Eᴘɪ́ʟᴏɢᴏ
A su lado, Ciro contemplaba el mar, en silencio, con la más plena de las sonrisas en sus labios. El sol aún besaba el calmo horizonte y salpicaba con reflejos plateados la superficie del agua. Azul sobre azul frente a una extasiada mirada más verde que nunca; si ver el mar por primera vez ya era un espectáculo impresionante, Igno decidió que lo era aún más a través de los ojos de Ciro. Uno se sentía insignificante ante la inmensidad y, al mismo tiempo, absolutamente invencible, contagiado por el poder del mar.
—Tenías razón, Ciro —susurró Igno—. El mar es mucho más... todo.
Se encontraban en una tranquila cala de Los Zarcos. Eran las únicas dos almas en aquel lugar. Las viviendas más cercanas quedaban bastante lejos y ellos eran los únicos imprudentes que veían como una buena idea ir a la playa a esas horas y en esa época del año.
—Ayer, cuando regresé a casa de mi hermana —empezó a decir Ciro, tras un largo silencio—, mi madre abrió la puerta antes de poder llamar siquiera. No veas el susto que me llevé al encontrármela ahí en bata y rulos. Como te imaginarás, la Belisa le había contado que te habíamos visto en el parque y que yo me había quedado hablando contigo. Quería saber qué había pasado. —Metió las manos en los bolsillos de su pantalón y suspiró—. Por primera vez, quiso hablar conmigo sobre ti. Puede que mi hermana la animara a hacerlo, no lo sé; la maternidad la ha vuelto muy persuasiva, así que no me extrañaría.
»Estuvimos hasta las tantas así, hablando, y sentí que… que me comprendió, que no me ve como un crío que comete un error terrible por no pensar en lo que hace. Eso es lo que suponía que ella pensaba hasta ahora. Todavía le noté miedo por mí, por supuesto, pero no desprecio ni enfado, nada de eso. La verdad es que estuvo muy bien, pero que sepas que me niego a decirte quién lloró más de los dos —remató con una mueca.
De la boca de Igno salió algo parecido a una risa.
—Entonces ayer fue un día intenso.
—¡Y que lo digas!
—¿Estás bien?
—Sí. ¿Tú?
—Ahora ya sí.
—Bien. ¿Sabes? Yo pensaba que lo más intenso de estos días sería ayudar con la mudanza y evitar que los niños líen alguna de las suyas. Me refiero a alguna muy gorda, claro. Por cierto, perdona que cambie de tema, pero mi madre me pidió que te diera el pésame de su parte. —Igno asintió para agradecer esas palabras y procuró que no afectaran a su ánimo—. Pero además…
—¿Además qué?
—Hoy tienes que venir a comer con nosotros. Va a hacer arroz.
Igno tuvo que pestañear una, dos veces, antes de poder hablar de nuevo.
—¿Cómo?
—Con pavo.
—¡No ese «cómo», Ciro!
Ciro rio por esa más que merecida reprimenda.
—Quiere verte, te ha invitado a comer con nosotros y, por si se te ha olvidado, nadie es capaz de llevarle la contraria a esa mujer. Tienes que venir. Confía en mí, todo estará bien —le aseguró Ciro y él le creyó. Lo cierto era que extrañaba tener a la señora Gracia de Ribera en su vida; Igno sentía que diez años atrás no había perdido solo una madre sino dos.
Solventado ese asunto —aunque todavía provocaba una ligera inquietud en Igno—, Ciro decidió descalzarse y acercarse a la orilla, para que las suaves olas mojaran sus pies al morir allí.
—¡Ven aquí, Igno, corre! —exclamó con voz alegre.
Igno lo siguió, como siempre había hecho, y dejó que sus sentidos se continuaran impregnando de la esencia de aquel lugar. Oía el rumor del oleaje y contemplaba un azul que se antojaba infinito ante sus ojos; notaba con claridad el matiz salobre en el aire, al igual que la fina arena bajo las plantas de sus pies. Sin embargo, lo que Igno sentía con mayor intensidad en ese momento era la presencia de Ciro junto a él. Todavía le costaba creer que lo que estaba viviendo no formara parte de un sueño.
Miró a Ciro, consciente de que nunca podría cansarse de hacerlo. Se fijó, al igual que la tarde anterior, en que el rostro del que fuera su inseparable compañero de travesuras había abandonado por completo las líneas aún suaves de la adolescencia. Ahora lucía más adulto, un poco más anguloso, y eso provocó que unas palabras escaparan de la boca de Igno y la emoción contenida en ellas quisiera desbordarse por su mirada.
—Tenía mucho miedo de que llegara un día en el que hubiera pasado más tiempo de mi vida lejos de ti que contigo.
Los ojos de Ciro regresaron a él y acortó en un paso la distancia que los separaba.
—Eh, no llores. Ahora eso no va a pasar.
—Es que me he dado cuenta de algo. Si intentara dibujar un retrato tuyo sin tenerte delante, no sabría hacerte como eres ahora y antes podía dibujarte de memoria perfectamente.
—¿Tanto he cambiado? —inquirió Ciro con ternura.
Igno negó con un enérgico movimiento.
—No, no tanto, pero lo suficiente para no ser igual —murmuró.
Se percató de que su mano se había movido cuando esta ya se encontraba muy próxima al rostro de Ciro. Abrumado, comprendió que sus dedos pretendían trazar sus rasgos, como ya hizo una vez y en mil ocasiones más en su imaginación. Igno se obligó a frenar esa acción casi refleja. ¿Podía volver a hacer algo así?
Ciro tomó su muñeca con decisión, haciendo desaparecer aún más la distancia entre ellos, y permitió que los dedos de Igno alcanzaran su rostro. Pese a la fresca brisa que acompañaba al amanecer, Ciro volvía a llevar su camisa remangada. Ese detalle provocó que Igno contuviera la respiración en un primer momento pero, después, sintió que le insuflaba una inesperada fortaleza. Se recordó que no había cabida en el presente para el dolor pasado; no permitiría que nada empañara ese momento de dicha.
El corazón de Igno latió deprisa mientras acariciaba despacio la línea de su mandíbula.
—Esto ha cambiado un poco. También se te nota algo de sombra de barba; eso a los quince ni estaba ni se le esperaba —bromeó—. Pero apostaría cualquier cosa a que los hoyuelos continúan en su sitio —dijo mientras llevaba la yema de su dedo corazón al punto exacto de su mejilla que se hundió cuando Ciro sonrió—. Acerté. Y tus ojos…
—¿Qué pasa con ellos? No me digas que han cambiado de color y no me he dado cuenta. Debería mirarme más a menudo en el espejo.
—No seas bobo. Lo que iba a decir es que ahora tienes unas arruguitas aquí, en las esquinas, que se notan más que antes.
—¿Me acabas de llamar viejo?
—No, esas líneas significan que has sonreído mucho. Eso es bueno.
—Seguro que eso ha sido sobre todo culpa de mis sobrinos.
Igno era consciente de que no existía un motivo válido para que continuara tocando a Ciro, pues ya había enumerado las facciones que consideraba alteradas por el paso del tiempo. No obstante, Ciro no parecía tener ninguna intención de liberar su muñeca, así que Igno se limitó a acariciar su pómulo derecho de forma sutil con el pulgar hasta el último instante que le fuera permitida esa ansiada cercanía.
—Si quieres —volvió a hablar Ciro, con una inusual cautela agazapada en su sonrisa vacilante—, puedo volver a ser tu modelo hasta que aprendas a dibujarme de nuevo.
—No puedes —rebatió Igno, con una sutil sonrisa resignada.
Ciro frunció el ceño.
—¿Por qué no?
—Porque pronto tendrás que regresar a la capital, ¿no? La familia de tu hermana no va a durar para siempre instalándose aquí como para seguir necesitando tu ayuda mucho tiempo.
—Tienes razón en eso. Tengo unos cuantos días libres en el trabajo para estar aquí, pero…
—Pero ¿qué? —«¡Vaya manía con dejar las frases a medias!», pensó.
—Pero he estado pensando que me apetecería quedarme toda la vida, no solo unos pocos días.
El corazón de Igno se saltó un latido.
—¿Por qué?
—Porque a veces siento que la capital me asfixia —comenzó a explicar— y parece que este es un buen sitio para vivir, tú mismo lo dijiste ayer. Además, me gustaría quedarme porque aquí está la mitad de mi familia. La verdad es que no querría perderme la infancia de mis sobrinos y verlos solo por vacaciones o algo así. Y… ¿de verdad hace falta que diga más porqués?
Igno pensó si su corazón estaría pecando de ingenuo al ilusionarse. A fin de cuentas, el día anterior solo habían hablado de los sentimientos que habían existido en el pasado, ¿no? Y en ese momento, Ciro solo se había referido a sus dibujos, no había dicho nada de amor.
—De acuerdo, entonces… siempre que te dibuje, me equivocaré en algo.
—¿Y eso por qué?
—Para tener la oportunidad de dibujarte una vez más.
—¿Por qué? —insistió en voz más baja.
Igno no fue capaz de responder, incluso detuvo el sutil roce de su pulgar sobre la mejilla de Ciro. Estaban demasiado cerca el uno del otro y sus ojos… Esos ojos eran demasiado para Igno; sentía que se ahogaba en ellos al mismo tiempo que todo lo que guardaba dentro se anudaba y aplastaba su pecho. Por su parte, Ciro aguardó una respuesta los escasos segundos que su impaciencia se lo permitió. Después, dejó escapar un suspiro y susurró apenas:
—Está bien, lo diré yo. —Se inclinó hacia delante un poco más, un poco más cerca y un poco más deprisa latió su corazón—. Porque te quiero, Igno.
Y él sintió que su corazón volaba, tan alto como nunca hubiera creído posible.
—Yo lo dije primero.
Ciro cerró los ojos y a duras penas contuvo una sonrisa, mezcla de diversión y frustración.
—No me puedo creer que sigas teniendo el mismo mal perder hasta en esto. A ver, ilumíname: ¿cuándo se supone que me lo has dicho? Porque no lo recuerdo y mira que estoy seguro de que tendría muy buena memoria para algo así.
—Lo escribí en el dibujo. Ayer me callé esa parte —le confesó, casi tropezando con las palabras.
Una media sonrisa apareció entonces en los labios de Ciro.
—Ya veo. En ese caso, sigo ganando yo: te di la rosa blanca antes de eso y estaba más que claro lo que significaba.
—Eso no cuenta —protestó Igno—, lo tuyo no fueron palabras.
—Ni esto tampoco…
De pronto, las manos de Ciro sostenían su rostro y la calidez de ese contacto dejó a Igno sin respiración. No tuvo tiempo de hilar ni un solo pensamiento coherente porque sus labios ya estaban ahí, sobre los suyos. Tan suaves, tan cálidos.
La intensidad del beso era un reflejo de la necesidad que Ciro sentía, idéntica a la suya, y eso logró que el alma de Igno se estremeciera. Ese fue, sin lugar a dudas, el beso más torpe que habían compartido: ansias, nervios y una marabunta de emociones imposible de contener lo ocupaban todo. Era demasiado y, a la vez, no era suficiente; pero esa misma torpeza fue lo que lo convirtió en el más maravilloso de los besos. Se besaron con desesperación, con vehemencia, con todo el amor que nunca dejó de arder en sus corazones. Todo temblaba dentro de Igno y a su alrededor, hasta el punto de necesitar agarrarse a los antebrazos de Ciro cuando sus labios se separaron para sentir que algo lo mantenía anclado al mundo real. Ciro continuaba acunando su rostro y sus ojos, brillantes por la emoción, contemplaban a Igno como si de la cosa más hermosa del mundo se tratase. El pecho le explotó de felicidad.
—Esto tampoco han sido palabras —dijo Ciro, con voz agitada—, pero has entendido lo que quería decir, ¿a que sí?
Igno necesitó un segundo más para recuperar el aliento y otros dos para recordar cómo se hacía eso de conseguir que las palabras salieran de su boca.
—¿Que seguimos siendo los mismos críos que éramos entonces? —preguntó, esperanzado.
Pero esa esperanza se resquebrajó cuando Ciro negó con la cabeza.
—No, esos niños pasaron por mucho, sufrieron mucho y me temo que no queda demasiado de ellos en nosotros.
—Pero…
—Pero sí seguimos siendo Igno y Ciro.
Igno entendió perfectamente qué significaban sus palabras y la esperanza renació, se volvió eterna, imposible de gobernar. Como el mar.
—Eso no ha cambiado y ¿sabes qué? —Su siguiente susurro fue lo más poderoso que Igno hubiera escuchado alguna vez—: Que nos merecemos ser felices así, siendo nosotros.
—¿De verdad lo crees? —Ciro asintió con convicción y él, con voz trémula, añadió—: No será fácil.
—Lo sé.
—No quiero decirlo, porque si no lo hago parece menos real, pero… tengo miedo, Ciro.
—¿Te crees que yo no? Pero no me importa sabiendo que te tendré a mi lado para enfrentarnos juntos a ese miedo. Juntos —repitió, mientras limpiaba con sus pulgares las silenciosas lágrimas que resbalaban por las mejillas de Igno y hacía caso omiso a las suyas—, podremos con todos los dragones que se nos presenten en el camino. Piénsalo, Igno: si hemos podido sobrevivir a todo esto separados, juntos podremos con cualquier cosa. Además, esta vez no estaremos solos. Eso se acabó.
Se abrazó con fuerza a Ciro y se dejó sostener por él, por su amor.
—¿Y ahora qué? —murmuró Igno contra el hueco que había entre su hombro y su cuello. Ese lugar que tanto había añorado.
Igno sabía la respuesta. A partir de ese momento, dejaría de sobrevivir, de vivir con un corazón que latía a medias porque la otra mitad se aferraba, angustiada, a sus recuerdos. Al pasado. Ahora su presente volvería a ser importante y existiría un futuro con el que soñar. Podría adorar de nuevo los veranos e incluso se atrevería a pintar con todos los colores que uno pudiera llegar a imaginarse. Empezaría con el «azul Ciro» y después seguiría con sus ojos: tenía que colorearlos del mismo modo que ellos volvían a colorear su vida con felicidad. Pero, sobre todo, tendría la oportunidad de pronunciar los infinitos «te quiero» que quedaron enquistados en su pecho durante tanto tiempo. Igno volvió a buscar sus besos, su aire, y suspiró sus sentimientos contra sus labios una y otra vez mientras Ciro sonreía un poco más en cada ocasión.
—Te quiero. Te quiero. Te quiero…
Sí, Igno sabía la respuesta, pero Ciro la resumió en tan solo dos palabras, que él mismo repitió un instante después:
—Ahora todo.
Fin
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