Capítulo 34
Para Samuel Van Woodsen, la vida siempre le había parecido interesante y maravillosa. Él no era como los demás demonios que se la pasaban insultando y denigrando la esencia de la vida humana.
No. Samuel era diferente y por eso los suyos lo habían dejado de lado. Desde sus primeros milenios en Infernum, las burlas y los abucheos eran casi una costumbre para el muchacho de castañas hebras. Sus compañeros jamás lo habían tomado en serio. Van Woodsen era el bicho raro de la clase privilegiada. Su grupo de amistades era tan reducido que podríamos decir resultaba inexistente.
Agradecía que los demonios no tuviesen padres, porque de lo contrario hasta ellos mismos le habrían dado la espalda a su propio hijo. No obstante, la falta de una figura que lo guiara a través de las ardientes llamas del inframundo también perjudicó su personalidad. Nunca salía a divertirse. No charlaba con alguien sobre sus gustos o sus problemas. Era un demonio que estaba en completa soledad.
En sus primeras salidas al mundo de los mortales, no pudo evitar sentirse atraído por los humanos que tan despreocupadamente hacían sus vidas como se les daba la gana. Y es que entendía que ellos no eran obligados a actuar de una forma específica arraigada a su especie. Los humanos eran libres sin saberlo, y eso fue lo que más interés generó en él.
Aún tenía presente en su memoria la vez que conoció a alguien igual de maravillado por la humanidad. Alguien que odiaba su vida por el simple hecho de que no le permitían aprovecharla como quería. Fue en 1789 cuando ambos se conocieron. En medio de una triste realidad para los franceses de la época, quienes morían de hambre mientras los aristócratas se preocupaban por dar fiestas con exquisitos postres para los suyos.
Samuel Van Woodsen nunca se había sentido tan completo en todos sus años como demonio hasta que conoció a Mason Lee, un ángel renegado cuyo corazón era tan bondadoso como para querer cambiar la situación social de esas pobres personas.
La lluvia torrencial había sacudido la ciudad. Ambos habían elegido, sin pretenderlo, el mismo refugio de los vientos despiadados que mandaban a volar todo que no estuviese bien sujeto al suelo. Los cuernos y las alas ya habían delatado el origen de ambos, y por ende también se esperaba una marcada rivalidad. No era extraño ni ajeno para ellos que como seres naturalmente opuestos se vieran obligados a querer arrancarse los ojos.
Sin embargo, eso nunca pasó. Ambos eran rebeldes renegados; ellos no tenían tiempo para una rivalidad poco lógica de niños del jardín de infantes. Charlaron varias horas de sus anhelos, sus proyectos, sus metas que parecían inalcanzables. Y el demonio llegó a una conclusión: los dos eran motivo de burla en sus respectivos reinos.
Movidos por una misma meta, decidieron cambiar la vida de los pueblerinos pobres. Samuel y Mason liderarían uno de los hechos más importantes en la historia de la humanidad, aunque las consecuencias fuesen graves. Lo peor, pensaron, era que ninguna persona lo sabría. Jamás hablarían sobre ellos en los libros de Historia, ni levantarían estatuas en su honor. Nunca les contarían a las generaciones futuras acerca de su acto de valentía.
Porque ellos en realidad no eran más que dos imbéciles y presumidos buscando demostrarles a sus superiores lo mucho que valían. Pero esa amistad que se formó bajo la lluvia duraría para siempre. Por más obstáculos que pusieran en sus caminos, por más que les arrancaran aquello que los caracterizaba como demonio y ángel. Porque tal vez sufrirían muchísimo metiéndose en donde no les llamaron, pero tendrían su recompensa algún día después de tanto dolor.
—¿En qué piensas? —la voz de Soberbia cerca de su oído lo sacó de sus recuerdos distantes. Ambos estaban echados en el sofá de la sala, descansando—. Te estaba contando de la vez en que Ira quemó los jardines porque Gula se acabó sus frituras y no me estás prestando atención.
Samuel rio ante el lindo mohín que el rubio había formado con sus precisos labios. Se inclinó para besarlo fugazmente y volvió a echarse sobre él.
—Eres un niño —se burló el demonio—. Solo recordaba cómo era antes de conocer a Mason en Francia.
Soberbia quedó callado, pensativo. Samuel volteó otra vez para encontrarse con su mirada perdida en la flor de loto que danzaba al compás de la música clásica.
—Ahora que lo pienso, nunca me contaste qué era de tu vida antes de liderar a los rebeldes revolucionarios.
—Era un asco. Fin.
—¡No seas así! —se quejó mientras lo atraía de vuelta hacia su pecho y le acariciaba la cabeza—. Aún no me acostumbro a tus cuernitos.
Oh, eso.
Bueno, resumiendo los hechos, ya habían pasado como tres semanas desde que la Segunda Guerra Celestial dio fin a las fechorías de los crueles venatores. Semanas en las que Aret y Rachel Vitae fueron sentenciados a cadena perpetua en la prisión de Infernum.
Aret ahora estaba cumpliendo servicio en la mina ardiente de la región sur. Un sector donde los monstruos habitaban desde hace miles y miles de siglos. No duraría mucho allí, ya que si no moría de hambre lo comería una de esas diabólicas bestias.
Rachel Vitae, por otra parte, se había negado a cumplir sentencia junto a su padre. Sus hirientes palabras habían comenzado a surgir efecto en su mente, provocando en ella la depresión más grave de todas. La internaron unos días después en el Psiquiátrico de Calum por querer ahorcar a un ángel guardián en su celda. Sin embargo, no duró mucho. La muchacha se lanzó al vacío luego de un brote psicótico.
La noticia había salido en el periódico oficial de los reinos, y había llegado a las manos de los Pecados, quienes ahora vivían en Exilium gracias a la insistencia de los ángeles mensajeros. Gula fue la encargada de leer la noticia, sin un deje de tristeza en su voz. Ninguno se sintió culpable por la muerte de Rachel. Lo único que importaba era que al fin estaban en paz.
Un par de días después, Miguel y Apolyon arribaron con una noticia esperanzadora: Mason y Samuel tenían la chance de recuperar lo que alguna vez la Alta Comisión les había arrebatado.
—Amo cómo te ves con tu cola —se le había escapado a Soberbia el mismo día en que sus extensiones tan características le fueron regresadas.
Envidia también había sido testigo de la felicidad que invadió el pecho de Mason en cuanto sus alas fueron puestas nuevamente en su lugar, después de tanto tiempo. No podían sentirse más completos y gozosos. Era como volver en el tiempo a la misma época en la que los tres habían formado equipo a espaldas de la Alta Comisión.
Volviendo al presente, Soberbia continuaba tocando los cuernos de Samuel como un niño curioso por el nuevo mundo. El demonio lo dejaba. Era lindo que hasta en pequeños detalles de su cuerpo el rubio lo alabase y le hiciese cumplidos.
De un momento a otro, Soberbia pegó un salto en el sofá, casi mandando a volar en flacucho cuerpo del castaño.
—Vuelve a hacer eso y te rapo la cabeza mientras duermes.
—¡Tengo una idea! —el rubio lo ignoró olímpicamente, formando una gran sonrisa—. Vamos a Infernum. Quiero que me muestres el lugar donde creciste.
Samuel se quedó pasmado. ¿Soberbia quería conocer el lugar donde había sido víctima de las burlas de otros demonios? Analizó la situación. El Pecado se mostraba entusiasmado, feliz por esa loca idea que se había cruzado por su mente. Por otro lado, Sam no tenía intenciones de volver a ese lugar tétrico que alguna vez consideró su hogar. ¿Y si se cruzaban con aquellos que habían hecho de su existencia una completa miseria?
Bajó la cabeza, rendido. No podía decirle que no al Pecado Original.
—Está bien, tú ganas. Vamos al infierno.
***
—¡Pff, hace un calor de los mil demonios! —exclamó el rubio una vez llegaron a Infernum.
Samuel y él caminaban por los senderos rocosos cercanos a los ríos de lava. El calor emanado de estos últimos estaba poniendo de mal humor al Pecado, cuyo mayor enemigo era el clima cálido.
—¡¿Qué demonios crees que haces?! —Samuel vio, con los ojos casi salidos de sus órbitas, cómo su rubio comenzaba a desabotonarse la camisa.
—Me estoy muriendo. ¿Qué otra cosa quieres que haga sino?
Acto seguido, lo único que sintió fue un chorro de agua que bajaba por su espalda. Miró a Samuel, quien solamente sonrió.
—Traje varias botellas por si te vuelven a agarrar esos calores.
—Pero...
—Vuelves a querer sacarte la camisa frente los demás idiotas que se hacen llamar demonios, y yo mismo te lanzaré al vacío.
Luego de esa perturbadora declaración, Soberbia no volvió a tocar el tema. Se la pasaron de aquí para allá. Samuel le enseñaba cada lugar que conocía desde que era un niño: la que antes fue su residencia compartida; su patio de juegos; la academia donde se formó para llevarse a las almas humanas.
—No me creo eso de que eras el peor de tu clase —admitió el rubio mientras se columpiaba levemente en el patio de esa gran escuela—. Eres demasiado listo como para reprobar un examen.
—Las evaluaciones teóricas eran mi fuerte. Lo admito con orgullo. Ojalá pudiera decir lo mismo de los prácticos. En esos sí que me iba fatal.
—Tampoco me creo eso.
—Te digo la verdad, tonto. Los entrenadores y profesores siempre me regañaban porque no era capaz de llevarme a las almas perdidas conmigo. Eso sumado a los idiotas de mis compañeros que se burlaban de mi poca capacidad para actuar como un verdadero demonio.
—¿Eso hacían? —la expresión de Soberbia cambió drásticamente a una seria, casi molesta. Samuel asintió con la cabeza—. Pues eran unos idiotas. Estoy más que seguro que deben estar muy arrepentidos al saber que eres un héroe de guerra.
Van Woodsen se alzó de hombros, quitándole importancia.
—Hace mucho que dejó de importarme lo que crean los otros de mí. Mientras yo sepa quién soy realmente, no tengo por qué demostrar nada a nadie.
Sintió unos cálidos brazos rodearlo a la altura de su tórax, protegido por el abrazo que el rubio le estaba dando. Casi podía reconocer las palpitaciones de su acelerado corazón y la respiración calma debido a su cercanía.
—Me recuerdas a mí antes de conocerte —admitió en susurros—. Antes poco me importaba el resto mientras estuviese orgulloso de mí mismo. Soy Soberbia. Es obvio que me amo demasiado como para reparar en lo que los demás crean. Sin embargo, desde que comencé a sentir algo por ti, todo mi mundo empezó a girar en torno a tus pensamientos.
—¿Buscabas impresionarme? —inquirió con gracia.
—Quería parecerte alguien interesante, pero mi ego iba a arruinarlo todo —se lamentó, cabizbajo.
—Yo creo que tu parte egocéntrica es sexy.
—Sí, te ganaste la lotería conmigo —soltó sin remordimientos. Si para Samuel eso era sexy entonces había que aprovechar—. Por algo te niegas a que me quite la camisa y muestre mis virtudes al mundo. Eres cruel, cariño.
—Cruel o no, solo cuido lo que es mío —Soberbia no pudo evitar lanzar una carcajada; Samuel parecía un pequeño gato enojado pidiendo por la atención de su dueño para jugar con el estambre—. ¿Qué?
—Espero que no sea una etapa tóxica de novio celoso y manipulador —cuando el castaño comenzó a pelear para que el otro lo dejara en libertad, el rubio lo atrajo más cerca suyo volteándolo para mirarlo a los ojos—. Solo estaba jugando, no te enojes. Quédate conmigo un rato más.
—Creí que tenías calor.
—Siempre lo tengo cuando estás cerca.
Sonrojado, Van Woodsen hundió sus dedos a la altura de las costillas del Pecado logrando al fin librarse de sus garras. Soberbia profirió un pequeño alarido, sobando donde el demonio había pinchado sin tregua su tersa piel.
Lejos de estar molesto, el muchacho le regaló la sonrisa más bella y sincera que Samuel había visto jamás. Era precioso. Ambos lo eran.
Si bien el inicio de su historia no había sido para nada convencional, haberse conocido fue una de las mejores cosas que les pudo pasar. Tan diferentes y complicados a su manera, pero tan perfectos y únicos cuando el otro sacaba lo mejor de ellos mismos.
No, ninguno de los dos había cambiado para el otro. Soberbia seguía siendo el mismo niño narcisista y presumido de siempre. Pero de Samuel había aprendido a dejar salir su lado inseguro y altruista. Ese sector de su corazón, cuya existencia había pasado desapercibida durante muchísimos años, que le demostraba cuán humano era a pesar de ser un Pecado Capital.
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