Novena noche del mes de abril. Oscura, pero a la vez iluminada por la luz de las estrellas; era noche sin luna. Eso no impedía que la ciudad de Narshville se mantuviera despierta. Los jóvenes muchachos y muchachas a la salida de las discotecas eran prueba de ello, al igual que los bebedores en los bares del rincón más inhóspito de la manzana.
La suave brisa cálida anunciaba el comienzo de la primavera que traería con ella una época de calma y dicha tras la temporada de invierno.
Únicamente las calles y avenidas principales se encontraban iluminadas. Ahí donde las tiendas de ropa, restaurantes de lujo y franquicias de comida rápida albergaban a las personas de vida nocturna que no tenían manera de entretenerse un sábado en sus hogares.
Lejos de la multitud de siempre, en la oscuridad de un callejón sucio donde los delincuentes se juntaban para fumar y quizás drogarse, caminando a paso elegante, un joven alto de facciones finas miraba con una mueca de desagrado al vagabundo inconsciente tirado junto a un bote de basura, con una gran botella vacía de cerveza en mano y dos más junto a su cuerpo.
—Gula ya estuvo aquí —se acercó para tomar una de las botellas de vidrio y devolverla a su lugar tras leer la etiqueta—. Si seguimos a este paso, no tendremos nada que reportar ante el Consejo y ella se burlará por otros mil años más. ¡Apúrate, Pereza!
Unos pasos detrás de él, la chica arrastraba sus pies y se tambaleaba de un lado a otro mientras mantenía los ojos cerrados.
La noche era encantadora como para estar trabajando. A veces se preguntaba por qué era ella quien trabajaba doble turno. Tremenda ironía. Tendría que enviar un comunicado urgente a la A.C. Esperaba que tuvieran piedad de ella. Al menos sabía que los ángeles lo harían.
—¿Qué sentido tiene, Avaricia? —preguntó al mismo tiempo en que dejó caer su delgado cuerpo sobre una caja de cartón mal apilada. Claro que no contaba con que estuviera vacía, lo que provocó que la gravedad actuara cruelmente sobre ella. Afortunadamente, los brazos de su compañero impidieron el contacto contra el suelo duro y sucio—. ¿Volvieron tus premoniciones?
—Un simple gracias me habría bastado —sin otra palabra, la dejó caer de golpe y se enderezó para salir del callejón.
—Cretino —masculló Pereza, pero aun así deseando que él la hubiera escuchado—. ¿Cuánto falta?
—Como cinco manzanas —respondió con simpleza.
La azabache bufó.
—¡Dijiste lo mismo hace cinco manzanas!
—¡Si sigues de caprichosa, serán cinco más!
Sí. Ese par siempre estaba en constante pelea. Pelea por aquí, pelea por allá. No es que se llevaran mal, pero era una manera de pasar el rato. A Pereza le divertía jugar con la —casi inexistente— paciencia del pecado de la riqueza. Avaricia estaba hasta el cuello de las actitudes infantiles de la más bajita.
Cuando fueron creados, los ángeles y demonios estaban conscientes de que había un noventa por ciento de posibilidad de que los Pecados quisieran matarse entre ellos. Incluso sabiendo eso, reconocían que el otro diez por ciento era lo único que necesitaban para llevar a cabo lo ya estipulado.
—Pereza.
—Dime.
—¿Por qué el peso de tu anatomía se siente en mi espalda?
Pereza había aprovechado para pegar un pequeño salto y acomodar su cuerpo en la ancha espalda del chico allí presente. Sí. Le hacía honor a su nombre.
—¿Me cargas hasta llegar a Medium? —pidió imitando la voz de una niña de siete años.
—No.
—¿Hasta el metro?
—Ni de chiste.
—¿Sabes lo mucho que te agradecería?
—¿Sabes lo mucho que cuesta este saco?
Pereza rodó los ojos.
—Ni que fuera Gucci.
—¡Lo es! —se excusó.
Pereza se rindió por fin y sus pies tocaron tierra nuevamente.
—Oh. ¿Acaso estás molesta? —preguntó con tono burlón.
—No.
—Desde aquí noto tu mohín, niña caprichosa.
—¡Te dije que no!
—¡Oh, pero si eres adorable!
Y, cuando Avaricia intentó pellizcar sus mejillas, Pereza explotó.
—¡Ojalá que te sellen el portal a Europa!
Avaricia sintió esas palabras como dagas al corazón. Llevó una mano a su pecho, dolido.
—¡Arrepiéntete, mocosa!
—¡Oblígame! —lo retó.
—¡Te arrancaré los ojos mientras duermes!
—¡Le diré a Lujuria que me amenazaste!
El color de Avaricia huyó de su piel.
Para sorpresa de la chica, se puso de rodillas y rodeó sus piernas con sus brazos.
—¡No le digas nada, te lo suplico! —un escalofrío recorrió el cuerpo del muchacho al recordar las expresiones de furia de la rubia—. Es el mismísimo diablo cuando se enoja.
—Pero es tu hermana.
—Eso no le quita lo diabólico.
Pereza terminó dándole la razón.
Ambos marcharon hacia la manzana siguiente. Aún les quedaba mucho que recorrer.
Del otro lado de la ciudad, una muchacha de curvas pronunciadas e irreal belleza se deslizó suavemente de la amplia cama king size, donde minutos antes ella y su acompañante se habían hecho uno solo.
Cuando cubrió su desnudez con la bata de seda, la cual no era de su propiedad, unas manos grandes y fuertes jalaron su cuerpo de vuelta al colchón de quién sabe cuántos dólares.
Pudo sentir la respiración del hombre que, ya a mediados de su cuarta década, todavía se sentía igual de vivaz que a sus veinte. Chicas como ella lograban que los años que había desperdiciado por haberse casado muy joven volvieran a él, como un viejo trabajador que añora ser millonario para pasar más tiempo con los suyos.
—¿Tan pronto me dejas, gatita?
Lujuria no respondió. Quería sentir los labios del hombre en su cuello. Si era posible, sus dientes clavados en el lóbulo de la oreja.
Descubrió que eran sus puntos débiles a la hora de estar en pleno acto, allá por el año mil setecientos. ¿O era el seiscientos? No lo recordaba muy bien tampoco. Durante esos siglos estuvo involucrada en muchas actividades con hombres de toda clase social, cualquiera fuera su edad o físico.
Aunque claro está, se buscaba siempre a los más guapos y torpes. Ellos eran una presa mucho más sencilla de capturar. Quienes se resistían menos mentalmente eran más propensos a ser completamente seducidos por sus encantos.
—Gatita quiere otra ronda. ¿No es así?
La única parte que odiaba de acostarse con esos hombres era que, más de la mitad, la había apodado con nombres tan ridículos que se sonrojaba, pero de la vergüenza. Y es que, a pesar de que eran geniales en la cama, las neuronas de sus brutos cerebros hacían cortocircuito cuando se la daban de románticos.
Lujuria se liberó de las inquietas manos de su compañero de una sola noche, procediendo a vestirse. El mayor la miraba expectante, como si quisiera que ella se quedara un rato más.
—Mi esposa llega en tres días —comenzó a jugar con su anillo de bodas—. ¿No quieres quedarte unas noches más?
—El hombre que lleva su anillo de matrimonio mientras tiene relaciones con su amante, vive en desgracia toda la vida.
—Si es el anillo lo que te molesta, me lo puedo quitar. Vamos, sé una buena zorrita y ven a la cama con daddy.
La sonrisa ladina que se plasmó en su rostro le hizo entender a aquel hombre que la chica había cedido por fin a su súplica. Como todas las demás amantes que tuvo desde que se casó con su actual esposa, la muchacha que tenía frente a él había caído a sus pies.
Lujuria se acercó meneando las caderas, como siempre hacía cuando llegaba la hora de decirles adiós a sus compañeros de cama. Tomó su barbilla, acercando sus rostros lo suficiente como para rozar sus belfos. Su aliento se sentía tibio. El de ella era tan fresco como el hielo.
—Dale saludos a Hanna de mi parte.
Sin que otra palabra dejase su boca, la de mechones rubios abandonó la habitación matrimonial del hombre cuyo matrimonio ya estaba más que perdido.
Aún no podía comprender cómo es que Hanna seguía con aquel mujeriego adicto al sexo con jovencitas que no pasaban los veintitrés años. Era algo cruel a los ojos de Lujuria. Cruel y enfermo. Mientras la mujer se mataba viajando de punta a punta por el país para cumplir su sueño de ser una exitosa chef, su marido se tiraba a cuál chiquilla colegiala se le pasara por la oficina.
Como si fuera poco, Lujuria se enteró, gracias a la habilidad de su hermana Gula de ver pequeños fragmentos del pasado, que la pobre Hanna había expresado a su esposo alguna vez el deseo de tener hijos.
Desgraciadamente, ella era una persona demasiado generosa y, cuando su marido le dijo que no quería saber nada con que ella diera a luz, Hanna se despidió de la idea. Hasta ese día, lo único que la mantenía de pie era el amor que le tenía a su profesión.
Ignorando el sonido del grifo de la ducha siendo abierto, Lujuria se dirigió a la planta baja de aquella gran casa de barrio cerrado. Se aseguró de que las mucamas no estuvieran despiertas para no causar problemas con la dueña del lugar.
Es increíble que a pesar de lo cambiantes que fueron los mortales a través de los años, las criadas siempre habían demostrado ser compinches de sus amas.
Ver a una muchacha de unos veintitantos, que no era de ninguna manera pariente de sangre y llevándose de recuerdo una bata estúpidamente costosa, levantaría sospechas hasta en el menos observador de los empleados.
Sin hacer ruido, Lujuria abrió la puerta de entrada saboreando el aire silvestre de un jardín plástico. Los ricos tenían extraños gustos para decoración de exteriores.
Cuando estuvo a mitad de camino antes de salir de la propiedad, oyó un siseo particular proveniente del suelo y la familiar serpiente verde esmeralda apareció frente a ella, clavando sus ojos amarillentos sobre los suyos.
—¿Qué? —preguntó de manera altanera cuando el animal comenzó a arrastrarse por la acera y enrolló su longitud sobre sí misma—. Te gusta andar de mirona en noches como estas, y no te culparé. Podrías disfrutar tanto como yo si te quitaras un poco esas horribles escamas.
En medio de la mágica neblina que frente a su cuerpo se esparcía, las escamas se volvieron piel, las líneas de sus ojos se hincharon hasta hacerse pupilas dilatadas, y la única parte alargada que conformaba su cuerpo se dividió en cuatro para que las extremidades se definieran.
El cabello por los hombros de un castaño tan oscuro como la noche resaltaba sus facciones. No eran las más hermosas, pero tampoco las menos asombrosas. Aunque en su cabeza siempre sería menos que el resto de bellas mujeres que había visto desde que su memoria la acompañaba.
—No vine a ver cómo te tiras a un viejo que toma esteroides —su voz se oía clara, siempre demostraba seguridad cuando daba a entender lo que quería decir. Su manera de expresarse solía ser diferente a la de los demás pecados. Eso la hacía una de las favoritas en los Reinos Celestiales—. De hecho, debo decirlo, te ves particularmente atractiva esta noche sin luna.
—Tus falsos cumplidos alimentan mi ego, Envidia —la ve voltear sus ojos. Era fácil hacerle perder la paciencia—. Creí que hoy te tocaba salir con Soberbia.
—Y yo que tenías mejores gustos en hombres —contraatacó con simpleza—. Ya ves, ambas nos llevamos esta noche una fuerte desilusión.
Fue el turno de Lujuria de poner los ojos en blanco.
—Como sea. Ningún pecado puede salir solo por las noches. ¿Lo olvidaste?
—Lujuria —interrumpió con una mueca de disgusto—. Es Soberbia. Pecado Original, entusiasta del desacato, idiota en aumento y propenso a salirse con la suya. Estará bien. No es como si fuera a hacer algo que sabe tiene prohibido por órdenes directas de la A.C. Es insufrible e ignorante, pero no lo suficiente.
Dicho esto, la castaña se abrió paso sobre el sendero que conducía a la entrada del barrio exclusivo donde Lujuria había ido a parar.
Aunque respetaba los excéntricos gustos de su compañera inmortal, seguía sin entender el motivo por el cual se volvió más exquisita en cuanto al lugar donde se tiraba a sus víctimas.
Si en la década de los sesenta había follado con un hippie en una van decorada con dibujos de flores enormes y coloridas, y que olía a incienso, entonces no le veía sentido al hecho de irse a la cama de miles de dólares del tipejo ese.
A pesar de que no lo dejara en evidencia frente a la rubia, Envidia sí estaba preocupada por Soberbia y el peso de las acciones que llegara a tomar. Porque sí, podía ser el Pecado original, el primero en ser creado por ángeles y demonios, el único incluso más poderoso que los otros seis que a su existencia acompañaban.
Pero mientras los demás se medían e imponían límites, Soberbia era un rebelde sin causa, un rebelde solo por diversión. Y eso a Envidia le irritaba en demasía.
Desde un principio los Pecados estaban destinados a colisionar entre ellos mismos. Algunos casos resultaban hilarantes y poco graves, como la relación que habían estrechado el tacaño Avaricia y la joven Pereza.
Otros eran caos, peligro, advertencia. Un terremoto capaz de mover Calum, Medium e Infernum al mismo tiempo. Este último era la descripción perfecta para las interacciones entre Soberbia y Envidia.
Soberbia era frío, calculador, un poco insensible y muy egocéntrico.
Envidia era una chispa que viajaba más rápido que la luz. Determinada pero demasiado impulsiva.
Eran como el fuego y la gasolina.
Y todos sabemos lo que pasa cuando ambos se encuentran.
***
¡Hola, bellezas!
¿Qué tal el primer capítulo?
Espero se queden para averiguar más cositas sobre los Pecados❤
Los amo infinitamente
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro