sucedido. Con mi madre no podía hablar de ello… De ti. Y con mi hermana no me atrevía ni a intentarlo. No sé qué pasó ese día para que las cosas cambiaran. Miento, sí que lo sé: que me dio un abrazo. Necesitaba demasiado que alguien me abrazara así, aunque reconozco que ese abrazo fue la cosa más rara del mundo. —Ciro sonrió con una curiosa mezcla de nostalgia y diversión—. Y entonces empecé a hablar, a decirle muchísimas cosas.

»Le conté lo que había pasado entre nosotros ese verano, lo importante que te habías vuelto para mí, mucho más de lo que habías sido antes, y lo mucho que me dolía cómo acabó todo y no volver a verte. —Se pasó el dorso de una mano con rapidez por los ojos, para limpiar unas nuevas lágrimas que no habían llegado a desprenderse de su mirada—. Ella me escuchó con toda la paciencia del mundo, sin soltarme. Estoy convencido de que luego se iría con la ropa oliendo a infierno por culpa de la crema en mi brazo, pero también sé que no le importó ese detalle. Cuando terminé de hablar, me dijo que no pasaba nada, que todo estaría bien y ¿sabes qué más? —Ciro dejó caer la cabeza hacia delante, riendo—. Que debería haberse imaginado que nos traíamos algo así entre manos cuando casi nos pilló esa vez en la buhardilla. ¡Qué desastre!

Muy a su pesar, Igno se unió a su risa.

—Me alegra que tuvieras a tu hermana para hablar —le dijo finalmente.

—A mí también, no te imaginas cuánto. Hablé con ella varias veces sobre ti, sobre lo nuestro, y nunca sentí que me juzgara. Eso fue bueno. Nuestra relación mejoró muchísimo desde entonces.

—¿En serio?

—Sí, de hecho ahora nos llevamos de maravilla. Casi siempre, vamos. Solo tenía que pasar la edad del pavo para dejar de fastidiarla todo el rato, ¿quién lo hubiera dicho?

—De niño no había pavo que justificara cómo la hacías rabiar día sí y día también.

—Entonces tenía muy poco conocimiento —zanjó Ciro con una sonrisa insolente.

—Acabas de sonar como nuestras madres con esa frase —hizo notar Igno, divertido a pesar de todo.

—Un poco.

—Un poco no, bastante.

Guardaron silencio de nuevo pero, en esta ocasión, había desaparecido cualquier rastro de incomodidad. Igno tenía que reconocer que escuchar su sufrimiento de boca de Ciro le había destrozado un poco más de lo que ya estaba hasta ese momento, con la mera incertidumbre de qué habría sido de él tras esa noche. Sin embargo, al ver sonreír a Ciro de nuevo, al apreciar cómo la tensión había abandonado sus rasgos y su postura, porque ya no le torturaban los recuerdos que estaba compartiendo con él, entonces fue cuando Igno lo comprendió.

Lo que les había ocurrido siempre formaría parte de su pasado, pero las heridas podían —y debían— sanar, aunque dejaran cicatrices como recuerdo. Una cicatriz era, a fin de cuentas, reflejo de un presente que había dejado el pasado atrás y, con él, el dolor de la herida. Lograrlo podía ser duro y requerir las cremas más apestosas que uno pudiera imaginar, pero merecía la pena. En cambio, aferrarse al dolor suponía mantener la herida abierta, ocupando no solo el pasado, sino también el presente y cualquier posibilidad de un futuro ajeno al sufrimiento.

—Seguí estudiando y ahora trabajo para un periódico escribiendo sobre… Bueno, sobre lo que me digan cada vez —comentó Ciro.

—¿En serio?

—Sí. ¿Qué pasa? ¿No me pega ese trabajo?

Igno lo pensó un momento antes de lograr esbozar una respuesta.

—Nunca me lo habría imaginado pero, en realidad, tampoco había pensado en ninguna otra cosa. Aunque ahora que lo dices… sí que te pega. Leías bastante y siempre estabas preguntándote mil cosas, con curiosidad por todo. Sí, te pega.

—Bueno, ¿qué más te puedo contar? Después de mi fallido regreso al pueblo, con el tiempo, supongo que fui estando mejor. No bien del todo, pero sí mejor que antes. De hecho, si alguien me preguntara ahora, diría que estoy bien. —Se detuvo un instante, asimilando lo que acababa de decir—. A ver, ahora mismo estando aquí contigo claro que estoy bien, más que bien. Me refería a la semana pasada, hace un par de meses o hace un rato, con los niños, mi hermana y mi vida en general, todo eso; no sé cómo de bien me estoy explicando, pero yo sé que tú me entiendes.

»Respondiendo a tu pregunta de qué hago aquí: mi madre y yo hemos venido para ayudar a mi hermana y su familia a instalarse, porque acaban de trasladar a mi cuñado aquí a Los Zarcos. Bendita coincidencia, ¿a que sí? Aldo y nuestro padre se han quedado en la capital, adivina haciendo qué.

—¿Trabajando?

—Como siempre. Casi parece que no hubiera nada más en sus vidas. De hecho, padre nos dio un susto hace poco. El corazón le dio un aviso, pero él sigue igual, todos los días atacado por el trabajo, el trabajo y el trabajo. En fin. —Soltó un corto bufido y cambió de tema—. Belisa se casó hace… —Ciro entrecerró los ojos, para calcular mentalmente—. Seis o siete años casi. Con el doctor, ¿recuerdas que te hablé de él? Tienen tres hijos. O tres y medio, mejor dicho, porque ya has visto que está embarazadísima del cuarto. Siempre ha tenido claro que no quería quedarse con solo tres hijos. Decía que así uno está en desventaja cuando se alían los otros dos. Yo de verdad que no sé de dónde le viene esa mala experiencia de ser tres hermanos —comentó con el tono de voz más inocente que poseía—. Los dos pequeñajos que has visto aquí son Enrique, aunque yo lo llamo Quique, que cumple los seis años enseguida y Fabián, que tiene cuatro. Se llama así por nuestro padre, claro, y el mayor lleva el nombre de su otro abuelo. La pequeña se ha quedado en casa de Belisa, con nuestra madre, mientras nosotros traíamos a los otros dos terremotos a desfogar un poco en el parque. La niña tiene dos añitos y se llama María Gracia. A mi madre se le cae la baba con su Gracita; es para verla, en serio. Pero se entiende de sobra: esa cría es un amor y nos tiene a todos comiendo de su manita. —Entonces, se cruzó de brazos—. Perdona, siento que me estoy yendo un montón por las ramas y estoy diciendo muchas cosas y nada al mismo tiempo, pero es que, ¡uf!, es complicado esto de resumir prácticamente media vida a alguien con quien habías compartido la otra media.

—No te disculpes. Me gusta escucharte. No sé si te imaginas cuánto echaba de menos tus divagaciones —le confesó, sin sentir pudor por esas palabras—. Sigue hablando, por favor, de lo que sea. Cualquier cosa está bien.

Ciro sonrió y volvió a hablar:

—A mis sobrinos… Quiero decir: a los dos niños, les encanta que les cuente historias. Sobre todo de nuestras trastadas siendo pequeños.

Las cejas de Igno se elevaron en un gesto sorprendido.

—¿En serio les hablas de eso?

—Pues sí, aunque a mi hermana no le hace la misma gracia que a ellos. Dice que soy una mala influencia para sus hijos. Me contó que una vez se colaron, no quiero ni saber cómo, en la casa de su vecino, que era un señor mayor un poco cascarrabias. Quique tomó a Fabián en brazos para poder llegar más alto y así consiguieron abrir la jaula del canario que tenía el hombre. Y lo digo en pasado porque el pajarito se fue volando tan contento y no tuvo a bien dejar una nota con su nueva dirección ni nada.

Igno no pudo hacer otra cosa que reírse.

—Madre mía.

—Sí, es posible que la Belisa tenga razón, pero solo un poco, cuando dice que esos dos van a ser un peligro mucho más grande que tú y yo juntos. Estoy siendo un buen maestro, eso está claro. —Bajó la vista a sus manos y observó durante unos segundos el dorso de la derecha—. ¿Sabes? La historia que más les gusta a mis sobrinos es la de cómo me enfrenté a un dragón que escupía fuego para salvar el tesoro que me había dado el mejor amigo del mundo.

—¿De verdad les has contado eso? —consiguió decir Igno pese al repentino nudo que se instaló en su garganta.

Ciro se encogió de hombros antes de contestar:

—Quique se fijó un día en mi brazo y quiso saber qué me había pasado. Tampoco es como si lo hubiera escondido de ellos hasta entonces, pero nunca había pensado realmente cómo podría responderles si me preguntaban. Así que, al menos por ahora que son pequeños, decidí improvisar ese cuento y vaya si les gustó. Soy muy bueno pretendiendo que lucho contra un dragón invisible mientras estoy subido encima del sofá de mi hermana. —Ciro acompañó su explicación con un guiño—. Ya sabes, si te llegan a preguntar, me tienes que seguir la corriente. No puedo quedar como un mentiroso delante de esos pequeñajos. Repite conmigo: había un dragón.

—Un dragón terrible —dijo Igno en voz muy baja.

Ciro asintió, sin despegar su mirada de la de él.

—Pero pudimos con él. No nos dejamos vencer por el dragón. Mis sobrinos no necesitan saber lo que pasó durante los últimos años del cuento; esos dos son tan impacientes que solo les importa el final de las historias que tengo para ellos y, en el final de esta historia, nosotros vencemos, ¿verdad?

Igno tragó saliva y asintió varias veces con la cabeza. Todavía se sentía rodeado por una neblina de angustiosa incertidumbre y sabía que existían motivos más que suficientes para el miedo. A pesar de ello, una sensación de euforia había acompañado cada uno de sus latidos desde que sus ojos volvieron a encontrarse con los de Ciro y ese cosquilleo no podía significar otra cosa que una victoria.

—¿Alguna vez has visto el mar? —preguntó Igno de pronto.

—¿Qué?

—El mar —repitió con impaciencia—, que si lo has visto. Ahora que estás aquí, o en todo este tiempo, en realidad.

Los ojos de Ciro se iluminaron al responder:

—No, nunca he tenido la oportunidad. Ayer, cuando mi madre y yo veníamos en el tren hacia aquí, pude verlo a lo lejos, pero todavía no me he acercado a verlo de verdad. Había pensado ir uno de estos días, con mis sobrinos. O solo, no sé. Aunque ahora imagino que, bueno… ¿Podrías llevarme tú? —sugirió mientras no hacía nada por disimular la ilusión que reflejaba su sonrisa.

—Yo tampoco he visto nunca el mar.

Ciro lo miró sorprendido por esa confesión.

—Pero si has dicho que llevas viviendo aquí varios años.

—Ya lo sé, igual que sé que la playa estará a media hora escasa caminando desde este parque. Pero nunca he querido ir. La verdad es que no le veía sentido a ver el mar si tú no estabas ahí también —explicó con sencillez.

Porque, de pronto, a Igno la vida volvía a parecerle sencilla, como cuando no era más que un niño. Fuera del solitario Jardín Redondo, cada habitante de aquella ciudad costera continuaba con su día, ajeno al hecho de que dos mundos —que nunca debieron dejar de ser uno— habían vuelto a colisionar de forma inesperada y maravillosa. La tarde se doblegaba al paso de las horas y bañaba las copas de los árboles y los senderos adoquinados con su luz anaranjada. La vida continuaba, inevitable, y volvía a ser tan sencilla como hablar con su amigo de siempre acerca de cuándo verían juntos el mar.

—¿Mañana?

—Mañana.

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