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Capítulo 27

Soberbia despertó con un terrible dolor físico y emocional. Permanecía recostado sobre una superficie mullida y suave, observando el techo de la gran habitación del segundo piso.
Vio a Samuel sentado en un pequeño sillón individual a los pies de su cama, leyendo un libro en diabólico antiguo como si fuese lo más interesante en el mundo.

No pudo evitar quedarse un buen rato admirando su perfecto perfil. La nariz puntiaguda, los rojizos y finos labios que brillaban con naturalidad. Todo en él parecía tallado por los mismísimos dioses.
Se asustó por un momento cuando cayó en cuenta de lo bien que estaba pensando sobre aquel demonio, pero quiso ignorarlo cuando esa extraña sensación en su pecho se hizo presente.

—Oh, ya despertaste —el demonio dejó a un lado su libro. La sonrisa de lado tan única en él provocaba muchos sentimientos encontrados en el rubio—. ¿Cómo te sientes?

Bueno, Soberbia, es tu oportunidad. No digas nada estúpido o que pueda molestarlo.

—¿Qué te importa?

Ah, era un caso perdido. Nuestro querido Pecado Original no sabía cómo coquetear. ¿Siquiera estaba haciendo algo como eso? ¡Claro que no! Soberbia no hacía cumplidos a alguien más que no fuera él, mucho menos podría coquetear con alguien que no le interesaba en lo absoluto.
¿Interés? En ese caso, Rachel le interesaba. Únicamente porque sus auras se atraían como ninguna otra lo había hecho. Pero si tenía que hablar de un interés más personal y romántico...

Dejó que sus pensamientos se esfumaran en cuanto un peso ajeno se posó sobre su regazo. Van Woodsen se había tomado la libertad de subirse encima de su adolorido cuerpo y con la absoluta confianza como para acunar su rostro entre sus delicadas manos. Estaban frías, y el calor que ascendía por sus mejillas no ayudaba para contrarrestar su vergüenza.

—Te estás sonrojando, gatito —su voz salió tan malditamente suave de sus labios que el Pecado tuvo que hacer un esfuerzo tremendo para no saltarle encima y comerle la boca—. Quiero asegurarme de que tu sexy espalda es la única parte de tu cuerpo que salió herida de ese espantoso juicio, así que quédate quieto.

—No te he dado las gracias —mencionó el rubio en un vago intento por distraer a su impuro cerebro—. Estuviste genial en el estrado.

Samuel chasqueó la lengua, alejándose un poco de él para ver mejor esos ojos azules que tan mal lo traían últimamente.

—No hay nada que agradecer —finalmente se puso de pie, provocando en ambos una sensación de que algo les faltaba—. Estaré en la sala de entrenamientos por si quieres entrar en calor. Por cierto, Pereza me dijo que tus heridas están sanando a la velocidad de la luz así que no tienes excusa para faltar.

Soberbia asintió con una boba expresión implantada en su confundido rostro. Tenía mucho en qué pensar, sobre todo saber si el cosquilleo que recorrió su cuerpo por la cercanía del castaño significaba algo. Estaba tan mareado con respecto a sus emociones más profundas que comenzó a sentirse fatal. Necesitaba un consejo y no cualquiera.

Salió de la cama de un salto y se colocó sus zapatillas, atando los cordones a medida que se encaminaba hacia la puerta. Cruzó el pasillo, bajó las escaleras casi matándose en el camino mas no le importó mucho. Solo quería llegar a la planta baja donde su menor probablemente estaría ensimismada en su mundo de libros y conocimientos.

Llegó a las afueras de la biblioteca en un abrir y cerrar de ojos. No se detuvo a tocar, de todas formas, no era un lugar lo suficientemente privado como para encontrarse con algo que se arrepintiera de ver. En un rincón apartado, con al menos siete libros sobre el piso alfombrado y otros dos más sobre sus piernas, Envidia lo recibió con una sonrisa ladina.

—Veo que te recuperaste. Se siente bien tenerte de vuelta, Soberbia.

—¿Qué haces con todo esto? —inquirió con curiosidad el muchacho mientras tomaba asiento a un lado.

—Reviso la historia de los Reinos Celestiales, otra vez. Estoy segura de que en alguno encontraré información suficiente para que Miguel pueda hacer su trabajo.

—¿Su trabajo?

Envidia asintió sin despegar la vista de un libro cuya tapa tenía signos de haber sido incinerada y maltratada.

—Antes de dejarnos en Exilium de regreso, Miguel nos dijo a Samuel y a mí que algunos hostiles de la Comisión están buscando razones para destituirlo de su cargo.

Soberbia abrió sus ojos en grande.

—¿Qué? —el Pecado no podía creerlo—. Eso no tiene sentido. Miguel es uno de los mejores ángeles guerreros de Calum. Sin mencionar que ha cumplido con su tarea de mensajero al pie de la letra.

—Yo tampoco lo creí posible hasta que me topé con esto —la chica sacó una hoja arrugada de tono amarillento. Al parecer pertenecía a un libro antiguo, pero este estaba desaparecido—. Está en angélico moderno por lo que se me está haciendo muy difícil traducirlo al angélico contemporáneo. Sin embargo, las pocas palabras que he podido identificar me señalan que esto es una declaración de un Juicio Espiritual de la época de la post guerra.

—Adivinaré —dijo el chico, mordiéndose el labio—. El nombre de nuestro no tan agraciado ángel mensajero aparece ahí.

—Qué listo resultaste ser —felicitó en su típico tono burlón—. Las otras palabras que encontré fueron traición, arrepentido, liberación y muerte. Pero sigo sin saber en qué contexto hay que colocarlas para entender de qué fue este juicio. Si lo supiera, entendería por qué la Alta Comisión está tan enfrascada en querer quitarlo del camino. ¡Y ese abogado! Te aseguro que él también está metido en esto de alguna u otra forma. Como sea. ¿Venías a decirme algo?

Soberbia lo pensó un segundo antes de soltar la lengua con su compañera. ¿Sería prudente contarle acerca de esos extraños sentimientos sobre Rachel y Samuel? Ya bastante tenía con qué lidiar ahora con el asunto de Miguel y la Alta Comisión, que al parecer era más diabólica de lo que creía. Poner un peso más sobre los hombros de Envidia se sentía como abusar de su generosidad y paciencia.

—No es nada, solo exploraba un poco más el lugar. La biblioteca es la única habitación que no pisé desde que entramos por primera vez a la fortaleza. Se siente muy acogedor estar aquí.

La castaña le miró, enternecida.

—Haré como que te creo, pero asegúrate de venir a mí en cuanto estés listo para aceptar tus problemas personales.

El rubio, a pesar de estar sorprendido y a la vez sofocado por las cosas que Envidia podía llegar a observar en él, se dejó estar sobre la comodidad que esa alfombra le brindaba a su cuerpecito en plena recuperación. El olor a cientos de libros inundó sus fosas nasales. Ya se podía dar una idea del porqué la chica permanecía horas y horas allí adentro. Era bastante agradable.

Sin decirse una sola palabra más, ambos disfrutaron de la compañía del otro. Eso eran ellos, una pareja caótica que sabía cuándo era tiempo de una pausa. Habían vivido toda su vida juntos, molestándose, peleando por cualquier imprevisto o contratiempo. A pesar de ello, esas últimas semanas habían aprendido a convivir, a entenderse, a compartir recuerdos y sacar emociones reprimidas.

Porque sí, eran como el fuego y la gasolina creando explosiones cada vez que se encontraban. Eran un caos, pero eran el caos más bello de todos.

***

Los gritos de Pereza no se hicieron esperar en cuanto los hermanos del exceso atravesaron la puerta. Se suponía que no volverían hasta dentro de cuatro días para evitar que los maestros de la universidad se alarmaran por la ausencia de tantos alumnos.

Envidia y Soberbia salieron a pasos apresurados de la biblioteca. Ambos se habían quedado dormidos mientras revisaban una y otra vez los libros de historia en busca de más respuestas. Apenas pusieron un pie en el gran salón, pudieron ver la razón de tanto alboroto por parte de la menor de los Pecados Capitales. Gula estaba pálida, con los ojos perdidos en la nada y una expresión de muerte en todo su ser. Lanzaba espuma por la boca y su cuerpo no paraba de temblar.

—¡Fue envenenada! —Lujuria no paraba de gritar esas palabras con desespero; junto a Avaricia la estaban recostando sobre el sofá más grande—. ¡Demonios, Pereza! ¡Apúrate! Mi hermana se está muriendo.

Con el corazón en la boca, la azabache pidió a Ira y Mason que le bajaran todos los ingredientes necesarios del primer piso para preparar el antídoto. Estaba en una carrera contra el tiempo. No sabía bien cuánto le tomaría al veneno para llegar al corazón de su pelirroja amiga. Tampoco quiso averiguarlo. Siendo la única de los nueve con los conocimientos básicos para la medicina mágica, sentía que toda la responsabilidad estaba cayendo sobre sus hombros.

Sus manos picaban. Mezclaba cada especia y rareza en un bol de madera. Imploró casi a los gritos que le dieran espacio a Gula, ya que tanto sus hermanos como Mason y Samuel la estaban sofocando en un intento por saber si todavía tenía pulso. Envidia se encargó de mantener a los que sobraban a raya.

Pereza necesitaba concentrarse y no podía hacerlo si todos estaban revoloteando a su alrededor como buitres en busca de su animal muerto. Ira y Avaricia fueron sus únicos dos ayudantes encargados de estabilizar la respiración de la chica y controlar el ritmo cardíaco de su corazón.

—¡Sus palpitaciones están bajando! —anunció el avaro, mandando al carajo su carísimo reloj bañado en oro por los nervios. Su pequeña hermana se le estaba yendo de las jodidas manos; lo que menos le importaba era lucir un pedazo de metal en su muñeca—. Pereza, lo que sea que vayas a hacer, hazlo ya.

—¡Eso intento, maldita sea!

Los próximos segundos fueron los más tortuosos para todos. Con el alma de Gula entre la vida y la muerte, y Pereza con ganas de llorar porque no encontraba la jeringa para insertar el antídoto en sus venas.
Lujuria ya estaba tendida en el suelo. Su presión había bajado considerablemente. Soberbia fue por un trapo húmedo y unas revistas de por ahí para reciclar el pesado aire de su alrededor.

Cuando Pereza logró inyectar el antídoto casero en el Pecado de la Gula, sus síntomas fueron contrarrestados casi al instante. La pelirroja fue cargada en la espalda del ángel, quien se la llevó al segundo piso para que recibiera un merecido descanso. Por otro lado, la azabache se dejó caer sobre el taburete mientras hacía un esfuerzo para secar sus lágrimas sin ser vista. Supo que fue en vano cuando los brazos de Ira la rodearon por completo, dándole permiso para llorar sobre sus hombros.

—Lo hiciste bien, Pereza —le repetía el castaño, bajo la celosa mirada de su otro compañero—. Fue mucha presión para ti. Date el lujo de descargarte tranquila.

La escena era tan incómoda que Samuel se vio obligado a intervenir.

—¿Qué demonios fue lo que pasó con ella?

—Que Avaricia se los diga —Lujuria, quien ya había recobrado sus cinco sentidos, soltó esas palabras con absoluto remordimiento y dolor—. De todas formas, él fue quien lo hizo.

Los presentes observaban con total desconcierto, sin entender una sola palabra de la acusación de la rubia.

—Lo que estás diciendo es muy grave, Lujuria —indicó Envidia, mirando cómo la expresión de la chica iba de una llena de ira a otra cargada de tristeza en cuestión de segundos—. ¿Por qué estás tan segura de que fue así?

Lujuria rio con sorna al darse cuenta de que la castaña no confiaba plenamente en sus palabras.

—El veneno estaba dentro de una porquería dulce que Avaricia le dio a Gula en el jardín de la universidad —comenzó a explicar—. Ambos estaban apartados del resto de los estudiantes. Yo solo pude verlo de lejos porque él me había pedido que buscara su bolso en el salón de clases. Pero ahora veo que solo fue una distracción para intentar matarla.

Dicho esto, Lujuria saltó en dirección a su hermano con intenciones de darle una buena paliza. Le importaba muy poco que compartieran el mismo origen, para ella Avaricia no era más de su sangre. Su cometido no pudo completarse porque Soberbia llegó justo a tiempo para sujetarla de los brazos. No dejaría que se hicieran daño entre ellos.

—¡Suéltame si no quieres morirte tú también, Soberbia!

—¡Ya es suficiente, Lujuria! No solucionaremos nada de esta forma.

—Dejen que Avaricia se defienda de esas acusaciones al menos —pidió Samuel, separando con su delgado cuerpo a ambos.

Todos miraron con curiosidad a Avaricia, incluso Mason que ya había regresado de recostar en su cama a la víctima del envenenamiento. Sin embargo, dejando un amargo sabor en la boca a algunos, el rubio no pudo hacer más que negar con la cabeza.

—Eso es suficiente para mí —anunció Mason—. Lo llevaré ante la Alta Comisión lo antes posible.

—Sobre mi cadáver, Lee —para sorpresa de todos, Ira se interpuso entre el ángel desterrado y su compañero de equipo—. No hemos escuchado su parte de la historia aún. No es suficiente como para incriminarlo siquiera.

—Preocúpate por consolar a Pereza en lugar de decirme lo que debo o no debo hacer —la actitud de Mason fue tan brusca que hasta Samuel quiso golpearlo—. Quítate de mi camino antes de que te derribe.

Ira se hizo a un lado, a regañadientes, disculpándose mentalmente con la azabache detrás suyo. Sabía cuán importante era Avaricia para Pereza, y viceversa. Ira sabía todo lo que sentía la menor cuando el avaro la dejaba de lado, o la trataba de una forma diferente a los demás. No por nada él y la chica eran almas gemelas.

Las almas gemelas sentían el dolor, el sufrimiento, la agonía, y hasta las emociones más fuertes de su otra mitad. Por lo que le destrozaba en demasía admitir que el alma de Pereza se rompía por la situación de Avaricia y que su propia alma debía juntar los pedazos caídos e intentar reconstruirlos.

Cuando Mason Lee ya tuvo una mano puesta sobre el hombro de Avaricia, un fuerte siseo se hizo presente en la habitación. No tardó mucho para ponerse en guardia cuando una serpiente color jade se retorció sobre el cuerpo del Pecado incriminado. El animal rastrero lo protegía de las garras del ángel. En sus amarillos ojos podía notarse la rudeza de su mirada, acompañada por una clara advertencia en su fina y alargada lengua que no paraba de moverse de arriba a abajo.

—No me hagas lastimarte, Envidia —amenazó Mason a la víbora. Esta, en vez de hacerse a un lado, optó por mostrar sus venenosos colmillos—. Está bien, dejaremos que el chico hable. Pero si no me gusta lo que escucho, no tendré opción.

El siseo cesó. Y entre la humareda verde, la figura de Envidia volvió a aparecer ante los ojos del desterrado. Ella estaba de cuclillas, justo frente a él. Sin necesidad de decirle otra cosa, se levantó con la mirada gacha sin querer que sus orbes conectaran. Era demasiado pronto como para soportarlo.

Mason, Ira y Pereza se encontraban de pie, mientras que los demás tomaban asiento en los sofás disponibles. Avaricia permanecía en el suelo, desolado y con todas las miradas posadas en él.

Si hubo algo que le dolió en lo profundo de su corazón aquel día fue la expresión de su hermana, quien creía con fervor que había planeado envenenar a Gula. ¿Pero cómo le explicaba a ella y a sus demás compañeros que todo era un malentendido? No había forma de que le creyeran, por más que quisiera intentarlo. Las palabras no salían de su sistema.

A pesar de todo lo que tuvo en su contra, sin importar el enojo en los rostros de Mason y Lujuria, dejando de lado la desconfianza que irradiaban Soberbia y Samuel, él contó la verdad. Su verdad. Una que en un principio solo creerían Ira y Envidia. Una verdad que dividiría a su grupo entre los que lo creían un pastorcito mentiroso y los que confiaban completamente en su voluntad.

—Alguien más me dio ese postre para que se lo entregara a Gula —su voz salió quebrada; tenía miedo de que nadie le creyera—. Les juro que no recuerdo quién fue, pero es cierto. Puso una clase de hechizo en mí para que envenenara a nuestra hermana. De lo contrario, jamás lo habría hecho.

—¿Y cómo sabemos si eso es cierto? —preguntó Van Woodsen con calma, sin intenciones de desmentir su versión de la historia. Soberbia comprendió lo que intentaba hacer, admirando su manera de apoyarlo sin que Lee lo supiera—. No podemos ver lo que tú viste el día de hoy. Gula puede ver el pasado, pero no está en condiciones de usar sus poderes luego de casi morir.

—Yo puedo leer su mente —Pereza dio unos pasos al frente, viendo de reojo al rubio de aspecto demacrado que negaba con la cabeza—. Estoy harta de que no quieras decirnos la verdad, de que nos ocultes cosas desde hace días. Si no hurgué en tus pensamientos antes fue por respeto a tu privacidad. Sin embargo, si no quieres ser lanzado a la fosa de los leones, dejarás que haga esto por ti.

—Te conviene escucharla, amigo —aconsejó Ira—. La Ley Quinta la respalda. "La traición de y hacia los Pecados Capitales será sancionada con la total eliminación del acusado".

—Esta es tu oportunidad para demostrar tu inocencia, Avaricia —lo secundó Envidia.

Sin estar convencido del todo, Avaricia aceptó. Pereza se acercó a él, poniéndose a su altura y quitando algunos mechones que cubrían su rostro. Habían sido tantos días tortuosos para ambos, sin hablar como de costumbre, sin bromear, sin llamarse por apodos estúpidos. Todo acabaría en cuanto ella leyera su mente. Su lugar más privado, donde todas sus monstruosidades habitaban juntas. Porque no, Avaricia no era un santo. Pero su pequeña azabache era tan sensible en algunas cuestiones que él se esforzaba por no ser tan diablo.

Detuvo la mano de la menor de pronto, antes de que esta hiciera contacto con su frente y entrase al lugar prohibido.

—¿Qué?

—Solo prométeme que intentarás comprender mis razones para hacer lo que hice.

Entendiendo poco y nada de la petición del muchacho frente a ella, asintió sin más interrogantes. Estaba algo impaciente por descubrir la causa de su separación. Saber por qué se alejó de ella en primer lugar. Posó la palma de su mano sobre la frente de Avaricia y se sumergió en los pensamientos que más lo atormentaban.

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