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VII. Las cenizas

En Santa Águeda y alrededores, el último fin de semana del mes de agosto era sinónimo de celebración, pues tanto oriundos como forasteros acudían al pueblo para las Fiestas de la Rosalba. Esa verbena era un canto a la vida en un lugar por lo demás estancado en penurias y la necesidad constante de deslomarse trabajando. Existía una tradición en estos festejos que celebraban el final del verano: las parejas de enamorados, sobre todo las que iniciaban su cortejo o aquellas que tenían previsto pasar en breve por el altar, acostumbraban a regalarse una rosa blanca como muestra de sus sentimientos. Esas flores provenían casi siempre de ellos hacia ellas, si bien tampoco era extraño ver a algún que otro hombre con una rosa en la solapa, regalo de su compañera.

Desde que tenía memoria, Ignacio recordaba comentarios de varias vecinas del pueblo chismorreando acerca de algunos de esos tortolitos. Como era de esperar, los corrillos donde se trataba dicha información no mostraban demasiada benevolencia al hablar del tema. Esas conversaciones solían incluir algo similar a «y entonces la hija de Fulano y el hijo de Mengano se metieron en el pajar de Zutano, qué poca vergüenza; fue entonces, está claro, el bebé les ha nacido antes de los nueve meses, las cuentas no fallan». Cada año, los domingos de septiembre y octubre se veían inundados de enlaces matrimoniales en Santa Águeda y de esas uniones nacían, sin excepciones, criaturas prematuras. Bastantes ochomesinos y unos cuantos sietemesinos, aunque todos sin problemas de salud y con un peso sospechosamente sano para un bebé nacido antes de término.

De niño, con la ingenuidad propia de esa tierna edad, Ignacio Vega se explicaba toda esa situación aludiendo al amor: las Fiestas de la Rosalba eran una fecha tan especial que quienes se declaraban ese día no podían esperar a contraer matrimonio y, una vez casados, el fruto de ese amor tampoco era capaz de esperar para llegar al mundo y Dios adelantaba el alumbramiento, para bendecir antes de lo previsto a tan amorosos padres. Siempre le había parecido un hecho de lo más curioso pero, ahora que contaba con una noción lo suficientemente clara de qué debían hacer un hombre y una mujer para procrear, comprendía lo que hacían esas parejas de enamorados cuando se escabullían de la verbena al pajar de tal o cual vecino. Y todo ese embrollo de habladurías y bodas a toda prisa se originaba por algo tan inocuo como una rosa blanca, quién lo diría. Una flor, sin más.

En ese momento, Ignacio esperaba a que su padre regresara a casa para poder ir él a la plaza a disfrutar de la celebración y la compañía de Ciro. Desde la ventana de la austera sala, Ignacio contemplaba la luz anaranjada del atardecer bañando la silueta del campanario de la ermita y los tejados de las viviendas que se aglomeraban en torno a la plaza. Durante el almuerzo, había acordado con su padre que este último iría en primer lugar a la verbena, se tomaría un vino con sus conocidos y regresaría cuando se pusiera el sol. Mientras tanto, Ignacio permanecería en casa con su madre, por si Hortensia llegaba a necesitar algo de él; su padre le sustituiría tras el ocaso para que él pudiera pasar la noche en la plaza, festejando. Reprimió un suspiro pesaroso mientras apoyaba la frente contra el marco de la ventana. Su mente entendía que ese era un día de fiesta, lo sabía porque llevaba puesta su camisa buena, pero su corazón se desgarraba al ser consciente de que había llegado la tan temida despedida.

Todavía tenía pensado decirle adiós a su amigo a la mañana siguiente, justo cuando los Ribera se marcharan de Santa Águeda. Sería el último abrazo de un verano que, por primera vez, había estado repleto de ellos. Aun así, no podía evitar un regusto agridulce al pensar en la verbena de esa noche y saber que pocas horas después Ciro se habría ido. Al cabo de unos minutos más de espera, Ignacio vio la inconfundible figura de su padre caminando en dirección a la casa, así que se recompuso para disimular lo compungido que se sentía. Se dijo a sí mismo que esa noche era para pasar un buen rato, el último; ya tendría mucho tiempo después para estar triste por la ausencia de su amigo. Tras eso, se dirigió al dormitorio de su madre para informarla de que se iba a la verbena.

—Eso está bien, hijo —pronunció con cierta dificultad mientras se acomodaba mejor bajo la fina sábana con la que estaba cubierta. Dejó que sus manos descansaran sobre su estómago, encima del bordado de florecillas azules que recorría el borde de la sábana—. Pásatelo bien y ten cuidado —le pidió.

—No se preocupe, madre, lo tendré. ¡Hasta luego!

Ignacio salió de su casa tras despedirse también de su padre de forma escueta. Emprendió el camino notando a cada paso cómo crecía el murmullo de la música que nacía de la plaza. Las alegres canciones que lograba captar a esa distancia consiguieron levantarle el ánimo al punto de sonreír con cierta nostalgia cuando llegó al cruce de la higuera. Sus pies decidieron por su propia cuenta detenerse allí e Ignacio recordó —porque era imposible no hacerlo— aquel primer beso. Todavía tenía grabado a fuego en su memoria el dulce sabor de la boca de Ciro y sabía que aunque viviera mil vidas, un millón de vidas distintas, nada sería capaz de borrar ese recuerdo. Se fijó entonces en un par de higos bastante apetecibles que crecían en la rama más cercana a él. Estiró el brazo para arrancarlos, se los guardó con cuidado en el bolsillo de su pantalón y retomó su camino.

Conforme se acercaba a la plaza, la música iba llenando sus oídos con una intensidad casi tangible. Ignacio podía distinguir cada instrumento que conformaba aquella amalgama de sonidos: guitarras, bandurrias, panderetas, castañuelas e incluso el ritmo tintineante de una botella de anís. Eso no era una proeza muy difícil de lograr, pues ni los instrumentos ni los músicos cambiaban de un año para el siguiente. Siempre los mismos sonidos y las mismas caras. Entró al fin en la plaza y echó un vistazo general al lugar: la cuadrilla estaba en el centro de la explanada, amenizando la velada con su música; a un lado, se encontraban dispuestas unas hileras de mesas y sillas y, en el lado contrario, se hallaba la improvisada pista de baile ocupada por varias parejas bailando al ritmo de canciones populares. Ignacio notó que muchas de las jóvenes allí presentes llevaban flores blancas prendidas en su pelo. Por último, a lo largo de todo el perímetro de la plaza, había encendidos varios fuegos que servían como fuente de iluminación adicional a los escasos faroles del lugar.

Además, en esas mismas lumbres, unas cuantas mujeres del pueblo empezarían en cualquier momento a cocinar migas para repartir entre todos los presentes. De hecho, Ignacio ya podía ver, en unas mesas algo más apartadas del resto, a varias de ellas haciendo la mezcla de harina, agua y sal. Más tarde, distribuirían esa masa en las sartenes que otras vecinas llenaban con aceite y acompañarían el plato con ajos fritos, salchicha y tocino. El estómago de Ignacio rugió con la expectativa de esa cena; la tradición de las migas era, con diferencia, lo mejor de las Fiestas de la Rosalba.

Ignacio avanzó entre la multitud en busca de Ciro. En ese momento, terminaba la pieza que la cuadrilla había estado tocando y, mientras todo el mundo agradecía la actuación con aplausos, Sancho el Cigarra se levantó de su silla con un tambaleo que evidenciaba su embriaguez y se acercó a los músicos. Pretendía cantar con ellos. Ignacio pudo escuchar su conversación al pasar cerca de aquel corrillo de personas.

—Parece que alguien se ha pasado empinándose la bota de vino, Cigarra —comentó uno de los guitarristas con una carcajada.

—Beber es vivir con otra letra y yo estoy vivo como el que más, ¡por eso bebo, carajo! —exclamó el hombre, provocando más risotadas a su alrededor—. Ahora calla y dale otra vez a esa guitarra, no me seas aguafiestas.

Los músicos no tuvieron más remedio que hacerle caso: el resto del público jaleaba en favor del improvisado cantante. Así, comenzaron una nueva canción, acompañados en esta ocasión por la voz —a ratos poco inteligible— de aquel al que todos conocían como Cigarra.

Al fin, Ignacio distinguió a varios metros la figura envuelta en negro de pies a cabeza de la señora Gracia de Ribera. Se encontraba junto a una de las mesas, conversando de forma animada con otra mujer mientras se arrebujaba en su fino chal. A su lado, estaba sentada su hija, abanicándose de tal manera que las cintas verdes de su peinado se movían sin parar. Ignacio dedicó un breve instante a pensar en el hecho de que Belisa no llevaba ninguna rosa blanca en el pelo, a diferencia de otras muchachas de su misma edad, amigas suyas con las que él se había cruzado mientras avanzaba hasta allí. Sin embargo, aunque la presencia de flor fuera sinónimo de amor, en este caso su ausencia no significaba la falta de dicho sentimiento en la vida de Belisa Ribera. Ella tenía un pretendiente, novio, prometido o como sea que se llamara a esas cosas rarísimas de las que Ciro le habló al inicio de sus vacaciones en Santa Águeda. Tenía un amor, tan solo se encontraba lejos durante una época del año. Aunque esta era más breve, pensó Ignacio con cierta envidia, que el tiempo que él mismo tendría que afrontar separado de Ciro a partir del día siguiente.

Por último, sentado junto a su hermana, con actitud aburrida a la par que impaciente, estaba él, Ciro, oteando la multitud en todas las direcciones posibles. El corazón de Ignacio bailó al ritmo de la música al comprender que era a él a quien su amigo buscaba con tanto empeño. Nunca dejaría de abrigarle el alma el cálido conocimiento de ser tan importante para alguien que era tan especial para él. Con un cosquilleo recorriendo todo su ser, se encaminó hacia la mesa ocupada por los hermanos Ribera.

—¡Igno! —exclamó Ciro mientras se ponía en pie al verlo aproximarse. Su amplia sonrisa le dibujó los hoyuelos en sus mejillas.

Belisa habló antes de que el aludido pudiera corresponder al saludo:

—¡Ignacio, por fin apareces! —Se giró hacia su hermano—. Venga, ahí lo tienes, ya puedes parar de darme la lata con cuándo viene, cuándo viene. —Belisa rodó los ojos tras imitar a Ciro y resopló, pero terminó sonriendo—. Anda y vete ya un rato de aquí con tu amigo, que entre tú y la cancioncita del borracho de turno tengo la cabeza que me va a reventar.

—No terminéis el verano con una de las vuestras, eh —advirtió la señora Gracia, interrumpiendo su propia conversación, cuando vio que los dos chicos comenzaban a alejarse—. No quiero nada de estiércol este año, que os conozco.

—Tranquila, madre —respondió su hijo—, esta vez iremos a por las gallinas de los Curas. Como ellos no tienen otra clase de ganado, no tenemos riesgo de caer en ninguna montaña de estiércol.

—¡Ciro!

—¡Es broma! —aseguró—. Pero sería divertido traernos a las gallinas para soltarlas por la plaza y que cundiera un poco el pánico. O lo mismo se ponen a bailar también con la gente, quién sabe. Puede que esos bichos tengan un talento oculto para el baile. ¿Qué dices? ¿Lo comprobamos? —preguntó dirigiéndose a Igno.

—¡Ciro! —volvió a chillar su madre. Parecía dispuesta a llevarse a su hijo a casa de la oreja con tal de que no hiciera esa trastada.

Ciro se rió, tremendamente divertido por esa reacción.

—¡Que es broma!

—Más te vale —sentenció, cruzándose de brazos.

Terminada la conversación, Igno se despidió de las mujeres Ribera con un gesto de su mano derecha mientras Ciro tiraba de él para ir a una zona donde no hubiera tanta gente. Se detuvieron junto a la ermita; en la fachada lateral había un banco de piedra libre y decidieron tomar asiento. No estaban solos del todo en aquella zona, pero era infinitamente más tranquila que la propia plaza. Ciro dejó caer la cabeza hacia atrás, hasta que quedó apoyada en la pared del templo, y miró al cielo, en silencio. Igno imitó a su amigo y comprobó que apenas quedaba rastro en el firmamento de las pinceladas de color que le otorgó el crepúsculo unos minutos antes. Los naranjas y rosados habían sido sustituidos por diminutos puntos de luz que se iban apoderando poco a poco del cielo nocturno. Cruzó por su mente una idea absurda: convencer a Ciro de que no podía irse de Santa Águeda hasta que le dijera cuántas estrellas había en el cielo. Para que perdiera la cuenta, Igno podría despistarlo una y otra vez besando sus labios. De esa manera, debería empezar a contar de nuevo y se quedaría allí, con él, un poquito más de tiempo. Fue un pensamiento tonto, pero Igno sonrió gracias a ello. Sin dejar de mirar las estrellas, le comentó a Ciro:

—Se te ve animado. Me refiero a las bromas de antes con tu madre.

Él se encogió de hombros y explicó:

—Qué remedio. Ya habrá tiempo después para estar desanimado, ¿no? —Giró la cabeza en su dirección para que sus ojos encontraran.

Igno asintió mientras memorizaba hasta la última veta que coloreaba sus iris. Cómo le dolía saber que al día siguiente ya no estarían ahí para mirarlo como si fuera lo más valioso que existía en el mundo. Saber que en pocas horas esa mirada se esfumaría de sus días era una sensación muy extraña, casi irreal, tanto que algo muy dentro de él —su alma, tal vez— se negaba a aceptar por completo aquella realidad. ¿Sería muy tonto pedir que sucediera un milagro? Para zafarse de las garras de la tristeza, Igno rompió el silencio diciendo:

—He traído algo. —Sacó de su bolsillo los dos higos que había cogido antes y le dio uno a Ciro—. Sé que es un poco tonto pero, cuando venía hacia aquí, me he parado en la higuera y me ha dado por coger un par porque me han hecho acordarme de… Bueno, ya sabes de qué —concluyó con una sonrisa, mientras retiraba la piel verdosa del fruto y se lo llevaba a la boca.

Ciro echó un vistazo fugaz a su alrededor e hizo un mohín con los labios al comprobar que no estaban lo suficientemente alejados de otras personas. Igno le dedicó una mueca de burla porque sabía lo que significaba ese gesto de su parte: no se atrevería a usar la palabra «beso» para ponerlo nervioso.

—Sí, ya sé.

Ciro se comió el higo sin desviar la mirada de la boca de Igno y este sintió sus labios cosquillear con el recuerdo de aquella tarde de junio al amparo de la higuera. La memoria se veía potenciada por el dulzor del higo que colapsaba sus sentidos. El fruto sabía mucho más dulce que el de aquel entonces, lo cual para Igno suponía un pobre consuelo ante la imposibilidad de besar los labios de Ciro en ese instante.

Los minutos pasaban mientras los chicos hablaban de todo y de nada al mismo tiempo. A ratos, se dedicaban a elegir a dos de sus vecinos y, desde la distancia, se inventaban la conversación que estaban manteniendo. Las risas provocadas por sus ocurrencias y cuestionables imitaciones llamaron la atención de dos muchachas que paseaban por ahí.

—¿Se puede saber qué es lo que os divierte tanto a vosotros dos estando aquí tan apartados de todo? —preguntó con genuino interés una de ellas. Era Catalina, hija mayor del herrero, el Peco; por tanto, conocida entre los vecinos de Santa Águeda como «la Peca pequeña».

—Te prometo que no queréis saberlo, Cata —contestó Ciro. Una mejor respuesta, sin duda, que contarle que imitaba a su padre diciéndole al Cigarra que le iba a sujetar la lengua con sus tenazas al rojo vivo por haberles destrozado los oídos a todos—. Suena más aburrido de lo que es en realidad. Además, no creo que a vosotras os hiciera gracia.

—Lástima, nos quedaremos con el misterio entonces —dijo la otra chica.

Igno sabía que era prima de Catalina. Sería un año mayor que ella, dos como mucho, y vivía en el pueblo vecino. Hasta ese año la conocía solo de vista, cuando su familia visitaba a sus parientes en Santa Águeda. Sin embargo, sabía que ahora la chica estaba pasando una temporada en casa de sus tíos a raíz de la última incorporación a la familia: los mellizos que Carolina la Peca había tenido la pasada primavera. La esposa del herrero no daba abasto para atender a su numerosa prole, ni siquiera con la ayuda constante de la mayor de sus hijas, así que hizo venir a su sobrina para disponer de un par de manos más en la casa.

—Mi madre me ha dicho que os vais ya mañana, que se lo ha contado la tuya antes. —Catalina volvió a tomar la palabra, dirigiéndose a Ciro—. ¿Tienes ganas de volver a la capital?

—No muchas, la verdad.

—Vaya, yo pensaba que tendrías a alguien esperándote que te haría tener ganas de regresar —deslizó la chica de manera que Igno se puso alerta, aunque no comprendió en un inicio el motivo de aquella reacción.

Ciro frunció un poco el ceño antes de decir:

—Bueno, están mi hermano y mi padre, pero los tengo más que vistos. No tendría prisa por ellos.

—¿Y por una novia?

La pregunta fue tan inesperada que las cejas de Ciro se dispararon hacia arriba, casi como si quisieran alcanzar el nacimiento de su cabello. Igno habría sentido el impulso de reír por ello si las palabras de su compañera no le hubieran provocado un doloroso vacío en el estómago. No porque pensara que la respuesta de Ciro sería afirmativa —sabía que no lo sería—, sino porque, de pronto, le aterró la idea de que en algún momento pudiera serlo. Temió que llegara un año donde, en su regreso al pueblo, tras meses y meses alejados el uno del otro, Ciro le dijese que se había enamorado de una chica, que paseaba con ella bajo la estrecha vigilancia de su futura suegra, que pretendía casarse y tener una familia con ella; porque eso es lo que quieren todas las personas en algún momento de su vida, ¿cierto? Igno pensó en cuántos veranos tendría junto a Ciro antes de que sucediera algo así. Cualquier respuesta se le figuraba una cantidad irrisoria cuando lo que su corazón deseaba no era menos que toda una vida.

Para la inmensa fortuna de Igno, Ciro se libró de dar una respuesta inmediata a la pregunta de la Peca pequeña porque, justo después de formularla, pasaron corriendo entre ellos un par de niños. Ambos eran hermanos de Catalina: el primero no tendría más de siete años y reía como un poseso mientras escapaba de su perseguidor, que contaba con unos nueve o diez años. La muchacha logró frenar al mayor agarrándolo por el brazo con un firme tirón; el pequeño, por su parte, se detuvo a poco más de tres metros de distancia al saberse fuera del alcance de su hermano y le hizo burla sacándole la lengua. En ese momento, el mayor de los niños le lanzó un trozo de salchicha al otro. Le acertó de lleno en el ojo. La prima de los Pecos contuvo una carcajada a duras penas, mientras que Igno y Ciro fracasaron en el intento. Lo único que pudo hacer Catalina fue poner los ojos en blanco y preguntarle a su hermano:

—¿Ahora qué te ha hecho el Julián?

—¡Ser un idiota! —respondió con un grito airado.

—Especifica, Jaime. No creo que ser idiota sea razón suficiente para un salchichazo en el ojo. —Existían frases que solo podían salir de boca de un padre o una madre, o una hermana que cumple esa función a todos los efectos, y esa era una de ellas.

—Madre nos estaba repartiendo los platos de migas y me lo dio a mí primero, ¡a mí! —Se señaló el pecho con el dedo índice para justo después dirigirlo a su hermano menor en un gesto acusatorio—. Pero el idiota este me lo ha quitado y nos hemos peleado por el plato y entonces se han caído todas mis migas al suelo y luego el Julián quería quedarse con otro plato y dejarme a mí sin migas —explicó sin apenas pausar para coger aire—. ¡Claro que se merecía el salchichazo por idiota!

—Un día de estos os vais a terminar matando por una tontería, lo tengo claro. —La muchacha negó con la cabeza para acompañar sus palabras. Después, le habló a su hermano Julián, que todavía se restregaba el ojo con el puño—. Tú, vuelve con los demás antes de que suelte al Jaime y te pille. Y tú…

—¿Tú qué haces aquí? Madre estaba diciendo que tenías que volver ya para quedarte con un mellizo mientras se iba a la casa a cambiarle el pañal al otro, que se ha cagado —la interrumpió Jaime con esa mezcla de afán de cotilleo y cero escrúpulos propia de los pueblos.

Catalina dejó salir el aire por la nariz como muestra de su fastidio.

—Dar una vuelta con la prima y estar aquí hablando con el Ciro.

—¿De qué?

—De su novia.

—¿El Ciro tiene novia? —inquirió con curiosidad.

Ante esa pregunta formulada con su chillona voz infantil, otros antiguos compañeros de clase, que estaban también apoyados contra la fachada de la ermita a unos cuantos metros de ellos, se unieron a la conversación.

—¿Qué pasa, Ribera? ¿Es que tienes una novia escondida por la capital?

—Eso es lo que iba a contestar Ciro antes de que este par de idiotas que tengo como hermanos nos interrumpiera —explicó Catalina, para después volver a centrar su atención en el protagonista de ese asunto, el cual tenía toda la cara de querer salir corriendo de allí—. Si dices que sí, pues enhorabuena por ti y por ella; pero si dices que no, tú no te preocupes, que yo me ofrezco como novia por correspondencia —propuso en evidente tono de broma.

Los labios de Igno se separaron para hablar aunque este no tenía claro qué era lo que pretendía decir. En cualquier caso, el propio Ciro se le adelantó, levantándose del banco de piedra y diciendo:

—Sí que tengo. Muy simpática, muy inteligente y muy guapa. Y ahora nos vamos de aquí —añadió, tomando a Igno del brazo, como siempre acostumbraba a hacer—, que seguro que mi madre nos estará esperando con un par de platos de migas para nosotros. Venga, adiós, hasta luego —se despidió dejando a todos con la palabra en la boca.

Igno se dejó arrastrar por su amigo hasta la plaza, incapaz de procesar lo que acababa de salir de la boca de Ciro; una novia simpática, inteligente y guapa. Era mentira, Igno lo sabía, pero dolía casi como si fuera verdad. Se detuvieron junto a uno de los faroles donde estaban enganchados los habituales banderines que decoraban el lugar. Cuando Ciro se giró a mirar a Igno, le cambió la cara al momento, tiñéndose su rostro de arrepentimiento.

—Mierda, no tenía que haber dicho eso. No es verdad, ya lo sabes —se apresuró a aclararle en voz baja de todos modos—, solo quería que todos esos pesados se callaran y que la Cata dejara de proponer cosas. Pero no tenía que haber dicho eso —repitió—, me he puesto nervioso y he dicho una tontería. Soy idiota. Lo siento.

—Ya, ya, no pasa nada.

—No dirías eso si te vieras la cara ahora mismo —comentó Ciro con una mueca de pesar—. Joder, la madre que los parió a todos y la madre que me parió a mí, en serio.

—Déjalo ya, Ciro. Está bien, de verdad, lo entiendo —aseguró con un intento de sonrisa con el que pretendía reconfortar a su contrariado amigo.

Pero Ciro era de esa clase de personas incapaz de conformarse con palabras cuando la culpabilidad lo asediaba. Igno notó en su mirada el momento exacto en que se le ocurrió qué hacer al respecto.

—Espérame un momento aquí, ¿sí?

Igno lo vio alejarse en dirección a la ermita y desaparecer tras el edificio. Mientras aguardaba su regreso, se dedicó a mirar a su alrededor. Todo seguía como cuando llegó a la plaza: la cuadrilla seguía tocando, las parejas bailaban al ritmo de la animada música y la gente conversaba entre sí. El único cambio era la presencia de platos de migas calientes en las manos de buena parte de sus vecinos. Decidió ir a la mesa ocupada por las mujeres Ribera para comprobar si, en efecto, se habían quedado con dos platos para ellos, pero fue detenido por la mano de Ciro sujetando su brazo cuando no había dado ni dos pasos.

—¿Yo qué te había dicho? —cuestionó con voz divertida—. Anda, ven.

Una vez más, Igno siguió a su amigo hasta una de las casas cercanas a la plaza y se cobijaron tras una de las esquinas.

—¿Qué? —preguntó Igno con cierto nerviosismo.

—Voy a darte algo, lo miras un segundo y te lo guardas en el bolsillo, ¿entendido?

Tras asentir, Ciro miró a su alrededor y llevó una mano a su propio bolsillo para sacar una rosa blanca de él. Era pequeña, apenas un capullo que todavía no alcanzaba su mayor esplendor pero, iluminados por la luna llena, a Igno casi le pareció que esos tiernos pétalos brillaban con luz propia.

—Estás loco —murmuró.

Ciro sonrió y se encogió de hombros.

—Puede que sí. Y nada, eso, que lo siento —dijo mientras colocaba la flor en la mano de Igno de forma rápida y un tanto torpe.

El corazón de este último pareció olvidarse de latir. Dedicó solo un breve instante a contemplar la rosa entre sus dedos antes de introducirla con premura en el bolsillo de su pantalón. Al hacerlo, soltó una exclamación de dolor y se llevó de inmediato el dedo lastimado a la boca.

—No me jodas, ¿te has pinchado con una espina? —La cara de Ciro fue un poema cuando Igno asintió—. Miércoles, pensaba que no tenía; con la sombra de la ermita no se veía tres en un burro cuando la cogí del huerto de Don Teófilo. En serio, no me lo puedo creer, hasta cuando intento arreglar una cagada la vuelvo a cagar. Esto es de chiste. Lo siento, de verdad —se disculpó de nuevo, esta vez riendo e Igno correspondió a esa sonrisa.

Porque Ciro había dicho «lo siento» pero su gesto tenía otro significado y ambos lo sabían. Aunque no le dieran forma de palabras, sus miradas hablaban. Ese conocimiento hizo que el pulso de Igno se descontrolara. Quiso corresponderle con otro gesto que significara lo mismo que sus labios no confesaban y al instante supo qué podía hacer.

Se despidió de Ciro ante la perplejidad de este y salió corriendo de allí en dirección a su casa, con una sensación de euforia inundando su torrente sanguíneo. Entró en la vivienda provocando que su padre, que dormitaba en la sala en su mecedora de madera, se sobresaltara.

—¿Qué demonios? —bramó con la voz pastosa, aún tratando de situarse.

—Perdone, padre —se disculpó Ignacio, mientras se encaminaba hacia el fondo del pasillo, rumbo a su dormitorio—. Venía con prisa para buscar una cosa, ya mismo me voy.

Con una brusca gesticulación de las toscas manos del hombre, Ignacio entendió que su padre no precisaba excusas, tan solo no volver a ser importunado en su descanso. Una vez en su cuarto, sacó el morral de esparto del arcón situado a los pies de la cama y cogió su cuaderno de dibujo. A oscuras pero guiado por la claridad de la luna que entraba por la ventana, hojeó el cuaderno hasta dar con las últimas páginas usadas: una estaba ocupada por el retrato de su madre en cama, aquel que se torció y donde reinaba el color negro —Ignacio pensó por qué no había arrancado y roto el dibujo en su momento, pues su ánimo alegre, extasiado, se había visto sacudido por esa realidad al volver a contemplarlo—; otra página la llenaba el retrato que hizo de Ciro aquella tarde en la buhardilla tras todos sus besos y caricias. Sintió cómo el calor se apoderaba de su rostro al recordarlo y cómo su corazón se estrujaba y explotaba mientras rozaba con las yemas de sus dedos, muy suave, la paz que se adivinaba en sus facciones.

Días atrás, al fin dio por concluido ese dibujo que había quedado a medias, pero supo que no podía desprenderse de él como Ciro le pidió el día de su cumpleaños. No sabía si eso lo convertía en alguien egoísta, pero ese dibujo significaba demasiado para él. Los trazos de carboncillo capturaban ese instante de felicidad plena antes de la oscuridad y también reflejaban atisbos de luz entre esas tinieblas, pequeños retazos de esperanza. Todo gracias a Ciro, a su compañía, su cariño y comprensión.

Por esa razón no era capaz de regalarle ese dibujo en concreto, pero eso no iba a impedir que le hiciera un regalo a su amigo. Él le obsequió el cuaderno y los carboncillos al inicio del verano; ahora, con el fin de la estación, Ciro se merecía cosechar lo que él mismo había hecho posible.

—Ignacio… —Era la voz fatigada de su madre, proveniente del dormitorio de matrimonio.

—¿Sí, madre? —contestó mientras metía el cuaderno en su morral con prisa.

Hortensia se limitó a repetir su nombre, nada más, por lo que él acudió a su llamada. Llevó su morral con él porque todavía no había tomado del cuaderno el dibujo que había ido a buscar. Conforme se aproximaba a la habitación, oía a su madre murmurando, hablando para sí misma.

—¿Madre? —la llamó acercándose a la cama para quedar dentro de su campo de visión.

—¿Ya has vuelto? Todavía es pronto, hijo… No vuelvas por mí.

Ignacio se estremeció por esas últimas palabras, sintiéndose extrañamente culpable. No era por ella por quien había vuelto a casa antes de tiempo, sino por Ciro. Se fijó entonces en que los labios de su madre se encontraban resecos, por lo que dejó el morral de esparto encima de la mesita de noche y tomó el vaso de agua que había sobre el mueble junto a un candil. Se lo acercó a la boca mientras llevaba la mano libre hacia su cuello, para ayudarla a incorporarse para beber. Sintió su cabello empapado por el sudor, pegado a la piel; tampoco pudo evitar fijarse en sus profundas ojeras y en los pronunciados pómulos que ocupaban el lugar de unas mejillas que en algún momento fueron lozanas. Todavía en silencio, regresó el vaso a su lugar mientras Hortensia se humedecía los labios con la lengua y le daba las gracias. Después, cerró los ojos, como si el acto de mantener los párpados abiertos le supusiera demasiado esfuerzo. Las florecillas azules de la sábana se elevaban y volvían a descender con el monótono vaivén de su respiración.

Ignacio volvió a tomar su cuaderno; no soportaba la congoja que se había adueñado de golpe de todo su ser. Quería regresar ya junto a Ciro y recuperar esa felicidad que le reportaba su presencia, aunque la supiera efímera. Al día siguiente se entregaría a la miseria, pero esa noche anhelaba arañar hasta el último segundo de dicha. Arrancó una de las páginas, sacó un carboncillo del estuche y escribió unas pocas palabras en el dorso, esmerándose en que su redondeada caligrafía resultara legible a pesar del nerviosismo que sentía. Notaba un ligero temblor en sus manos y sus latidos retumbaban con fuerza contra su pecho. Con cuidado, dobló la hoja dos veces a la mitad y la guardó en su bolsillo. Tras hacer esto, habló al fin:

—Solo venía a por una cosa, pero ya me vuelvo a ir.

—Ah, está bien, hijo. ¿Has… cenado ya?

—Todavía no, pero ya estaban empezando a repartir las migas.

—Entonces vete ya, Ignacio, para que… te las puedas comer calientes, ¿sí? Y hazme el favor de llevarte… una chaqueta, no quiero que pases frío.

Ignacio estuvo a punto de decirle que no la necesitaba. Aunque hacía algo de fresco, la temperatura era más que agradable en esa época del año y tenía suficiente abrigo con la camisa de manga larga que ya llevaba, pero no quiso contradecirla. No le costaba nada hacerle caso a su madre para que se quedara tranquila.

Se dirigió a su cuarto mientras escuchaba, de fondo, las indicaciones de Hortensia acerca de dónde buscar la chaqueta: «en el armario, en el cajón de abajo, junto a los pantalones de pana, sí, esa, la marrón».

—Ya la tengo, madre —anunció Ignacio—. Me voy ya, adiós.

Recorrió el pasillo alejándose de los dormitorios. Todavía llegó a sus oídos la voz de su madre repitiendo lo que ya le había dicho antes: que no se le enfriara la cena, que se abrigara, que se lo pasara bien y algo más que no pudo distinguir entre el confuso murmullo que suponía su voz conforme se alejaba. Tampoco se detuvo a prestarle mayor atención porque, como le dijo antes a su padre, tenía prisa por volver junto a Ciro.

Regresó a la verbena corriendo de nuevo, acompañado por el bamboleo de su chaqueta anudada a la cintura. De camino, Ignacio pensó en el dibujo que acababa de arrancar del cuaderno. Había dedicado las madrugadas de la última semana a trabajar en él. En ellos, en realidad. Se trataba de dos dibujos casi gemelos: él se había quedado con uno y el otro era para su amigo. Había pensado regalárselo a la mañana siguiente, al despedirse, pero, al entregarle Ciro esa rosa blanca, supo que ese era el momento para dárselo. En el dibujo que era para Ciro aparecían ellos dos, de hombros para arriba. Ciro estaba de frente, sonriendo, con los hoyuelos marcados y pequeñas arrugas formándose en las esquinas de sus ojos. Por su parte, Ignacio se había dibujado a sí mismo de perfil —y qué extraña había resultado la experiencia de mirarse tanto al espejo para plasmar sus propias facciones—; la mano apoyada en el cuello de Ciro, rozando la línea de su mandíbula con la punta de los dedos, mientras le besaba en la mejilla con un cariño infinito que desbordaba el papel. El dibujo que permanecía en su cuaderno mantenía la misma escena pero con los papeles cambiados: en esa ocasión, era Ciro quien besaba la mejilla de él.

Frenó al entrar en la plaza, jadeando por la rápida carrera hasta allí. Apoyó las manos en su cintura y se dispuso a localizar con la mirada a Ciro. La cuadrilla había dejado de tocar, todo el mundo descansaba un rato de la música sustituyéndola con cena y charla. Al fin vio a su amigo apoyado contra uno de los faroles. Parecía más interesado en mirar las estrellas y los banderines de colores que en atender a la conversación que se estaba produciendo en torno a él y en la que participaban varios de sus antiguos compañeros de clase. De hecho, Ciro miraba al cielo con una expresión tan serena que Igno se vio contagiado por esa paz y permaneció unos segundos simplemente observando su perfil.

Luego, comenzó a caminar en dirección a ese grupo de adolescentes entre los que estaba su mejor amigo. Se encontraban en torno a una de las lumbres, reducida a una pila de carbones todavía de un color naranja incandescente. Unas brasas a las que, pese a seguir siendo verano, daba gusto arrimarse.

—¡Ciro!

Su rostro se iluminó al ver acercarse a Igno. Avanzó unos pasos hacia él, apartándose unos metros del grupo. Ninguno de los dos pareció notar que esa abrupta salida del círculo por parte de Ciro había despertado algunas miradas curiosas.

—¿Dónde leches te habías metido? —le preguntó a Igno.

—He ido a mi casa a por algo para ti. —Sus palabras aceleradas iban acompañadas por una enorme sonrisa que no podía contener.

Igno sentía su pecho desbordado por el sentimiento que le quería compartir a Ciro y esa sensación de agradable cosquilleo se potenciaba por su mirada expectante. No podía esperar ni un solo segundo más para darle su regalo.

—¿Para mí? —Tomó la hoja doblada que Igno le tendió tras sacarla de su bolsillo.

Ciro comenzó a desdoblar el papel con una genuina ilusión tirando de sus comisuras. Apenas había abierto por segunda vez la página para desvelar el dibujo cuando una veloz mano se lo arrancó ante el gesto de absoluto horror de Igno.

—¿Qué tienes ahí, Ribera? —preguntó el dueño de esa mano. Al leer el mensaje escrito a carboncillo, añadió—: ¿Qué cojones?

Una nueva mano se hizo con el dibujo.

—¿Esta es la letra de Ignacio Vega?

—¿Qué dices?

—No puede ser.

—Hostia, sí que es.

El papel pasó de una mano a otra hasta que alguien lo giró hacia el lado del dibujo. Las miradas que juzgaban aquellas palabras de afecto reflejaron desconcierto y, justo después, un profundo disgusto. Fue entonces cuando Ciro reaccionó. Se lanzó contra quien tenía la hoja de papel en ese momento.

—Joder, dámelo —bramó con desesperación.

Ese grito llamó la atención de todavía más gente. A esas alturas, muchos de los congregados en la plaza presenciaban atónitos aquella insólita pelea. Murmurando, cuestionando, condenando. Hubo más gritos, apenas comprensibles, insultos, un angustiado forcejeo. Ciro agarró el dibujo y tiró de él. El papel se rasgó.

—¡No! —se lamentó, mientras se revolvía como un animal enjaulado, empujando a todos a su alrededor.

—Enfermo de mierda —recibió como respuesta.

Todo sucedía tan rápido que Igno era incapaz de asimilarlo. Se sentía una marioneta hueca en manos de un destino cruel y despiadado. De pronto, se vio de bruces en el suelo y comprendió que alguien debió de empujarlo. No supo quién fue, no siquiera le dolió. Solo podía ver a Ciro y cómo alguien más le propinaba otro empujón a él. Aquello le hizo trastabillar y perder el equilibrio. Cayó sobre su brazo derecho encima de los restos de aquella hoguera moribunda. Los trozos del desafortunado dibujo lo acompañaron en su destino; las esquinas del papel se prendieron al contacto con las brasas encendidas. Ciro siseaba de dolor mientras el destrozado retrato a carboncillo ardía y se consumía.

Se produjo un silencio incrédulo tras la caída de Ciro y, un instante después, un grito desgarrado afloró de la multitud.

—¡Ciro! —El espanto en la voz de Gracia de Ribera estremeció a todos al acudir junto a su hijo para socorrerlo.

Su hija corría también tras ella, apartando gente de su camino y clamando por su hermano:

—¡Dios mío, Ciro!

Igno seguía paralizado. Eso no podía estar pasando. No por su dibujo, por algo que tan solo significaba felicidad y amor. Como la rosa blanca oculta en su bolsillo. Solo eran unos trazos a carboncillo, solo una flor, sin más. Eso no podía ser real. No les podía estar sucediendo a ellos, no le podía pasar algo así de horrible a Ciro. A él no. No, ¡no!

Entre el desconcierto y todos los gritos de alarma, surgió la voz de Ciro en agonía —o, al menos, Igno creyó escucharla—; una orden desesperada: «¡corre!». Y él obedeció. No sabría decir si fue por pánico, cobardía o porque durante toda su vida había echado a correr cada vez que su amigo se lo había pedido. Daba igual el motivo, tan solo importaba que lo hizo.

Corrió, huyó.

Los pulmones le ardían, apenas podía respirar; la garganta se le había cerrado por la angustia y, al mismo tiempo, amenazaba con destrozarse en sollozos. En el camino que llevaba a su hogar, las piernas le fallaron y el cuerpo de Ignacio golpeó el suelo por segunda vez, como un peso muerto. Un quejido escapó de sus labios, cubiertos de tierra. Deseó quedarse ahí mismo, esperando no sabía el qué, pero el grito de Ciro volvió a resonar en su cabeza: «¡corre!» y lo hizo. Se puso en pie. Sus rodillas, magulladas por la caída; la camisa, siempre tan limpia, tan blanca, ahora manchada.

Llegó a su casa y, antes de entrar por la puerta, sus aturdidos sentidos captaron un detalle de lo más absurdo dadas las circunstancias: las flores que adornaban los alféizares de las ventanas delanteras estaban marchitas. Todas. Nadie se había acordado de regarlas en semanas.

Al entrar, lo recibió un silencio ensordecedor. Avanzó un par de pasos y se percató de que su padre ya no se encontraba en la sala; al tercer paso, sus pies tropezaron con algo, provocando un ruido que recibió una respuesta inmediata.

—¡Ignacio!

El grito de su padre lo paralizó en el sitio, pero la segunda vez que lo llamó ni siquiera su temor fue capaz de frenarlo. Su cuerpo avanzó por sí solo en dirección al dormitorio de sus padres, desde donde provenía la voz. La habitación estaba a oscuras, sin rastro de la luz del candil, pero gracias a la luna pudo distinguir con claridad la silueta de su padre sentado en el borde de la cama. La espalda encorvada, los antebrazos descansando sobre sus muslos mientras las inmensas manos del hombre colgaban en el vacío entre sus piernas separadas.

—Tu madre se ha ido —anunció sin preámbulos.

—¿Ido? —susurró Ignacio, al cabo de un instante interminable.

Sus ojos se dispararon hacia la figura de su madre. No se había ido, estaba justo ahí, tumbada en la cama, exactamente igual que cada día y cada noche de las últimas semanas. Estaba como la había visto hacía apenas unos minutos… salvo porque la hilera de florecillas azules ya no se movía con suavidad, hacia arriba y hacia abajo, reflejando la vida que latía bajo ellas.

Flores marchitas, inertes. Muertas.

—¿Madre? —la llamó mientras se acercaba a la cama. La sacudió por los hombros para que lo escuchara, abriera los ojos y respondiera—. ¡Madre! —Un nuevo intento, misma respuesta: nada.

Desesperado, convencido de estar atrapado en una pesadilla de la que no sabía cómo escapar, Ignacio pronunció por primera vez en voz alta el nombre de su madre, con la frágil esperanza de un resultado distinto.

—¡Hortensia!

Repitió esa palabra como si de una letanía se tratase hasta que se le quebró la voz y comprendió que era cierto: su madre ya no estaba ahí, se había ido.

Sin apenas fuerzas para sostenerse, cayó de rodillas al suelo. Entonces, con la visión a punto de nublársele, comenzó a ser consciente de su entorno, de todo aquello en lo que no había reparado por estar sus sentidos enfocados solo en Hortensia. El candil estaba volcado en una esquina del dormitorio, al igual que la mesita de noche y, bajo ese mueble, se encontraba aplastado su morral de esparto, abierto. 

«No, no, no…»

Horrorizado, Ignacio se dio cuenta de que el suelo estaba cubierto por trozos de papel: las páginas de su cuaderno de dibujo habían sido arrancadas y rotas con furia. Distinguió fragmentos de paisajes a carboncillo mezclados con sonrisas y miradas alegres rasgadas con crueldad; los ojos de Ciro, decenas de ellos, parecían mirarlo desde todas las direcciones posibles. Y, por último, un pedazo del dibujo de Ciro en la buhardilla, junto a la mitad de una hoja donde, en un arrebato absurdo e imprudente, Ignacio había escrito lo que sentía hacia él y no se había atrevido a decirle cara a cara.

Las pesadas suelas del calzado de su padre aplastaron esos dos trozos de papel cuando se puso en pie y avanzó en su dirección.

—Levántate —rugió con tal rabia que Ignacio se sintió brutalmente golpeado por ella. En esta ocasión, el miedo sí que detuvo cualquier respuesta de su cuerpo—. Que te levantes he dicho. —Lo agarró con brusquedad por el brazo para ponerlo en pie.

Lo siguiente que supo Ignacio fue que recibió una fuerte bofetada que a punto estuvo de tirarlo de nuevo al suelo. Sintió que le pitaban los oídos y se le aguaban todavía más los ojos a causa del súbito dolor físico.

—Ni se te ocurra llorar, ¿me has oído? Eres una desgracia —escupió, con un angustiante deje de desprecio. ¿Aquel era el mismo hombre al que había respetado y obedecido toda su vida?—. Ahora no puedo ocuparme de ti, pero ya haré que entiendas que ningún hijo tiene derecho a ensuciar el nombre de su padre de esta manera. Fuera de mi vista.

Sin saber cómo, Ignacio consiguió llegar hasta su propia habitación. Cerró la puerta y se desplomó en el suelo, apoyando la espalda contra la madera, como si su peso pudiera impedir que su padre entrara si decidía hacerlo. Se encogió sobre sí mismo, enterrando el rostro entre sus brazos, y luchó por seguir respirando. Una vez, otra más.

El mundo había quedado fuera, al otro lado de la puerta, pero el miedo y el dolor continuaban ahí con él, aferrados a cada fibra de su ser. Sobre todo el dolor. En ese instante, le dolía hasta existir, aunque no más de lo que le dolía pensar en todo lo que acababa de suceder y lo peor era que no podía dejar de hacerlo ni un solo segundo. Ni un instante de paz. En su mente zumbaba la imagen del rostro demacrado e inexpresivo de su madre y su pecho inmóvil. Hortensia ya no estaba ni estaría nunca más y él ansiaba rebelarse contra aquella realidad que había temido durante semanas, aunque sabía que sería inútil. Había quedado huérfano de la única persona en el mundo que podría aplacar lo destrozado que se sentía. Los ojos oscuros de su madre, para siempre sin luz, sus tarareos a media voz, las flores marchitas y olvidadas, la sangre, el color negro llenándolo todo. Entre la vorágine de su abatimiento, se coló como una nueva tortura para su alma devastada la visión de Ciro cayendo sobre los carbones encendidos y todos los gritos que siguieron a ese momento.

Ignacio también deseaba gritar ahora, pero no encontraba su voz. Quería llorar, pero las lágrimas se negaban a brotar de sus ojos. Sintió ganas de vomitar pese a tener el estómago vacío; al menos eso sí pudo hacerlo. El amargo sabor a hiel que perduró en su boca no fue sino una ridícula muestra de cómo se sentía por dentro.

Se arrepentía de no haber estado junto a su madre en su último aliento y, en cambio, haberse obcecado tanto en abandonar su hogar para volver a la verbena. En los últimos momentos en este mundo de la mujer que le dio la vida, él se había preocupado por cosas que le parecían absolutamente irrelevantes ahora que solo deseaba un minuto más a su lado. Unos preciados segundos donde agradecerle por todo lo bueno que hizo por él, disculparse por todos los dolores de cabeza que le hubiera ocasionado y decirle lo importante que era para él, que la necesitaba y la quería. También se arrepentía de haber vuelto a casa para recibir la noticia de la muerte de su madre; si hubiera huido a cualquier otro lugar, todavía la creería viva. Escuchar esas terribles palabras se había sentido como un castigo más por sus errores, uno que se sumaba al golpe de su padre y a la amenaza de más por la ofensa cometida contra su nombre. También le pesaba haber salido corriendo de la plaza tanto como hubiera lamentado permanecer allí. Se arrepentía de todo, le dolía todo.

Quería desaparecer. Solo eso.

Todo su mundo, todo lo que le importaba, se había roto en pedazos esa noche. Solo quedaban cenizas.

Pasaron minutos, horas, e Ignacio se mantenía en la misma posición. Lo único que había hecho era sacar de su bolsillo la rosa de Ciro y sostener en su mano esa flor aplastada, sus pétalos arrugados y desprendidos muchos de la maltrecha corola. Solo hizo eso y mirar a la nada, paralizado por un sufrimiento que nunca había imaginado que pudiera existir.

A lo largo de la madrugada, a ratos, creía escuchar voces: del sacerdote del pueblo y algunos vecinos —informados por su padre del fallecimiento de Hortensia—, escuetas respuestas de su progenitor a los pésames ofrecidos y una amalgama de voces femeninas enlazando un rosario con otro mientras velaban a su madre. Ignacio no supo si existía una divinidad a la que agradecer que nadie intentara entrar en su habitación aquella noche, pues la única realidad en ese momento era que aborrecía la existencia de un ser que, en su omnipotencia, decidía castigar con semejante crueldad.

Cuando la grisácea claridad del nuevo día comenzó a bañar la estancia, Ignacio tomó una decisión que jamás hubiera creído posible. Se levantó y salió de la casa por la ventana de su dormitorio. Comenzó a caminar sin tener un rumbo fijo. No quiso echar la vista atrás para contemplar por última vez el que había sido su hogar durante toda su vida; sentía que esa palabra ya no significaba nada para él. En cambio, sí se giró para ver la casa de la familia Ribera y comprobar que hasta la última de las contraventanas blancas estaba cerrada. Sabía lo que quería decir eso: la partida había tenido lugar unas horas antes de lo previsto y ya se habían marchado. Ciro se había ido de Santa Águeda, quizás para siempre, como iba a hacer él.

Entonces, los traidores ojos de Ignacio forzaron una última mirada a la higuera que siempre consideró suya, de los dos. Pensó en su infancia y cómo había crecido junto a Ciro en torno a ese árbol; recordó la felicidad, las risas tras cada carrera, el primer abrazo de ese verano y el beso que lo cambió todo. Pero también recordó el miedo, la incomprensión y el odio que logró empañar todo eso en un pestañeo. Cuando se vio asediado por el llanto, apretó con fuerza los párpados y echó a correr.

Corrió, huyó, esta vez sin saber adónde, aunque consciente de que no podría escapar de lo que su imprudencia había causado. No existía lugar en el mundo donde pudiera esconderse de sí mismo, de su dolor, su culpa y arrepentimiento. Estaría por siempre atrapado entre sus garras, lo sabía. Corrió, solo eso. Sin embargo, llegó un momento en el que, envuelto en el despertar del bosque, Ignacio Vega se detuvo porque se percató de que no tenía prisa.

Nadie lo esperaba.

Nada.

Solo el olvido.

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